7
Gemma se sentó junto a la mesa de la cocina, envuelta en el viejo albornoz de Rob. Era del color de él, no el de ella, el color vino la hacía más pelirroja. Sabía que debería tirarlo, o darlo a Oxfam, junto con los demás cachivaches de su vida matrimonial que se amontonaban en la casa, pero a veces, si se presionaba la tela del albornoz contra la cara, le parecía que todavía desprendía el olor de Rob.
¡Maldita tonta!, se dijo en voz alta. ¿Acaso le había dejado algo Rob para que quisiera recordarlo? Le sorprendía seguir añorando su presencia física, no sólo el sexo —aunque éste había sido muy escaso desde que, hacía dos años, llegó a casa y encontró que las cosas de Rob no estaban y una nota suya en la mesa de la cocina—, sino también una caricia rápida, una mano en el cabello, y tener algo más que una botella de agua caliente para calentarse los pies por la noche. El trabajo y los cuidados de Toby no le dejaban mucho tiempo para salir y conocer a nadie.
Pensar en Toby le hizo volver la atención hacia la pila desordenada de facturas que tenía delante, en la mesa de la cocina. Gemma se levantó a servirse más café y envolvió con las manos el tazón desportillado, un recuerdo de su luna de miel en Inverness. Eran casi las nueve de la mañana del domingo y Toby no se había levantado. La visita de anoche a sus padres lo había dejado agotado; los tres salvajes hijos de su hermana lo habían puesto como una moto y Gemma se lo había llevado al coche pataleando y chillando, para que, a los pocos minutos, se durmiera en medio de un grito.
Volvió a contemplar las facturas, luego se llevó el tazón a la puerta trasera y se asomó al jardín. El triciclo de plástico de Toby estaba volcado en un charco de barro. Rob llevaba tres meses sin mandar su cheque de la pensión alimenticia, y las facturas de la guardería de Toby empezaban a exceder su presupuesto. La hipoteca de la casa era exorbitante, y pagaba una canguro para Toby cuando trabajaba horas extras. La última vez que había llamado a Rob la línea estaba desconectada, y cuando comprobó su dirección, descubrió que se había mudado sin dejar otra dirección. El concesionario para el que trabajaba como vendedor le dio la misma versión, se había despedido y se había esfumado.
Gemma sentía el pánico acechando sus pensamientos, dispuesto a saltar sobre ella en cuanto bajara la guardia. Había puesto tanto orgullo en su autosuficiencia que había hecho caso omiso de la aportación de Rob, pues no encajaba con la imagen de supermamá que se había forjado sobre sí misma. Ahora sufría las consecuencias. Sé práctica, se dijo, mira las opciones. Vender la casa y encontrar una situación menos cara para Toby no significaba el fin del mundo, pero aun así notaba el peso del fracaso como una piedra sobre su pecho.
El timbre del teléfono de la cocina la sacó de golpe de su abatimiento. Dejó el café en la encimera y levantó el auricular del supletorio, esperando no despertar a Toby.
—¿Gemma? Ya sé que llamarte dos mañanas seguidas es una verdadera lata, pero quería saber si te apetece acompañarme hoy a hacer un par de visitas.
Esta otra llamada de Kincaid a primera hora de la mañana no la sorprendió, ni tampoco su voz «no oficial», con un deje de vacilación que nunca tenía en el trabajo.
—¿Nada oficial? —preguntó.
—Bueno, al menos hasta mañana, pero tengo el resultado de la autopsia: sobredosis de morfina.
Gemma cogió el tazón y dio un sorbo al café tibio. Así que tenía razón, al menos en eso, y ella se había equivocado al pensar que la proximidad de él con la situación podría haber nublado su entendimiento.
—Sigues pensando que hago una montaña de un grano de arena —dijo él ante su silencio, y Gemma notó una nota divertida en su voz.
—¿En quién estás pensando?
—En Felicity Howarth, la enfermera de Jasmine, en Kew. Y en su hermano Theo, en Surrey. Hace un día precioso para dar un paseo en coche —añadió, con la intención de tentarla.
—Mami.
Toby había entrado silenciosamente en la cocina descalzo, despeinado y soñoliento, sujeto a su sábana.
—Ven, cariño. —Gemma se arrodilló y lo abrazó.
—¿Cómo? —preguntó Kincaid, perplejo.
Gemma se echó a reír.
—Es Toby, se acaba de levantar.
Aquella no era una excursión apropiada para Toby; debería pedir a su madre que se quedara con él, y luego su conciencia le reprocharía haberlo descuidado.
—¿Gemma?
—Tengo que ver qué hago con Toby.
—Te recojo yo. ¿A qué hora?
—No. —Kincaid nunca había estado en su casa, y después de ver su piso el día antes se sentía todavía más reacia—. Es que... —añadió, dándose cuenta de que había sido muy brusca— tengo que llevar a Toby a casa de mi madre y de paso voy a buscarte yo.
Colgaron, y Gemma apreció el tacto de Kincaid al no recordarle que para llevar a Toby a Leyton High Street era difícilmente necesario que pasara por Hampstead.
* * *
Por lo visto, Kew había tentado a buena parte de la población londinense para iniciar los ritos de primavera. Gemma, sentada al lado de Kincaid en el MG con la cara vuelta al sol, se incluía en la observación. Tenía que recordarse continuamente que no estaba allí por su gusto, y hacía un esfuerzo por mantener los ojos en la carretera y no en el perfil de Kincaid. Normalmente prefería conducir ella, pero cuando había llegado al piso de Hampstead, él había insistido en que dejara el coche y la había hecho subir a toda prisa al Midget mientras le decía:
—Relájate, Gemma, al fin y al cabo, es tu día libre.
Ella había cedido sin mucha dificultad.
Dieron la vuelta a Kew Green, buscando sitio entre el tráfico. Las carreteras que llevaban a Kew Gardens y al río estaban abarrotadas de coches, pero en cuanto llegaron al extremo sur, dejaron lo peor del embotellamiento a sus espaldas. Se dirigieron al sudeste por las calles laterales hacia la dirección de Felicity Howarth, mientras pasaban delante de grandes casas con jardín, luego casas adosadas menos elegantes, y al final un callejón de bloques de pisos. Las aceras estaban llenas de basura sin recoger, y las casas daban impresión de suciedad, como si sus propietarios hubieran renunciado a esforzarse.
Gemma miró a Kincaid, sorprendida.
—¿Es una enfermera particular? ¿Tienes la dirección correcta?
Él arqueó las cejas y se encogió de hombros.
—Vamos a ver.
La planta baja de Felicity Howarth, al contrario que la de muchos de sus vecinos, daba muestras de cierto cuidado. Las escaleras estaban barridas, la puerta pintada de un verde oscuro brillante y el llamador de bronce lustrado. Kincaid llamó al timbre y al cabo de unos minutos Felicity abrió la puerta.
Miró a Kincaid como si no supiera situarlo, luego su rostro se iluminó.
—¡Señor Kincaid!
Gemma, que se esperaba por la descripción de Kincaid a una modelo elegante y uniformada de eficiencia almidonada, vio alterada su percepción. Aunque la altura y los colores de Felicity podían resultar llamativos en otras circunstancias, ahora no estaba en su mejor momento. Llevaba un chándal gastado, iba sin maquillaje, tenía una mancha de suciedad en la frente, y Gemma pensó que parecía cansada y no especialmente contenta de verlos.
—Estaba trabajando en el jardín —dijo, a modo de disculpa mientras se ensuciaba más la frente en un intento de limpiarla.
Kincaid le presentó a Gemma sólo por el nombre de pila, y añadió:
—Me gustaría hablar con usted de Jasmine.
—Pasen ustedes. —Felicity los hizo pasar al salón, luego dijo—: Voy a lavarme. —Vaciló mientras se alejaba y se dio la vuelta—: ¿Quieren un café? Iba a prepararme uno.
Gemma y Kincaid aprovecharon la ocasión para echar un vistazo a la estancia. Estaba ordenada y escrupulosamente limpia, como Gemma podía atestiguar tras pasar a hurtadillas un dedo por el borde de una estantería: ni una mota de polvo. Los muebles eran de buena calidad, pero no nuevos, y los adornos parecían más objetos de familia, le pareció a Gemma, que escogidos con un gusto decorativo determinado. Había un Sunday Observer abierto sobre el sofá, única prueba de una ocupación espontánea.
Kincaid se acercó a las ventanas traseras y miró fuera, al jardín lleno de zarzas.
—¿Vive sola? —preguntó Gemma bajito cuando se hubo acercado.
—Eso parece, ¿no?
Felicity volvió con una cafetera y unas tazas chinas en una bandeja. La dejó en la mesita baja, cogió el periódico delator del sofá y lo puso fuera de las miradas, bajo una mesa. Parecía haber recuperado autoridad, con la cara y las manos limpias, y dirigió a Gemma y a Kincaid hacia el sofá mientras les servía; luego cogió una silla para ella. El sofá se hundía en la parte central y Gemma se esforzaba por no rozar con el muslo el de Kincaid mientras miraba a Felicity, quien estaba sentada altivamente en su silla. Vio la comisura de los labios de Kincaid esbozar una sonrisa divertida ante su apuro. Felicity había llevado a cabo una maniobra inteligente y ensayada, pensó Gemma, y no se sorprendió lo más mínimo cuando se hizo cargo de la entrevista.
—Entonces, ¿ya tiene los resultados de la autopsia? —preguntó Felicity a Kincaid, al tiempo que cruzaba las piernas y ponía la taza en equilibrio sobre la rodilla.
—El patólogo ha encontrado más morfina de la prescrita para una dosis para el dolor. ¿No podría...?
—Mire —lo atajó Felicity, inclinándose hacia él—, comprendo cómo se siente. Está impresionado porque no se lo esperaba, pero yo lo veo continuamente. No es inusual.
—Margaret cree...
—Usted y yo sabemos, señor Kincaid, que la asistencia a un suicidio es un delito grave. Estoy segura de que Jasmine se dio cuenta de que no podía arriesgarse a implicar a Margaret, y consideró que ésta tendría la sensatez de tener la boca cerrada sobre su anterior acuerdo. Jasmine no necesitaba ayuda, puesto que tenía acceso a la morfina líquida.
Kincaid se apoyó en el respaldo y dio un sorbo al café, mientras dejaba, momentáneamente, la ofensiva y cambiaba de táctica.
—¿Por qué morfina líquida en lugar de pastillas?
—Por la dificultad para tragar. El tumor le presionaba el esófago y crecía. Jasmine comía cosas muy blandas ahora, y si hubiera durado más, habría necesitado una sonda. —Felicity suspiró y se acomodó un poco en la silla—. El dolor también hubiera crecido de forma considerable, tal vez hasta no poder controlarse con calmantes. He visto tumores como éste partirle las costillas al paciente.
—¿Jasmine lo sabía? —preguntó Gemma, horrorizada ante la descripción.
—Me lo imagino, Jasmine era una paciente informada, estaba al tanto de todo.
Felicity sonrió y guardó silencio, y Gemma percibió desánimo debajo de la tajante superficie.
—¿Cómo soporta lo que hace, ver cómo la gente sufre tanto?
Esta vez Felicity encogió los hombros con tanta energía que pareció un desaire.
—Alguien tiene que hacerlo. Yo valgo para eso. Les hago sentir cómodos, los tranquilizo.
Kincaid se acabó el café, se inclinó hacia delante y dejó la taza vacía en la mesa, pausadamente.
—Felicity, ¿cómo pudo Jasmine acumular bastante morfina para matarse? ¿No le daba usted las prescripciones?
—Hace semanas solicitó un aumento de la dosis. Nosotros no limitamos el consumo de opiáceos a los pacientes terminales, sólo intentamos que estén cómodos. Es posible que me dijera que necesitaba más morfina y luego mantuviera la misma dosis. —Felicity observó a Kincaid—. Me temo que no puedo decirle nada más.
Evidentemente, Felicity se estaba despidiendo, pero Kincaid cruzó el tobillo sobre la rodilla y le sonrió.
—Dijo usted que había visto a Margaret varias veces. ¿Llevaba alguna vez a su novio? Se llama Roger, estoy seguro de que se acordaría de él.
—No, Margaret siempre vino sola las veces que estuve yo, y Jasmine nunca nombró a ningún novio.
—¿Le dijo Jasmine que iba a ver a su hermano?
Felicity sacudió la cabeza y se puso a recoger las tazas en la bandeja.
—Nunca hablábamos de temas personales. A algunos pacientes les gusta contarte su vida, pero a Jasmine no.
—¿La visitaba alguien? ¿Ha visto recientemente a algún desconocido por el edificio?
—No, lo siento.
Kincaid cedió con tacto. Se levantó y estrechó la mano de Felicity.
—Gracias, ha sido usted muy útil.
Gemma se apresuró a añadir.
—Gracias por concedernos este tiempo.
—Tal vez necesitemos que comparezca usted —agregó Kincaid, como si se tratase de una idea de último momento, cuando se alejaban hacia la puerta.
—Muy bien. ¿Me avisarán ustedes?
Kincaid asintió y le abrió la puerta a Gemma.
—Adiós.
Gemma se volvió mientras la puerta se cerraba para hacer eco a la despedida y vio una última imagen de Felicity Howarth sola en el salón de su casa.
* * *
Alcanzaron la A24 hacia Surrey antes de decir nada. Gemma miró de reojo a Kincaid. Conducía con desenvoltura, con la mano apoyada con suavidad sobre el cambio de marchas, y la expresión oculta por las gafas de sol que había sacado del bolsillo de la puerta.
—No te acaba de convencer, ¿verdad? —le preguntó. Él respondió sin apartar los ojos de la carretera:
—No, tal vez soy demasiado obcecado.
—Crees que habría dejado una nota para Margaret o Theo —dijo Gemma, y añadió— o para ti.
Sentía cada vez más curiosidad por aquella mujer que había ocupado buena parte de la vida de Kincaid, y de la que no sabía nada. Había aludido a alguna visita entre vecinos, pero ella siempre había pensado que se trataba de algún hombre, con el cual ir al pub juntos. ¿Cuál habría sido su relación con Jasmine Dent? ¿Serían amantes, con Jasmine tan enferma de cáncer?
Mientras miraba a hurtadillas la cara abstraída de Kincaid, Gemma se sorprendió al pensar en lo poco que sabía de su actividad personal. Le había parecido que se movía por la vida con una soltura que admiraba y, a la vez, la irritaba, pero tal vez no todo le resultara tan fácil como ella creía; evidentemente, él estaba sufriendo tanto por el dolor como por el sentimiento de culpa por la muerte de Jasmine.
Bien pensado, ella nunca le había dado ocasión para hablarle de nada fuera del trabajo. Ella charlaba sobre Toby y Kincaid escuchaba como si las actividades de un niño de dos años fueran lo más maravilloso del mundo. Debería de haberlo atribuido a sus buenos modales; decidió ser menos obtusa en el futuro.
—¿Gemma?
Se volvió hacia Kincaid y se sonrojó, pues se sintió transparente.
—¿Qué?
—Parecías un poco preocupada. ¿Te da miedo mi conducción?
—No —respondió Gemma, sonriente—. Es que estaba pensando —buscó lo primero que le vino a la mente— en... Felicity. ¿Crees que si pasaras la vida cuidando a moribundos, tratando de consolar su sufrimiento, necesitarías una fe muy fuerte?
—Es posible. Sigue.
Gemma intuyó el ceño que no podía ver tras las gafas oscuras de Kincaid.
—Las once del domingo y Felicity está trabajando en el jardín. No va a misa.
—Tal vez vaya a primera hora —dijo Kincaid, divertido.
—No se había maquillado —replicó Gemma—, ni rastro de pintalabios. No me digas que una mujer guapa como Felicity se levanta y va a misa el domingo sin una pizca de maquillaje.
—Muy observadora —Kincaid sonrió con sorna, luego se puso serio—. Tal vez la fe que mantenga a Felicity no es de las que se ven.
Estaban emprendiendo la subida por las faldas de Dorking. Kincaid sacó un mapa del bolsillo de la puerta y se lo tendió a Gemma.
—Comprueba si tenemos que tomar la A25 para Abinger Hammer, por favor. —Mientras Gemma abría el mapa, prosiguió—: Meg es originaria de aquí. Dice que su padre tiene un garaje. No está tan lejos de Londres como para que su familia haya cortado los lazos completamente. ¿Crees que...?
—Pronto hay un desvío —interrumpió Gemma—. A25 oeste hacia Guilford. —Cuando Kincaid se dirigió hacia la rotonda, le preguntó—. Perdona, ¿qué estabas diciendo?
—Es igual, pensemos en la comida.
* * *
Abinger Hammer era más una aldea que un pueblo, pocas tiendas y un parque atravesado por un riachuelo. La tienda de Theo Dent, Bagatelas, se encontraba en una curva de la carretera, en frente del salón de té y del reloj del pueblo, dotado con su característico carillón de madera.
Gemma y Kincaid se comieron un bocadillo de queso y tomate sentados al sol en el pequeño jardín tapiado del salón de té. Los bocadillos iban acompañados de unos berros, todo servido alegremente por una camarera adolescente con el cabello rosa y muchos pendientes.
—Una punk de pueblo —dijo Kincaid mientras se metía en la boca un berro con los dedos.
—No creo que haya mucha vida nocturna por aquí —dijo Gemma, quien no había superado su desdén londinense por la vida de pueblo.
—La disco del pueblo, supongo, o los videojuegos del pub, para los que tengan la edad adecuada.
—¡Puaj! —exclamó Gemma con cara de asco.
Kincaid se echó a reír.
—Piénsalo, Gemma, ¿no es lo que te gustaría para Toby, cuando crezca? ¿Sin más problemas?
Ella sacudió la cabeza.
—No quiero pensar en eso todavía. —Gemma se acabó el bocadillo y espantó un abejorro que daba vueltas en torno a su mesa—. ¿Tú creciste en un lugar tan pequeño como éste?
—No tanto, no. Relativamente civilizado, para tus estándares. Teníamos un café, pero entonces no había videojuegos, sólo dardos.
La sorna de su sonrisa le dijo a Gemma que le estaba tomando un poco el pelo. El abejorro insistente cayó en el té de Kincaid, quien lo sacó y se estiró.
—Vamos a ver qué estuvo haciendo Theo Dent el jueves por la noche.
Unas campanillas sonaron en la trastienda cuando Gemma y Kincaid entraron en Bagatelas y cerraron la puerta tras ellos. El letrero de «Cerrado» colgado en el interior de la puerta se balanceó rítmicamente, como contrapunto al sonido de las campanillas que se extinguía.
Les costó un momento que sus ojos se adaptaran después del cegador sol del exterior.
—Parece que tenemos la tienda para nosotros solos —dijo Kincaid bajito, a la vez que miraba a su alrededor—. No vende mucho un domingo por la tarde.
—Hace demasiado buen tiempo —sugirió Gemma. La tienda parecía increíblemente cálida y cargada. Haces de luz entraban de forma sesgada por las ventanas sin cortinas, iluminando objetos polvorientos. Gemma se volvió y revisó estantes y mesas atestadas, entre otras cosas, de cerámica china desaparejada, objetos de bronce, cuadros de caza descoloridos, y una caja de cristal llena de botones antiguos.
—Todo esto necesita un día de lluvia para entrar a verlo —dijo, al tiempo que llevaba hacia el trasluz una mantequillera de porcelana decorada con sauces y entornaba los ojos—. ¡Vaya!, está agrietada, ¡qué pena!
Oyeron unos rápidos pasos por las escaleras y la puerta de la trastienda se abrió de golpe.
—Lo siento, estaba acabando de... —Theo Dent se detuvo en seco mientras se subía las gafas por el puente de la nariz y miraba anonadado a Kincaid—. ¿Señor Kincaid? No le había reconocido... No me esperaba...
—Hola, Theo, no quería darte un susto. Tenía que haber llamado antes, pero hacía un buen día para dar un paseo.
Bobadas, pensó Gemma, al escuchar las desvaídas explicaciones de Kincaid. Lo conocía lo bastante para saber que su intención era pillar a Theo desprevenido. Aquello podía ser una curiosidad extraoficial, pero la técnica de trabajo de Kincaid estaba en marcha.
Kincaid presentó a Gemma y dejó nuevamente su relación abierta a cualquier interpretación, y Theo le estrechó la mano. Gemma lo observó: era un hombre menudo de cabeza ovalada y una mata de cabello rizado de color castaño mezclado con gris, con unas gafas redondas de marco dorado que le daban un aspecto pasado de moda. Tenía las manos pequeñas y más suaves que las suyas.
—Encantada. Tiene cosas preciosas.
Gemma hizo un gesto por la estancia y cogió el primer objeto que le vino a la mano, una porcelana en forma de colmena.
—¿De verdad le gustan? —Theo parecía extremamente complacido. Le dirigió a Gemma una sonrisa radiante, que mostraba unos dientes pequeños, uniformes y blancos—. ¿Le gustan los tarros de miel? Mire, mire éste. —Cogió de un estante otra porcelana, una casita con el tejado de paja—. Y éste. —Ahora era una porcelana blanca, decorada con ratoncitos asomados a unas zarzas—. ¿Sabía que los egipcios creían que la miel venía de las lágrimas de Ra, el dios del sol? Ningún faraón era enterrado sin un tarro de miel sellado...
—Theo —Kincaid interrumpió su monólogo entusiasta—, ¿dónde podríamos hablar?
—¿Hablar? —Theo pareció desconcertado. Miró con esperanza a su alrededor, pero al no ver sillas, dijo—: Ah, claro, podríamos subir. —Se volvió y los guió mientras les dirigía miradas de preocupación por encima del hombro—. Está poco... Espero que no les importe.
Al parecer, el piso de arriba servía como vivienda y como oficina a la vez, y la oficina consistía en una mesa muy estropeada cubierta con trozos de papel y un viejo teléfono de baquelita. Como vivienda no era mucho mejor, en opinión de Gemma: una cama plegable hecha con prisas, y un sillón de cuero eran todo el mobiliario; los dos bien dispuestos delante de un televisor de color y un videocassette. Una cortina tapaba lo que supuso Gemma que serían el baño y la cocina.
—El almuerzo —dijo Theo en tono de disculpa al tiempo que recogía un plato con cortezas de pan y un sobre de sopa instantánea y los dejaba detrás de la cortina. Indicó a Kincaid el sillón de cuero y desplazó la silla del escritorio para Gemma. Eso lo dejó torpemente de pie, hasta que vio un cajón de embalar vacío, lo volcó y lo usó como taburete improvisado. Perdió algo de su inquieta actitud y sonrió, autodestructivo.
—No recibo muchas visitas, como comprenderán. Habría limpiado un poco la casa para Jasmine, si hubiera venido. —Theo respiró hondo—. Bueno, Duncan, ¿por qué querías verme? No habrás traído a esta señora tan guapa para que vea mis colecciones.
Señaló a Gemma cuando hablaba, y ella volvió a tener la impresión de que usaba un tono un poco anticuado.
—Me han llegado los resultados de la autopsia de tu hermana, Theo. Murió por una sobredosis de morfina. —Kincaid habló suavemente, sin énfasis.
La vista de Theo se extravió, y se quedó tan quieto que Gemma miró a Kincaid interrogante, pero al instante suspiró y dijo:
—Gracias, es lo que había estado esperando desde que hablaste conmigo el viernes. Has sido muy amable viniendo hasta aquí para contármelo.
Gemma, que sabía que la amabilidad no había sido el móvil de Kincaid, lo vio sonrojarse ligeramente.
—Theo...
—Fue la sorpresa lo que me dejó tan mal. Ahora he tenido un poco de tiempo para hacerme a la idea, y me doy cuenta de que sería muy propio de Jasmine, pero lo que no entiendo todavía —Theo miró a Kincaid y luego a Gemma, para incluirla en la pregunta— es por qué me pidió que la llamara y la fuera a ver hoy.
—Theo —insistió Kincaid—, hay otra posibilidad. El juez de instrucción probablemente dará un veredicto de suicidio, a no ser que aportemos pruebas de lo contrario.
—¿De lo contrario? ¿Qué quieres decir con lo contrario? —Theo juntó las cejas sobre el marco dorado de las gafas.
Kincaid se sentó y se inclinó hacia Theo mientras le hablaba con más prisas ahora.
—La morfina pudo dársela otra persona. Tal vez Jasmine le dijo a Margaret la verdad, que había cambiado de idea con respecto al suicidio, y tal vez a alguien no le gustara esa decisión.
—¿No hablarás en serio? —Theo escrutó en la expresión de Kincaid algún indicio de broma, pero como no lo encontró se volvió hacia Gemma en busca de confirmación. Ella asintió.
—Sí, habla en serio.
—¿Pero, por qué? —La voz de Theo se alzó hasta convertirse en un chillido—. ¿Por qué iba a querer nadie matar a Jasmine? ¡Se estaba muriendo, Dios mío! Tú mismo dijiste que sólo le quedaban unos meses. —Respiró y se subió las gafas por el puente de la nariz y luego apuntó un dedo acusador hacia Kincaid—. ¿Y cómo iba a darle alguien tanta morfina sin que ella lo supiera?
Un buen punto de vista, pensó Gemma, y a Kincaid no se le ha ocurrido.
—No lo sé, Theo. Yo he supuesto que fue alguien que ella conocía. En cuanto al por qué —el tono de Kincaid se volvió menos conciliador—, alguien podría tener prisa por algún motivo. ¿Qué sabes de la herencia de Jasmine?
—¿La herencia? —Theo puso cara de incomprensión.
—Vamos, hombre, que no hay por qué sorprenderse tanto. —Kincaid se levantó y caminó por el cuartito—. Alguna idea tendrás de cómo iba a disponer Jasmine de su propiedad. Me contó que había hecho algunas buenas inversiones desde hacía algunos años, y el valor del piso es alto. ¿Será todo para ti?
—No lo sé. —Theo levantó la vista hacia Kincaid, y a Gemma le dio la impresión de que se había encogido ante sus ojos—. Pagó lo que quedaba de la hipoteca de aquí. Yo estaba sin blanca, en un momento difícil. —Se volvió hacia Gemma en busca de comprensión—. Es que algunas cosas no habían salido bien. Nunca había llegado a pensar lo que pasaría si ella muriera.
Kincaid arqueó las cejas, incrédulo, y abrió la boca para protestar, pero cambió de táctica.
—¿Qué hiciste el jueves por la noche?
—¿El jueves?
—La noche que murió Jasmine, Theo —apremió Kincaid.
—Pues estuve aquí, cómo no. ¿Dónde iba a estar? —Theo parecía muy asustado ahora, casi a punto de llorar.
—Empecemos por el principio —dijo Gemma para sacar a Theo del apuro—. ¿A qué hora cierra la tienda?
—A eso de las cinco y media, normalmente.
—¿Y ese día cerró a las cinco y media? ¿Y luego qué hizo?
—Bueno, ordené un poco y cerré la caja, luego cené enfrente. —Theo pareció más relajado y miró esperanzado a Gemma por su ayuda. Kincaid se había acercado a la ventana y miraba la calle.
—¿Enfrente? No he visto ningún restaurante...
—No, no, sólo hay el pub abierto por la noche. El salón de té cierra a las cinco. Siempre voy al pub a cenar. La comida es buena, y aquí no puedo cocinar mucho —señaló la cortina—, sólo hay una placa.
—Dijiste que no bebías mucho —dijo Kincaid desde la ventana.
Theo se sonrojó.
—No bebo, sólo media pinta de sidra dulce de vez en cuando.
Gemma volvió a tomar las riendas.
—¿Qué hizo al acabar de cenar? ¿Tiene coche?
La pregunta enfureció a Theo.
—Pues no, no tengo coche, si le puede importar a alguien. Volví aquí. No hay mucho que hacer en Abinger Hammer. Además —sonrió a Gemma, mientras su acceso de mal genio se evaporaba, e indicó la televisión—, tenía una película nueva. Había llegado al videoclub por la tarde, Niebla en el pasado, de 1942, con Ronald Colman y Greer Garson. Muy buena. Hay un oficial de la Primera Guerra mundial amnésico por la guerra, a quien una mujer salva de pasar la vida en el manicomio... Bueno, da igual. En fin, vi esa película, leí un poco, luego me acosté. —Miró a Kincaid, quien había vuelto a apoyarse en el respaldo del sillón—. ¿Satisfecho?
—Lo siento —dijo Kincaid, en pie mientras le tendía la mano a Theo—, es que me gusta ir al grano. Supongo que tendrás que declarar para la investigación. Te informaré de los detalles.
—Encantada de conocerle, Theo. Siento mucho lo de su hermana. —Gemma tomó la mano de Theo, sorprendida de encontrarla helada en aquel ambiente caluroso.
Theo los siguió por las empinadas escaleras y Gemma echó un último vistazo al agrietado tarro de miel antes de que cerrara la puerta tras ellos.
Salieron de la tienda sin hablar y emprendieron el camino junto al río. Kincaid caminaba con los hombros hundidos y las manos en los bolsillos, sin mirar a Gemma.
—Me has obligado a hacer el papel de policía buena con ese pobre hombre. Y después te estaba muy agradecido. ¿Era eso lo que esperabas, cuando me has pedido que viniera? —Gemma se detuvo y lo obligó a volverse para mirarla.
—No, supongo que es por costumbre. Me siento como si hubiera pegado a un niño, pero Gemma, por Dios, ¿cómo se puede ser tan bobalicón? No puedo creer que nunca llegara a pensar lo que ocurriría con el dinero de Jasmine.
—Vamos, yo no creo que sea estúpido, Duncan. —Gemma volvió a caminar y Kincaid la siguió—. Quizás inocente, y un poco frágil. No creo que pienses que Theo tiene algo que ver con la muerte de Jasmine...
—Es por lo desamparado que parece —dijo Kincaid con sorna—. Ha despertado tus instintos protectores. Seguro que alguien debió sentir lo mismo por un asesino como el doctor Crippen.
—No tienes motivos para no creerle —replicó Gemma, tocada—. ¿Tú has pensado en lo que pasaría con el dinero de tus padres, o el de tu hermano, si murieran de repente?
—No, pero no están enfermos, ni me mantienen. Parece que Theo sigue necesitando toda la ayuda posible. El negocio no parece muy próspero.
Doblaron un recodo y siguieron el curso del río hacia el puente, al final del pueblo. Los berros, que brillaban formando motas verdes bajo la luz del sol, crecían abundantemente al borde del agua. Los columpios estaban vacíos en el prado, un balancín se mecía suavemente con la brisa, y Gemma se encontró a sí misma deseando, de manera intensa, que la escapada de la tarde no tuviera ningún otro motivo más siniestro que ese paseo por la orilla.
—Son casi las tres, y apuesto a que es el único pub del pueblo. —Kincaid señaló un edificio bajo, blanco, en el cruce, al otro lado del puente—. Supongo que eso es «enfrente». Si queremos charlar amablemente con el propietario del Bull and Whistle antes de que cierre, vamos ya. —La sorna volvió a aflorar—: Te invito a una sidra dulce.
* * *
El afable propietario del Bull and Whistle confirmó que, efectivamente, Theo había cenado allí el jueves por la noche.
—Viene todas las noches a la misma hora. Notaría más su ausencia que su presencia. El jueves hay lasaña vegetal; recuerdo lo contento que se puso cuando lo leyó en la pizarra. El hombre retiró el posavasos de Gemma y la miró con aprobación.
—¿Algo más, señorita?
—Ya está, gracias.
Gemma había pedido una sidra seca fulminando a Kincaid con la mirada, por lo que él dedujo que estaba harta de que se metiera con ella por su preferencia por las bebidas dulces. Se sentó en la barra, a su lado, inescrutable, tajante, tan fría como se lo permitían los colores de los pantalones claros y la camisa canela de algodón. Al mirarla, Kincaid se sintió desaliñado.
La pizarra sobre la barra no lucía más que unas rayas de tiza.
—¿Hoy no hay nada? —preguntó Kincaid.
—Mi mujer se toma el domingo libre. Tortas saladas y rollos de salchicha, o huevos, si quieren.
Kincaid sacudió la cabeza.
—¿Recuerda a qué hora se marchó Theo Dent el jueves?
El propietario se rascó la cabeza.
—A eso de las siete, creo. No pasó nada especial. A veces se toma otra media de sidra, si hay partida de dardos o gente.
—¿Se lleva bien con la gente de aquí? —preguntó Kincaid con cierta sorpresa.
—Bueno, no diría eso exactamente, pero es simpático. Un poco tímido, prefiere mirar que jugar, ya me entiende.
—¿Tiene idea de adónde fue al salir de aquí?
El propietario se echó a reír.
—¿En Abinger Hammer? No hay mucha elección. Y no tiene coche. Se iría a casa, que yo sepa.
—Gracias.
Kincaid apuró la cerveza y miró a Gemma.
—¿Satisfecho? —preguntó ella, ácida.
—Todavía no —sonrió él—. Falta una misión de reconocimiento en el videoclub.
Videoclub resultó ser una descripción exagerada: quiosco, oficina de correos y alquiler de vídeos, todo en un espacio del tamaño del cuarto de baño de Kincaid. La joven que estaba detrás del mostrador mascaba chicle despacio mientras pensaba en la pregunta de Kincaid y contribuía así a un desafortunado parecido bovino.
Poco a poco, contó los días con los dedos.
—Sí, llegó Niebla en el pasado. La había pedido él personalmente. —Jugueteaba con el índice detrás de la oreja—. Es muy raro, le encantan las películas antiguas. Intenté convencerle de que cogiera algo bueno, como Terminator, Arma letal o algo así, pero nada, sólo mira cosas antiguas. La semana antes quiso... ¿cómo se llama ésa con Cary Grant? ¿Arsénico por afición?
—Arsénico por compasión —corrigió Kincaid mientras reprimía la sonrisa—. ¿Y devolvió Niebla en el pasado al día siguiente?
—A primera hora —dijo la chica, asombrada.
—Gracias.
—Espero que no te atrevas a darle importancia —le dijo Gemma con una mirada asesina mientras subían al coche—. A mucha gente le encanta esa película y no va por ahí envenenando a sus parientes.
Kincaid reconoció que le parecía difícil que Theo hubiera ido a Londres a escondidas, asesinado a su hermana, y vuelto a casa a tiempo para ver un vídeo tan esperado. Lo meditaba mientras conducía e imaginaba varios guiones improbables.
Para cuando llegaron a Hampstead no había dado con nada mucho más definitivo que la determinación de descubrir si Theo estaba tan poco al tanto de los asuntos de Jasmine como decía. Iría a ver al abogado de Jasmine enseguida.
Kincaid no pudo convencer a Gemma de que se quedara cuando llegaron a su piso en Hampstead, no la tentó ni siquiera una invitación a tomar una copa en el balcón. En el camino de vuelta de Surrey había estado impaciente, pendiente del reloj. Lo que había empezado como un día agradable se había ido deteriorando, y Kincaid tuvo la sensación de que le había fallado en alguna expectativa desconocida.
Tal vez ella siguiera enfadada con él por haber intimidado a Theo, y la verdad es que algo de razón tenía. Sólo había querido sacarle información, pero el desamparo del hombre le hizo sentir torpe e inadecuado, y eso a su vez lo irritó.
Kincaid abrió la puerta del coche de Gemma y la cerró una vez ella hubo entrado. Se quedó en pie, con las manos descansando en el borde del cristal bajado, y ella tuvo que torcer la cabeza para mirarlo.
—Gracias por venir, Gemma.
—Pues no te he ayudado mucho. —Ella le devolvió la sonrisa y puso el motor en marcha—. Por cierto, no te olvides de cuidar el gato —le dijo mientras se alejaba, pero Kincaid pensó que tanto la sonrisa como la advertencia las hacía por pura forma.
Se tomó el recordatorio a pecho. Después de sacar una cerveza y un montón de diarios íntimos azules de su casa, fue sigiloso hasta la puerta de Jasmine. Sid, arrellanado en medio de la cama de hospital, se puso a ronronear cuando Kincaid entró en la estancia.
—Qué contento de verme estás esta vez, ¿no? —le dijo Kincaid—. O más bien tienes hambre.
Echó comida de lata en un cuenco y lo dejó en el suelo. El gato se estiró lo suficiente para dejar que Kincaid le rascara tras las orejas antes de centrar toda su atención en el cuenco.
Con la cerveza en la mano y los diarios bajo el brazo, Kincaid abrió la puerta acristalada y se sentó en el escalón más alto que daba al vacío jardín. Apoyado en la rampa, como había hecho tantas veces Jasmine, se puso a leer.
22 de septiembre de 1957
Hace frío aquí. Siempre hace frío, aunque la tía May diga que es un «otoño templado». Me duelen las manos y los pies por el frío y esta horrible ropa de lana me pica; me ha salido sarpullido por todas partes. Al menos, nunca estaré tan pálida como esas inglesas que parecen patatas crudas, con caras aburridas como ventanas cerradas y voces como sierras oxidadas.
May me ha puesto una cama en la buhardilla, Theo está en la habitación de invitados. Dice que porque es más pequeño, pero es que lo favorece. Yo no le gusto desde la primera vez que me vio la cara.
Me echo en la camita por la noche y escucho el sonido del viento en las vigas, y sueño con ir descalza por el suelo, con vestidos frescos, de algodón, con la leche de coco, las granadas y los frutos de la pasión, y con la manera en que la luz del sol entra por las cortinas de bambú en la casa de Mohur Street y mi habitación parece que esté debajo del agua.
Ella dice que tengo que quedarme en el colegio hasta los dieciséis, que es la ley. Las chicas no me hablan, excepto para decir cosas desagradables y los chicos sólo me miran.
A Theo le va mejor: sale con amigos del colegio e incluso empieza a hablar como ellos.
Yo me iré el día que cumpla dieciséis años, pero no puedo dejar a Theo en manos de May. Tiene planes para él, está preocupada por sus notas, le llena la cabeza de pájaros con la universidad.
Nos ha ido muy bien a Theo y a mí sin ninguna interferencia de ella, y juro que volverá a ser así.