9
De pequeña, a Gemma le había intrigado la imagen de St. John's Wood: era donde vivían las estrellas de la música pop y las celebridades televisivas. El propio nombre, el Bosque de San Juan, tenía connotaciones legendarias, y le hacía pensar en árboles oscuros y arqueados y en casitas escondidas.
La realidad, como descubrió cuando se hizo mayor, fue muy decepcionante: casas corrientes de clase media alta en calles corrientes, rápidamente ocupadas por complejos de rascacielos de lujo. Encontró la dirección que le había dado Margaret Bellamy a Kincaid por teléfono y un aparcamiento no muy lejos.
El edificio, construido en piedra blanca con unas columnas pseudogriegas en la entrada, tenía buen aspecto, pero no estaba muy bien cuidado; de cerca, el encalado revelaba desconchados y vegetación entre las grietas. Gemma llamó al timbre y se cerró bien el cárdigan contra el viento mientras esperaba. El sonido hueco del timbre se extinguió y Gemma levantó de nuevo la mano para volver a llamar cuando oyó un taconeo sobre el duro suelo. La puerta se abrió y apareció una mujer delgada de cabello rubio teñido y cortado a lo paje, vestida con un conjunto de tela vaquera blanco en cuya delantera había un dibujo de estrellas en un trenzado dorado.
—¿Qué quiere?
El pie de la mujer, embutido en un zapato dorado de tacón de aguja, empezó a tamborilear furiosamente.
Gemma, mientras apartaba las divagaciones sobre cómo podía nadie caminar con semejantes tacones sin estropearse para siempre la columna, devolvió la mirada al rostro de la mujer y sonrió, al tiempo que le mostraba su identificación.
—Policía. Querría hacerle unas preguntas. —Kincaid había dicho que Roger Leveson-Gower vivía con su madre. Mientras la mujer abría la boca para replicar, Gemma continuó—: ¿Es usted la señora Leveson-Gower?
—Pues claro, no sé lo que...
—Déjeme pasar, serán unos minutos. —Gemma ya había introducido la zapatilla azul en el vestíbulo, y el cuerpo siguió suavemente—. No le voy a quitar mucho tiempo.
Cerró la puerta con un clic decisivo, mientras Gemma pensaba que si algún día decidía dejar la policía, lo suyo sería vender aspiradoras.
La señora Leveson-Gower abrió la boca para protestar, pero se encogió de hombros.
—Bueno, si es necesario, pero dese prisa, que tengo una cita.
Consultó deliberadamente su reloj mientras acompañaba a Gemma por una puerta abierta a la derecha.
Blanco, blanco y más blanco. Las paredes con espejos reflejaban blanco, los muebles estaban cubiertos con lino, y el suelo, de blanca alfombra lujosa: La guarida de la reina de las nieves, pensó Gemma, adecuado para un bosque, aunque no precisamente encantado. La señora Leveson-Gower se hundió en uno de los sofás blancos, cruzó las rodillas y apoyó un pie en el borde de una mesita de cristal cromado. No invitó a Gemma a sentarse.
Gemma se apoyó en el respaldo del sofá de enfrente y sacó un cuaderno y un bolígrafo de su bolso mientras se negaba a que la impaciencia de la mujer la apurara.
—Señora Leveson-Gower —dijo Gemma al tiempo que pronunciaba «Loos-n-gor» como le había enseñado Kincaid. «Se reirán de ti si te equivocas» le había dicho, «y con Roger no puedes permitirte que te lleve ventaja»—. ¿Vive su hijo Roger con usted?
Las uñas escarlata de los pies de la Sra. Leveson-Gower empezaron a agitarse en su sandalia, pero su tono continuó siendo beligerante.
—¿Roger? ¿Qué quieres saber?
—Son preguntas rutinarias, señora...
—¿Preguntas sobre qué, por Dios? —el pie inquieto se detuvo de repente.
Si no fuera por la máscara de irritación que ensombrecía sus rasgos, la señora Leveson-Gower hubiera resultado llamativamente hermosa. Una mujer de cuarenta y muchos, muy bien conservada, se dijo Gemma, y la tirantez de su piel sobre los huesos hablaba de caros estiramientos faciales y cirugías.
—Una conocida de su hijo murió el jueves por la noche en circunstancias extrañas. Estamos solamente corroborando declaraciones. ¿Está en ca...?
—¿De qué jefatura dice que viene, sargento? Deje que vea otra vez su identificación.
Gemma sacó amablemente el carné del bolso y se lo pasó.
—No soy de la jefatura local, señora, soy de New Scotland Yard.
—¿Qué sección?
Gemma no esperaba una pregunta tan entendida.
—C1, homicidios.
La señora Leveson-Gower se quedó muy quieta, y Gemma casi pudo oír los engranajes que encajaban en su cerebro.
—No hablará usted con mi hijo sin la presencia de nuestro abogado. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta mientras hablaba por encima del hombro—. Puede usted llamar y pedir una cita en su...
—¿Estás decidiendo algo por mí, mamá? No creo que haga falta.
El hombre entró en la habitación tan oportunamente que Gemma estuvo segura de que había estado escuchando al otro lado de la puerta. Sonrió a Gemma y mostró unos dientes uniformes y blancos; entonces volvió de nuevo la atención hacia su madre. Se miraron en silencio, de un extremo a otro de la extensión de la alfombra blanca, como en un duelo. Luego la señora Leveson-Gower dejó la estancia, sin una palabra ni una mirada hacia Gemma.
Roger, puesto que Gemma no tuvo duda acerca de su identidad, cruzó la habitación y se quedó mirándola con indolencia. A ella se le cerró la boca de golpe. El caradura de Kincaid podía haberla advertido antes de que quedara como una tonta: Roger Leveson-Gower era guapísimo. Se parecía a su madre en el colorido —ella debió de tener el mismo cabello leonado antes de decidirse a teñirse de rubio—, pero en él todas las líneas y los ángulos habían alcanzado la perfección.
—No creo que haga falta preocuparse por un abogado, sea lo que sea, cabo.
Se sentó en un brazo del sofá frente a Gemma, de modo que ella no tuviera que mirar hacia arriba para verlo.
—Sargento —corrigió con dureza mientras bajaba la vista y abría la libreta en un esfuerzo de recuperar el control de la entrevista—. El jueves por la noche, señor Leveson-Gower, ¿me podría decir dónde estuvo?
—¿A qué viene esto? —preguntó Roger en un tono de leve interés.
—Se trata de la muerte de Jasmine Dent y de la implicación de su amiga Margaret. La señorita Bellamy dice que accedió a ayudar a Jasmine a suicidarse, pero que Jasmine cambió de idea y que no la vio después de la tarde del jueves. ¿Puede usted confirmarlo?
—¿El jueves pasado? —Roger frunció las cejas mientras se concentraba—. No, tuve un trabajo y luego salí con mis compañeros, pero Meg nunca lo hubiera llevado a término, no tiene el coraje.
—¿Lo discutió con usted?
Roger sonrió e incluyó a Gemma en la broma.
—¡Qué noble!, tan preocupada por su deber ético de aliviar el sufrimiento.
—¿Y a usted no le preocupó? ¿No intentó disuadirla? Asistencia en un suicidio es un delito criminal.
—No eran más que palabras, sargento, ya se lo he dicho. Meg no podría matar ni a un pájaro herido. Hay una profunda distancia entre planificar y ejecutar.
Se levantó y se estiró como un gato, luego se volvió a acomodar en el brazo del sofá.
—¿A qué se dedica usted por las noches, señor Leveson-Gower?
Roger soltó una risotada.
—¡Vaya, vaya! Parece que yo sea un chulo. ¿Por qué tanta indignación, sargento?
Gemma notó que se le subían los colores. Le había sonado ridículo también a ella, pero aquel hombre le hacía disparar una batería entera de defensas. Hizo una pausa para concentrarse en su técnica de interrogatorio, le sonrió con dulzura y puso énfasis en la primera palabra.
—¿Es usted un chulo, señor Leveson-Gower?
—Nada tan atractivo, sargento, por más que me pese. —Seguía divirtiéndose—. Trabajo para clubes y discotecas: luces, equipos de sonido, esa clase de cosas. Esas horas son las mejores.
—¿Y hacía eso el jueves por la noche?
—Sí, en un antro llamado El Ángel Azul. —Roger levantó una ceja con una facilidad muy practicada—. ¿Quiere usted la dirección? ¿Y el nombre de mis compañeros?
—Si no le importa.
Le dio una dirección de Hammersmith, y añadió:
—A Jimmy Dawson lo puede encontrar en la gasolinera junto a la rotonda de Shepherd's Bush. Nos quedamos por el bar hasta que terminó el espectáculo.
—¿Qué hora sería? —preguntó Gemma, con el bolígrafo listo.
Roger se encogió de hombros:
—Ni idea; había tomado varias cervezas, y no llevo reloj. —Tenía las mangas de la camisa remangadas casi hasta el codo, y tendió una muñeca bronceada para que Gemma la examinara.
—¿Y luego?
—Vine a casa y me acosté, como un niño bueno.
Gemma no disimuló su escepticismo.
—¿Y ya está? ¿Puede su madre corroborarlo?
—No tengo la costumbre de anunciar a mi madre mis idas y venidas; además, si recuerdo bien, esa noche ella había salido.
Bajo la respuesta suave y ligeramente condescendiente, Gemma percibió irritación; así pues, su punto débil era vivir en casa de su madre. Sacaría partido de ello.
—¿Tampoco se lo anunció a Margaret? ¿Ni siquiera por teléfono?
—No, no tenemos ese tipo de relación, sargento. —La condescendencia triunfó sobre su irritación. El tono implicaba que Gemma era tonta si esperaba que él diera cuentas a nadie. Se levantó con la misma soltura que antes—. ¿Esto es todo, sargento?
Gemma permaneció plantada en el sofá, con la libreta en la mano, determinada a no dejarle zanjar la entrevista.
—Señor Leveson-Gower, ¿está seguro de que no fue a Carlingford Road cuando salió del club esa noche? ¿Que no fue a ver a Jasmine?
Roger sonrió y Gemma tuvo la desagradable sensación de que se burlaba de ella.
—No, no he ido nunca a la casa de Carlingford Road. Nunca llegué a conocer a Jasmine Dent.
* * *
Jimmy Dawson llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y aparentaba menos de treinta años, pero ése era todo el parecido entre Dawson y su amigo Roger Leveson-Gower. El acento de Dawson hacía evidente que no habían ido a la misma escuela.
—¿Pero a quién se refiere? —preguntó con recelo cuando Gemma lo pescó de debajo de un coche en un área de reparaciones y se identificó.
—Roger Leveson-Gower.
—¡Ah!, a ése —dijo Dawson con desdén, y Gemma notó que la tensión desaparecía. Él hizo un gesto hacia el despacho rodeado de cristal y ella lo siguió, agradecida cuando la puerta enmudeció el rugido de la rotonda de Shepherd's Bush. Dawson le señaló un sillón de cuero agrietado, se secó las manos en un trapo grasiento y encendió un Marlboro de un paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa—. ¿Y qué ha hecho?
Gemma hizo caso omiso a la pregunta.
—¿Estuvo con usted el jueves por la noche, señor Dawson?
Dawson se apoyó en la mesa y exhaló humo por la nariz mientras lo pensaba.
—Sí, y puedo decirle cuándo se fue porque se las piró cuando le tocaba pagar una ronda.
—¿Qué hora era?
—La banda hizo una pausa hacia las nueve... En fin, no mucho después.
—¿Y le dijo adónde iba? —preguntó Gemma, sin muchas esperanzas. Aunque lo conocía muy poco, suponía que Roger no metería la pata tan fácilmente.
—No, le estábamos tomando el pelo acerca de su novia, pero no le estaba haciendo ninguna gracia.
—¿Conoce a Margaret? —preguntó Gemma, sorprendida.
Dawson se encogió de hombros.
—Es buena chica; a veces, la trae.
—¿Cómo lo conoció a él, Jimmy?... Si puedo llamarle Jimmy... —preguntó Gemma encontrando esta amistad cada vez menos probable.
—Yo toco en un grupo —sonrió Dawson al tiempo que enseñaba unos dientes que empezaban a amarillear por la nicotina, y a canturrear una melodía para guitarra de riff—. Y él trabaja para nosotros en algunos clubes.
—Entonces, no es que os conozcáis muy bien...
—No, lo veo por ahí... Es un embaucador, nuestro Roger; siempre habla de lo que hará cuando tenga el dinero.
—¿El dinero?
—Sí. —Jimmy Dawson tiró la colilla en el cenicero de metal que había encima de la mesa, y el olor metálico penetró en la nariz de Gemma—. Cuando le llegue su dinero o algo así.