16

—¿Que no sabías que había servido en la India? —Gemma giró en la silla de Kincaid, que le había usurpado por haber llegado antes a la jefatura.

—Hasta que Jasmine murió, yo apenas lo había visto —dijo Kincaid a la defensiva desde la silla del visitante, al otro lado de la mesa—. ¿Por qué iba a preguntárselo? Y si piensas apoderarte de mi despacho —añadió—, haz algo útil y solicita un informe de su historial de servicio.

Pero el teléfono sonó cuando Gemma estaba a punto de cogerlo, y el característico doble zumbido se quedó suspendido en su mano un momento. Levantó el auricular y respondió, con su tono más eficiente.

—Despacho del comisario jefe Kincaid. —Luego atrajo hacia sí bolígrafo y papel y se puso a escribir—. Se lo diré. Gracias.

Volvió a leer sus notas y miró a Kincaid.

—Una tal señora Alice Finney ha dejado un recado para ti en la centralita. Dice que no hace falta que llames, que sólo quería que supieras que se ha acordado del nombre. Que era Timothy Franklin.

—¿Ah sí?

Gemma arqueó la frente.

—¿Quién es?

—Un chico con el que estuvo liada Jasmine justo antes de marcharse de Dorset como si la persiguieran todos los demonios. Llama a la policía de Dorset para ver si pueden localizarlo. Y de paso —prosiguió, antes de que ella protestara—, llama a la policía de Abinger Hammer. Theo Dent no tiene carnet de conducir, lo he comprobado, pero me gustaría saber si compró un billete de tren el jueves por la noche, o si llamó un taxi, o si alguien lo acompañó a otra estación o lo llevó en coche. —Se detuvo, esperando a que Gemma acabara de escribirlo todo—. Y entérate de si tiene bicicleta.

—No creo...

—Ya sé que no lo crees, pero lo quiero comprobar de todas formas. Theo Dent puede ser tan inocente como la Madre Teresa, pero la muerte de Jasmine le ha convenido demasiado para mi gusto. No te preocupes —añadió con una sonrisa—, seguiremos el rastro de nuestro Roger. Esta misma mañana. Tenemos una cita con el director de su antigua escuela antes de mediodía. No he encontrado nada mejor. No ha ido a la universidad ni ha tenido un trabajo fijo.

—No sé por qué, no me sorprende —dijo Gemma con mordacidad.

—¿Has venido en coche?

—No, ¿y tú?

Él sacudió la cabeza.

—Pidamos un coche cuanto antes. Quiero hacer una parada por el camino.

* * *

Kincaid observó el regocijo de Gemma mientras ella conducía el Rover entre el tráfico.

—Menudo cambio, ¿no?

—Un carromato sería mejor que mi Escort —dijo mientras aparcaba suavemente en Tottenham Court Road—. No está mal para ser una mañana de jueves. Imaginaba que debería hacer cola. Y gracias al cielo que ha dejado de llover.

La ligera bruma que cubría el sol de la mañana prometía disiparse a lo largo del día.

Martha Trevellyan acudió a la puerta casi antes de que el timbre dejara de sonar y no se sorprendió lo más mínimo al encontrar a dos policías en el umbral. Kincaid se preguntó si los habría visto llegar por la ventana.

—Sargento James. —Le sonrió a Gemma y les hizo un gesto de bienvenida—. Espero tener un aspecto más presentable que la otra vez que pasó —dijo, señalando el jersey y la falda—, hasta me he maquillado. ¿Qué desean?

Kincaid se presentó y le explicó.

—Es sólo una pregunta rápida, nos llevará un momento.

Echó un vistazo a las dos pulcras zonas, la de vivienda y la de despacho mientras pensaba que la ausencia de desorden encajaba con la actitud dinámica de Martha Trevellyan. Sin embargo, percibió que parte de ese dinamismo podía ser fingido, y que Martha Trevellyan era más desconfiada hacia ellos de lo que daba a entender.

—Doy por sentado que tenía usted referencias de Felicity Howarth. ¿No le habían advertido de ningún problema con enfermos terminales? ¿Negligencia al suministrar medicamentos, algo por el estilo?

Ella miró fijamente a Kincaid con la boca abierta.

—¡Por supuesto que no! Nunca cogería a nadie sin un historial limpio. Mi trabajo depende de la calidad de los cuidados. Y Felicity no sólo tenía experiencia, sino una preparación especial.

—¿Qué tipo de preparación? —preguntó Gemma mientras sacaba cuaderno y bolígrafo—. No sabía que esto existiera.

—Hay un curso precisamente para el cuidado de enfermos terminales. Felicity estaba graduada. Es en Winchester o Exeter, algo así. —Se dirigió a su escritorio, pero retiró la mano y cruzó los brazos fuertemente sobre el pecho—. Me gustaría que muchas de mis enfermeras estuvieran tan bien cualificadas, pero es difícil. La demanda es cada vez mayor.

—Has vuelto a dejar de fumar, ¿verdad? —dijo Gemma, al tiempo que señalaba el reluciente cenicero del escritorio.

—Todavía los busco. La mano es más rápida que el cerebro. —Martha sonrió, como disculpándose—. Pero mi decisión no va a durar mucho, como la mañana siga así.

—¿Se acuerda exactamente de dónde hizo Felicity ese curso? —preguntó Kincaid, satisfecho de que Gemma distendiera la tensión que había creado él. Era útil para su propósito. La reacción inicial de Martha a su pregunta había sido demasiado espontánea para dudar de su sinceridad.

—No hace falta que me acuerde. Lo tengo aquí, en el archivo. —Tiró de un cajón y pasó las carpetas de colores vivos con una facilidad dada por la práctica—. Aquí está. No en Winchester sino en Dorchester. Siempre me confundo. —Le pasó un papel a Gemma—. Copia la dirección si la necesitáis, pero yo sé que es un curso de mucha fama. ¿Necesitáis también las referencias de los médicos?

—Sí, por favor.

—Apostaría mi reputación por la competencia de Felicity Howarth —dijo Martha despacio—. Tan segura me siento. De hecho —añadió, con cierto pesar—, creo que ya lo he hecho.

—No tiene por qué preocuparse, señora Trevellyan. —Kincaid le sonrió, preparando el camino para una salida elegante—. Sólo estamos comprobando algunos cabos sueltos.

* * *

Cuando llegaron a Richmond, la bruma se había disipado y un pálido sol se filtraba entre las hojas que pendían sobre la carretera. Kincaid miraba el mapa.

—Petersham está un poco más adelante, según las indicaciones que me han dado por teléfono. La escuela se encuentra justo al salir de la carretera.

—Eso me suena. Como copiloto dejas mucho que desear.

Él miró el perfil de Gemma. Aunque tenía la vista fija en la carretera, las comisuras de sus labios se curvaron en un esbozo de sonrisa.

—Pero como tú no puedes conducir e indicar a la vez, tendrás que convivir con mis deficiencias, ¿no?

Poco después de entrar en Petersham, encontraron a la derecha un alto muro de ladrillos.

—Aminora, Gemma. La entrada debe de estar cerca.

Un giro brusco a la derecha a través de una verja abierta revelaba una extensión de prados verdes, simétricamente dispuestos entre edificios de ladrillos, y detrás de la escuela, reluciente bajo el sol, estaba el Támesis.

—Vaya —dijo Gemma mientras aparcaba el coche—, nuestro Roger lo debió pasar fatal, ¿eh?

Una secretaria les indicó un despacho lleno de libros con grandes ventanas que daban al río. Aguardaron en silencio. Gemma se quedó mirando los cisnes que nadaban por el agua, y Kincaid se fijó en que el jersey negro que llevaba acentuaba el contraste entre su cabello brillante y la piel clara.

La puerta se abrió y el director irrumpió en la sala, con la toga negra ondeando como las alas de un cuervo. Tendría la edad de Kincaid, con menos pelo, gafas y una barriga incipiente, e irradiaba una energía arrolladora.

—Soy Martin Farrow —Les dio a los dos un fuerte apretón de manos—. ¿Qué les trae por aquí?

Kincaid consideró que aquel hombre no apreciaría un exceso de palabras.

—Uno de sus antiguos alumnos, Roger Leveson-Gower, ¿lo recuerda? De hace al menos diez años.

Martin Farrow no les pidió que se sentaran. Kincaid pensó que aquella omisión no se debía a una falta de cortesía, sino sencillamente a que a Farrow no se le ocurría que los demás prefirieran no estar de pie.

Farrow se balanceó sobre los talones mientras reflexionaba sobre la pregunta.

—¡Ah!, lo recuerdo, ya lo creo. Entonces yo era subdirector y los problemas de disciplina me solían llegar a mí. ¿Qué ha sido de Roger? ¿Ha hecho carrera como falsificador? ¿Seguros fraudulentos? ¿Roba los ahorros a las viejecitas?

—Nada tan espectacular. Deduzco que Roger prometía como delincuente. ¿Cómo no lo echaron?

—Si hubiera dependido de mí, lo habría hecho. —Farrow se puso a caminar por la habitación mientras hablaba, arreglando los almohadones del sofá, ajustando las sillas al milímetro, de manera que Kincaid y Gemma tenían que dar vueltas como peonzas para seguirlo—. Ésta es una buena escuela, progresista; nada de aquellas tonterías de golpetazos medievales ni de gachas para cenar; y expulsar a estudiantes como Roger Leveson-Gower no mejora su reputación.

Kincaid, acostumbrado a su alternancia en las entrevistas, miró a Gemma con expectación. El rostro de ella era inexpresivo, tenía la vista fija en algún punto tras la cabeza de Martin Farrow.

—Ya —dijo, antes de que el silencio se alargara—, ¿y qué triunfo guardaba en la manga?

Farrow se paró en seco, con las manos apoyadas en el respaldo de una mecedora, y Kincaid lo vio, de pronto, detrás de un atril, su perpetuo movimiento congelado por un ancla física.

—Su padre contribuyó generosamente a la fundación de nuestro edificio. —Se encogió de hombros—. Lo típico. Además, por muy granuja que fuera Roger, era siempre lo bastante astuto para que no le pillaran en nada serio. De todas formas, me alegré mucho cuando acabó y se fue.

—Pues, o se han debido agotar los fondos o la generosidad de su padre, porque ahora Roger vive a costa de una mujer que no debe de ganar mucho más del salario mínimo.

Farrow sonrió.

—Me parece propio de él. Intimidaba a los pequeños, que le tenían un miedo terrible, y siempre disponía las cosas de forma que encajaran con sus confabulaciones.

—¿Alguna vez tuvo indicios de que pudiera ser violento?

—No. —Farrow sacudió la cabeza—. Demasiado calculador, demasiado preocupado por su pellejo. —Se quedó un momento pensativo—. Si Roger Leveson-Gower desató alguna vez su violencia, seguramente se cercioró de no ser descubierto.

* * *

—¿Satisfecha? —preguntó Kincaid, cuando Farrow los hubo conducido a la puerta y visto meterse en el coche mientras los despedía con un gesto alegre de la mano.

«Era un chico inteligente», fue el último comentario de Farrow. «Siempre me sabe mal que una buena mente se desperdicie. »

—¿Te lo esperabas como el primero de la clase? —preguntó Gemma mientras ponía en marcha el Rover y salía a la carretera.

—¿Crees que la muerte de Jasmine podría haber sido lo bastante infalible para tentarlo? ¿Podría haberse sentido seguro?

Gemma se encogió de hombros, con los ojos en la carretera.

—No había contado contigo. Has sido el ingrediente imprevisto que le ha aguado la fiesta. Sin ti, la muerte de Jasmine no hubiera llamado la atención.

Él esperó que Gemma barriera para casa, que aprovechara la mínima ocasión para echarle el muerto a Roger, pero se quedó callada. Mientras volvían a entrar en Richmond, él le preguntó:

—Gemma, ¿qué te pasa? Esperaba que te pusieras las botas durante la entrevista, y ahora no me cuentas nada. Bien pensado, llevas todo el día como apagada...

Ella lo miró de reojo, luego volvió la atención al tráfico.

—¡Maldita sea!

El segundo de distracción la había dejado sin espacio para meterse en el carril de la derecha, y el izquierdo los llevaba a la carretera central y a una calle estrecha de una sola dirección.

—¿Y ahora qué?

Kincaid sonrió.

—Pues no tenemos mucha elección. Sigue y a ver dónde nos lleva.

La calle tenía varias curvas y se estrechaba convirtiéndose en un callejón adoquinado que serpenteaba entre filas de almacenes. De repente, salieron al sol. Ante ellos, se hallaba el Támesis, tras una extensión enladrillada y una barandilla de postes y cadena.

—Para ahí. —Kincaid señaló un lugar junto a la barandilla—. Vamos a salir un rato.

A la derecha, el tráfico fluía ruidoso por el puente que habían cruzado antes de desviarse.

Sintieron la calidez del sol en los rostros, la brisa que les desordenaba el cabello. En la otra orilla, los sauces, que estaban brotando, arrastraban sus ramas perezosas por el agua. Una barca amarrada se balanceaba sobre su vivo reflejo en la corriente, y un pelícano descansaba soñando sobre una pata. Hasta el ruido del tráfico parecía enmudecido por el murmullo pacífico del río.

—Ha sido un giro fortuito. Vamos. —Kincaid se volvió y echó a andar junto a la barandilla—. ¡Lástima que el destino no nos prepare para estos pequeños regalos! Podíamos haber traído una cesta de picnic. —Hizo una pausa al ver que Gemma se detenía y volvía la cara hacia el sol, con los ojos entornados—. ¿Entonces?, ¿qué te pasa?

Ella suspiró y respondió sin mirarlo.

—Es el privilegio. Ese lugar apestaba a privilegio. Generaciones de privilegiados, progresistas o no. Supongo que no lo entenderás. —Se volvió hacia él con los brazos cruzados sobre el pecho, y a la luz del día, los iris de color de avellana de sus ojos despedían destellos dorados—. El dinero en sí no me desconcierta. Los Leveson-Gower, por ejemplo, nadan en el oro, pero son basura. No tienen gusto y no me siento menos que ellos, pero lo que me provoca escalofríos es esa seguridad innata, ese conocimiento instintivo sobre qué decir y qué hacer en cada momento, tan natural como respirar.

—Yo no soy un producto de la escuela privada, ya lo sabes, Gemma. Mis padres se consideraban demasiado liberales para mandarnos a semejante bastión de conservadurismo, aunque se lo podían permitir. Pensaban que la escuela local era buena, y yo me atrevo a darles la razón. —Se metió las manos en los bolsillos y siguió el paseo. Gemma volvió a caminar junto a él, callada—. Hay algo más, ¿verdad? Normalmente tú asumes el privilegio de los hombres sin pestañear. Yo te he visto defenderte en Scotland Yard y pisas a otros si hace falta.

—Eso es diferente —saltó ella—. Conozco las reglas. —Luego sonrió con cierta timidez. —Hoy estoy un poco a la defensiva. Perdona. No debería tomarla contigo porque te ajustes a la regla.

—¿Es por Rob? —preguntó Kincaid abiertamente. Se había hecho a la idea, por comentarios sueltos de ella, que su ex marido mostraba poco interés por Toby o por mantener una relación cordial, y no había querido mostrarse indiscreto.

El camino pavimentado se estrechaba en una sola fila a lo largo de la orilla. Gemma se detuvo y tendió la mirada por encima del río, con las manos en el último poste metálico.

—Creo que se ha escondido de mí. Ni cheques, ni número de teléfono, ni dirección. Una deducción brillante.

—¿Has intentado localizarlo?

—Hasta cierto punto, pero sin despertar la curiosidad del departamento. Me han devuelto algunos favores. —Hizo una pausa, con los puños crispados, aferrada al poste—. ¡El muy bastardo! Intento no enfadarme, pero a veces no me puedo contener. ¿Cómo ha sido capaz de hacernos esto?

Kincaid aguardó a que soltara el aire en un profundo suspiro y a que se relajaran sus manos sobre el poste.

—Pero lo ha hecho —dijo—. Lo ha hecho. Yo me casé con Rob James en contra del buen sentido y ahora estoy sufriendo las consecuencias. Quejarse no ayuda a nada, y además no podemos pasar la vida adivinando las consecuencias de cada decisión. Hacemos lo que podemos en cada momento.

—Además está Toby —dijo Kincaid con suavidad.

—Sí. No puedo imaginarme mi vida sin Toby, pero eso me lleva exactamente al punto de partida: ¿cómo voy a salir adelante?

—Seguro que...

—La guardería de Toby me cuesta un ojo de la cara. En circunstancias normales ya es mucho, pero cuando trabajo más horas en un caso... es que no llego a fin de mes.

—¿No puedes recortar por otro lado? —Intentó ser lo más desenfadado posible porque sabía que si demostraba su compasión, Gemma se sentiría incómoda por haber confiado en él.

—Rob insistió en comprar la casa cuando los intereses estaban altos, como inversión para el futuro. —Sonrió amargamente—. Y es más bien una rueda de molino colgada a mi cuello. Rob tenía un montón de ideas y proyectos que nunca salían adelante, por supuesto. —Se detuvo y se frotó la cara con las dos manos—. ¡Dios mío, pero qué digo! Y eso que no quería descargarme sobre ti. Perdona. —Sonrió, esta vez tristemente—. He visto a mucha gente contarte sus vidas sin que se lo pidieras. Debería ser más precavida.

—¿Qué vas a hacer, Gemma?

—No lo sé. Mi madre se ha ofrecido a ayudarme con Toby...

—Estupendo. Eso te...

Pero ella sacudió la cabeza.

—No quiero deberles nada. Me las he apañado sola desde que acabé la escuela y no quiero...

—¿Y quién va a sufrir tu terquedad? ¿Toby? ¿No crees que si rechazas ayuda en un mal momento es, en cierto modo, por falso orgullo?

—No es sólo eso. Es que... ellos no aprueban lo que hago. —Una nube tapó el sol y Gemma se envolvió con los brazos. El viento se había levantado, creando diminutas ondas por la superficie del agua—. Temo que se lo trasmitan a Toby, no expresamente, pero que lo capte a partir de comentarios pequeños e insidiosos: «Las buenas mamás no trabajan por las noches ni los fines de semana». «Las buenas mamás no se separan». «Las buenas mamás no hacen trabajos de hombre».

Kincaid le puso la mano en el codo y la hizo girar hacia el coche.

—Volvamos.

A través de la suave piel del brazo de Gemma, notó unos huesos firmes y delicados, y un leve temblor cuando el viento les azotó el rostro. La soltó.

—Tienes que creer en ti, Gemma. Es tu hijo, y tu influencia es más fuerte. —Esbozó una sonrisa algo perversa ante el gesto de duda de ella—. Y creer un poco en ellos también... Al fin y al cabo, te han criado a ti y no has salido tan mal.