15
En cuanto sintió que la respiración de Roger adoptaba el ritmo lento del sueño, Meg salió despacio de debajo de él y se puso en pie. Se ajustó la ropa y se pasó la mano por el cabello enmarañado. Se calzó y se puso el abrigo, cogió el bolso del fondo del armario y se dirigió de puntillas hacia la puerta. Un tablón suelto debajo de la alfombra crujió y ella se detuvo, conteniendo el aliento y con el corazón golpeando con fuerza. Roger soltó un ronquido y se dio la vuelta mientras mostraba las nalgas desnudas.
¡Que se congele!, pensó Meg llena de desdén, giró el picaporte y salió.
Caminó sin rumbo, sin pensar, deteniéndose sólo a mirar en los escaparates objetos que no veía. Por la puerta de una freiduría salió el olor a grasa caliente y pescado frito, y ella apretó el paso, sintiendo náuseas.
Sólo cuando se encontró en una intersección de Finchley Road se dio cuenta de adónde la llevaban sus pasos. Sacudió la cabeza, vaciló, cruzó con el semáforo y empezó a subir la larga cuesta por Arkwright Road hacia Hampstead.
* * *
A pesar de los coches aparcados en ambos lados de la calle Carlingford Road parecía desierta en aquel sopor de media tarde, antes de que sus ocupantes regresaran a casa desde el trabajo. Meg subió las escaleras hasta el piso de Jasmine y sacó la llave del bolsillo interior de su bolso. Aguzó el oído un momento, luego abrió la puerta y entró. Sid la miró desde la cama y se volvió a enroscar como una pelota negra.
¡Ojalá yo pudiera hacer eso! dijo en voz alta. Encerrarme y dejarlo todo fuera.
Cerró los ojos, apoyó la espalda contra la pared e inspiró; inspiró en silencio la leve esencia que impregnaba las cosas de Jasmine, pero también aquel inicial olor a moho que caracteriza una habitación deshabitada.
Durante meses, aquella casa se había convertido en su refugio, un espacio inviolado, y pronto lo iba a perder para siempre. Meg se apartó de la puerta y avanzó despacio por la estancia mientras tocaba aquellos objetos familiares. Se acercó a la ventana, donde Jasmine había estado de pie mientras acariciaba los elefantes tallados de madera y veía al comandante trabajar en el jardín. Hoy, hasta los colores del jardín estaban apagados: el brillo de los tulipanes y las forsitias acallado por la humedad del aire. Resiguió con el dedo el dibujo familiar en el dorso del elefante más pequeño, la madera estaba suave de tanto acariciarla, pero eso no la consoló. Un ruido en el rellano provocó que se comenzara a sentir culpable y dejó el elefante en la repisa con dedos temblorosos. El pomo de la puerta giró y alguien dio unos golpecitos suaves.
El pánico le hizo un nudo en la garganta y le causó un espasmo en el estómago. Intentó contenerlo, pensar de modo racional. No podía ser Roger. El toque de los nudillos habían sido mucho más tenue, pero quienquiera que fuese, habría oído el ruido del elefante contra la repisa de la ventana.
Cruzó la estancia, descorrió el pestillo y abrió la puerta con cuidado. En el descansillo estaba Theo Dent, y parecía tan apurado como ella.
—Lo siento... No me he dado cuenta —dijo, y al ruborizarse, el color de su rostro se uniformó con el de la punta de la nariz, de modo que Meg supuso que estaba sonrosada por la exposición al frío viento. Su cabello rizado emanaba humedad—. Venía por si acaso... no me esperaba... En realidad no sé por qué he venido —acabó sin convicción—. He perdido el tren. No habrá otro hasta la hora punta.
Meg abrió más la puerta y dio un paso atrás.
—Yo tampoco iba a venir —le dijo a Theo mientras entraba. Le sonrió, invadida por una sensación de parentesco—. No tengo derecho a estar aquí. Es que...
—Sí lo tienes. —Theo se secó la nariz con la mano y aspiró el aire—. Te lo ha dejado a ti.
Meg se quedó mirándolo. Roger le había hablado tanto del piso en términos de dinero —venderlo y usar el dinero para otra cosa— que no había asimilado la idea de propiedad. Miró la sala a su alrededor y la vio desde un nuevo punto de vista. En realidad, poseería aquel piso y podría hacer con él lo que quisiera: venderlo, arrendarlo, o incluso vivir en él si lo decidía.
Por un embriagador instante, se vio viviendo en sus habitaciones acogedoras, arreglándolas a su manera, pero la visión se deshizo. Tuvo la sensación de que la presencia de Jasmine era demasiado fuerte para que su personalidad, menos enérgica, pudiera echar raíces allí. Además, Roger... ahí nunca escaparía de Roger.
Pero el hecho de que era la propietaria, le dio más seguridad. Se arrodilló y conectó el radiador, luego encendió una lámpara y se despojó del abrigo.
—Voy a preparar un té.
Theo la siguió a la cocina y estuvo un rato observándola en silencio.
—Habrás pasado mucho tiempo aquí con ella. Te envidio. Supongo que he pensado que si venía, podría... No sé... situarla aquí con más claridad.
—No es justo que me haya dejado el piso a mí y no a ti. —Meg quitó la vista del hervidor para mirarlo con seriedad—. Yo se lo discutí, pero no quiso...
Theo levantó una mano.
—No digas eso. Había hecho más que suficiente. Todos estos años ha hecho más que suficiente. Más de lo que debía. —Se quitó las gafas y miró a su alrededor a ciegas, en busca de algo con qué secarlas. Meg le pasó un trapo—. Yo he sido un fracasado absoluto toda la vida, y Jasmine siempre me ha recogido los platos rotos. —Se volvió a colocar las gafas sobre las orejas y las subió por el puente de la nariz con un dedo—. Todo me parece siempre fantástico al principio, pero luego... —se encogió de hombros y dejó la frase suspendida.
Meg sirvió agua caliente en dos tazones, removió un poco las bolsitas de té y luego las dejó en el fregadero.
—No hay leche. ¿Quieres azúcar?
Theo asintió y ella echó una cucharada antes de pasarle el tazón. Fueron a la mesa y Meg se sentó en su sitio habitual. Frotó una mancha del barniz oscuro de la madera, maravillada ante el repentino sentido de propiedad que la abordaba. Nunca había poseído nada (algunos objetos comprados para su habitación, las cosas que su hermana desechaba), nada que le inspirara orgullo o la sensación de ampliar los límites de sí misma más allá de su cuerpo.
—La mesa era de nuestra tía May —dijo Theo, mirándola.—. Me extraña que Jasmine la haya guardado.
—Nunca hablaba mucho de eso. De los años que vivisteis en Dorset, quiero decir. Sé que vinisteis a Inglaterra para vivir con vuestra tía a la muerte de vuestro padre, pero nada más. —Meg dio un sorbo al té y observó a Theo mientras buscaba algún parecido con su amiga. Tal vez algo tenía: el corte de los ojos, la forma ovalada de la cara. Aparentaba menos de los cuarenta y cinco años que tenía, casi parecía un muchacho, pues, curiosamente, su rostro no estaba marcado por la experiencia.
Repentinamente consciente de su aspecto, Meg se pasó los dedos por el cabello. Había salido de casa sin lavarse ni peinarse.
—Pero de ti sí hablaba Jasmine —continuó un poco acelerada para disimular su apuro—, de cosas que hacíais de niños. Y estaba contenta con tu negocio. Pensaba que por fin habías encontrado algo que te fuera bien.
Theo se volvió a quitar las gafas y se tapó la cara con las manos.
—No podía contárselo —dijo, con la voz sofocada por las palmas. Meg aguardó, pero como no seguía le preguntó:
—¿Contarle qué?
Él levantó la cabeza.
—Que es como siempre. Un fracaso. No resistiré mucho más.
—Pero...
—Creo que por eso no quería verme... no quería volver a oír lo mismo. Me había dicho que ésta sería la última vez. «Basta de hacer las cosas por la cara, Theo». ¿Qué le iba a decir? —Tragó saliva—. Luego cuando me llamó y quiso verme...
—¿Se lo ibas a contar?
Theo se encogió de hombros, desarmado.
—Nunca he sabido mentir muy bien.
—Debiste sentirte aterrado.
Theo asintió.
—Esa noche no dormí, pensando en qué le diría.
—No se habría enfadado contigo.
—Pero hubiera sido mejor. —El tazón de Theo permanecía intacto sobre la mesa delante de él. Lo cogió y bebió, sediento, luego se relamió los labios—. No sabes lo que es decepcionar a alguien una y otra vez. Si me hubiese gritado, hubiera podido soportarlo. Bien lo ha hecho otra gente. —Sonrió—. Pero yo veía la decepción en su cara, no sabía disimularlo, y luego sonreía y me justificaba. Como si fuera en parte culpa de ella. Yo no lo soportaba.
Meg vaciló si pronunciar las palabras que se formaban en sus labios, no muy segura de si tenía derecho a preguntar.
—¿Ahora te irá bien, sin el pago de la hipoteca?
Theo se puso las gafas y se las subió por la nariz con el dedo, en un gesto que ya le resultaba familiar a Meg. La luz de la lámpara de mesa rebotó en los cristales y ocultó sus ojos de los de ella.
—Si la tramitación del testamento no se demora mucho, si las ventas no son catastróficas, puedo salvarme por los pelos. Sé que es terrible decirlo, pero me llega justo a tiempo.
* * *
Kincaid entró en el edificio y se detuvo en la escalera mientras hacía girar la cabeza a uno y otro lado para aliviar el dolor de la nuca y de los músculos del cuello, y se pasó la mano por el cabello revuelto. Había pasado la tarde haciendo lo que menos le gustaba: perseguir las vagas y tenues relaciones en la vida de Jasmine Dent. Antiguos compañeros de trabajo, jefes, su médico, su dentista, su agente de seguros... toda la gente que pudiera recordar algún nombre, algún incidente que le diera un hilo para unir pasado y presente.
Pero volvía con las manos vacías, como era de esperar.
Cuando pasaba por el rellano de Jasmine, oyó un murmullo de voces. Hizo una pausa, detuvo la cabeza y aguzó el oído para asegurarse de que procedía del piso de Jasmine.
Metió la llave en la cerradura y abrió despacio la puerta. Margaret Bellamy y Theo Dent estaban sentados junto a la mesa. Al oír la puerta se volvieron, con los rostros helados por el sobresalto y con la expresión de culpa de los niños que han sido pillados con las manos en la masa.
—¿Señor Kincaid? —Meg fue la primera en recuperarse. Se sonrojó y se dispuso a levantarse de la silla.
—¿Una reunión? —dijo Kincaid, y les sonrió—. ¿Hay algún invitado más?
Meg retiró su silla.
—Venga aquí, deje que...
—No —dijo Kincaid mientras se dirigía hacia la cocina—. Ya lo cojo yo, conozco bien el camino.
Ellos se quedaron sentados en medio de un incómodo silencio, con los ojos fijos en Kincaid mientras llenaba el hervidor y ponía una bolsita de té en el tazón de cerámica que empezaba a considerar suyo. Al cabo de un rato, Meg se volvió hacia Theo y le habló con intencionada alegría.
—Conozco tu pueblo. Yo soy de Dorking y he pasado cientos de veces de camino a casa de mi abuela, en Guildford. ¿Tu tienda es la que está en el recodo?
Theo asintió, sin dejar de mirar a Kincaid.
—Exacto, enfrente del reloj y del carillón.
—Debe de ser preciosa —dijo Meg, melancólica—, tenerla para ti solo.
Kincaid llevó el tazón a la mesa y se sentó. Se desabrochó el cuello de la camisa y aflojó el nudo de la corbata.
—¿Quién de vosotros —preguntó, con una sonrisa de camaradería— tiene la llave de este piso?
Meg bajó la vista a la mesa mientras daba vueltas al tazón entre las manos.
—Yo. Jasmine me pidió que me hiciera una copia, por si no podía abrirme cuando venía.
—¿Por qué no lo has mencionado antes?
—No se me ocurrió. —Meg lo miró a los ojos, con la frente arrugada, suplicante—. Sinceramente. Estaba tan afectada que no se me pasó por la cabeza. ¿Es importante?
—Vuelve a contarme lo ocurrido cuando saliste de casa de Jasmine el jueves por la tarde.
Ella hizo un esfuerzo y su rostro se relajó al recordar.
—Fui a casa a pie. No podía quedarme quieta, no tuve paciencia para esperar el autobús. Me sentía tan aliviada por no tener que ayudar a Jasmine a morir... Hacía muy buen día, ¿se acuerda?
Kincaid asintió, pero no dijo nada, por no interrumpir el flujo de palabras.
—Todo parecía claro, nítido; las luces se encendían al atardecer, la gente volvía a casa del trabajo. Yo me sentía parte de todo, pero a la vez estaba como por encima. Sentía que podía con todo. —Miró a Kincaid y luego a Theo, con rubor en las mejillas—. Qué absurdo, ¿verdad?
—En absoluto —se apresuró a decir Theo—. Sé exactamente...
Kincaid lo interrumpió.
—¿Qué pasó luego, Meg?
Ella se colocó el cabello por detrás de las orejas y se miró las manos.
—Él me esperaba en mi cuarto.
—¿Roger? —preguntó Kincaid. Meg asintió, pero no habló, y al cabo de un momento Kincaid la apremió—. Y le contaste lo ocurrido, ¿verdad?
Ella volvió a asentir y el cabello le cayó sobre la cara, pero esta vez no lo recogió.
—¿Qué hizo Roger? —El silencio se alargó. Theo abrió la boca para hablar y Kincaid le hizo un gesto de advertencia.
—Pensé que se pondría a gritar. Como suele hacer.
Se frotó la yema de un pulgar contra la uña del otro, muy concentrada.
Kincaid notó que la claridad del día se atenuaba, obscurecida por los edificios del oeste, y los tres quedaban iluminados por el haz de luz proyectado por la lámpara.
Meg tomó aire y enlazó los dedos, como para evitar aquel frotamiento convulsivo. Miró a Theo de reojo, luego miró a Kincaid.
—Se quedó callado. Lo había visto un par de veces así, cuando estaba enfadado de verdad. Es mucho peor que las palabras. Es casi como... —frunció el ceño y buscó la descripción más adecuada— una fuerza física, un estallido.
—¿No dijo nada? —preguntó Kincaid mientras dejaba que una nota de incredulidad traspasara su voz.
—Bueno, primero me insultó. —Dobló las comisuras de los labios en una mueca—, pero no tenía la cabeza en ello, no sé si me entiende.
—¿Se marchó enseguida?
Meg sacudió la cabeza.
—No. Yo quería que se marchara. Toda la euforia que había sentido yendo a casa se había evaporado... como si me hubieran deshinchado con un alfiler, pero sabía que no valía la pena pedírselo porque se comportaría peor.
Kincaid recordó la cualidad enfática de los silencios de su esposa y el desasosiego al estar en un espacio reducido con alguien que emplea la no comunicación como arma.
—Intentaste hablar con él, ¿verdad? —dijo, y la compasión lo hizo más amable de lo que pretendía—, gustarle, para obtener algún resultado.
Ella no respondió, pero la vergüenza de su rostro era más elocuente que las palabras. Al cabo de un momento, dijo:
—Al final me acurruqué en la cama, cerré los ojos e hice como si él no estuviera hasta que se fue.
—¿Dónde tenías las llaves, Meg?
Ella lo miró con sobresalto. Cogió el bolso y le dio unos toquecitos.
—Aquí, como siempre.
—¿Dejaste en algún momento la habitación mientras Roger estaba dentro?
—No, claro que... —Se interrumpió y frunció las cejas—. Bueno, fui al baño.
—¿Volviste a salir esa noche, o usaste las llaves por algún motivo?
—No —dijo en un susurro.
—¿Y cuándo él...?
—Mira, Duncan —lo interrumpió Theo—, no sé adónde quieres ir a parar, pero creo que estás intimidando a la señorita Bellamy inútilmente. ¿No crees que...?
Kincaid levantó una mano.
—Una sola pregunta más, Theo. —Tuvo la tentación de tratarla como Roger y aprovecharse de las circunstancias, pero sabía que cruzar esa línea dañaría su propia integridad irreparablemente—. Meg, ¿cuándo volvió Roger?
—Tarde. Después de medianoche. Tiene una copia de la llave de abajo, aunque le dije que la señora Wilson me echaría si lo pillaba entrando a escondidas por la noche.
—¿Estabas dormida?
Ella asintió.
—Cuando se acostó me desp... —Miró a Theo de reojo y calló mientras se sonrojaba—. Es decir...
Kincaid juzgó que era hora de dejarla tranquila.
—Theo —dijo, en tono de conversación—, ¿estás seguro de que no tenías idea de cómo iba a disponer Jasmine de su dinero? Tengo la impresión de que el negocio de antigüedades no marcha como debiera.
Theo y Meg cruzaron una mirada que a Kincaid le pareció fruto de una conspiración. Si era así, se habían aliado rápidamente.
—Voy a serte sincero, Duncan. —Theo se inclinó hacia delante, con los brazos apoyados en la mesa—. Le acabo de contar a Margaret que la situación es bastante desesperada. Necesito el dinero, es cierto, pero no pretendía contárselo a Jasmine, ni siquiera cuando el jueves me llamó y me dijo que quería verme.
—Muy noble por tu parte —dijo Kincaid, y Theo apretó los labios ante el sarcasmo.
—Puedes creer lo que quieras, Duncan. Yo no tengo ninguna prueba, pero quería a mi hermana y pensé que había sufrido bastante por mí. —Consultó su reloj, se puso en pie y llevó la taza al fregadero—. Y si no me voy, perderé el tren. Ya sabes dónde estoy, si necesitas algo más de mí, aunque no sé qué podría hacer yo. —Se inclinó a través de la mesa y le tendió una mano a Meg—. Margaret, gracias.
Meg conservó la sonrisa hasta que la puerta se cerró.
—Me parece que la fiesta se ha acabado.
Kincaid se levantó y dejó las dos tazas en el fregadero. Ella se quedó en la mesa, con las manos prendidas fuertemente en el regazo, mientras él lavaba los cacharros y echaba una cucharada de comida en el cuenco de Sid.
Concluyó las tareas y se quedó mirando el rostro de ella, cabizbaja, mientras percibía su malestar.
—No veo por qué no puedes quedarte aquí todo el rato que quieras.
Ella levantó la vista con una expresión más indecisa que esperanzada, como si desear algo demasiado significara, automáticamente, que se lo fueran a arrancar.
—¿En serio? ¿Cree que es correcto? Puedo cuidar de las cosas... —Su sonrisa se desvaneció tan rápidamente como se había formado—. No, me encontraría, y no lo quiero aquí, en estas habitaciones.
—No tienes que dejarle entrar ni dejar que se quede.
Pero ella ya estaba sacudiendo la cabeza antes de que hubiera acabado la frase.
—No lo entiende. Hasta hoy he conseguido que no se acercara aquí. Nada habría sido lo mismo. —Hizo un gesto que abarcaba la habitación y Kincaid lo vio todo a través de sus ojos, familiar y segura a la luz de la lámpara—. No conoce a Roger. Estropea todo lo que toca.
* * *
Kincaid había insistido en acompañar a Meg a la parada del autobús y se quedó allí plantado, con las manos en los bolsillos por el frío, en la parte superior de Hampstead High Street. Esa cada vez mayor sensación de responsabilidad hacia Margaret Bellamy podía ser desastrosa si probaba que había estado involucrada en la muerte de Jasmine; y, sin embargo, cada vez que la veía, la tentación de actuar como un pariente próximo se hacía más fuerte. De pronto, pensó en Gemma y sonrió. Aunque las dos mujeres tendrían aproximadamente la misma edad, Gemma nunca le había inspirado el más mínimo sentimiento paternal.
Un gajo de luna pendía sobre el rosa difuminado en la parte oeste del cielo. En la penumbra, la gente se apresuraba a volver a casa para la cena. Kincaid miró a derecha e izquierda de Heath Street y la variedad de restaurantes: italianos, mexicanos, indios, griegos, tailandeses, japoneses, incluso cajunes. Si uno deseaba una comida tradicional inglesa, Hampstead no era el lugar más adecuado.
Aunque tenía hambre, se sentía demasiado inquieto como para sentarse en un restaurante, cualquiera que fuera su creencia, a cenar. Caminó media manzana desde Heath Street hasta la parte superior de Fitzjohn Avenue y abrió la puerta del restaurante italiano. El olor a ajo y aceite de oliva llegaba hasta la calle y tentaba a otros paseantes. Dentro, en un mostrador bajo la ventana, había botes de cerámica llenos de aceitunas moradas y pasta multicolor, mariscos en aceite de oliva, pimientos y berenjenas mezclados con ajo trinchado. Superado por la abundancia, Kincaid pidió su habitual pizza precocinada de pimientos dulces y mozzarella fresca.
Se detuvo en la bodega de enfrente para comprar una botella de vino y emprendió el descenso hacia casa, pensando que parecía que fuera a alguna cita secreta largamente esperada.
En cierto sentido lo era, aunque los gastados diarios azules no tuvieran en cuenta el tiempo.
El viento ha barrido las calles, arrastrando papeles y levantando polvo, que picaba en la piel y en los ojos como ortigas. Un castigo.
En la cola del autobús, detrás del parapeto de plexiglás, he recordado de repente las noches de antaño en la terraza de Mohur Street. Entonces sentía las cosas con tranquilidad, casi con una expectación melancólica. Parecía que algo emocionante estuviera siempre a punto de ocurrir, pero yo no podía verlo.
¿Me imaginaría alguna vez que los días podían sucederse con esta reiteración tan aburrida?
¡Qué raro dejar Bayswater después de tantos años! Al menos, conocía a los tenderos, incluso a los gatos de los vecinos. En comparación, Carlingford Road irradia calma y decoro, todas aquellas cosas que me han atraído siempre menos. ¿Estaré envejeciendo sin darme cuenta?
Me siento más en casa aquí que en ninguna de las casas de mi infancia. No sé por qué. Me sienta bien, encajo. Los muebles parece como si fueran míos de siempre; mis cosas han encontrado su lugar natural. Cuando me despierto por las noches, sé exactamente dónde estoy y sé caminar a oscuras por el piso.
He conocido al vecino de abajo, el comandante Keith. ¡Qué señor tan divertido!, pero hay algo en él que me resulta familiar. Se quita la gorra para saludarme, me llama señorita Dent. Es el comandante quien cuida tan bien el jardín. Ahora que el aire se ha calentado un poco, sale cada día, ordenando unas cosas y otras, pero en realidad, creo que espera los primeros brotes, el primer verdor que surja de la tierra. No me habla mucho, pero creo que no le importa que me siente en mi escalón mientras trabaja.
Esta tos me preocupa. Pensé que era un catarro de primavera, pero llevo meses arrastrándolo. Supongo que tendré que ir a que me vean si no se me pasa pronto.
¡Pobre Theo! ¿Qué voy a hacer si esto tampoco le sale bien? ¿Sabrá llevar esta tiendecita que, en cierto modo, promete? Aunque si nunca lo ha conseguido, ¿por qué van a cambiar las cosas ahora? Son más deseos que otra cosa, me temo.
¡Qué extraño lo mucho que dependemos de nuestros cuerpos sin darnos cuenta! Células y órganos borbotan, la sangre circula, el corazón bombea. Nos preocupamos infinitamente por los accidentes y las caídas o por pillar algo. La traición desde dentro es lo último que esperamos.
Y el cáncer es el enemigo más insidioso, el cuerpo se vuelve contra sí mismo como un caníbal oculto. ¿Cómo puede haberme pasado sin que yo lo supiera? Sin que yo lo sintiera, sin que notara un punto de podredumbre que alargaba sus dedos hacia fuera.
Radio y quimioterapia, me aconsejan. ¿Voy a envenenar al repugnante niño de mi cuerpo? ¡Dios mío, qué desamparo!
A veces paso horas sin pensar siquiera. Me convenzo de que soy como los demás, de que estoy sana, de que la decisión de obtener un permiso de planificación para algún proyecto es de importancia mundial, de que me importa si la nueva cafetería tiene las patatas mejores que la vieja, de que me importa algo fuera de mi propio cuerpo.
Se me cae a mechones, a puñados, como si desplumara a un pájaro. Decora el fondo de la bañera en bucles oscuros, cubre peines y cepillos de una alfombra espesa. Se me ha ocurrido sacarlo al jardín para que lo usen los pájaros en sus nidos. ¡Qué absurdo!
May se reiría, diría que lo tengo merecido. Siempre me reprendía por mi presunción. He empezado a ponerme gorros, una boina sobre todo, como un disfraz de campesina francesa. No soportaría ver a Theo.
Hay una nueva empleada en la oficina desde que he estado fuera por el último tratamiento. Me cae mal, con sus botones desabrochados y esa piel tan clara que se enciende en cuanto alguien se dirige a ella. Me observa cuando cree que no la veo, con expresión de... ¿qué? No de compasión, eso ya me lo conozco. ¿Preocupación? Es muy rara.
Se han lavado las manos conmigo, entregándome a Morfeo. Lo siento, no podemos hacer más por usted, pasemos a alguien que pueda agradecérnoslo más.
Estoy demasiado débil para trabajar, me he ido sin más fanfarria. ¿Qué me esperaba?
Ha venido Meg Bellamy, primero con flores y tarjetas de la oficina, luego, cuando la culpa común del personal se ha ido apagando, ella sola.
Estoy volviendo a leer a Eliot. Estas tardes doradas de otoño parecen tener una presencia casi física, una existencia aparte de mi experiencia.
He releído todos mis libros favoritos y me he envuelto con sus historias como con el calor de viejos amigos.
El comandante y yo hemos adoptado una rutina. No hablamos de ello, eso sería como un allanamiento de morada, pero la respetamos fielmente de todas maneras. Las tardes que hace bueno me siento en el escalón y miro cómo trabaja en el jardín; cuando empieza a limpiar las herramientas, preparo el té. A veces, hablamos; otras, no, pero estamos bien de todas formas. Uno de sus días más locuaces me contó algo de él: que sirvió en la India, en Calcuta, durante y después de la guerra. Tal vez fueron las maneras coloniales lo que me llamaron la atención cuando lo conocí. Él debía de ser un oficial joven cuando yo era niña, tal vez hasta conoció a mis padres si tenemos en cuenta la pequeñez de la comunidad.
Desde que he dejado el tratamiento me ha vuelto a crecer el pelo, corto y grueso como el de un niño, y como he perdido peso, los pechos casi me han desaparecido. Me he vuelto andrógina, un frágil caparazón de piel y músculos que envuelve mis recuerdos.
Pronto necesitaré una enfermera.