5

Kincaid desabrochó la lona del Midget y la recogió desde la parte delantera hacia la parte trasera, luego abrió el maletero y la guardó. Lo hacía con una precisión y una rapidez fruto de la práctica. La pintura roja del coche brillaba alegremente, como invitando a disfrutar del sol de la tarde, pero Kincaid sacudió la cabeza y se deslizó al asiento del conductor. No tenía intención de dar un paseo por caminos rurales, por mucho día de postal que hiciera. Buscó las gafas de sol en el bolsillo de la puerta y puso el coche en marcha.

Después de cruzar Rosslyn Hill, Kincaid se abrió camino por las callejuelas secundarias de South Hampstead hasta que desembocó en Kilburn High Road, al norte de Maida Vale. Encontró la casa de Margaret Bellamy sin dificultades: se trataba de un bloque lúgubre, que había evitado las modernizaciones. La puerta era roja tirando a marrón, como la sangre seca, pero la pintura se pelaba descubriendo pinceladas de colores brillantes —verde lima, amarillo, azul eléctrico— testimonio de dueños anteriores con una actitud más alegre. Llamó al timbre y aguardó, arrugando la nariz por el olor que llegaba de las basuras del sótano.

La mujer que abrió la puerta llevaba pantalones de poliéster precariamente adheridos a los gruesos muslos, y un jersey brillante que castigaba igualmente sus pechos. Miró a Kincaid con desdén.

—¿Margaret Bellamy? —Kincaid lució la mejor de sus sonrisas, preguntándose si podría oírlo a pesar de la risa enlatada procedente de la parte trasera de la casa.

La mujer lo estudió un rato, luego torció la cabeza hacia las escaleras.

—Arriba de todo, a la derecha.

Kincaid le dio las gracias y subió las escaleras mientras notaba los ojos de ella en la espalda hasta que dobló el primer descansillo. El olor a grasa y el sonido ronco del televisor lo siguieron otros tres pisos, donde las escaleras acababan en un pasillo con paredes desconchadas. Las dos puertas carecían de nombres, y llamó suavemente a la de la derecha.

El sonido de la televisión de abajo se apagó, y en el silencio repentino, Kincaid distinguió el chirrido de los muelles de una cama. Margaret Bellamy abrió la puerta con una media sonrisa llena de expectativas.

—Ah, es usted —dijo, con la decepción pintada en el rostro hosco. Hizo un esfuerzo por volver a sonreír—: Pase, pase. —Indicó con un gesto el recibidor mientras lo hacía pasar, y añadió—: Está escuchando, la muy fisgona, por eso ha apagado la tele.

Margaret cerró la puerta y se quedó de pie embarazosamente, como si no supiera qué hacer con Kincaid ahora que había cerrado. Miró a su alrededor con una mueca.

Él vio la pequeña cama con la colcha arrugada colgando hasta el suelo, un sillón lleno de manchas, un armario, una mesa de cocina que parecía servir de escritorio, un tocador, una cocina.

Margaret hizo un gesto leve y circular con la mano y dijo:

—Lo siento.

Kincaid pensó que las disculpas la cubrían tanto a ella como a la habitación. Le dirigió una sonrisa.

—Yo también vivía en una habitación cuando hacía prácticas en la Academia de Policía. Era horrible, pero no creo que la casera superara a la tuya.

Eso provocó una sonrisa de respuesta por parte de Margaret, que se apresuró a acercarle la silla. Al agacharse para recoger un montón de ropa, se tambaleó y tuvo que apoyarse en el respaldo de la silla.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Kincaid, y la observó con más atención. Tenía el cabello castaño claro enmarañado y los párpados hinchados por el llanto. Llevaba una camiseta ancha, una parte metida en los pantalones grises del chándal, probablemente el resultado de subírselos rápidamente al oír la llamada a la puerta.

—¿Hoy no has salido en todo el día? —preguntó él.

Margaret sacudió la cabeza.

—¿Has comido?

—No.

—Lo imaginaba. ¿Tienes algo de comer?

Otro movimiento negativo.

—Sólo hay algo de té.

Kincaid reflexionó y dijo, expeditivo:

—Prepara un poco de té. Yo bajo a pedirle a tu casera que haga unos bocadillos.

Margaret pareció horrorizada.

—Pero nunca... No lo...

—Sí lo hará. —Se detuvo en la puerta—. Aunque si San Jorge va a vencer el dragón, mejor que sepa cómo se llama.

—Ah. —La broma iluminó por un momento el rostro de Margaret—. Señora Wilson.

* * *

La puerta por la que Kincaid suponía que había salido la señora Wilson estaba entornada. Llamó con contundencia. La televisión seguía encendida, muy bajito, y por encima se distinguió un arrastrar de zapatillas. La puerta se abrió al instante y la señora Wilson le echó una ojeada a través del humo del cigarrillo que le salía por la nariz: un verdadero dragón.

—¿Señora Wilson?

Ella lo miró furibunda.

—¿Qué ocurre?

—¿Puedo hablar con usted un momento?

—Si quiere venderme algo, no. —La puerta empezó a cerrarse—. No he hecho ningún pedido.

Kincaid se preguntó qué podría vender él.

—No, es sobre Margaret, por favor.

Ella soltó un bufido, pero dejó un mínimo paso para Kincaid. Éste observó con interés la guarida de la señora Wilson. Por lo visto, era tanto salón como cocina. Un pequeño sofá encajado entre los muebles, y un gran televisor en color reinaba en el lugar junto a la nevera.

La señora Wilson se sentó en la mesa de fórmica y recogió un cigarrillo que había dejado en el cenicero. Un periódico sensacionalista y una taza de té a medio beber eran las pruebas de las actividades vespertinas. No invitó a Kincaid a sentarse.

—Esa chica se pasa la vida lloriqueando —pronunció la señora Wilson con asco—. ¿Qué le pasa ahora? ¿Otra vez por el novio?

¿Novio? Aquella era una complicación que no esperaba, pero explicaba la ilusión de Margaret al abrirle la puerta. Kincaid pensó rápidamente. ¿Qué explicación satisfaría a aquella arpía? Por los titulares del periódico: «Una madre de once años reclama la custodia de su bebé», a la señora Wilson le gustaba el melodrama, pero contar la verdad parecía una traición tanto a Margaret como a Jasmine. Improvisó.

—Su tío. Es que murió ayer de repente, y Margaret se lo ha tomado muy mal.

La señora Wilson permaneció tan impertérrita como su tieso cabello con permanente.

—¡Figúrese! —Miró a Kincaid con desconfianza—. ¿Y usted qué tiene que ver con eso?

—Soy amigo de la familia. Duncan Kincaid.

Le tendió la mano y la señora Wilson se dignó a tocarle con sus dedos regordetes antes de recuperar su cigarrillo medio fumado.

—¿Y a mí qué?

—Lleva desde ayer sin comer nada. He pensado que podría prepararle usted unos bocadillos... —Kincaid acompañó la última frase con un arqueamiento de las cejas, máximo intento de persuasión del que fue capaz.

La señora Wilson abrió la boca para negarse, pero se detuvo y miró a Kincaid, reflexionando. Las ganas de cotillear se debatían con su natural inclinación por hacer el mínimo esfuerzo por los demás, y la malicia triunfó sobre la pereza.

—Bueno, a lo mejor algo tengo, pero no quiero que coja confianzas, sabe usted. —Se levantó de su asiento e indicó con la cabeza la silla vacía—. Siéntese. —Prosiguió por encima del hombro mientras abría la nevera—. ¿El fallecido era hermano de su madre o de su padre?

—El hermano más joven de su madre, en realidad no mucho mayor que Margaret —inventó Kincaid—. Se querían mucho.

La señora Wilson hablaba dando la espalda a Kincaid mientras cortaba algo que él no podía ver.

—Ningún pariente ha venido a verla desde que está aquí. Parece huérfana.

—Bueno, al menos tiene a su novio que la cuida —soltó Kincaid.

—¡Ése! —La señora Wilson se volvió y miró fijamente a Kincaid con malicia—. Ése no ha cuidado a nadie más que a sí mismo en su vida, que se lo digo yo. Más bien es un gorrón. —Volvió a rebanar—. Todo en beneficio propio, de eso no hay duda. Y lo que no sé es lo que ve en ella —levantó los ojos hacia el techo. Se secó las manos en el delantal y le presentó a Kincaid un plato de bocadillos aplastados, pero de aspecto comestible, de jamón y tomate.

—¿Va bien así?

—Ya lo creo, gracias.

Al acabar la tarea, la señora Wilson no parecía querer dejarle ir así como así. Encendió otro cigarrillo y apoyó la cadera en el borde de la mesa. Kincaid apartó la vista de sus muslos y volvió a acomodarse en la silla.

La señora Wilson siguió el hilo de sus pensamientos:

—Yo ya le he dicho a ella que no lo quiero por aquí, que no duerma. Me da mala fama a la casa, ¿no le parece?

Kincaid supuso que era una pregunta retórica, pero respondió, reconciliador:

—No creo que nadie piense mal, señora Wilson.

La señora Wilson cambió un poco entonces, y se inclinó hacia él, con complicidad.

—Ella se cree que no sé lo que pasa, pero yo lo sé. Le oigo bajar las escaleras a cualquier hora de la noche, como un ladrón. Y también oigo las peleas —una pausa mientras inhalaba y mandaba una nube de humo en dirección a la cara de Kincaid—, bueno, sobre todo los gritos de él y los lloriqueos de ella de cordero degollado. ¡Maldita tonta! —La señora Wilson lanzó una risa desdeñosa—. Supongo que lo aguanta porque no cree poder encontrar nada mejor.

Qué bruja tan caritativa, pensó Kincaid, y le sonrió.

—Entonces no creo que le sea de mucho consuelo en un momento como éste.

—Desde luego, no ha venido a consolarla. Desde... —La señora Wilson entornó los ojos, apuró el cigarrillo y lo tiró en el cenicero de lata— ... desde el jueves, creo, por la tarde. Salió de un humor de perros. Casi tira la puerta abajo. Pero luego —se asentó con todo su peso mientras pensaba y la mesa crujió en protesta—, el jueves por la noche es la Noche de las Mujeres en el pub y salí cuando cerraron. Si volvió más tarde, estuvieron muy calladitos.

Kincaid decidió que, de momento, había agotado la información de la señora Wilson y su propia paciencia. Se levantó y recogió los bocadillos.

—No quiero que se estropeen, mejor que vaya a ver cómo está Margaret. Apreciará mucho su ayuda, señora Wilson. Ha sido muy amable.

—Ya ve —dijo ella, y agitó los dedos, coqueta, en señal de despedida.

* * *

—Ha habido éxito —dijo Kincaid cuando Margaret lo dejó pasar de nuevo. En su ausencia, había hecho la cama y ordenado la ropa, se había peinado y se había puesto un poco de pintalabios rosa. Su sonrisa era menos desconfiada, y él pensó que aquel rato a solas le había devuelto cierta compostura.

Margaret abrió mucho los ojos al ver el plato de bocadillos.

—¡No puede ser! Lo máximo que hace es prestarme una bolsita de té.

—He apelado a sus mejores instintos.

—No sabía que tuviera —rio Margaret mientras le cogía la bandeja a Kincaid. Luego se quedó helada, con la cara trastornada por la angustia—. ¿No le habrá dicho que...?

—No. —Kincaid rescató el plato vacilante y lo dejó en la mesa—. He dicho un montón de mentiras. Has perdido a tu tío favorito, el hermano más joven de tu madre, por si te pregunta.

—Pero si no tengo... —Su cara se iluminó—. Ah, claro. —Le sonrió—. Creo que hoy estoy un poco espesa. Gracias.

—En parte será el hambre, supongo. Come algo. —La tetera eléctrica silbó. Dos tazones con sus bolsitas de té aguardaban al lado. Kincaid sirvió el té e instaló a Margaret en el sillón, levantó la ventana de guillotina y se apoyó en el alféizar. Margaret empezó un bocadillo y él dijo:

—Sería mejor que me hablases de tu familia, después de todas las horribles cosas que me he inventado.

—Woking —dijo Margaret con la boca llena de jamón y tomate. Tragó y volvió a intentarlo—: Dorking, perdón, no me había dado cuenta de que estaba tan hambrienta. —Mordió un trozo más pequeño y masticó—. Soy de Dorking. Mi padre tiene un garaje. Yo le llevaba las cuentas, me ocupaba de muchas cosas.

A Kincaid no le costó imaginarla dirigiendo un mundo familiar, más pequeño, aunque en Londres parecía muy vulnerable.

—¿Qué pasó?

Margaret se encogió de hombros y se secó las comisuras de los labios con un dedo.

—Que nada cambiaba. Me veía veinte años viviendo parte de la vida de los demás. El trabajo de mi padre, los hijos de mi hermana...

—¿Cómo se lo tomaron?

Margaret sonrió, burlándose de sí misma.

—Yo soy la fea, nunca pensaron que yo quisiera nada diferente. Me tenía que conformar con los estúpidos cumplidos de los clientes de mi padre, con ser la tía Meg y cuidar a los niños de Kath cuando ella tuviera otra cosa mejor que hacer.

—Se pusieron furiosos —aventuró Kincaid, con una mueca, y Margaret le devolvió la sonrisa, un poco a su pesar.

—Sí.

—¿Cuánto hace?

Margaret acabó el último bocadillo y se chupó los dedos, luego se los secó en los pantalones del chándal.

—Hace ya dieciocho meses.

—¿Y no ha venido nadie a verte en todo este tiempo?

Ella se sonrojó y dijo con ardor:

—Esa lengua viperina. Seguro que tiene una lista con todo el mundo que... —Margaret se cogió la cabeza entre las manos y se inclinó hacia delante—. ¿Qué más le dará a ella? Me estoy mareando.

Demasiada comida, pensó Kincaid, ha comido con demasiada rapidez sobre el estómago vacío.

—Baja la cabeza, se te pasará. —Vislumbró un trapo usado y una toalla dobladas en un estante encima de la cama.

—¿Dónde está el baño? —preguntó a Margaret.

—En el descansillo de abajo —contestó ella, con la cara presionada contra las rodillas.

Kincaid llevó la toalla al piso de abajo y la mojó con agua fría. Cuando volvió Margaret levantó la cabeza sólo lo suficiente para presionarse la toalla contra la cara. Él se acercó incómodo a la ventana, envidiando la habilidad de Gemma para atender necesidades prácticas.

La vista —un pequeño jardín lleno de malas hierbas con un par de monos de trabajo enormes colgados de una cuerda— no mantuvo su atención mucho rato. Al volverse hacia la habitación, Kincaid se fijó en las pocas pertenencias de Margaret. En la mesa había un plato con un puñado de bisutería y unos cuantos botes de cosméticos y lociones. Junto a la placa del gas, un plato y un tazón desconchados, una sartén y algunos cubiertos. Todos los utensilios eran como de segunda mano, los más baratos que se compran la primera vez que uno se va de casa. En el estante de encima de la cama había una radio, unos libros muy manoseados y una fotografía enmarcada.

Kincaid se acercó para mirarla. Un hombre mayor, calvo y campechano, con chaqueta de tweed, tenía el brazo en torno a los gráciles hombros de su esposa, con sus tres hijos vestidos de marrón delante de ellos. Un hermano y una hermana, rubios, guapos, que irradiaban seguridad, y entre ellos Margaret, cabello hacia un lado, sonrisa torcida.

—Mis padres, Kathleen y mi hermano Tommy.

Kincaid hizo un esfuerzo por borrar la compasión de su rostro antes de volverse. Margaret lo miraba, como aguardando algún comentario determinado. En cambió, él se sentó en la cama y dijo:

—Habrán sido duros los primeros meses sola.

—Pues sí. —Margaret miró el trapo húmedo que tenía en las manos y se puso a doblarlo en cuadritos cada vez más pequeños—. Estuve sola hasta que conocí a Jasmine. Encontré trabajo como mecanógrafa en el departamento de Planificación. Cuando trabajaba para ella, era muy amable conmigo, pero no... íntima, no sé si me entiende. —Miró a Kincaid buscando confirmación, y él asintió—. Era un poco distante. Pero luego se puso enferma. Cogió el alta para el tratamiento, y cuando volvió se veía que estaba peor, pero nadie le decía nada sobre ello. Todo el mundo actuaba como si la enfermedad no existiera. —Margaret levantó la cara y lo miró a través de sus pálidas pestañas, sonriendo un poco ante su propio valor—. Pero yo le preguntaba. Cada día le decía: «¿Cómo estás?» o «¿Qué te están dando ahora?», y al cabo de poco empezó a contármelo.

—¿Y cuando dejó el trabajo? —quiso saber Kincaid.

—Yo iba a verla. Cada día, si podía. Era la única que iba. —Margaret parecía todavía indignada—. Quedaban para jugar a cartas o lo que fuera, pero nadie propuso nunca visitarla.

—¿A Jasmine le importaba?

Margaret arrugó la frente mientras reflexionaba.

—No creo, no parecía tener amigos de verdad en el trabajo. No caía mal a nadie, pero no tenían confianza. —Margaret sonrió a Kincaid con cierta ironía—. Hablaba mucho de usted.

Kincaid se puso en pie y dio unos pasos hasta la ventana.

Llevaba ya demasiado rato evitando hablar de los resultados de la autopsia, y trató de imaginar una manera suave de decirle que Jasmine no había muerto plácidamente durante el sueño.

—Mire —la voz de Margaret sonó a sus espaldas—, ya sé que no ha venido sólo a preocuparse por mí. Jasmine no mantuvo su promesa, ¿verdad?

Kincaid pensó que Margaret parecía haberle leído el pensamiento. Se sentó de nuevo enfrente de ella y escrutó su rostro.

—No lo sé, su cuerpo contenía una alta cantidad de morfina.

Margaret se derrumbó en la silla y cerró los ojos. Las lágrimas rebosaron por debajo de los párpados y resbalaron por los lados de la nariz. Al poco, se inclinó hacia delante y se frotó la cara con el trapo arrugado.

—Nunca debí creerla —susurró apenas, mientras se mecía adelante y atrás.

—Mira, Meg, si Jasmine estaba decidida a suicidarse no podías impedírselo. Tal vez por una noche, pero no indefinidamente. —Como Margaret seguía meciéndose, con los ojos cerrados, se acercó más—. Meg, hay algunas cosas que tengo que saber, y tú eres la única que puede ayudarme.

Ella aminoró el ritmo del balanceo y se detuvo. Abrió los ojos, pero se mantuvo encorvada, con los brazos cruzados sobre el vientre, como protegiéndose.

—Cuéntame para qué necesitaba Jasmine tu ayuda.

—Porque ella... —le falló la voz. Cogió el resto de su té y lo engulló convulsivamente—. Ella no... Bueno, no. La ayudé a calcular la dosis, era adicta a la morfina, y sabíamos que necesitaría mucha, pero habría podido hacerlo sola. Había morfina suficiente, pues había estado manteniendo la misma dosis que tomaba ahora, pero le decía a la enfermera que necesitaba aumentarla. Y el catéter habría dejado rastro.

—¿Entonces para qué? —volvió a preguntar Kincaid, sosteniéndole la mirada.

—No lo sé, supongo que no quería estar sola al final.

¿Habría Jasmine pedido ayuda a Margaret por debilidad, se preguntó Kincaid, y luego habría encontrado una fuerza inesperada? Sacudió la cabeza. Era posible, probable, lógico, pero no lo creía.

—¿Qué pasa? —preguntó Margaret, incorporándose un poco.

—¿Jasmine tenía...? —Kincaid se detuvo, pues la puerta se había abierto sin hacer ruido. Entró un hombre en la habitación, que miró a Kincaid y a Margaret con una expresión divertida y desdeñosa.

Margaret, que estaba sentada de espaldas a la puerta, frunció la cara al ver a Kincaid y preguntó:

—¿Pero qué...?

—Bueno —dijo el hombre, y esa sola palabra estaba llena de implicaciones desagradables.

Margaret se volvió al oír su voz y se puso en pie de un salto, sonrojándose inconvenientemente.

—Rog...

—No te levantes, Margaret, no sabía que estarías tan entretenida.

Aparte de una breve ojeada a Margaret, toda su atención estaba concentrada en Kincaid.

Al tiempo que le devolvía la mirada escrutadora con interés y una antipatía inmediata, Kincaid vio a un hombre esbelto de media estatura, que no llegaba a los treinta años, con unos tejanos de marca y una cara camisa de algodón remangada y abierta por el pecho. Tenía el cabello rojizo claro y recogido en una cola de caballo, y sus rasgos parecían esculpidos. Kincaid pensó con sarcasmo que era arrolladoramente atractivo.

Margaret se quedó rígida, de pie, aferrada al respaldo de su silla, y cuando habló lo hizo con voz aguda e incontrolada.

—Roger, ¿dónde estabas? Te he esperado...

—¿Por qué tanto pánico, Meg? —Roger no se movió de su postura desenfadada en medio de la habitación, y no hizo ningún esfuerzo por tocar o consolar a Margaret—. ¿No crees que deberías presentarnos?

Kincaid tomó la iniciativa antes de que Margaret pudiera soltar cualquier cosa.

—Yo me llamo Kincaid. —Se puso de pie y tendió la mano a Roger, quien se la dio con poco entusiasmo—. Soy un vecino de la amiga de Margaret, Jasmine Dent.

—Jasmine ha muerto, Rog. Murió el jueves por la noche. No te encontré por ningún lado.

Margaret temblaba visiblemente.

Roger arqueó las cejas.

—¿Es eso? ¿Has venido a decírselo a Margaret?

—He venido a ver cómo estaba —dijo Kincaid suavemente mientras se apoyaba en el borde de la mesa y doblaba los brazos.

—Qué amable. —El acento de escuela privada de Roger expresaba también sarcasmo—. Pobre Meg.

Por primera vez, dio un paso hacia ella, extendió el brazo y tiró de su rígido cuerpo hacia él en un breve abrazo. Luego la hizo girar hacia Kincaid de nuevo y le puso una mano suave en la nuca.

—Debe haber sido una conmoción para ti, se ha muerto antes de lo que se esperaba.

—No ha sido eso, es que Jasmine ha muerto por sobredosis de morfina —dijo Margaret, mientras miraba el rostro de Kincaid en busca de apoyo. Roger la soltó bruscamente y ella se alejó.

—Vaya, Meg, siento que...

—Duncan sabe lo del suicidio —ella sacudió la cabeza hacia Kincaid—, no te molestes en decir que lo sientes, porque no lo sientes, Rog. Ahora no tienes por qué preocuparte.

—¿Preocuparme? No seas ridícula, Meg.

La voz de Roger era ligera, casi juguetona, pero Kincaid notó cautela en lugar de despreocupación.

—Es que hay otra posibilidad —dijo Kincaid, y la tensión vibraba en la habitación. Las dos caras se volvieron hacia él, Meg perpleja, Roger alerta—. Alguien pudo prestar a Jasmine una ayuda que ella no quería.

—Yo no... —empezó a decir Margaret, luego miró a Roger, quien a juzgar por Kincaid lo comprendió todo perfectamente.

Hubo un largo silencio, hasta que Kincaid se irguió y se estiró.

—Perdone, no he entendido su apellido —le dijo a Roger.

Roger vaciló, pero respondió a regañadientes:

—Leveson-Gower —lo pronunció «Loos-n-gor».

¡Vaya, qué elegante! pensó Kincaid. Se acercó a la puerta y luego se volvió a Margaret.

—Me marcho. ¿Estás segura de que te encuentras bien, Meg?

Margaret asintió, vacilante. Roger le pasó el brazo por la cintura y le acarició el brazo desnudo con los dedos de la otra mano, despacio. Kincaid se dio cuenta de que los pezones de ella se endurecían bajo la camiseta de algodón. Ella apartó la vista, ruborizada.

—Meg está bien, ¿verdad, cariño? —dijo Roger.

Kincaid se volvió y abrió la puerta.

—Por cierto, Roger, ¿dónde estaba el jueves por la noche?

Roger seguía manteniendo a Margaret delante de él, en parte como escudo, en parte como posesión.

—¿Y a usted qué le importa?

—Tengo el vicio de pedir cuentas de sus actos a todo el mundo, soy un poli.

Kincaid les sonrió a los dos y salió.