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—¡Maldita bruja estúpida!
La voz de Roger resonó siniestramente en el pequeño cuarto. Margaret se imaginó la pesada masa de los pies de su casera subiendo las escaleras y alargó el brazo hacia él, como si su gesto pudiera callarlo. La señora Wilson había amenazado más de una vez con poner a Margaret de patitas en la calle si pillaba a Roger pasando allí la noche, y si los oía discutir a las siete y media de la mañana, no le cabrían muchas dudas sobre las circunstancias.
—¡Roger, cielo santo...! La señora Wilson te va a oír y ya sabes cómo es.
—El cielo tiene poco que ver aquí, cariño, a no ser porque tu amiga Jasmine, gracias a ti, no está más cerca del cielo que ayer.
Cuando se trataba de mostrarse sarcástico hablaba en voz baja, pero a Margaret el café que había tragado le subió a la garganta, amargo.
—Roger, no querrás decir que... ¿es que te has vuelto loco? Ya te dije que ha cambiado de idea. Me alegro de que haya cambiado de idea...
—¿Y así puedes pasarte todo el tiempo libre mimándola y arrullándola como una rechoncha Florence Nightingale? Me tienes harto. ¿Para qué quieres que me quede? Dime, Meg, cariño...
—Cállate ya, Roger. Te he dicho que no...
—... que no te llame así. Es como te llama ella. ¡Qué cariñosa! —Dio un paso hacia Meg y la agarró por el codo, apretando los dedos. Margaret notó el olor de su jabón en la piel de él, y el champú de hierbas, y vio el brillo rojizo de una mancha de barba sin afeitar en su mandíbula—. Dime, ¿por qué tengo que quedarme, Margaret —ahora hablaba bajito, casi en susurros—, si no tienes ni un momento para mí, y ella puede durar meses todavía?
Margaret se soltó el brazo.
—Pues entonces vete —le musitó, y notó una sorprendente distancia, como si las palabras le vinieran de algún sitio fuera de ella—. Por mí puedes irte al infierno de una vez, ¿de acuerdo?.
Se hicieron frente en silencio durante un buen rato. Sus respiraciones se oían por encima del ruido de fondo de Radio Cuatro. Luego Roger soltó una carcajada. Levantó la mano y cogió la barbilla de Margaret, empujándole la cabeza hacia atrás.
—¿En serio lo quieres, amor? —Roger se inclinó y puso la boca a pocos centímetros de ella—. Pues no lo obtendrás. Me marcharé cuando me dé la gana a mí, no antes, y que ni se te ocurra pensar que vas a librarte de mí.
* * *
El autobús número 89 dio una sacudida y traqueteó cuesta arriba por Camden Town. Margaret Bellamy estaba sentada en el asiento de delante del segundo piso, con la pesada bolsa de la compra puesta a su lado como un bastión contra los intrusos.
No tenía de qué preocuparse. Aparte de ella, el único ocupante que se había aventurado a subir las escaleras era un anciano desdentado absorto en un periódico deportivo. La tapicería del asiento olía a tabaco y a polución, pero para Margaret aquel olor familiar era reconfortante. Se roía los nudillos, el último de una serie de gestos compensatorios con el propósito de no morderse las uñas. Una costumbre infantil, decía Jasmine. Jasmine...
Margaret se puso a divagar, su pensamiento saltaba de una cosa a otra como la aguja de un viejo tocadiscos. Había tenido que salir de la oficina, aunque la señora Washburn le había dirigido su mirada de pez al preguntar: «¿Otra vez al dentista?».
«Bruja», pronunció Margaret en voz alta, y luego se volvió para ver si el viejo apestoso la había oído. Y aunque la oyera, ¿qué?, se dijo. Se había pasado la vida intentando no ofender a nadie, y eso la había metido en un buen lío.
Debía haberle hablado a Jasmine de Roger, ése había sido su primer error, pero la primera vez que él la invitó a salir, ella no acabó de creérselo, y no quiso correr el riesgo de la humillación si la dejaba tan rápidamente como se la había ligado. Luego nunca parecía el momento, y la culpa que sentía por mantenerlo en secreto complicaba su apuro. Ensayó todo tipo de guiones del tipo: «Hace tiempo que quería decirte...», pero al final guardó silencio.
En realidad, Roger no la había invitado a salir. Bien mirado, se había limitado a aportar su presencia y sus atenciones mientras ella lo pagaba casi todo. Entonces le pareció un precio mínimo a cambio de disfrutar de la resplandeciente presencia de Roger, de sus contactos, de sus aires de conocer a toda la gente bien y todos los lugares adecuados.
Aquel había sido un pequeño error de vanidad, un error perdonable. Sin embargo, los que cometió después no eran tan comprensibles. No debió haberle contado a Roger lo que Jasmine le había pedido. Y menos hablarle del dinero.
El autobús se detuvo con una sacudida en South End Green. Con el bolso golpeándole la cadera, Margaret descendió las escaleras y salió al aire libre, deslumbrada. Emprendió la cuesta, y los enormes y viejos plataneros y los sauces desfilaron a su derecha. El sol brillaba en el agua de los estanques, y la gente fluía a su alrededor con el aire festivo que adoptan los ingleses en los inesperados días cálidos y primaverales.
La sensación de desasosiego que le duraba desde la noche anterior se afianzó todavía más en la boca del estómago.
Desde Willow Road se desvió del Heath y caminó con dificultad por Pilgrim's Lane. Al llegar a Carlingford Road, levantó la mirada y vio la parte trasera de una ambulancia doblar a la izquierda por Rosslyn Hill y desaparecer. Margaret sintió un espasmo en el estómago y las rodillas estuvieron a punto de fallarle.
* * *
Felicity quitó las sábanas de la cama y extendió la colcha sobre el colchón desnudo, remetiendo las esquinas con cuidado. Kincaid, tras levantar los estores, miraba el trozo de jardín de abajo. Al rato se apartó de allí, se pasó los dedos por el cabello, y se volvió hacia ella.
—¿Sabe si tiene parientes?
—Un hermano, creo, llamado Theo —respondió Felicity, alisando la colcha por encima de la almohada. Revisó la cama por un instante, hizo un gesto de satisfacción y se volvió hacia la pica—. Aunque no sé si se llevaban muy bien —añadió, por encima del hombro mientras se lavaba las manos antes de llenar el hervidor de cobre bajo grifo—. Lo nombró varias veces. Vive en Surrey, o Sussex, pero no lo he visto nunca. —Felicity indicó el pequeño secreter que Jasmine utilizaba para sus papeles—. Supongo que encontrará su número y su dirección por ahí.
Kincaid se quedó un poco perplejo de que diera por supuesto el hecho de que sería él el responsable de dar la noticia a los parientes de Jasmine, pero no supo quién más podría llevar a cabo esa desagradable tarea. El panorama no le hizo ninguna gracia.
—A veces les da así, de repente. —Felicity se volvió y lo observó con preocupación, y entonces Kincaid se maravilló de la rapidez con que había recobrado el equilibrio. Unos instantes de conmoción —ojos cerrados, profunda palidez— y luego había recuperado su eficacia profesional. Un acontecimiento bastante corriente para ella, pensó Kincaid, perder a un paciente.
—Pues no parecía...
—No. Yo le habría dado un mes o dos más, al menos, pero no somos Dios... nuestras predicciones no son infalibles.
El hervidor silbó y Felicity se apartó, cogió unos tazones de un anaquel y vertió el agua hirviendo encima de los sobrecitos del té con movimiento suave. El traje gris, de mujer de negocios, no pegaba con aquella eficiencia casera, y la propia Felicity, tan sobria en medio del baturrillo de pertenencias exóticas de Jasmine, le hizo pensar en un halcón entre pavos reales.
—Nunca hablaba de eso... De su enfermedad, quiero decir —dijo Kincaid—. No sabía que estuviera tan...
La puerta de entrada se abrió y golpeó la pared. Kincaid y Felicity Howarth giraron sobre sus talones, sobresaltados. En el umbral había una mujer con una bolsa de la compra apretada contra el pecho.
—¿Dónde está? ¿Adónde se la han llevado?
Se fijó en la cama hecha tan cuidadosamente y en sus actitudes, se tambaleó y la bolsa le cayó de lado.
Felicity fue, con mucho, más rápida que Kincaid. Cuando él llegó, tenía ya el bolso seguro en el suelo y la mano bajo el codo de la mujer.
La condujeron hacia una silla y ella se derrumbó sin ofrecer resistencia. No tendría treinta años, estimó Kincaid, un poco entrada en carnes, de caprichoso cabello castaño y una piel dolorosamente clara, rostro redondo, ahora arrugado por el dolor.
—¿Margaret? Eres Margaret, ¿verdad? —preguntó Felicity con suavidad. Miró de reojo a Kincaid y explicó—: es una amiga de Jasmine.
—Díganme adónde la han llevado. No querrá estar sola. Ay, sabía que no tenía que irme anoche —la frase se desintegró en un lamento y volvió el rostro de un lado a otro, como si buscara a Jasmine por la casa, con las manos retorciendo las solapas. Kincaid y Felicity se miraron por encima de la cabeza de Margaret.
Felicity se arrodilló y tomó las manos de Margaret entre las suyas.
—Margaret, míreme. Jasmine ha muerto. Ha muerto mientras dormía, esta noche. Lo siento.
—No. —Margaret miró a Felicity suplicante—. No puede ser. Me lo prometió.
Las palabras sonaron extrañas; Kincaid sintió un cosquilleo de alarma. Dobló una rodilla al lado de Felicity.
—¿Te lo prometió? ¿Qué prometió Jasmine, Margaret?
Margaret reparó en Kincaid.
—Había cambiado de opinión. Fue un alivio. Yo no habría podido... —Un sollozo entrecortado la interrumpió, y se estremeció—. Jasmine nunca rompería una promesa. Siempre mantenía su palabra.
Felicity había soltado las manos de Margaret, que se agitaban de nuevo en su regazo. Kincaid atrapó una y la mantuvo con la suya.
—¿Qué es lo que Jasmine quería que hicieras?
Ella se quedó inmóvil y lo miró perpleja.
—Pues que la ayudara a suicidarse. —Parpadeó y de sus ojos brotaron las lágrimas, y sus palabras salieron tan bajito que a Kincaid le costó oírla—. ¿Qué voy a hacer yo ahora?
Felicity se levantó, cogió un tazón de té tibio de la cocina, removió el azúcar y puso con cuidado las manos de Margaret en torno al tazón.
—Bebe, cariño, y te sentirás mejor.
Margaret bebió ávidamente hasta vaciar la taza, sin preocuparse por las lágrimas que corrían por su rostro.
Kincaid cogió una silla del comedor, se sentó frente a ella y aguardó mientras sacaba un pañuelo arrugado del bolsillo y se secaba los ojos. Las pálidas pestañas le daban un aspecto indefenso, como de conejo sorprendido por la luz de una linterna.
—Margaret, dime qué ocurrió exactamente, por favor, me gustaría saberlo.
—Sé quién es —dijo, mientras lo observaba—. Duncan. Es usted mejor de lo que... —Unas manchas rojas tiñeron su piel clara y se miró las manos—. Quiero decir...
—¿Jasmine te había hablado de mí?
Jasmine había mantenido su vida compartimentada a la perfección, pensó Kincaid. A él nunca le había mencionado a Margaret.
—Sólo me dijo que vivía arriba y que a veces venía a verla. Yo le decía que se lo inventaba, como el amigo imaginario de un niño, porque nunca... —las palabras se fundieron en un sollozo y volvió a sacar el pañuelo—... lo había visto.
—Margaret —Kincaid se inclinó hacia delante y le tocó el brazo, llamando su atención para que lo mirara—, ¿estás segura de que Jasmine quería suicidarse? Tal vez lo dijo por decir, como para creer que tenía alguna elección.
—Oh, no —Margaret sacudió la cabeza y le entró hipo—. Cuando llegaron los informes de que la terapia no había salido bien, escribió a Exit. Dijo que no aguantaría las sondas —tubos y enchufes, decía—, que no se sentiría humana...
Margaret se presionó los dedos contra los labios en un esfuerzo por aguantar las lágrimas.
Kincaid se inclinó hacia delante, animándola.
—Bien, sigue.
—Le mandaron toda la información y lo planeamos todo: cuánto tenía que tomar, qué debería hacer exactamente. Anoche, tenía que ser anoche.
—¿Pero cambió de opinión? —la apremió Kincaid, pues no proseguía.
—Vine en cuanto pude salir del trabajo. Me había armado de valor para decirle que no podría hacerlo, pero no me dejó ni acabar: «Es igual, Meg», me dijo, «no te preocupes. Yo también he cambiado de idea». Estaba... diferente... como contenta. —Margaret lo miró suplicante—. Yo la creí; si no, no la habría dejado sola.
Kincaid se volvió hacia Felicity.
—¿Es posible? ¿Se las puede haber apañado sola?
—Desde luego, con los pacientes que se automedican siempre cabe esa posibilidad —respondió, como si tal cosa—. Es uno de los riesgos de la atención a domicilio.
Estuvieron callados un rato. Margaret estaba sentada con los hombros hundidos, los ojos enrojecidos, apagada: Kincaid suspiró y se frotó la cara, reflexionando. Si hubiera sido el único en oír la confesión de Margaret podía haberla pasado por alto, dejar a Jasmine marcharse sin problemas, en paz. Pero la presencia de Felicity Howarth complicaba las cosas. Ella debía de estar tan al tanto de seguir el procedimiento correcto como él, y no hacer caso de indicios de una muerte sospechosa no era recomendable. Y a pesar de que su propio dolor y su agotamiento le impedían definirlo, en el filo de su conciencia flotaba una sensación de recelo.
Levantó la vista. Felicity lo estaba mirando.
—Supongo —dijo, de mala gana— que tendré que pedir una autopsia.
—¿Usted? —preguntó Felicity, juntando las cejas, y Kincaid se dio cuenta de que no se había presentado.
—Perdone, es que soy policía. Comisario detective de Scotland Yard.
Kincaid tuvo la misma impresión fugaz mientras miraba a Felicity que había tenido cuando encontraron el cuerpo de Jasmine: cara inexpresiva, neutra, como si la hubiera limpiado de todas las emociones.
—A no ser que quiera hacerlo usted —sugirió él, pensando que tal vez la había ofendido arrebatándole su autoridad.
Felicity volvió a prestarle atención y sacudió la cabeza.
—No, creo que es mejor que se encargue usted. —Hizo un gesto indicando a Margaret, que seguía sin reaccionar—. Yo tengo que ocuparme de otras cosas. —Se acercó a ella y le tocó el hombro—. Te acompaño a casa, cariño. Tengo el coche aquí fuera.
Margaret la siguió sin protestar, recogiendo la bolsa de la compra que Felicity le pasaba y estrechándola contra el pecho. En la puerta, se volvió a Kincaid.
—No tenía que estar sola —susurró, y sus palabras casi parecieron una acusación, como si él también fuera en parte responsable.
La puerta se cerró tras ellas. Kincaid se quedó quieto, en el piso en silencio, recordando de pronto que casi llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir. Un lamento agudo rompió el silencio y giró sobre sus talones, con un vuelco en el corazón.
El gato, por supuesto. Lo había olvidado completamente. Cayó sobre las rodillas junto a la cama y se asomó debajo. Unos ojos verdes y brillantes lo miraban.
—Ven, gatito, gatito —lo llamó, lisonjero. El gato parpadeó, y a Kincaid le pareció ver un movimiento que bien pudo ser de la cola—. Ven, gatito, gatito.
Ni caso. Se sintió idiota. Se levantó y se puso a hurgar por la cocina hasta que encontró una lata de comida de gato y un abrelatas. Echó aquella comida asquerosa en un cuenco y lo dejó en el suelo.
—Bueno, gato, ya cambiarás de idea. Yo me voy a casa.
El agotamiento volvía a caer sobre él, pero aún tenía que hacer varias cosas. Miró en la nevera y encontró dos viales de morfina casi llenos. Luego sacó la basura de debajo del fregadero y rebuscó. No había ninguno vacío.
Encontró enseguida la agenda de direcciones de Jasmine, en un compartimento del secreter. Su hermano aparecía con un número de teléfono y una dirección de Surrey. Se metió el libro en el bolsillo y puso una mano en el picaporte de la puerta, pero una idea le hizo parar en seco.
Jasmine era una persona muy metódica. Cuando la visitaba, siempre oía que pasaba el pestillo y la cadena al cerrar. ¿Se habría echado a morir tranquilamente sin asegurar la puerta? ¿En consideración hacia los que llegaran al día siguiente? Sacudió la cabeza: el acceso era fácil por la puerta del jardín y, sin embargo, si hubiera muerto de modo natural mientras dormía, habría cerrado como siempre por la noche.
La duda le irritó, salió al descansillo y cerró la puerta más bruscamente de lo que debía. Entonces fue cuando se dio cuenta de que se había olvidado de buscar una llave.