17

Kincaid se despertó antes del alba la mañana del viernes. No había corrido las cortinas por la noche, y se quedó echado en la cama mirando la luz gris difuminarse en el cielo por el este. Repasó mentalmente aquella semana mientras dejaba caer cada uno de los días sobre el siguiente como fichas de dominó, pero no se sentía más cerca de la resolución del enigma de la muerte de Jasmine que hacía una semana. La frustración lo llevó por fin a retirar las mantas, pero ni la ducha, ni las tostadas, ni el café lograron quitarle la persistente sensación de fracaso.

Resultaría bastante fácil nombrar a Roger Leveson-Gower como el candidato más probable, pero no tenía ni una triste prueba. Y por mucho que Roger encajara a la perfección con el perfil emocional de un asesino, había algo que no acababa de cuadrar. La idea de que Jasmine hubiera permitido que un desconocido, tan poco de fiar, le diera una dosis fatal de morfina era un obstáculo a la lógica que Kincaid no podía pasar por alto.

Se entretuvo afeitándose y vistiéndose, y cuando llegó a la calle, el lechero estaba haciendo su silenciosa ronda y ningún ruido de puertas cerrándose de golpe, ni de motores de coche rompía el silencio de la madrugada en Carlingford Road. El cielo estaba claro, el aire quieto, y en un impulso, recogió la lona del Midget. Le encantaba conducir por Londres de noche o de madrugada, en el momento en que el tráfico disminuía. Le daba la sensación de estar en paz con la ciudad, de ser una parte en lugar de estar en guerra con ella.

* * *

Había una hoja de fino papel de fax en su bandeja. Kincaid se apoderó de su silla, pues había llegado antes que Gemma, y se puso a leerlo.

El comandante Harley Keith había sido destinado a la India justo después de la guerra, en 1945, ostentando un nuevo cargo y recién casado. Había permanecido en Calcuta durante la insurrección de 1946 y había perdido a su mujer y a su hija en la revuelta. Según lo que Kincaid podía deducir de la poco familiar jerga militar, la promoción de Keith había sido mínima después de aquello: una carrera que parecía prometedora se estancó en la mediocridad. Destinado de vuelta a Inglaterra en 1948, el comandante pasó el resto de su carrera haciendo de secretario de oficiales superiores.

Kincaid suspiró y tomó la siguiente hoja del montón. Un breve informe de la policía de Dorset le comunicaba que un tal Timothy Franklin había sido ingresado hacía veinticinco años en el Farrington Center para la Salud Mental, antes conocido como Manicomio Farrington. Las hojas de ingreso estaban firmadas por Althea Franklin, la madre del paciente. La dolencia de Franklin había sido clasificada en la hoja de admisión como esquizofrenia, y nunca había salido. Althea Franklin había muerto en Bladen Valley en 1977.

Una nota manuscrita añadida por el oficial que mandaba el informe explicaba a Kincaid que el Farrington Center estaba a tres kilómetros al norte de Dorchester y que era un poco difícil de encontrar.

Gemma entró cuando estaba acabando de leer el informe y de beber el segundo café. La decepción asomó a su rostro antes de que sonriera y dijo:

—Jefe, esta mañana tienes los ojos brillantes y un aire de triunfador.

—Me he adelantado, ¿eh?

Un juego tonto de aventajar al adversario, pero que le divertía, y en el que prefería perder más que ganar porque sabía que a Gemma le gustaba la sensación de poder que le confería estar a solas en su despacho por unos minutos.

—¿Algo interesante? —preguntó ella mientras se sentaba enfrente.

Él le tendió los informes y aguardó en silencio a que los leyera. Gemma arrugó la frente mientras leía el del comandante Keith, y cuando acabó levantó la vista y sacudió la cabeza.

—Se diría que nunca se ha recuperado de la muerte de su esposa y de su hija. Da miedo pensar que una persona tan corriente y moliente como el comandante haya sufrido semejante tragedia.

Kincaid entendió lo que quería decir; en cierto sentido, hacía que la vida de uno pareciera menos inmune: «Si puede pasarle a alguien tan vulgar como el comandante, puede pasarme también a mí».

—Se lo tendré que preguntar. —Sin pretenderlo, se vio confesando su desasosiego a Gemma—. Es extraño, no puedo dejarlo todo así, aunque tendré que seguir siendo vecino suyo después de husmear en el episodio más doloroso de su vida. Y encima es una persona profundamente reservada. —Se quedó pensativo—. Jasmine daba la misma impresión. Nunca se te ocurría preguntarle nada sobre su vida que no hubiera contado ella. El comandante y ella debieron establecer un vínculo muy especial.

—¿Hablarás hoy con él?

Kincaid vaciló, luego tomó otra decisión repentina, aunque sabía que, en parte, estaba alimentada por la desgana de hacer frente al comandante.

—Me voy a Dorset.

—¿Otra vez? —el tono de Gemma era claramente crítico—. Creo que estás perdiendo el tiempo. Hay suficientes cosas aquí, en Londres, en las que concentrarse sin perseguir fantasmas por los pueblecitos olvidados de la mano de Dios. ¿Y qué me dices de Roger?

Él sonrió.

—Me alegro de verte de nuevo en perfecta salud argumentativa. Puesto que eres tan aficionada al encantador Roger, puedes encargarte de él tú misma. Intenta encontrar a alguien, aparte de su madre y Jimmy Dawson, que corrobore sus andanzas de la noche del jueves. A ver si Roger ha sabido ganarse más lealtades que la de Meg.

* * *

La autopista lo llevó hasta New Forest. Aunque según su mapa la autopista dejaba de ser tal justamente donde empezaba el bosque, sobre el papel una carretera de doble carril cruzaba una estrecha franja a través del irregular terreno moteado de verde. Cruzó la teórica línea que demarcaba el bosque en el mapa y, cualquier idea que pudiera haber tenido de frondosidad virgen y túneles verdes de hojas, se deshizo en el acto: un amplio páramo se extendía a ambos lados de la carretera, interrumpido sólo por aulagas y unas formas que se agitaban en la distancia y que pensó que podrían ser los potros salvajes de New Forest. Esperó que se mantuvieran a distancia: no quería sufrir otra decepción si descubría que eran sólo vacas peludas.

A medio camino entre Wimbourne Minster y Dorchester dejó atrás el desvío hacia Briantspuddle. El pueblo estaba oculto tras los pliegues de la colina, invisible desde la carretera, y el sendero que conducía hasta él quedaba hundido entre altos setos como un pasadizo secreto. En un momento de fantasías ociosas imaginó que entraba en el pueblo y descubría que el tiempo retrocedía. Se veía conociendo a la Jasmine veinteañera en la puerta de su casa: ¿Qué le diría él, y cómo contestaría ella?

Sacudió la cabeza mientras se reía ante aquel absurdo, y pensó que si no resolvía pronto aquel caso, se volvería loco.

* * *

«Un poco difícil de encontrar» resultó ser una buena descripción del Farrington Center. Se detuvo a comer un bocadillo en Dorchester, en un desvencijado salón de té en la parte superior de High Street, luego tomó despreocupadamente la carretera del norte.

Tras media docena de desvíos incorrectos y tres paradas para pedir indicaciones, avanzó lentamente por un camino de campo. El último amable peatón, una anciana vestida con impermeable y zapatos gruesos, que paseaba su terrier, le aseguró que «estaba por allí», y él siguió el consejo de buena fe. Una alta valla de tela metálica apareció en la parte superior de la loma, a su derecha, y al doblar la curva, vislumbró ladrillos rojos antes de que volvieran a quedar ocultos tras los árboles.

La valla proseguía hasta que se doblaba sobre sí misma en un cruce sin indicación. Un camino asfaltado subía por la colina en la dirección desde donde había llegado él, y un gastado letrero le informó de que había llegado a la puerta para visitantes del Farrington Center para la Salud Mental. Siguió el camino entre los árboles y detuvo el Midget en un pequeño aparcamiento vacío. Delante de él se extendía un enorme conjunto de edificios victorianos de mampostería roja. El lugar tenía un aspecto casi tangible de descuido y decadencia. Las ventanas cubiertas con paneles de aglomerado daban a los edificios un aspecto de abandono, y los campos estaban invadidos por la vegetación. Aparte del complejo de edificios, había una capilla construida con el mismo ladrillo rojizo, pero con las ventanas rotas y la puerta colgaba de las bisagras.

Kincaid cerró el coche y se encaminó hacia la única señal de vida, en un pequeño anexo de madera y yeso adosado a la fachada del edificio más cercano. Abrió las dobles puertas de cristal y se encontró en un vestíbulo con suelo de linóleo. Había puertas a lo largo de un pasillo y pudo oír el suave sonido de un teclado eléctrico y alguna que otra voz.

Una mujer joven salió corriendo de la primera puerta a la izquierda con un fajo de papeles en la mano. Al verlo se detuvo, con expresión de sobresalto. Por lo visto, Farrington Center no recibía visitas con mucha frecuencia.

—¿Qué desea?

Él le mostró la identificación y sonrió.

—Soy Duncan Kincaid. Me gustaría ver a un paciente, Timothy Franklin.

—¿A Tim? —pareció todavía más anonadada que antes—. ¿Y quién puede querer ver a Tim? —preguntó, luego se recompuso. Sacudió la cabeza y dijo—: Perdone. Soy Melanie Abbot. El director no está en las instalaciones hoy, pero yo soy su ayudante particular.

Daba una imagen segura y capaz, vestida con jersey marrón y pantalones anchos, y el cabello castaño a la altura de la barbilla enmarcando un rostro redondo y alegre.

—¿Cómo es que desea ver a Tim, si puedo preguntarlo? No lo intranquilizará, ¿verdad?

—Es una investigación rutinaria sobre una persona que conoció hace mucho tiempo. —Kincaid hizo un gesto a su alrededor—. ¿Qué ha ocurrido en este lugar? Parece que acabe de sufrir un bombardeo.

—Nada tan drástico. La política del condado ha cambiado en los últimos años. La mayoría de pacientes han sido despachados, por decirlo así: unos a casas particulares, otros a clínicas, otros viven independientemente bajo vigilancia —dijo con sinceridad, sin reparar en la contradicción que entrañaban los últimos términos—. Los ayudamos a que se vuelvan autosuficientes, miembros integrados en la comunidad. Este lugar —repitió el gesto circular de Kincaid— ahora sirve casi sólo para tareas administrativas.

—¿Pero todavía tienen algunos pacientes?

—Sí —dijo Melanie Abbot mientras abrazaba los olvidados papeles contra el pecho con un solo brazo. Kincaid percibió cierta desgana en su respuesta, como si sus esperanzas hubieran fracasado de alguna forma—. Hay unos cuantos que no se pueden llevar a ningún sitio, por varios motivos.

—¿Como Timothy Franklin?

Ella asintió y explicó:

—En la última década el tratamiento de la esquizofrenia ha hecho grandes progresos, pero Tim es uno de esos raros esquizofrénicos que no reacciona a la medicación. —Bajó la vista hasta los papeles que seguía ciñendo contra el pecho y consultó su reloj—. Mire, yo tengo que mandar un fax. Le mostraré la sala de los pacientes y llamaré a una enfermera para que le traiga a Tim.

* * *

El suelo del salón de los pacientes estaba cubierto de un linóleo todavía más manchado y amarillento que el del pasillo del anexo. Había unas sillas de respaldo recto, con agrietados almohadones de vinilo naranja, dispuestas contra la pared de cualquier manera. Imágenes borrosas parpadeaban en la pantalla de un televisor en un rincón y un ficus caía desanimado en el otro. Aparcada en una silla de ruedas frente al televisor, había una mujer vestida con una bata verde de hospital y zapatillas. Tenía la cabeza ladeada, como un barco que se hunde, y babeaba por la comisura de la boca abierta.

La puerta se abrió y entró un hombre seguido por una enfermera uniformada de blanco.

—Éste es el señor que quiere verte, Timmy. —Y añadió mientras se dirigía a Kincaid con viveza—. Hoy tiene un buen día. Estaré en el pasillo, por si me necesita.

Kincaid sabía que el hombre que lo estaba mirando tan plácidamente tendría unos cincuenta años, pero por su belleza física daba la impresión de un hombre mucho más joven. El cabello oscuro de Timothy Franklin no tenía ni una cana, y la piel en torno a sus oscuros ojos no tenía arrugas. Era de la altura y de la constitución de Kincaid, pero la holgura del cárdigan y de los pantalones de pana le hicieron pensar que debía de haber perdido peso recientemente.

—Hola, Tim. —Kincaid le tendió la mano—. Me llamo Duncan Kincaid.

—Hola.

Tim dejó que le cogiera la mano, pero no le devolvió la presión, y su tono, aunque no era hostil, no mostraba ningún interés.

—¿Nos sentamos?

En lugar de responder, Tim arrastró los pies hasta la silla naranja más cercana y se sentó y apoyó las manos en los reposa-brazos de madera rayada.

Kincaid acercó una silla para sentarse enfrente y volvió a intentarlo.

—¿Te importa que te llame Tim?

Un parpadeo y, tras una larga pausa, dijo:

—Timmy.

—Muy bien, Timmy. —Kincaid maldijo el falso tono cordial de su voz—. Quiero preguntarte por una persona que conociste hace mucho tiempo.

Los ojos de Timmy habían vagado hasta la televisión insonora.

—Timmy —volvió a decir Kincaid, todo lo normal que pudo—. ¿Te acuerdas de Jasmine?

Los ojos oscuros dejaron la televisión y se centraron en Kincaid, luego su rostro se iluminó con una sonrisa y lo transformó.

—¡Claro que me acuerdo de Jasmine!

Pasaron unos segundos antes de que Kincaid cayera en la cuenta de que las preguntas de rigor: «¿Cómo está?», «¿cómo le va?», no iban a tener lugar.

—Erais amigos, ¿verdad? —preguntó mientras lamentaba no tener más conocimientos sobre cómo afectaba el trastorno mental de Tim Franklin sus procesos de pensamiento. ¿Estaría intacta su memoria?

—Somos colegas, Jasmine y yo.

—Salíais juntos por el pueblo, ¿verdad?

Tim asintió y su mirada volvió hacia la televisión.

Kincaid probó una táctica un poco más agresiva.

—Pero tu madre y la tía de Jasmine, May, no querían que fuerais amigos. Querían impedir que estuvierais juntos, ¿verdad?

Tim no reaccionó y Kincaid hizo una mueca de frustración.

—¿Recuerdas cuando Jasmine se marchó, Tim? ¿Eso te entristeció?

Aunque los ojos de Tim permanecieron fijos en la tele, una de las manos que había abandonado en el reposabrazos se crispó convulsivamente. Se puso a murmurar por lo bajo.

—Pelo bonito. Pelo bonito. Pelo bonito.

La mujer de la silla de ruedas gimió. Kincaid se giró sobresaltado. Había olvidado su presencia, como si hubiera sido un mueble. Volvió a gemir más alto y a Kincaid se le erizaron los pelos de la nuca. Aquel sonido contenía un dolor primitivo, más animal que humano.

Tim Franklin se puso a sacudir la cabeza, aunque sus ojos no se apartaron de la televisión. El movimiento adelante y atrás se aceleró, se agitó, y los gemidos de la mujer aumentaron en frecuencia.

Kincaid se puso en pie.

—¡Tim, Timmy!

—No, no, no, no, no —decía Timmy, sin dejar de mover la cabeza y dando puñetazos en los reposabrazos.

Kincaid temió que la situación se le fuera completamente de control, así que corrió a la puerta y llamó por el pasillo.

—¡Enfermera, enfermera!

Su figura uniformada de blanco apareció por el fondo del pasillo, y le sonrió alegremente.

—La cosa se le ha ido un poco de las manos, ¿verdad? Lo primero es acostar a la señora Mason. —Kincaid se apartó para dejarla entrar en la sala mientras continuaba hablando—. Bueno, querida, ahora vamos a echar una siestecita —decía tranquilizadora, mientras se llevaba a la mujer en la silla de ruedas—. A éste nos va a costar horas tranquilizarlo —añadió mientras señalaba a Tim con la cabeza—. No le sacará usted nada.

Kincaid miró hacia atrás cuando la siguió al exterior de la sala. Tim Franklin seguía golpeando y cantando, agitando la cabeza a un ritmo que Kincaid no podía oír.