10
El rancio rollito de queso le sentó a Gemma fatal en la boca del estómago. Había regresado a la jefatura justo a tiempo para intercambiar información con Kincaid y tomar algo en el bar.
Ahora, mientras maniobraba para aparcar el Escort en paralelo en un sitio demasiado pequeño y de que un taxi estuviera a punto de arrancarle el parachoques derecho, se arrepintió de no haber optado por un bocadillo. Mientras apagaba el motor y se tomaba un respiro, por su mente pasaron imágenes de almuerzos ociosos en cafeterías alegres. La voz de su madre le hablaba insistentemente al oído: «¿Por qué no buscas un trabajo agradable, cariño? Con un poco de clase. Podrías ser secretaria de un abogado, o peluquera como tu hermana.»
Gemma sacudió la cabeza y salió del coche cerrando de un portazo tan fuerte que acalló cualquier otra amonestación imaginaria. Se había decidido por el rollito de queso rancio y gracias. Esquivó el tráfico con más imprudencia de lo normal, cruzó la calle y estudió la entrada de la oficina de Planificación.
Su situación cerca de Holland Park, la piedra blanca lustrosa y una puerta negra brillante le daban al edificio una imagen adecuada a su función. Gemma se ajustó el bolso al hombro y abrió la puerta. Se quedó un momento en el vestíbulo. Mientras escuchaba, percibía el zumbido de un despacho lleno de gente, el murmullo de las voces y el leve repiqueteo de los dedos en los teclados. A su derecha había una puerta abierta. La luz del ventanal frente a la calle iluminaba a la chica sentada detrás de un escritorio sencillo. De no ser por el teléfono pegado a su oreja, la chica parecía salida de un retrato de Whistler, toda vestida de blanco y con cabello oscuro sobre una piel blanca como la leche.
—Espere un momento —dijo mientras miraba interrogante a Gemma, pero sin molestarse en retirarse el auricular de la oreja.
—Me gustaría hablar con el encargado de la oficina.
Mostró su identificación.
La chica se encogió de hombros y puso los ojos en blanco.
—Se referirá usted a la señora Washburn, supongo. Arriba, la primera a la derecha —dijo, y volvió a su conversación interrumpida. Cuando Gemma salía por la puerta, oyó que la chica decía con exagerado desánimo:
—Podría pasarse así toda la noche, toda. Es que me tiene agotada.
Pobrecilla, pensó Gemma con una sonrisa. ¡Y qué poco curiosa! La mayoría de la gente valora más el crimen que el sexo.
Llamó a la puerta indicada y esta vez recibió una respuesta seca:
—¿Sí? ¿Qué pasa?
El primer vistazo al irritado rostro de la señora Washburn no le dio esperanzas de una entrevista fácil. Los rasgos duros de aquella mujer de mediana edad resultaban más hostiles todavía por las gafas de montura oscura y el cabello teñido con henna.
Con la mejor sonrisa que pudo, Gemma se presentó mientras tendía su identificación por encima de la mesa, luego apartó la silla del visitante del borde de la mesa y se sentó, cruzando las piernas.
—¿Pero qué está...?
—Quiero hablar con usted de Jasmine Dent, señora Washburn.
La señora Washburn se quedó boquiabierta y cualquiera que fuese la queja que iba a pronunciar se le olvidó.
Un punto para mí, se dijo Gemma, y prosiguió antes de que su adversaria se recuperara.
—Tengo entendido que trabajaba mucho con la señorita Dent, señora Washburn. Seguro que puede ayudarme.
Sonrió, animosa, y miró la placa de cobre del escritorio. Ponía «Beatrice Washburn» en negras letras mayúsculas. Gemma se preguntó si Jasmine había sentido la necesidad de demostrar su importancia de esa manera, y si era así, qué había ocurrido con su placa. De hecho, ¿qué había sido de los efectos personales que Jasmine debió de haber tenido en la oficina?
—Bueno... Sí, claro que trabajaba con Jasmine, ¡qué tragedia!, pero no sé en qué puedo...
—Tenemos algunas preguntas sobre las circunstancias de la muerte de la señorita Dent. Comprenderá usted que las entrevistas a amigos y socios son un procedimiento rutinario. —Gemma se inclinó hacia delante, cómplice—. Puesto que usted ha ocupado su puesto al morir ella, señora Washburn, he pensado que conocería usted el trabajo de la señorita Dent y sus relaciones personales.
Negarlo hubiera sido un desastre, y la señora Washburn tragó saliva y picó el anzuelo.
—Llegué poco antes de que la enfermedad de Jasmine la obligara a dimitir, así que no la conocí muy bien.
—Pero ella debió de instruirla a usted...
La señora Washburn soltó un bufido de dignidad herida.
—Yo tenía una experiencia considerable como encargada de planificación antes de llegar aquí. He trabajado con...
—Sin duda hay cosas que aprender en todas las situaciones nuevas. Cada oficina tiene su manera de hacer las cosas, su personalidad, y la señorita Dent estaría familiarizada con ellas...
—Me fue de ayuda, sí, pero ella consideraba que las confidencias personales no tenían lugar en la oficina, y yo estaba de acuerdo.
La señora Washburn acabó la frase con una expresión tan ácida que Gemma imaginó que tal vez se hubiera acercado a Jasmine con el anhelo de un cotilleo y hubiera recibido un bufido.
—¿La señorita Dent se trataba especialmente con alguien de la oficina?
—No está bien relacionarse con los subordinados. Jasmine lo sabía.
¡Trucha vieja!, pensó Gemma: Seguro que todas las chicas de la oficina hacían muecas a sus espaldas.
—¿Y qué me dice de Margaret Bellamy?
—¿De Margaret? —La irritación arrugó el duro rostro de la señora Washburn—. Creo que Margaret la iba a ver a veces a casa cuando se retiró, pero no sé si eran muy amigas antes.
Gemma se puso en pie.
—Me gustaría ver a Margaret, si le da unos minutos.
—Por supuesto, si es que la encuentra. —La señora Washburn emitió un gruñido de fastidio y consultó el reloj—. Esa chica encuentra siempre excusas para alargar el almuerzo y llegar tarde al trabajo. Ya lleva otra vez media hora de retraso, y eso que ya está amonestada por ello. No va a durar mucho conmigo, eso está claro.
—La esperaré —dijo Gemma, a la vista de que la señora Washburn no la invitaba a hacerlo. Le pareció muy raro que la señora Washburn no le preguntara por qué la policía investigaba la muerte de Jasmine. La curiosidad era una condición humana natural y, para Gemma, la falta de ella en Beatrice Washburn indicaba la existencia de un secreto o un interés sólo por sí misma muy fascinante.
—Señora Washburn —Gemma se volvió al llegar a la puerta—. ¿Quién informó a la oficina de la muerte de Jasmine?
Su duro rostro permaneció inexpresivo.
—No lo sé, una de las mecanógrafas subió a decírmelo: Carla. Se lo tendrá que preguntar a ella.
Y volvió al archivo de su escritorio antes de que Gemma cerrara la puerta.
* * *
Gemma siguió el leve murmullo de voces hasta el fondo del vestíbulo, luego abrió la puerta y asomó la cabeza. La conversación se detuvo de forma tajante. Había dos chicas sentadas ante sus ordenadores, con las mesas juntas para dejar espacio en la estancia al revoltijo de archivadores y de mesas de proyectos. Una tercera mesa, con la silla vacía, se encontraba debajo de la ventana.
Las chicas miraron a Gemma, sus rostro recelosos dejaban adivinar que sabían quién era. Había infravalorado a la recepcionista: los «pajaritos» de la oficina funcionaban, al fin y al cabo.
—Estoy buscando a Margaret Bellamy —dijo inocentemente, mientras entraba y cerraba la puerta.
La chica que tenía más cerca apartó su silla de ruedas de la mesa y la giró hacia Gemma.
—No está.
Sonreía vacilante al tiempo que mostraba un diente roto.
—¿Crees que volverá pronto? La esperaré.
Las chicas cruzaron una mirada, luego la primera volvió a hablar:
—Más le vale; si no, esa bru... la señora Washburn la va a poner de patitas en la calle.
—¿Llega tarde? —Gemma se acercó a la primera chica y le tendió la mano—. Me llamo Gemma James.
—Yo, Carla; ella, Jennifer. —Indicó con un gesto a la otra chica, que aún no había abierto la boca.
Carla tenía una mata de cabello castaño encrespado recogido con una banda y un rostro agradable de mandíbula cuadrada. Las piernas, muy visibles bajo una minifalda elástica, parecían troncos de árbol. La otra chica, Jennifer, Gemma la vinculó con ese tipo de chicas que poseen el gen de la perfección; algunas mujeres nacen con él, y es imposible obtenerlo de otro modo: piel inmaculada, rasgos perfectos, cuerpo de modelo, cabello que siempre hacía lo que se esperaba de él, ropa a la última moda. Si además supiera hablar, no estaría mal, pensó Gemma, sorprendiéndose de ser tan sarcástica.
—¿Tenéis idea de dónde puede estar? —Gemma apoyó la cadera en un archivador bajo y consultó el reloj: casi la una y media.
Las chicas volvieron a mirarse, y esta vez debieron de cruzar una señal secreta, porque Jennifer habló:
—Quizás está fuera con el novio. —Su suave voz tenía un deje que podría ser del West Country, y los ojos azules mostraban una inteligencia sorprendente—. Estaba muy abatida esta mañana. Por la señorita Dent. Usted ha venido por la señorita Dent, ¿verdad?
El «pajarito» no sólo funcionaba, sino que lo hacía a las mil maravillas.
—En cierto modo —respondió Gemma vagamente—. ¿Conocéis al novio de Margaret?
Las chicas sonrieron, cómplices y divertidas.
—¿A Roger? —dijo Jennifer—. ¡Quién lo pillara! —Miró a Carla, que hizo una mueca—. En realidad, yo estaba con ella cuando lo conoció.
Gemma dobló los brazos e inclinó la cabeza, como si tuviera todo el día.
—¿De verdad? ¿Y cuándo fue eso?
Jennifer intentó recordar, arrugando la frente y sacando el morrito.
—Hacia octubre, creo. Una noche que me la llevé de discotecas. Es que me daba un poco de pena. —Echó otra ojeada a Carla por debajo de sus pestañas y ésta asintió con un gesto—. No hacía nunca nada, sólo estar en su casa, en esa habitación horrible. Y pensé... Bueno, eso.
—¡Qué amable por tu parte! —la voz de Gemma era cálida y animosa—. ¿Y qué pasó?
Jennifer le sonrió, mostrando unos dientes pequeños y uniformes como los de un niño.
—Nada, nos sentamos en el bar y nadie nos hacía caso, parecía que tuviésemos la peste o algo así, pero entonces llegó ese chico guapísimo. Es realmente guapísimo, parece un... —Jennifer se pasó la lengua por los labios buscando una frase descriptiva— una estrella de la tele americana. Yo pensé: ¡Vaya!, prepárate para éste —sacudió un poco los hombros—. Pero se puso a ligar con Margaret.
La consternación recordada asomó a su rostro y sacudió la cabeza, incrédula.
Los comentarios de Jennifer parecían carentes de presunción en el sentido habitual; era sencillamente como si su mundo hubiera dejado de funcionar como siempre: los hombres miraban a Jennifer, no a Margaret, y las leyes de la física no había que tocarlas.
—Bueno, al final ha sido mejor así —dijo Carla—. Nuestro Roger no ha resultado un trofeo tan bueno.
—¿Y eso? —preguntó Gemma.
Esta vez Carla miró a Jennifer buscando su apoyo, y ella le hizo un gesto para animarla. Carla bajó la mirada a su regazo, todavía vacilante, y se estiró la falda un poco sobre los muslos.
—Bueno... No la lleva a ningún sitio, nunca le compra nada. Sólo va a su habitación y... bueno, eso.
Carla se ruborizó hasta la raíz del cabello y evitó la mirada de Gemma.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Gemma suavemente. Corrió un poco el trasero, que se le dormía sobre el archivo—. ¿Margaret os lo cuenta?
—No —respondió Carla, sin recuperar su color—. Pero algunas veces... se nota. Bueno, no tenía que haberlo dicho...
—No importa —interrumpió Gemma, que no quería que se sintiera desleal—. En cuanto a la señorita Dent, ¿eran Margaret y ella muy amigas cuando trabajaba aquí?
Carla respondió al cabo de un momento, cuando Jennifer no habló.
—Pues no. La señorita Dent siempre era justa... no como otras que sabemos —dirigió una mirada huraña en dirección al despacho de la señora Washburn— y amable, aunque distante, no venía con nosotras durante las pausas ni nada de eso. Fue sólo cuando se marchó —dijo Carla, pensándolo—. Margaret empezó a ir a verla. Decía: «Ayer vi a Jasmine», y se pavoneaba, como si se sintiera superior a nosotras por llamar «Jasmine» a la señorita Dent.
—¿Eso fue antes de conocer a Roger o después?
Las chicas se miraron mientras se concentraban.
—Antes —dijo Jennifer, y Carla asintió.
—Sí, es verdad, porque la señorita Dent se fue antes de la fiesta nacional de agosto, y hacía tiempo que...
Se abrió la puerta y Carla se detuvo en seco, sonrojándose de nuevo. Jennifer adoptó una expresión neutra y volvió a teclear.
Una mujer entró con la respiración entrecortada; la piel clara, rosada por el esfuerzo; el cabello, castaño y fino, torcido; y el faldón de la blusa, saliendo de la falda.
—Lo siento, llego tarde, no quería...
Llevaba un fajo de hojas en la mano que se le cayeron al suelo cuando reparó en Gemma. En cuclillas, amontonó los papeles y bajó los ojos.
—Tú eres Margaret —dijo Gemma, a modo de afirmación. Una rápida mirada de sus ojos azules a través de las pálidas pestañas y Margaret volvió a inclinarse sobre sus papeles. Gemma sintió un escalofrío en la nuca al darse cuenta del miedo que tenía Margaret Bellamy.
—Soy amiga de Duncan Kincaid. ¿Podemos ir a tomar un té?
* * *
—La señora Washburn me matará, perderé el empleo. —Margaret se retorcía nerviosa en el sillón de plástico rojo.
—No pasará nada. Te prometo que lo aclararé con ella.
Gemma se inclinó por encima de la mesa y le tocó la mano a Margaret. Una mano robusta, pensó Gemma, con los dedos cortos y las uñas muy mordidas. Fría y húmeda, y Gemma notó un ligero temblor bajo sus dedos.
Una camarera apresurada dejó bruscamente unos tés industriales en la mesa de fórmica derramando parte en los platillos. Gemma recordaba haber pasado por delante del concurrido café, justo a la vuelta de la esquina de la oficina de Planificación; el ambiente no era precisamente relajante, pero Margaret parecía ajena al ruido y al olor penetrante de la grasa caliente que salía de la cocina.
—Margaret...
—Me he metido en un lío, ¿verdad? —dijo ésta, casi en un susurro, de modo que Gemma tuvo que inclinarse de nuevo para oírla—. Dice Roger que puedo ir a la cárcel. Y es todo culpa mía. No tenía que haberle dicho nada a tu amigo...
—Creo —Gemma hizo una pausa mientras se servía generosamente leche y azúcar en el té en un esfuerzo por cubrir el sabor a detergente— que si has dicho la verdad has hecho muy bien. Duncan quiere asegurarse de que efectivamente fue voluntad de Jasmine.
Margaret sacudió la cabeza despacio de un lado a otro, pasando el dedo por el charco de té en la mesa.
—Todavía no puedo creer que me mintiera. Yo creía haberlo asimilado, pero no era así, y ese día... me sentí tan aliviada cuando dijo que lo había pensado mejor... —levantó la mirada hacia Gemma—. ¿Crees que me engañé pensando que lo decía en serio sólo porque era lo que quería oír?
Por el rabillo del ojo Gemma vio que la camarera se acercaba con un par de cartas plastificadas muy maltratadas. Gemma levantó la mano e hizo un gesto disuasivo a la mujer sin apartar los ojos de Margaret.
—Si estabas tan asustada, ¿por qué accediste a ayudarla?
—Es que al principio era distinto. Me sentí especial. —Margaret se sentó un poco más derecha en el asiento y sonrió por primera vez—. Que alguien quisiera pasar los últimos minutos en este mundo conmigo, confiar en mí de ese modo..., en particular, Jasmine. Ella no entraba en confianza con facilidad. Nadie se había portado así conmigo, ¿sabes?
Gemma asintió, pero no dijo nada.
—Y era emocionante. Planear, organizar... Tener un secreto que nadie sabía. La vida y la muerte. —Margaret volvió a sonreír mientras recordaba—. A veces pensaba en decírselo a todo el mundo en la oficina, pero sabía que no podía. Era demasiado personal, una cosa entre Jasmine y yo.
Tomó un sorbo de té y puso cara de asco cuando el ácido tánico le picó en la lengua, y miró dentro de la taza por primera vez.
—¿Qué pasó entonces?
Margaret se encogió de hombros.
—Se acercaba la fecha y yo me asusté. —Dirigió a Gemma una mirada suplicante—. Al principio tenía muy buen aspecto. Le había crecido el cabello después de las terapias. Yo sabía que se cansaba con facilidad, pero no parecía enferma. Luego empezó a quedarse en los huesos. Y cada día estaba un poco más débil, cada día me pedía que le hiciera algo que hasta el día antes había podido hacer sola... Le pusieron el catéter en el pecho. Empezó con la morfina líquida, aunque nunca hablaba del dolor.
Esta vez Gemma llamó la atención de la camarera y articuló: «agua caliente». La cafetería empezaba a vaciarse y el nivel del ruido había bajado lo bastante para oír el hilo de voz de Margaret sin esforzarse. Cuando llegó la tetera humeante, Gemma echó agua caliente en la taza medio vacía de Margaret sin preguntar, luego aguardó de nuevo.
—No había fijado la fecha —continuó Margaret, como si no hubiera habido interrupción, con la vista en el círculo de sus manos en torno a la taza caliente—. Empecé a tener miedo cada vez que iba a verla. «¿Ha llegado el día?» «¿Me va a decir: estoy lista, Meg, hagámoslo ahora». Se me hacía un nudo en el estómago; me sentía enferma todo el rato. Empecé a pensar en que tendría que ponerle la bolsa de plástico en la cabeza si la morfina no actuaba. Un día pareció muy tranquila, menos inquieta de lo normal. Pensé que habría aumentado la morfina. Pero dijo: «No llegaré a los cincuenta, Meg, no tiene sentido.» Y supe que se había decidido.
Gemma sorbió el té aguado y esperó. Como Margaret no volvió a hablar, preguntó con suavidad:
—¿Te dio una fecha exacta?
—El día antes de su cumpleaños. Yo había pasado noches sin dormir, imaginando verla morir. ¿Cómo sería? ¿Cómo sabría yo cuando había terminado? No podía soportarlo. Pero no podía decírselo.
Cuando Margaret levantó la vista, Gemma vio que tenía los ojos enrojecidos e hinchados, como si hubiera llorado durante días.
—¿Se lo dijiste?
—Fue el peor día de mi vida. No sabía que podía empeorar —Margaret se frotó el dorso de las manos con la boca—. Me pasé el día vomitando en el baño de la oficina. Determiné que se lo diría en cuanto entrara. —Torció los labios en una sonrisa irónica—. Pero no me dejó ni acabar: «No te preocupes, Meg, no sé si he encontrado o perdido el valor, pero voy a seguir adelante».
—¿Por qué la creíste? —preguntó Gemma—. ¿Por qué no pensaste que estaba intentando desvincularte?
La amplia frente de Margaret se llenó de surcos mientras pensaba.
—No sé cómo explicarlo. No había... ninguna tensión en ella, en absoluto. No había lucha ni nerviosismo. ¿Entiendes?
Gemma reflexionó.
—Sí, creo que sí. ¿No te pidió que te quedaras?
—Un rato. Hice todo lo que solía hacer por ella: dar de comer al gato, ordenar. Luego bajé al restaurante indio que tiene comida para llevar y le subí un curry para la cena; en realidad, no podía comer mucho, pero seguía esforzándose.
—Margaret —dijo Gemma, tanteándola con cautela ahora—, ¿Jasmine te habló alguna vez de las implicaciones legales de ayudar a un suicida?
Margaret asintió enérgicamente.
—Dijo que como no tenía que tocarla ni darle nada, no habría problemas. Y nunca pensamos que nadie se enterara. Jasmine decía que haríamos que pareciera natural... No quería complicaciones.
¿Jasmine le habría simplificado las cosas a Margaret, sencillamente? ¿Su calma de aquel día tendría origen en una resolución más que en una aceptación? ¿Era tan buena actriz que había mentido fácilmente a las personas que mejor la conocían? Y si era así, ¿por qué? Gemma pensó en la chica de la fotografía, con esa belleza delicada y una expresión cerrada, casi misteriosa. Una mujer inteligente, una organizadora, una planificadora. ¿Habría sido su voluntad ver a Theo el domingo como un fragmento innecesario de dirección escénica? Gemma sacudió la cabeza. No imaginaba a Jasmine ideando algo porque sí.
Sin embargo, le faltaba una cosa por preguntar a Margaret.
—Jasmine dejó un testamento, Meg. —Gemma usó el diminutivo que empleaba Jasmine—. ¿Te lo contó?
Margaret miraba fijamente la taza vacía, como si la respuesta pudiera hallarse en el dibujo azaroso de las hojas de té.
Gemma esperó, sin animarla ni romper la tensión que crecía en el silencio.
—Y discutimos. —Las yemas de los dedos se le pusieron blancas por la presión sobre la taza—. Le dije que era muy injusto, pero no quiso escuchar. Dijo que había hecho lo posible por Theo. Yo no quería sacar provecho de su muerte. Me sentía fatal, como si la hubiera querido por una recompensa. —Miró a Gemma, con los ojos enrojecidos y brillantes por las lágrimas—. Lo entiendes, ¿verdad?
Gemma tendió las manos sobre la mesa y puso los dedos en la mano de Margaret.
—¿Le contaste a alguien lo del testamento, Meg, a quien sea?
Margaret apartó la mano de Gemma y la taza vacía se balanceó en el plato.
—¡No! Claro que no. No se lo conté a nadie.
Margaret recogió el bolso y el cárdigan, apartó la taza, y al cabo de un momento, Gemma captó el penetrante y acre olor del miedo.