Capítulo 50

 

SEVILLA, 22 de marzo de 1940

 

 

 

Accedieron a la plaza con un inevitable desasosiego de no saber cómo saldría todo, pero con una nueva visión y seguridad después del discurso que Anselmo.
Echaron un vistazo a su alrededor. La plaza no se parecía demasiado a la imagen que recordaban de su visita durante el día anterior. El palco ya estaba montado, evidentemente, varios operarios se aseguraban de que todo estuviera en su sitio y que no se desmontara a mitad de procesión.
Ya había gente pululando por allí, quizá no tanta como se esperaba que hubiera en su momento álgido pero sí algo más de lo que habitualmente había en el lugar. El pueblo comenzaba a tomar posiciones para no perderse nada, sobre todo para tener la oportunidad de ver de cerca al hombre que había salvado al país del color rojo del que se había teñido.
—Llegó el momento —dijo Anselmo mirando fijamente el palco—. Grupo de las metralletas, a vuestras posiciones, cada uno que encuentre la forma de acceder. Confiemos en que todo salga bien...
Juan miró a Carmen, veía cómo le temblaban los labios, temía por no poder besarlos nunca más. Se acercó a ella.
—Carmen, sabes que te quiero, ¿no?
—Claro —resopló intentando aguantar al torrente de lágrimas que se le venía encima—, ¿y tú, lo sabes?
Juan movió su cabeza en un gesto de asentimiento al mismo tiempo que sonreía.
—No sé qué pasará, pero sea como sea, gracias por hacerme recuperar mis ganas de amar, gracias por aparecer y, sobre todo, gracias por existir.
La joven no pudo evitar soltar una lágrima mientras agarraba la mano de Juan.
—Te quiero, nos vemos más tarde —dijo intentando auto convencerse de que así sería.
—Yo también te quiero, cuenta con ello.
Juan soltó su mano y se encaminó hacia su edificio. O lo hacía con decisión o no lograría hacerlo nunca.
Una mano en su hombro impidió que siguiera andando.
—¿De mí no te despides? —le recriminó un sonriente Manu.
—No veo por qué tengo que hacerlo —respondió socarrón.
Sin decir una palabra más ambos se fundieron en un abrazo, no necesitaban decirse nada, ambos sabían lo que sentían el uno por el otro. Juan sabía que pasara lo que pasase, jamás encontraría a otro amigo como aquel. Manu era la persona que había provocado que se encontrara ahí en ese momento, dándole algo de sentido a su vida.
Se lo debía todo.
—Haz lo posible para que luego nos veamos, ¿vale? —dijo Manu a punto de llorar.
—Lo haré, amigo, haz tú lo mismo —respondió también con la lágrima casi saliéndole.
Juan se giró un instante antes de entrar en el edificio.
—Por si acaso, un placer conoceros a todos. Ha sido un honor.
Todos le sonrieron, no hacía falta decir nada más.
Juan entró en el edificio, que por suerte estaba abierto, el resto también se encaminó hasta sus posiciones.
El joven cerró la puerta tras de sí, prefería que por el momento no entrara nadie que no tuviera llave del mismo, necesitaba pensar cómo acceder a la vivienda.
El balcón señalado por Anselmo para que él lo ocupara pertenecía al tercero «B». El edificio contaba con ascensor, aun así optó por subir andando por las escaleras.
Cuando llegó al distribuidor todavía no tenía claro qué hacer para acceder hasta su punto marcado. Acarició el arma que portaba, no deseaba hacer las cosas de esa manera, pero casi con toda seguridad, era su única opción.
Extrajo el arma y la escondió en su espalda, agarrándola con la mano.
Golpeó con sus nudillos en la puerta. Esperó sonar convincente y no titubear en ningún momento.
A los pocos segundos escuchó unos pasos apresurados, a Juan no le gustaba como sonaba eso. Deseó que no fuera lo que esperaba.
Sus temores se cumplieron.
Un niño de apenas unos seis o siete años abrió la puerta. Llevaba un corte de pelo impoluto, por lo que Juan intuyó que aquella casa pertenecía a una familia de posibles. Aunque en realidad no hacía falta ser un genio para darse cuenta de aquello, en esa zona no podría vivir cualquiera.
—Hola —dijo el niño en un tono angelical.
Juan cerró los ojos y suspiró, aquello se escapaba del apresurado plan que se le había ocurrido en menos de un segundo, aun así, tenía que seguir con él.
—Hola —contestó sonriendo al niño—, ¿están tus papás en casa?
—Sí, están dentro.
—¿Puedes decirles que un señor les pide que salgan?
El niño no dijo nada, dio media vuelta y comenzó a correr en busca de sus padres.
Juan aprovechó ese momento para colarse dentro del inmueble y cerrar la puerta, debía evitar cualquier opción de fracaso.
A los pocos segundos el niño venía por el pasillo acompañado por un hombre trajeado y con una prominente barca. Junto a él andaba una bella dama que vestía un bonito vestido gris y un enorme collar de perlas.
—¿Qué hace dentro de casa? ¿Quién le ha dicho que puede pasar? —le recriminó el hombre visiblemente molesto ante la irrupción de Juan dentro de la vivienda.
El joven suspiró, era ahora o nunca.
Llevó la mano que tenía escondida detrás en su espalda hacia delante. Mostró el arma a la pareja, que gesticuló su horror enseguida, nada más ver el artefacto. El niño parecía divertido ante aquella situación.
—Escuchen bien, por su seguridad no monten ningún escándalo, no tengo ningún interés en herirles ni hacerles daño. Da la casualidad que necesito su vivienda hasta... la noche más o menos. No quiero robarles, no quiero nada, tan solo que estén quietos sin moverse. Tengo cuerdas para atarles, pero si colaboran no hará falta. Todo depende de ustedes.
El marido, que tenía las manos en alto las bajó lentamente para rodear con un brazo a su mujer y con el otro acercarse a su hijo.
—¿Me garantiza que así será? —preguntó desconfiado.
—Aunque no me conozca de nada, le aseguro que soy un hombre de palabra, la tiene. Nada les va a ocurrir, este fusil no es para ustedes, da la casualidad de que se encuentran en el lugar equivocado en el momento equivocado. Por favor, no hagan ni una pregunta más y diríjanse al salón. Serán unas horas, pronto acabará todo.
El hombre miró a la mujer, no sabía qué hacer, las palabras de aquel muchacho parecían sinceras, pero no sabía si realmente se podía fiar o no. Una persona que irrumpía así en una vivienda no podía ser del todo legal.
La mujer asintió con la cabeza al gesto de aprobación que esperaba su marido, tan solo le importaba la seguridad de su hijo pequeño. Colaborarían en lo que hiciera falta para que no le pasara nada.
—Está bien, tiene también mi palabra de que no haré ninguna tontería, no me interesa hacerme el héroe y que a alguna de las personas que más quiero les pase algo. Espero sea usted el hombre de honor que dice ser.
Juan suspiró aliviado, no sabría qué hacer si el dueño del inmueble no hubiera querido colaborar de aquella manera. A pesar del acto que estaba a punto de cometer, no era ningún asesino. Hubiera sido incapaz de usar el arma para tomar la casa por la fuerza.
—Pasemos al salón —comentó el joven a sabiendas que el balcón deseado estaba en la estancia que podía ver a la espalda del matrimonio—, esperemos ahí, tranquilos.
La pareja accedió y todos entraron en el salón. Estaba decorado con varias figuras que a primera vista parecían ser caras, aunque eso a Juan le daba igual, él estaba ahí para otra cosa.
—Sentaos ahí, intentad tener al niño con vosotros, aunque si se levanta no pasa nada, comprendo que es difícil tener a un niño quieto varias horas.
El hombre asintió. Aquello era muy extraño, a pesar de haberse colado en la vivienda con un arma, aquel muchacho era cortés. Eso le hizo confiar en que nada malo le ocurriría a su familia, era lo único que realmente le importaba.
Juan tomó asiento al lado del balcón, en él tenía una vista perfecta de la plaza. Sintió un creciente nerviosismo y esperó que sus compañeros hubieran alcanzado su meta de forma tan fácil como él.
Pero sobre todo esperaba volver a ver a Carmen.
Tan solo unas horas despejarían esa incógnita.
7 dí­as de marzo
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