Capítulo 17

 

MADRID, 18 de marzo de 1940

 

 

 

Felipe y Manuel habían ocupado el mismo asiento que en el viaje de ida, sólo que su respiración se había acelerado de una manera considerable respecto al tempranero viaje de por la mañana. Miraban atentamente el paisaje, intentaban no fijarse en el continuo pasar de gente pues cualquiera de esas personas podía ser un inspector de la policía vestido con ropa de calle.
Trataban que sus caras no reflejaran el acto que estaban cometiendo.
El acto que estaban cometiendo... esa frase que resonaba sin cesar en sus conciencias no hacía más que provocarlos una serie de contradicciones en su interior. Tiempos aciagos les había tocado vivir, tiempos en los que matar, asesinar, extorsionar y amenazar no eran considerados delitos, depende de quién fuera la mano ejecutora, claro estaba. El gobierno cometía esas atrocidades impunemente alegando que ellos eran la justicia, la única y verdadera justicia. Sin embargo, intentar dar de comer a los tuyos sí era considerado un delito, tratar que no muriesen de hambre estaba castigado con duras penas y obligaba a los que intentaban llevar alimentos a sus familiares sentirse como verdaderos delincuentes.
¿Cómo se había dado lugar a eso? ¿Cómo se había llegado hasta ese punto?
Casi no se habían percatado cómo su país había ido perdiendo completamente el norte, cómo vagaba ahora mismo sin rumbo, hacia la deriva, hacia un futuro nada esperanzador en el que sobrevivir sería tarea de titanes.
Los llamados «nacionales» habían iniciado una guerra con el propósito de cambiar el país y desde luego lo habían conseguido. España estaba en ruinas, ciudades como Madrid se estaban reconstruyendo pero, ¿y esos pueblos que no disponían de los medios de la capital para poder regenerarse? Escalofríos recorrían sus cuerpos sólo de pensar en el estado deplorable en el que estaba sumido la mayor parte del país. Aparte, aunque ligado de la mano, estaba las consecuencias directas a ese nivel de destrucción que, añadidas al hambre, hacía que las epidemias de enfermedades campasen a sus anchas por todo el territorio nacional haciendo que nadie pudiera escapar de una muerte cada vez más segura.
Las medicinas brillaban por su ausencia, el bloqueo internacional que estaba sufriendo España, que el Generalísimo llamaba «autarquía», conseguía que las más importantes casas farmacéuticas no dispensasen lo necesario para curar a una población cada vez más enferma. La situación se tornaba por momentos más y más insostenible.
Quizá lo que consideraban peor es que Franco se mostraba optimista ante todo esto, diciendo que saldrían en breve de todo eso con una solución de auto abastecimiento.
¿De dónde pretendía sacar ese auto abastecimiento?
Felipe sentía nauseas cuando pensaba en las falsas palabras del considerado salvador del país.
Las puertas del vagón volvieron a abrirse. Como cada vez que sucedía tal acto, ambos sentían que sus cuerpos se estremecían de una forma considerable, llegando en ocasiones al agarrotamiento. La respiración de los dos pasaba a ser más profunda en un intento de calma casi imposible, dada la situación. Si los descubrían todo habría acabado no solo para ellos, para sus familias también.
Para su suerte tan solo eran dos hombres de aspecto tosco que pasaban de un vagón a otro, seguramente su parada estaba cerca y se estaban preparando.
Ambos resoplaron al unísono tratando de que se notara lo menos posible, los nervios eran evidentes aunque debían tratar que no lo fueran. La calma debía de apoderarse de ellos, todo iba a salir bien o al menos eso era lo que querían pensar. Cuando llegaran a casa, si llegaban, debían de intentar hacer algún ejercicio de auto control, más que nada por los futuros viajes que seguro tendrían que hacer.
Habían conseguido una buena carga: garbanzos, tomates, zanahorias, harina, miel, arroz y unas cuantas patatas cortadas por la mitad. El amigo campesino de Manuel ya era experto en camuflar esos alimentos debajo de las ropas de sus clientes, por lo que lo llevaban perfectamente escondido y serían capaces de andar con todo el arsenal sin poder levantar ni una sola sospecha. Para ello se había ayudado de un invento que había sido perfeccionado en los últimos años, proporcionando una ayuda incontestable al menester que los ocupaba en aquel momento: El plástico.
Con un plástico muy resistente y extremadamente fino, había envuelto los alimentos alrededor de los cuerpos de Felipe y Manuel que, ayudados por sus gruesos ropajes, habían conseguido que no se notara en absoluto lo que llevaban debajo, siempre y cuando no los detuviera ningún inspector impertinente y los revisara.
Quizá llegasen algo sudados a su destino, pero no podían hacer ascos a nada.
—¿Cuánto crees que durará esto? —comentó Manuel en un tono casi inaudible para Felipe, que miraba hacia la ventana viendo pasar el paisaje.
—¿Qué quieres que te responda: La verdad o lo que a ambos nos gustaría oír?
—Creo que quiero que me mientas...
Felipe miró a su amigo. Sus ojos mostraban una tristeza extrema, todo su mundo se estaba desmoronando por momentos a una velocidad endiablada. No solo estaba el asunto de que en aquellos precisos instantes estuviera delinquiendo al haberse quedado sin trabajo. En el día anterior, la supuesta protectora del pueblo, la Guardia Civil, había dado una paliza brutal a su querido hijo, no sabía siquiera cómo se encontraba en aquellos momentos pues habían partido sin sol en el cielo. Eso debía estar destrozando a Manuel por dentro.
—Todo va a salir bien, pronto acabará esta pesadilla para todos. Es algo momentáneo, el país saldrá adelante en muy poco tiempo y el hambre desaparecerá. Franco será un buen gobernador, llevará a España a la cúspide del mundo y todos tendremos dinero para comprar lo que queramos. Viviremos en una casa enorme, con jardín y criados. Nunca más volveremos a asistir a una injusticia. ¡Ah!, se me olvidaba la de manjares que comeremos. Tendremos todas las noches cochinillo segoviano para cenar.
Manuel sonrió a su amigo ante aquel mini discurso que le había soltado.
—Mientes fatal, ¿sabes?
Felipe también rió.
—Al menos te he hecho sonreír.
La puerta del vagón volvió a abrirse a espaldas de los dos amigos, tras las breves risas se encontraban algo más relajados, pero no por ello habían dejado de estar alerta ante cualquier imprevisto.
La tensión volvió a crecer, como siempre.
De pronto, algo pasó que hizo que su perturbación creciera como la espuma.
Una mano se posó en el hombro de Felipe. Este notó como una gota de sudor caía de golpe por su espalda, no sabía si mirar en dirección al hombre que tocaba su hombro o seguir mirando hacia el frente. No tenía ni idea de cómo reaccionar. Manuel, que se había percatado de la rigidez de su amigo, tampoco quiso mirar en dirección de la persona que había parada justo al lado de sus asientos. Parecía que todo estaba a punto de acabar, ni siquiera les había dado tiempo a probar una vez dentro de las lindes de la delincuencia. La expresión «mala suerte» iría acompañada de un dibujo de sus rostros en futuras ediciones de diccionarios.
—Disculpe... —dijo una voz profunda y grave al ver que el hombre sentado no lo miraba.
Felipe, paralizado, hizo caso omiso a la llamada de aquella persona, su cuerpo no podía moverse a causa del terror.
—Perdone... —insistió la voz.
Ante eso —y ante el miedo sobre todo de llevarse un bofetón enorme—, Felipe no tuvo más remedio que girar su cabeza en dirección a la voz. Cuando lo hizo comprobó que provenía de un hombre delgado, de una estatura media y enfundado en un viejo traje gris. Llevaba cosido varios parches en las rodillas y codos. Su cara, de facciones serenas, contrastaba claramente con una cicatriz en su mejilla derecha, producto previsiblemente de un navajazo. Su pelo estaba completamente desaliñado y sucio. Ese aspecto tranquilizó sobremanera a Felipe, que relajó su rostro al comprobar que era uno de los suyos, un pobre hombre más.
—Perdone —dijo este más tranquilo—, estaba pensando en mis cosas y no me he dado cuenta de que reclamaba mi atención.
Manuel, al ver que Felipe hablaba tranquilamente al hombre se giró para mirarlo. También bajó su nivel de tensión de inmediato al comprobar lo mismo que su amigo.
—No importa —contestó este con su grave tono de voz—, ¿podría alguno de los dos decirme qué hora es?
—Lo siento, amigo, ninguno de los dos tiene reloj, son lujos que no nos podemos permitir en estos momentos.
—Lo entiendo, no importa, a todos nos pasa igual, gracias de todas maneras —dijo a modo de despedida, sonriente.
El desconocido siguió avanzando y paró al lado de otros dos hombres que también estaban sentados en el vagón, repitiendo la misma pregunta pero en esta ocasión con más suerte. Una vez obtuvo lo que buscaba, siguió avanzando hasta que salió del vagón en el que se encontraba.
Tanto Felipe como Manuel volvieron a soltar el aire acumulado en sus pulmones de golpe, sólo que en esta ocasión fue más intenso que en la vez anterior.
Se habían visto muy cerca del desastre, demasiado.
Por desgracia no sería la última vez que tendrían que hacer esa clase de trabajo.
7 dí­as de marzo
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