Capítulo 52

 

MADRID, 22 de marzo de 1940

 

Manuel miró desde la calle su edificio, no sabía las horas que llevaba caminando, pero sinceramente eso era algo que no le importaba lo más mínimo.
Había perdido a su mejor amigo.
Justo en el momento en el que pensaban dejarlo todo para dedicarse a cuidar de los suyos, pero, ¿cómo iban a cuidar de ellos si no habían sido capaces de cuidar de sí mismos?
Se había hecho una y otra vez la misma pregunta durante todo el trayecto, ni siquiera sabía cómo había llegado hasta su calle. Seguramente sus pies decidieron dar tregua a su cabeza y dejarle pensar tranquilo. Ellos se ocuparían de llevarlo de vuelta a su hogar.
Un hogar que cada día que pasaba tenía menos habitantes.
Antes de abandonar el lugar en el que había ocurrido la tragedia, había cavado con sus propias manos un agujero lo suficientemente grande como para albergar el cuerpo de su mejor amigo. No le costó demasiado, la arena estaba algo húmeda y no fue nada difícil excavarlo.
No conseguía dejar de pensar en Felipe, tampoco es que lo intentara. Sus pensamientos se concentraban en cómo había llegado a Madrid con la esperanza de hallar una paz que le había sido denegada en su pueblo natal, con la ilusión de empezar de cero, con la ilusión de vivir en la capital española, donde todo el mundo tiene una oportunidad.
En vez de eso había hallado miseria. Restos de una guerra que no solo había roto edificios, que también había roto las ganas de luchar de las personas. Había hallado unas gentes divididas por sus ideales políticos.
Pero sobre todo había hallado lo peor, la muerte.
Cada vez que recordaba cómo tanto él como Felipe habían sido engañados por ese miserable de Giménez, un dolor fuerte se postraba en la base de su estómago. No podía explicarse cómo habían sido tan ilusos, sabiendo que ahora no se podía confiar en nadie en absoluto. Los habían engañado como a chiquillos y ahora su amigo estaba enterrado en la tierra, sin vida.
Volvió a mirar su edificio, ahora tocaba explicar lo que había ocurrido a una mujer que un par de días antes había dicho adiós a su hijo, sin saber si volvería a verlo. Ahora estaba completamente sola y él, en el fondo no podía evitar sentirse culpable por eso.
Palpó su bolsillo, ya no sabía si tendría o no la llave de su edificio en él. Sí la tenía, tanto la de abajo como la de su puerta.
Subió por las escaleras con cuidado, tampoco es que le importara demasiado caerse, pero ya sería el colmo haber llegado hasta ahí después de lo ocurrido y desnucarse en algo tan tonto.
Dudó mucho antes de meter la llave en el cerrojo. No sabía cómo iba a plantear lo ocurrido a la esposa de Felipe, estaba seguro que ambas debían de temerse lo peor al haber pasado ya casi dos días desde que fueron en busca de un nuevo colchón lleno de productos de estraperlo. Pero una cosa era eso y otra muy distinta era enfrentarse a realidad.
Con ella se desvanecía toda esperanza.
Suspiró hondo e introdujo la llave. La giró. Abrió.
Entró.
Al escuchar el ruido de la puerta, el primero en ir corriendo hasta su posición fue su hijo pequeño, que no disimuló la alegría por volver a ver a su padre.
—¡Papá, papá! —gritó emocionado— ¡Menos mal que estás bien!
Manuel se echó encima de él y lo abrazó con todas sus fuerzas, sentir la vitalidad de su hijo le devolvió alguno de los años que ahora mismo colgaban de su espalda tras lo ocurrido.
Al escuchar los gritos del niño, tanto su mujer como la de Felipe asomaron por la puerta del salón. Su cara de desconcierto era mayúscula.
Cristina fue corriendo a abrazarlo. Su preocupación no podía ser mayor y estaba segura que algo malo había pasado. Al ver a su esposo, a pesar del aspecto lamentable que este presentaba, agradeció al cielo que no hubiera sido así.
La mujer de Felipe, por el contrario quedó quieta en la posición en la que se encontraba, sin decir nada y con la cabeza gacha. No hacía falta ser un lince para percatarse de que algo no muy bueno había ocurrido a su marido.
Manuel agradecía enormemente a Dios el hecho de poder volver a abrazar a su mujer, pero ahora le ocupaba otra cosa. Apartó con cuidado a Cristina, esta no se molestó pues entendió de inmediato también la situación. Manuel comenzó a andar en dirección a la desolada mujer, que a pesar de todo mantenía la compostura.
Al llegar hasta su posición la agarró de los hombros y la acercó a su pecho, esta comenzó a llorar.
El cabeza de familia de los García la apretó fuerte contra sí mismo, nunca en sus años venideros supo a ciencia cierta por qué respondió de aquella forma a la pregunta que le iba a hacer la ahora viuda de Felipe, pero si lo hubiera revivido, tenía claro que hubiera vuelto a hacer lo mismo.
—¿Qué ha pasado, lo han detenido?
Manuel dudó unos instantes ante la pregunta de la mujer. En su mirada parecía saber lo que había pasado con su marido, hasta con pelos y señales se hubiera atrevido a decir. Pero en un rincón de su mirada todavía se podía ver un atisbo de esperanza, una esperanza que la hizo vivir el resto de sus días con la ilusión de poder ver a su Felipe de nuevo con ella.
—Sí —respondió Manuel.
Ambos conocían la verdad, Manuel estaba convencido de que la mujer estaba segura del fatal desenlace de su marido, y ella sabía que él a su vez conocía ese dato.
Pero ambos fueron felices con aquella mentira.
7 dí­as de marzo
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