Capítulo 2

 

MADRID, miércoles 29 de marzo de 1939

 

 

 

Su mirada seguía perdida a través de aquél amplio ventanal. Su cabeza daba una nueva respuesta negativa a la pregunta que solía hacerse él mismo en repetidas ocasiones: ¿Seguía siendo la misma persona que hacía tres años?
Respiraba hondo, pausadamente. Podía ver cómo su propio aliento formaba dibujos abstractos en el cristal que tenía a tan solo unos centímetros de su boca. Tan abstractos como él mismo podía sentirse en sus adentros.
Aunque en realidad no sabía ni siquiera si podía definirse así. Lo que sí tenía claro era que, al igual que el improvisado dibujo amorfo que se auto dibujaba frente a él, a los pocos segundos de formarse se acababa perdiendo al igual que cualquier intento de pensamiento lúcido en su martilleada cabeza.
Algo sonaba en Unión Radio. Intentaba no escuchar nada de lo que ese altavoz de pocos vatios pudiese escupir, pero en el fondo no había perdido su aguda curiosidad de saber qué pasaba por un mundo que apenas ya le importaba. Quería aparentar que ese aparato le molestaba más que otra cosa, pero agradecía en silencio la insistencia de su hermano y, de sobre todo su sobrina Carmen, de tener prácticamente todo el día la radio encendida para que su mente estuviera al menos distraída.
Acabó sucumbiendo al mensaje que vomitaba la radio y prestó toda su atención al mismo.
Hablaba el coronel Eduardo Losas, que había sido nombrado por Franco jefe de la Decimosexta División del Ejército destinada a la Ciudad Universitaria. Mostraba un tono radiante, parecido al del padre orgulloso al ver nacer a su hijo.
Prestó atención a lo que decía.
«Quiero gritar con todos los españoles que me escucháis, españoles de nuestra península y españoles del mundo entero, para que se enteren todos, que en la capital de España ondea ya nuestra bandera y que con el mayor entusiasmo todos gritemos: ¡Viva España! ¡Viva el generalísimo! ¡Arriba España!»
Anselmo, ante tales palabras tan solo pudo lanzar un nuevo suspiro mientras entrecerraba lentamente sus cansados ojos. Durante todo el día anterior como a lo largo del día que cursaba, había estado escuchando lo que ya se preveía desde hacía unos días. Las tropas de Franco habían entrado en la capital y en lo que parecía que iba a ser una cruenta nueva batalla, acabó siendo todo lo contrario.
Los soldados de la república, desalentados después de tanto tiempo de guerra y ningún buen augurio para sus porvenires, fueron desertando poco a poco y abandonando sus puestos. Después de eso entregaron sus armas e intentaron encontrar un refugio para lo que sabían que se les venía encima.
Durante ese día y medio había escuchado cómo camiones de soldados afines a Franco habían ido entrando por la calle Princesa, Legazpi o la calle Toledo mientras la gente los recibía entre vítores. Eso suponía un alivio para ellos ya que podían dejar atrás ese terrorífico episodio de sus vidas. Un episodio que se había convertido en toda una pesadilla.
Y es que en Madrid, a diferencia de otras ciudades, la guerra había durado novecientos ochenta y tres días.
Casi mil días de agonía. Mil días en los que no sabían qué les depararía el despertar de una nueva jornada, si serían víctimas de una explosión descontrolada, como ya había ocurrido en más de una ocasión, si alguien se acercaría por detrás y en un intento desesperado por robar para poder alimentarse les pegase un mortal tajazo en el cuello. La angustia por desconocer si ese día volverían a acostarse en su propia cama hacía que la gente desease que la guerra llegase a su fin, de una manera u otra.
Ya casi daba igual el vencedor. Aunque muchos con el paso de los años acabaron deseando que el resultado hubiera sido otro.
A esos camiones llenos de soldados que llegaban por doquier se sumaban vehículos ocupados por civiles que, brazo en alto y agitando banderas bicolor, cantaban y expresaban su alegría por que el conflicto hubiese llegado a su meta.
Esa misma tarde fueron ocupados numerosos e importantes edificios públicos, tales como el ayuntamiento, el ministerio de hacienda y la sede de la Presidencia, en el Paseo de la Castellana. En algunos balcones, comenzaban a verse a las primeras litografías de Franco y José Antonio Primo de Rivera, flanqueadas en todo momento con banderas bicolor y símbolos de la falange.
Las palabras del coronel Losas habían conseguido que de nuevo su corazón se acelerase un poco más de lo habitual, necesitaba volver a su estado de reposo inmediatamente. Siguió respirando pausadamente durante unos instantes hasta comprobar que la única mitad funcional de su cuerpo volvía a la calma.
Con sus manos, acompañado de toda la fuerza de la que disponía, aferró las ruedas de su inseparable silla metálica y con un impulso inició los dos metros de recorrido que lo separaban de un refrescante vaso de agua. Tenía la garganta seca. Las malas noticias producían ese efecto en él, era imposible calcular los vasos de agua que podía llegar a beber en un solo día.
Mientras se acercaba a su destino, en tan solo una fracción de segundo, volvieron a asaltarle los fatídicos recuerdos que lo habían postrado en esa silla para siempre.

 

 

 

Corría el mes de noviembre, durante el año Treinta y Siete, no recordaba el día exacto.
Quizá su mente no quiso guardar tanta información.
Salió de su portal con el miedo habitual de pisar la calle, pues los enfrentamientos y asaltos eran lo frecuente en esos días. Desobedeció por completo a su hermano menor. Éste le obligaba a no pisar más allá de su domicilio ante la posibilidad de encontrarse en medio de una persecución de republicanos. A pesar de que en Madrid todavía el movimiento nacional no se había hecho con el control, esas persecuciones a modo de escaramuzas eran habituales. Caza, lo llamaban. Anselmo decidió que necesitaba recibir a través de sus poros algo de frío y así de paso poder estirar sus piernas.
Estaba harto ya de tanto esconderse.
Traía ya consigo un cigarrillo liado para perder el menor tiempo posible, además que el ansia por poder respirar de ese humo lo consumía, ya que su mujer, María, no le permitía hacerlo en casa pues no soportaba el olor que emanaban los cigarrillos de tabaco negro que solía fumar.
Decía que era algo repugnante.
No hacía ni un minuto que había salido. Colocó el pitillo en la boca y justo cuando con la cerilla iba a prenderle fuego, escuchó unos gritos que hicieron que el cigarrillo cayera de repente al suelo.
—¡Rojo! —vociferaba alguien a sus espaldas con una ira digna de un gladiador romano.
No supo por qué, pero esa palabra hizo que sus piernas quedasen heladas en su sitio, recordaba que quería andar y no podía. Seguía quieto, inmóvil, impasible.
Creyó reconocer la voz. Pensó de inmediato que era un vecino de su edificio con el que apenas solía cruzar palabra, pero que conocía de sobra sus inclinaciones políticas. No tuvo tiempo de girarse. Quizá porque todo ocurrió en una fracción de segundo, quizá porque permanecía inmóvil.
Cuando a los dos días despertó en la cama de su domicilio, con toda su familia alrededor y un médico que velaba por él las veinticuatro horas del día, supo la razón.
Al poco conoció que sus sospechas iban magníficamente encaminadas. Su vecino, al mismo tiempo que gritaba como un loco, presionó el gatillo de su escopeta de caza, regalándole un balazo en la misma base de la columna que provocó que perdiese la mitad de su cuerpo. Las ingentes cantidades de morfina que recorrían sus venas en aquellos momentos hacían que la otra mitad no se resintiese de un dolor que debía de ser terrible.
Puede que esa fuera su única suerte.

 

 

 

A partir de ese momento su vida cambió radicalmente. Su carácter, antes amable y optimista, se tornó agrio, huraño, oscuro... No quería hablar con nadie, todo a su alrededor le causaba molestia. Su esposa, María, acabó por abandonarlo para irse a vivir con una hermana a los pocos meses pues no soportaba el nuevo carácter adquirido pos su marido. Su hijo, ante tal situación y viendo cómo el país cada día que pasaba estaba peor, optó por marcharse a Francia en busca de un mejor porvenir.
No había vuelto a saber de él. En el fondo deseaba que lo hubiera conseguido.
Con su hermano la situación recrudeció bastante. Este llevaba ya años advirtiéndole acerca de sus pensamientos y aunque Anselmo no solía manifestarlos, en más de una ocasión se le escaparon frases durante algún café o aperitivo. Sabía que esos ideales, mientras la república se mantuviese en pie no iban a traer consecuencias, pero no dejaba de advertirle, como buen derechista, que algún día todo aquello acabaría y sería perseguido como cualquier vulgar rojo. Al no equivocarse en sus advertencias su relación se enfrió considerablemente. Lo quería como hermano suyo que era, pero lo culpaba sin ninguna duda de su destino, de haber acabado lisiado para toda su vida. Tenía claro que no le iba a faltar de nada, tenía dinero y medios para que así fuese, pero cuanta menos relación tuviese con él, mejor para todos.
Su sobrina Carmen, además de Matilde, la enfermera que pagaba su hermano para sus cuidados, era la única que realmente manifestaba su preocupación por el estado de su tío. Ella lo recordaba fuerte, alto, gallardo, todo lo contrario de la imagen que proyectaba hacia los demás en aquellos momentos. Se encargaba de cortarle el pelo y rasurarle la espesa barba que ahora tenía, sus tiempos de refinado bigote quedaron atrás, no quería que su cara albergara ningún reflejo de lo que fue su pasado.
Era mejor dejar esa imagen atrás.
Además le daba conversación, aunque él nunca respondía a los temas de debate que ella misma planteaba y aquello siempre se convertía en un soliloquio. A pesar de eso día tras día lo intentaba, pensaba que quizá, con tanto insistir, alguna vez lograría que su tío mostrara el más mínimo interés por algo.
Lo visitaba prácticamente todos los días y, aunque este no manifestaba ninguna emoción, sabía que en el fondo agradecía que alguien todavía apostase por él, aunque sintiese que su mundo estaba totalmente hundido.
O al menos eso quería aparentar.
Dejó el vaso encima de la mesa y volvió de nuevo hacia la ventana con un nuevo impulso a su silla de ruedas, la noche ya empezaba a asomarse en la lejanía, a eso de las siete y media.
Para su sorpresa y confirmación de que aquellos tres años de pesadilla habían llegado a su fin, pasados unos cinco minutos y tras meses sin saber de él, el alumbrado público de la capital española volvió a encenderse.
Si acaso alguien pensaba que con eso llegaba una nueva esperanza, el tiempo no hizo más que golpearle en toda la cara.
Todo eso tan solo fue el comienzo una pesadilla mucho mayor.
7 dí­as de marzo
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