Capítulo 43

 

SEVILLA, 21 de marzo de 1940

 

 

 

Regresaron a la pensión de doña Frasquita. Esta escuchaba animada el parte por la radio y soltaba improperios cada vez que el locutor nombraba a los enemigos de la patria, refiriéndose a los rusos, que habían hecho no se qué en la guerra que estaba librando Alemania contra el mundo rojo.
Saludada la dueña del establecimiento y llegaron hasta el descansillo que repartía las habitaciones. Ahí todos se despidieron para ir a dormir, el día que llegaba iba a ser demasiado importante y debían de estar descansados.
Juan miró a Carmen y le guiñó un ojo para seguidamente mirar en dirección hacia la terraza que anoche ya visitó el rafaleño.
La joven comprendió enseguida el mensaje.
El alicantino ni siquiera entró dentro de la habitación, no necesitaba disimular y fue directamente hasta el punto de encuentro. Carmen sí tardó unos cinco minutos, un encuentro a solas con su amado bien valía que arreglase algo su cabello.
Al acceder a la terraza lo vio, estaba apoyado en la barandilla, con la vista puesta en Sevilla.
—¿Piensas? —dijo ella a modo de saludo.
—No dejo de hacerlo nunca, soy incapaz de poner la mente en blanco.
—En eso te entiendo, me ocurre igual, ¿y qué piensas?
—Que quizá sea nuestra última noche en la tierra, y si he de pasarla con alguien, quiero hacerlo contigo.
Carmen sintió la imperiosa necesidad de besarlo y, por supuesto, no reprimió ese sentimiento.
Cuando sus labios se juntaron ambos sintieron la misma electricidad de siempre, había algo en el uno que hacía sentir esa sensación en el otro, no sabían explicar qué era, pero quizá no se necesitara explicar.
Solo sentir.
Un abrazo largo y tierno llegó una vez sus labios se separaron. Ambos reconocieron dudas durante aquel instante de si merecía la pena estar ahí, de si merecía la pena jugarse la vida cuando podrían marcharse juntos y empezar algo nuevo y eterno. Mañana podrían morir, si eran realistas había más posibilidades de que sucediera eso que de otra cosa.
Pero inmediatamente pensaban que también en muy poco tiempo había quedado un sentimiento de camaradería y compañerismo hacia los otros miembros del grupo que no podían obviar así a la ligera. Si el resto iba a jugarse la vida, ellos también lo harían.
—¿Quieres que vayamos a un sitio algo más íntimo? —preguntó Carmen.
—¿Y dónde es ese sitio?
—Abajo, cuando hemos llegado, mientras hacíamos el saludo de rigor a la dueña de este antro, me he fijado en un libro que tiene siempre abierto encima del mostrador. En él registra a la gente que está alojada aquí, en la última planta hay una habitación libre. No me importa que ni tenga cama, pero esta noche quiero dormir contigo ahí.
Juan sonrió, aquella muchacha había irrumpido tan repentinamente en su alma que era imposible que ya sintiera lo que sentía por ella, él también deseaba poder dormir a su lado, más que nada en el mundo.
Ambos se encaminaron en silencio hasta la habitación deshabitada, no querían levantar sospecha alguna en la dueña de aquello, por lo que debían ser sigilosos.
Una vez frente a la puerta, Juan, con sumo cuidado, comenzó a mover la manivela. Con suerte estaría abierta.
Así era.
Con el mismo sigilo cerró sin hacer ruido, disponían de varias horas sin sospecha por parte de doña Frasquita y pensaban aprovecharlas.
Juan tumbó su cuerpo sobre la cama mientras Carmen comenzaba a desvestirse.
No había un mañana, sólo importaba aquella noche.
7 dí­as de marzo
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