Capítulo 27
MADRID,
20 de marzo de 1940
Ninguno de los dos dijo una palabra
mientras vestían de nuevo sus torsos, sus cuerpos ya lo habían
dicho todo hacía unos instantes. El frío había desaparecido de
golpe en el mismo instante en el que sus labios se juntaron,
pasando incluso al calor cuando quitaron sus ropas y se fundieron
en un solo ser. Ninguno tenía experiencia en el asunto, pero ambos
pensaban que el otro había estado apasionado, fogoso, vivaz... En
definitiva, increíble.
Carmen había pensado en varias ocasiones
cómo sería su primera vez, pero en ninguna de ellas entraba la idea
de que fuera en medio del famoso parque del Buen Retiro, en pleno
centro de Madrid, con un frío bastante intenso —al menos en el
ambiente— y con una persona que hacía menos de una semana que
conocía.
Aun así no podía ser más feliz.
La idea de que la primera persona que la
tocara fuese ese asqueroso de Agustín le producía arcadas. Ya casi
se había resignado a que el acto transcurriese sin nada de
sentimientos —al menos positivos—, cuando de repente apareció Juan
y le hizo sentir que tocaba ese mismo cielo que tantas veces habían
mirado esa noche.
La joven pensó en el escándalo que se
formaría en su ya antiguo círculo de «amistades», donde las
estiradas hijas de los más ricos de Madrid competían para ver cuál
de ellas era la más boba, si llegaran a enterarse de que había
tenido relaciones sexuales prematrimoniales con un rojo y tirada en
medio de la hierba. Ese pensamiento rebelde no hizo si no desear
con más fuerza a Juan y desear que pronto se produjera un nuevo
encuentro de esa índole.
Ya vestidos miraron la hora que marcaba el
reloj que Carmen le había prestado a Juan y que este, agradecido le
había devuelto ya. El tiempo había pasado tan rápido como un
proyectil y era la hora de marchar ya en busca de su tío.
Salieron por el mismo lugar por el que
habían accedido al parque y, cogidos con firmeza de la mano
comenzaron a andar hacia la avenida José Antonio, donde seguro su
tío los esperaría sin haber pegado ojo en toda la noche.
Caminaban en silencio. Lo primero de todo no
querían llamar la atención de nada ni de nadie, no era habitual ver
a dos jóvenes de su edad deambulando por pleno centro de Madrid por
lo que tenían que intentar no levantar sospecha. Segundo, iban
completamente metidos en sus propios pensamientos, cada uno de una
manera distinta pero ambos coincidiendo en que lo que acababa de
suceder mientras estaban tirados en el césped del Retiro había sido
lo mejor que les había pasado nunca. Y con la persona adecuada por
supuesto.
Juan no podía evitar pensar que había estado
algo torpe, muchos de los jóvenes de su edad ya se habían estrenado
en burdeles de mala muerte con señoras de madura edad sedientas de
carne joven, pero él no lo había hecho.
Su principal pensamiento era de haberlo
hecho cuando Conchita y él hubiera contraído matrimonio, al morir
ella pensó que nunca podría hacerlo con una mujer, hasta que
apareció esa chica alocada en ocasiones y cabal en otras tantas que
ahora mismo sostenía su mano. Pensó que Carmen quizá tuviera razón
con eso de que la vida, de una forma inevitable, debía seguir hacia
adelante y, aunque mirar atrás siempre es bueno, no debía impedir
que todo siguiera avanzando.
Conchita estaría satisfecha allá donde
estuviera al saber que Juan había encontrado a una persona como
Carmen. De eso no le cabía duda.
Caminaron con paso vivo en dirección a la
casa de Anselmo, la excitación del momento vivido iba poco a poco
dando paso a lo que vendría a partir de ahora. No era la mejor
forma de vivir un romance, pero al menos se tendrían el uno al otro
en los difíciles momentos que seguro vivirían en Sevilla.
Al llegar al portal del edificio donde
residía su tío, Carmen abrió la puerta que daba acceso al mismo,
tomaron el ascensor y en un suspiro se encontraban frente a su
puerta. Introdujo la llave en el cerrojo y pasaron al interior de
la vivienda.
Anselmo los esperaba, sabía que su sobrina
no iba a retrasarse ni medio segundo y así fue. Los esperaba
paciente, apenas había podido echar un par de cabezadas sentado en
la propia silla, había optado por no acostarse a sabiendas que ante
la excitación por lo que vendría no iba a poder cerrar los
ojos.
—Buenos días, tío, ¿estás preparado?
Anselmo asintió con la cabeza.
—¿Dónde tienes la bolsa con tus cosas?
—No voy a llevar nada, lo que necesite lo
compraré allí, si acaso. Llevo dinero escondido en un tubo metálico
de la silla, dame el que lleves, no es de extrañar que la Guardia
Civil nos pare y nos haga un cacheo para ver si portamos algún arma
o cualquier cosa peligrosa. Si encuentran el dinero ya te puedes ir
despidiendo de él. Les pagaría una buena juerga en cualquier burdel
de la ciudad.
Carmen obedeció de forma dócil y dio todo el
dinero que portaba para que su tío lo guardara. El detalle de las
inspecciones no lo había ni considerado, que su tío estuviera en
todos esos detalles la hizo sentir un poco más segura, con él todo
iba a salir a pedir de boca.
—Está bien, ya nos podemos marchar, a ver
qué nos espera a partir de ahora.
Salieron del inmueble, Carmen cerró la
puerta y apretó el pulsador del ascensor. Con su característico
sonido este llegó hasta la posición solicitada, Juan ayudó a abrir
la puerta y Carmen introdujo a su tío en el interior del
mismo.
—Nosotros bajamos andando por la escalera,
no me gustan estos aparatos —dijo Carmen asegurándose que su tío
estaba bien dentro del mismo.
—Bien, no te preocupes. Por cierto, me
alegro mucho por lo vuestro.
Con la cara de sorpresa que se les quedó a
ambos, el ascensor comenzó a bajar lentamente.
Los dos jóvenes bajaron a toda prisa por las
escaleras, el comentario de su tío los había dejado boquiabiertos,
estaban deseando recibir una explicación del porqué.
Cuando el ascensor se abrió ambos esperaban,
ansiosos de una respuesta.
—¿Pensáis que nací ayer? —dijo Anselmo nada
más ver a los dos—, vuestra mirada lo dice todo. Si algo he
aprendido durante todo este tiempo que he estado aletargado, ha
sido a observar. Vuestra mirada ayer era distinta, ambos teníais
unos ojos de querer y no poder que os delataban. Hoy es distinto,
estáis mucho más relajados, a pesar de lo que se nos viene encima,
no hace falta ser un genio. Ya no escondéis vuestro gesto de
quereros. Eso me satisface. Pareces un buen chico —dijo mirando a
los ojos de Juan—, no hace falta que te diga lo que te haré si
causas daño a mi sobrina, aunque sé que no lo harás.
—Así se lo prometo —dijo Juan agachando la
cabeza en un gesto solemne al mismo tiempo que llevaba su mano
hasta el corazón.
Anselmo sonrió ante el gesto del
rafaleño.
—No perdamos más tiempo, vamos.
Juan se ofreció a empujar al minusválido por
las calles madrileñas, la sensación de frío se había intensificado
de una manera notable y parecía que helaba mucho más que en el
momento que decidieron entregarse el uno al otro.
Irían primero hasta el domicilio donde
residía Juan, allí se les uniría Manu y al mismo tiempo Juan podría
despedirse como era debido de los suyos.
Atravesaron Madrid con presura, el frío
animaba a andar rápido. Cuando quisieron darse cuenta, ya estaban
frente a la puerta de la vivienda de los García.
—Subiré en busca de Manu, voy a decirle que
baje con rapidez para que no estéis solos durante mucho tiempo.
Necesito unos minutos para despedirme de mi familia.
Carmen asintió con una sonrisa dibujada en
su rostro, estaba tan contenta por el paso que ambos habían dado
que era incapaz de pensar en todo lo demás. Algo inusual teniendo
en cuenta de que había abandonado a su familia y estaba a punto de
empezar un viaje a lo desconocido.
Juan entró al edificio y subió raudo hasta
la planta correspondiente, cuando fue a introducir la llave la
puerta se abrió de sopetón, Manu lo estaba esperando.
—¡Vamos, Juanillo, que se nos va a hacer
tarde! —dijo nada más verlo.
—¿Te has despedido ya? —quiso saber
este.
—Sí, mi madre parece una plañidera,
pobre.
—Baja rápido entonces, Carmen y su tío están
abajo, no quiero que estén solos. Dame un par de minutos para
despedirme yo también.
Manu asintió. Dudó en decir adiós desde la
puerta, pero ya lo había hecho antes de abrir a Juan y no quería
provocar un nuevo mar de lágrimas en el rostro de su afligida
madre. Salió de la vivienda y como un rayo bajó portando una bolsa
de cuero que heredó de su abuelo en la que llevaba un par de
pantalones para él y su amigo, un par de camisas limpias y dos
chaquetas de pana gorda, por si hacía frío, aunque le habían dicho
que allí hacía algo más de calor que en la capital. Además, portaba
un par de mudas para poder cambiarse ambos en unos días.
Juan pasó al salón, en él, su madre
consolaba a la pobre Cristina, que soltaba lágrimas a raudales,
aunque al ver aparecer a su hijo, la consoladora pasaría a ser la
consolada, pues no pudo evitar soltar el llanto con su
presencia.
—Bueno... llegó la hora... —Juan no sabía
muy bien qué decir, no se le daban demasiado bien las
despedidas.
Felipe se acercó a su hijo y le colocó la
mano en el hombro, mirándolo directamente a los ojos.
—Hijo, allá donde vayas y lo que sea que
hagas, por favor, lleva cuidado. Necesito volver a verte algún día,
espero que más pronto que tarde, por favor piensa en nosotros todo
este tiempo. Ojalá tuviera alguna fotografía para poder
darte.
—No me hace falta ninguna fotografía, padre,
siempre les llevaré dentro de mí. Debo marchar, me esperan
abajo.
Felipe y Juan volvieron a repetir el abrazo
de la noche anterior, en esta ocasión algo más largo pues ambos
sabían el significado que tenía. También se apretaban el uno contra
el otro más fuerte, como si no quisieran despegarse nunca, aunque
sabían que eso no podía ser, por desgracia. Una vez se separaron,
Juan fue en busca de su madre, que ya no podía controlar su llanto.
Sin dudarlo un instante la abrazó con toda su alma y la besó en
repetidas ocasiones en la mejilla derecha, haciendo que sus labios
adquirieran el sabor de la sal. Cuando se soltaron, Juan retrocedió
unos pasos. Miró a Manuel y a Cristina y se dirigió a ellos.
—Tengo que darles las gracias por tanta
hospitalidad. Ha sido un verdadero placer residir en este
domicilio, me han tratado como a un hijo y eso se lo agradeceré
toda mi vida, lo digo con el corazón en la mano. Siempre me he
sentido como en casa y eso no es algo sencillo cuando se llega a un
lugar desconocido. No se preocupen por Manu, es mi hermano y lo
cuidaré como a tal, no dejaré que le pase nada y daré mi propia
vida por él si hace falta, lo prometo. Espero nos volvamos a ver
algún día, ojalá ese día no tarde en llegar, será desde luego muy
buena señal, significará que todos seremos un poco más
libres.
Felipe se limitó a asentir, no le salían las
palabras y prefería mantenerse íntegro ante los ojos de su mujer,
para que no se derrumbara todavía más. Cristina hizo lo que pudo
para emitir una sonrisa de agradecimiento ante las palabras del
joven, era un muchacho espléndido y si algo la podía consolar era
el saber que su hijo se encontraba al lado de una persona como
Juan. Sabía que cuidaría de él, como había prometido.
—Os echaré de menos —añadió un medio
derrumbado Juan.
Dicho esto dio media vuelta y recorrió a la
inversa los pasos que había dado hacía unos minutos. Carmen, Manu y
Anselmo lo esperaban abajo, no podía demorarse más, Sevilla los
estaba esperando.
Felipe y Manuel continuaban dolidos por la
despedida de sus dos hijos, pero sabían que la vida tenía que
seguir y no podían descuidar el asunto en el que estaban metidos
hasta el cuello. Tras la marcha de Manu y Juan necesitarían menos
sustento, mirándolo por el lado bueno eso significaba que tendrían
que hacer durante menos días ese peligroso trabajo.
—Nosotros también tenemos que marchar —dijo
Felipe dirigiéndose a Manuel—, el tren saldrá en una media hora y
no podemos permitirnos el lujo de no cumplir hoy. Ya quedan menos
días para que esta agonía cese por un tiempo.
—Tienes razón, debemos partir ya.
Ambos acudieron al perchero para colocarse
la chaqueta, la mañana venía algo más fría de lo normal y no podían
permitirse el lujo de agarrar un resfriado.
—Por favor, llevad cuidado, acabo de perder
a mi hijo, quién sabe si no para siempre —dijo Cristina con todavía
lágrimas en sus ojos—, no me gustaría que también os pasara
algo.
—No te preocupes, Cristina, siempre lo
llevamos.
Los dos salieron por la puerta, destino de
nuevo a Arganda. Lo que ninguno sabía es que realmente ese día fue
la última vez que ambas familias pudieron abrazarse al
completo.