Capítulo 13
MADRID,
17 de marzo de 1940
Juan entró al salón casi al mismo tiempo
que su padre y Manuel lo hicieron. Todos contemplaron horrorizados
el dantesco espectáculo que tenían frente a sus ojos. El grito
había sido emitido por Cristina, esta ahora mismo tenía sus manos
puestas en la boca. Sus ojos emanaban un terror que al menos su
marido nunca había visto en ella.
Y es que el lamentable aspecto que
presentaba su hijo no podía conseguir que reaccionara de otra
manera.
Manu mostraba una apariencia deplorable.
Sangraba en varias partes de su cuerpo. Entre ellas, que se pudiera
ver a primera vista: Nariz, labios, ceja derecha, piernas
—aparentemente rodillas— y mano derecha. Tenía un ojo morado y
presentaba, al menos de forma visible, más moretones en las
mejillas. Además, aparentemente, le faltaban varios dientes.
Parecía que había sido víctima de una brutal paliza, pero quizá uno
de los aspectos que más impactaron los allí presentes era la parte
superior de su cabeza.
Sus rizos habían desaparecido, dando lugar a
un pelo cortado de mala manera, con trasquilones, aunque más que
cortado parecía que había sido arrancado pues parecía que su cuero
cabelludo también emanaba algo de sangre. Su ropa, llena de la
sangre que su propio cuerpo expulsaba, no hubiera podido ser dejada
de una manera decente ni con doce lavanderas trabajando al
unísono.
—Hijo —Manuel fue el primero que pudo
articular palabra, pues a nadie le salían las palabras de la boca—,
¿qué te ha pasado?
—Necesito... sentarme... —contestó este
haciendo un esfuerzo sobrehumano.
—¡Claro! —su padre se abalanzó sobre él lo
más rápido que pudo y ayudó a su hijo a que tomara asiento.
—¿Estás bien?, Cristina, ¡Cristina! —gritó
Manuel a su mujer al ver que esta no había reaccionado en un primer
requerimiento— Trae agua y un paño que limpiemos esas heridas,
¡ah!, y trae esa botella que guardo de anís para las ocasiones, hay
que desinfectar rápido.
Esta obedeció sin pensarlo un instante y
salió a toda prisa del salón en busca de lo que le había pedido su
marido.
En apenas un par de minutos ya lo tenía todo
y estaba de vuelta en el salón. Manu todavía no había contado lo
que había sucedido, tan solo respiraba fuerte y lento. Parecía que
aquejaba un fuerte dolor en su zona torácica, lo más seguro es que
tuviera alguna costilla rota.
Su padre empapó el paño introduciéndolo en
el cuenco blanco con agua que había traído su mujer y comenzó a
limpiar la sangre del rostro de su hijo, que no era precisamente
poca. Mientras limpiaba, le hizo la pregunta una vez más.
—Hijo, por favor, sé que te debe de doler
muchísimo, pero necesito que nos cuentes qué ha sucedido.
Manu abrió los ojos muy despacio y miró a su
padre como pudo. Tomó aire y se preparó para hablar.
—La g... la Guardia Civil... —dijo con un
sobrenatural esfuerzo.
Los allí presentes no pudieron evitar abrir
los ojos como platos. Aunque no era una novedad que la Guardia
Civil propinara ese tipo de palizas, no esperaban que Manu fuera
partícipe en una de ellas. Normalmente solían tener una motivación
para propinarlas, aunque esa motivación tan sólo la entendieran
ellos. Manu tendría que haber hecho algo para que se la dieran, y
no era de los que se iban metiendo en líos por ahí.
Al menos eso creían.
—Pero, hijo, ¿has hecho algo? ¿Alguien te ha
visto haciendo algo malo y han dado el chivatazo?
Manu se limitó, no sin un gran esfuerzo, a
negar con su cabeza.
Felipe y Manuel se miraron sin saber bien
qué decir, seguramente una simple acusación de rojo por parte de
algún vecino hubiera bastado para que su hijo recibiera tan brutal
somanta de palos, pero sin duda ponía en serias dudas su
implicación en el «negocio» en el que iban a embarcarse.
Quizá, después de la paliza, la Guardia
Civil estuviera encima de su familia, vigilante, a la espera de
cualquier tipo de error para echarse encima de ellos. Más tarde,
cuando todos durmieran, deberían hablar de nuevo para ver si
estaban o no dispuestos a seguir adelante con el plan.
Manuel seguía en su empeño en dejar a Manu
más o menos limpio de la sangre que se podía ver, este empapaba el
mismo paño con el anís para proceder a su desinfección. Cuando posó
el paño sobre las heridas de la cabeza, su hijo emitió un leve
sonido de queja, debía escocerle horrores pero ni aun así se dolía
abiertamente. Manu estaba teniendo un comportamiento ejemplar ante
semejante dolor y eso era digno de alabanzas.
Era fuerte como la piedra, a pesar de
todo.
Cuando su padre hubo acabado con la
desinfección, le quitaron la camisa, a pesar de que no disponían de
mucha ropa para poder vestir a diario, su madre acudió directamente
a la basura con ella, al igual que con los pantalones. Ya no valían
para cumplir su cometido.
Comprobaron que su cuerpo estaba lleno
también de moretones, aunque al menos no tenía más heridas abiertas
aparte de los lugares que ya intuían, como las rodillas.
La paliza había sido brutal, desde
luego.
—Creo que lo más sensato sería acostar a
Manu en su cama, no sé cómo habrá llegado hasta aquí, pero el
esfuerzo en su estado debe de haber sido increíble. Estará muy
cansado, mañana seguro que se encuentra bastante mejor —apuntó
Juan.
Su padre y Manuel aceptaron la idea.
Agarraron con cuidado de las axilas y pantorrillas a Manu y con el
mismo cuidado lo transportaron hasta su cama, al lado del lecho de
Juan. Con más cuidado todavía lo acostaron, no sabían qué huesos de
su cuerpo estaban rotos, pero estaba claro que no podían ir a
ningún hospital a recibir algún tipo de atención. A los heridos por
palizas de la Guardia Civil no los atendían, ya que seguramente les
hubieran pegado por rojos, y los rojos no merecían ni agua cuando
tuvieran sed.
Eran escoria.
—Dejadme con él —comentó Juan poniendo la
mano sobre el hombro de Manuel, que no dejaba de mirar a su hijo
preocupado por su estado de salud—. No le quitaré ojo en toda la
noche, lo prometo, lo único que necesita es descansar, estoy seguro
que mañana estará mucho mejor.
Manuel miró a Cristina, a pesar de su
evidente cara de preocupación parecía estar de acuerdo con lo
expuesto por Juan. Este, a pesar del relativo poco tiempo que
conocía a su hijo, había demostrado con creces ser su mejor amigo.
No era la primera vez que había visto al hijo de Felipe y Rosario
apoyar en todo a su primogénito, incluido el escabroso tema de su
homosexualidad.
—Está bien, Juan —dijo Manuel depositando
toda su confianza en él—, te dejo a su cargo. No creo poder dormir
en toda la noche, por lo que si necesitas algo, por mínimo que sea,
me llamas sin dudarlo. Espero que, como dices, mañana se encuentre
mejor. Ojalá estés en lo cierto.
Juan asintió, la confianza mostrada por el
padre de Manu era algo que lo llenaba de orgullo. Manu era su mejor
amigo y no pensaba dejarlo de lado en un momento tan difícil.
Una vez que los de mayor edad comprobaron
que todo estaba bien cerraron la puerta de la habitación, dejando a
ambos amigos solos.
Juan, que estaba justo al lado de la cama de
su amigo, no paraba de mirarlo fijamente por si vislumbraba
cualquier atisbo de dolor, esperó unos instantes antes de hablar
con él.
—No sé si no has hablado ahí fuera porque
realmente no podías o porque no querías, pero quiero que sepas,
aunque ya lo sabrás seguro, que puedes confiar en mí para contarme
lo que sea. Eso no lo dudes ni un instante —susurró a su
amigo.
Con un esfuerzo tremendo, Manu giró la
cabeza hacia la dirección de su amigo. Abrió los ojos como pudo,
emitió una leve sonrisa. Era evidente que no se sentía con fuerzas
de hablar.
Juan pasó la siguiente media hora de pie,
mirando fijamente a su amigo. No podía quitarle ojo, estaba
dispuesto a reaccionar ante cualquier necesidad que pudiera
presentar este. Pero Manu dormía, no tan plácidamente como seguro
le hubiera gustado, pero al menos lo hacía. No sabía con exactitud
lo que había ocurrido, pero lo que parecía claro era que su amigo
había realizado un esfuerzo que muy pocos hubieran podido hacer
para poder llegar hasta su domicilio. Pensó en el tremendo trabajo
que había representado para él subir hasta un cuarto piso en su
estado. No sabía si él mismo hubiera sido capaz de poder hacerlo en
su misma situación.
Manu estaba demostrando ser fuerte como un
toro.
Tras comprobar que todo parecía estar bien,
decidió acostarse en su lecho. El hecho de estar acostado no iba a
implicar que pudiera pegar ojo en toda la noche, de eso estaba
seguro. Pero de pie no hacía nada, tan solo cansarse.
Aparte de que ya estaba acostumbrado a no
cenar habitualmente, varios factores hicieron que esa noche no
sintiera la necesidad de llevarse nada a la boca, uno de ellos era
el reciente disgusto que acababa de tener, eso le cerró por
completo el estómago. El otro era sin duda que había comido al
mediodía como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Su capacidad de
ingerir alimentos se había reducido tanto por la costumbre que con
ese sustento podía darse por satisfecho para todo el día.
Carmen ya no estaba en su cabeza, al menos
no con tanta fuerza como lo estaba hacía tan solo un rato, ahora
sus pensamientos estaban ocupados en su totalidad en el bienestar
de su amigo. Su salud era ahora lo más importante, los temas de
amoríos imposibles y demás tendría que esperar a que el río
volviera a estar en calma.
Aunque sospechaba que de una forma u otra ya
no volvería a estarlo.
Ya había pasado una hora desde que se había
acostado, Manu apenas se había movido, quizá porque su movilidad en
aquel momento estuviera bastante reducida, pero el caso es que
parecía que dormía profundamente. Tanto era así que Juan tuvo que
fijarse en varias ocasiones en si respiraba con normalidad,
comprobando que era así y quedándose mucho más tranquilo.
Estaba ensimismado mirando hacia el techo
cuando escuchó un leve susurro.
—Hipódromo... —dijo Manu en un tono apenas
audible.
Juan pegó un salto y corrió al lado de su
amigo. Sus piernas parecía que andaban solas.
—¿Cómo dices? —preguntó sin entender muy
bien lo que quería decir.
—Hipódromo... —repitió éste.
—Manu, no entiendo qué me quieres decir, si
no puedes hablar porque te cuesta mucho aún, no lo hagas. Mañana
cuando hayas descansado bien me lo cuentas, no hagas esfuerzos
innecesarios.
Manu negó con la cabeza con suavidad, estaba
claro que quería hablar ahora, que no quería dejar pasar más
tiempo.
—Cuando dejé a la prima de tu amiga en su
casa... —el esfuerzo al que sometía al hablar era evidente—, acudí
a ver a Rafael, creo que te he hablado alguna vez de él...
Así era, Rafael Serrano era un gran «amigo»
de Manu, compartían gustos y algo más. Ambos se atraían
sobremanera, aunque por razones obvias, no se atrevían a dar el
paso de iniciar una relación. Eso era como firmar un papel en el
cual consentías tu propio fusilamiento. Manu contaba maravillas de
él, al parecer Rafael era un intelectual como los que ya no se
encontraban en ninguna parte. Durante la república había sido un
reputado profesor, después de la misma pasó a ser un paria más,
como cualquier rojo. El no haberse metido nunca con nadie, añadido
a que ocultaba casi de forma profesional sus inclinaciones sexuales
—habiendo tenido hasta alguna novia de pega—, había hecho que
pudiera sobrevivir tras la guerra.
Manu decía que Rafael era una de las
personas más pesimistas cuando le preguntaban sobre el futuro de la
patria.
Juan asintió para dar a entender a su amigo
que sí se acordaba de las veces que le había hablado de él.
—Pues cometí un error de auténtico novato en
esto del mariconismo...—prosiguió Manu—, pensaba que no nos veía
nadie y se me ocurrió la genial idea de darle un beso en plena
calle, en contra de su voluntad pues lógicamente no quiere que
nadie nos vea.
Juan comprendió enseguida qué pasó a
continuación. Manu siguió relatando.
—Si te estás preguntando si me denunció
algún vecino... no fue así... —las pausas en su relato eran
continuas, aunque lógicas por otro lado— Tuve la grandiosa suerte
de que una pareja de Guardias Civiles con un bigote que casi les
cubría toda la cara nos vieran en pleno acto. Ya puedes imaginar...
Nos han llevado a golpes a los Altos del Hipódromo. Durante el
trayecto iban gritando sin cesar «¡Maricones!», «¡Degenerados!»,
mientras ya nos iban dando algún que otro palo... La gente al
vernos pasar, antes los gritos de la Guardia Civil, levantaban la
mano con el saludo fascista para más tarde agarrar alguna piedra
del suelo y tirárnosla, a mí me han dado en la ceja, creía que iba
a perder el ojo...
Juan, de forma instintiva se agachó para
comprobar el estado de esa herida, parecía que no revestía
gravedad.
—Cuando llegamos a los Altos del Hipódromo,
sin mediar palabra nos empujaron al suelo y con los mismos gritos
que venían vociferando como asnos durante todo el camino, han
comenzado a darnos patadas indiscriminadamente. Les daba igual que
fuese en la cara, en la barriga, en cuello, en la cara... Cuanto
más nos quejábamos, más fuerte nos daban. Enseguida uno sacó unas
tijeras, te juro que no sé de dónde ni la razón por las que las
llevaba encima, pero comenzó a cortarnos el pelo. El otro le dijo
que si acaso esto era una peluquería de señoritas, que nos cortara
el pelo con la mano, por lo que comenzó a arrancárnoslo de golpe...
Yo ya no sentía casi nada, el dolor era tan generalizado que apenas
sabía de dónde provenía... De pronto uno de ellos agarró su
pistola, me la introdujo en la boca y comenzó a gritar: «¡¿Te gusta
chupar pollas?!, ¡pues chupa esta pero con cuidado, que enseguida
dispara!», el otro reía ante esos comentarios... Ambos lo estaban
pasando en grande a nuestra costa.
Juan sintió que se mareaba ante el relato de
su mejor amigo. La sangre le hervía por dentro, estaba a punto de
bullir. Decidió no mostrar esa sensación a Manu, no quería
preocuparlo más de lo que ya estaba. Además, quería dejar que
siguiese relatando lo sucedido.
—Pensé que dispararía, que acabaría con mi
vida ahí mismo y, créeme, en ese momento lo hubiera deseado... Sacó
el arma de la boca, me dejó un sabor asqueroso que, mezclado con el
de mi propia sangre parecía que había estado masticando hierro.
Seguidamente le tocó el turno del juego de la pistolita a Rafael,
en su caso le colocaron el cañón en la sien y lo hicieron ponerse
de rodillas. «¡Permanece así, quieto!», gritó el de la pistola.
Rafael no movía ni un músculo, no quería darles un motivo para que
aquel hijo de puta apretara gatillo. El de la pistola se alejó unos
pasos, el otro toma carrerilla y cuando llegó hasta la posición en
la que estaba Rafael, le asestó una patada en toda la cabeza, cayó
inerte al suelo...
Manu hizo una pausa, intentó moverse algo
pero el dolor hizo que enseguida desistiera de su intento. Tragó
saliva antes de volver a hablar.
—Apenas he podido verlo bien, mis ojos
estaban llenos de sangre pero sé que Rafael dejó de respirar casi
de inmediato, yacía con los ojos abiertos de par en par en el
suelo, ha muerto. Los dos guardias se miran entre sí, asustados, se
les ha ido la mano, aunque saben que el régimen les permite cometer
estos actos impunemente. Se acercaron hacia mí, me dijeron con ojos
de sádico que si me voy de la lengua me buscarán hasta encontrarme.
Tengo suerte de no llevar encima la cédula de identificación, aun
así no me cabe duda de que me encontrarían si me buscan... Rafael
ha muerto por mi culpa...
Juan no sabía qué decir. Su amigo estaba
pidiendo a gritos una ayuda que no sabía cómo proporcionar, buscaba
unas palabras que no sabía dónde podría hallarlas. Por desgracia el
episodio vivido por Manu sucedía a diario a cientos de ciudadanos.
El miedo que sonara tu puerta y tras ella apareciera la Guardia
Civil, era común. Habían aprendido a vivir con él pero siempre con
la esperanza de que no pasara nunca a ningún conocido. Ahora no
podía estar viviéndolo más de cerca.
—Manu..., —dijo Juan con los ojos llenos de
lágrimas tras escuchar el relato—, yo...
—No te preocupes, amigo, estas cosas pasan.
Ha sido todo culpa mía por no saber qué cosas puedo y qué cosas no
puedo hacer, parezco nuevo en todo esto. Parece mentira...
Además... Así es la sociedad en la que vivimos, una sociedad que
permite y aplaude este tipo de actos, la gente iba riendo por la
calle y tirándonos piedras a nuestro paso mientras los guardias nos
humillaban. No puedo culparles, si no hacen eso puede que les toque
a ellos ser parte de ese paseo... Mientras vivamos bajo las garras
de Franco, esto va a ser así. No sé si he tenido suerte o no de que
no me hayan matado... No sé si Rafael ha tenido suerte o no de que
lo hayan matado... Ya no sé qué es la suerte. Yo vivo, Rafael
no.
Manu soltó una lágrima ante la cada vez más
enrabiada mirada de Juan, tras esto cerró los ojos y poco a poco
fue quedando nuevamente dormido. Su cuerpo no aguantaba más.
Juan secó sus lágrimas. La rabia lo consumía
hasta límites insospechados. Hubiera preferido vivir él antes eso
en sus carnes a que lo hubiese vivido el bueno de su mejor amigo.
Se tiró a la cama de un golpe, a punto estuvo de reventarla, colocó
las manos en su rostro y emitió un grito ahogado de ira. Incluso
llegó a morderse la mano de la frustración que rebosaba en su
cuerpo.
Tenía que hacer algo y lo tenía que hacer
ya.
No necesitó meditar la situación, la
decisión estaba tomada. Y bien tomada.
Al día siguiente debía de acudir al viejo
local para unirse a la rebelión, necesitaba contribuir para acabar
con esa barbarie.
Si acaso podía, debía acabar el mismo con
ese hijo de puta que estaba trayendo esa desgracia para los
suyos.