Capítulo 14
MADRID,
18 de marzo de 1940
Un primer y tímido rayo de sol iluminaba el
cielo en el momento justo en el que miró a través de la ventana del
tren. No era la primera vez que montaba en uno, pero su estómago
parecía que mostraba la sensación de conocer algo nuevo, aunque
casi seguro lo estaba confundiendo con el nerviosismo que le
producía la situación a la que se estaba enfrentando. Su mente no
cesaba en traerle pensamientos que lo golpeaban como un puño
cerrado una y otra vez, el más recurrido era el estado deplorable
en el que había llegado el hijo de su amigo Manuel.
No conseguía sacarse esa imagen de la
cabeza.
Ese mismo estado en el que vino Manu les
hizo tener una larga y tendida charla en la cual debatieron
incesantemente si debían o no tomar ese tren.
El resultado de la misma era más que
evidente.
Quisieron pensar que, aunque el primogénito
de los García no había relatado el motivo de la agresión, había
sido un hecho aislado y que ambas familias no estaban en el punto
de mira del régimen. Por si acaso, con más motivos que nunca debían
actuar con la máxima cautela, ser invisibles a los ojos de
todos.
Todo por poder llevar algo que comer a sus
seres más queridos y que no enfermaran debido al hambre.
Para él era lo único importante.
No tardarían ya demasiado en llegar a su
destino. Este no era otro que Arganda, una vez allí tenían órdenes
precisas para encontrar la granja en la cual podrían abastecerse.
El mayor problema que se presentaba no era el viaje de ida, sería
el de vuelta. Se sabía que era un medio usado habitualmente para la
práctica del estraperlo por lo que muchos policías vestidos como
campesinos solían viajar a bordo del tren, tendrían que andar con
extrema cautela. Nunca debían revelar a nadie el propósito de ese
viaje, los chivatos abundaban con tal de ganar el favor de los
gendarmes y así poder campar a sus anchas con el beneplácito de los
agentes.
Como en todo, las mafias abundaban también
en el mercado negro y querían controlar su negocio usando las
prácticas que hiciera falta. Cuando había dinero de por medio lo
ilícito pasaba a lícito según qué casos.
Además, había ciertos inspectores a los que,
por un módico precio, de una forma rápida te podías convertir en su
amigo y hacer la vista gorda cuando te vieran montado en el tren.
Pero ni Felipe ni Manuel tenían la más mínima idea de quiénes eran
esos «sobornables» y desde luego no se la iban a jugar
preguntando.
Mejor dejar las cosas como estaban.
Con el tiempo estaban seguros de que irían
conociendo grandes detalles sobre el negocio, aunque si podían
elegir estarían dentro del mundo el menor tiempo posible, tan solo
lo estrictamente necesario. Había quién decía que tan solo había
dos formas de introducir alimento en la capital española, con un
amigo inspector o siendo soberanamente inteligente.
Felipe y Manuel intentarían la segunda
opción, al menos de momento.
Seguía mirando por la ventana, su hijo Juan
le vino a la mente. ¿Qué no haría por él? Siempre había sido el
hijo perfecto: Atento, respetuoso, trabajador, honrado... El desliz
cometido en su amado Rafal no le cambiaría su opinión acerca de él,
a pesar de lo ocurrido fue el acto más loable que un hombre pudiera
hacer.
Pocos habrían actuado como él, de eso no le
cabía duda. Nunca se hubiera atrevido a reprocharle nada porque no
había nada que reprochar, Juan había obrado de la forma más
valiente posible. No le importaba haber tenido que escapar hacia la
capital y estar sentado en ese tren, lo daría todo por su hijo y su
mujer.
Su integridad no valía nada si al menos
pudiera con ella asegurarles un futuro. Al menos eso quería
pensar.
Seguía ensimismado en sus pensamientos,
Manuel también lo estaba, notó que el tren comenzaba a decelerar
lentamente, lo que lo sacó de bruces de los mismos.
Se desperezó de manera lenta y algo
torpe.
Al cabo de tres minutos llegaron a su
destino.
Ambos estómagos sintieron un cosquilleo ante
lo que se les venía encima.
La suerte estaba echada.
No sólo no había dormido ni medio segundo,
ni siquiera había logrado cerrar los ojos en toda la noche. Manu
apenas había mostrado inquietud durante su tiempo de sueño, tan
sólo un par de veces había movido su cuerpo y mostrado el profundo
dolor que seguro sentiría por dentro. Aun así estaba aguantando
como un auténtico jabato.
Como un hombre de hierro.
Juan pensó que si los españolitos que se las
daban de duros y de muy machos podrían soportar el suplicio por el
que seguro estaría atravesando su mejor amigo con la misma entereza
que él. Cada día entendía menos la lógica con la que actuaba el ser
humano, no comprendía cómo podían decir que un homosexual no podía
considerarse un hombre hecho y derecho. A Manu no le quedaba ya
nada que demostrar.
Quizá fuera porque era de pueblo y esas
cosas se le escapaban de lo que su entendimiento alcanzaba a
comprender, quizá fuera eso.
Lo único que no podía discutirse es que
vivía inmerso en un mundo de locos.
El alba llegó, había esperado que arribara
ese momento durante el eterno periodo de oscuridad en el que se
había convertido la madrugada. No sabía a partir de qué hora
estarían esas personas que conoció durante el día anterior dentro
del local, pero necesitaba verlas cuanto antes y unirse en cuerpo y
alma a su causa. Se lo debía a Manu. Seguía pensando que era una
completa locura, que aquello no podía traerles otra cosa que una
muerte segura. Pero no por ello iba a desistir en su nuevo empeño,
si moría, moriría luchando, luchando por las personas a las que
quería. Intentaría darles un futuro mejor, lejos del caos al que
estaba sometido en aquellos momentos el país.
No tenía reloj, pero supuso que sería
alrededor de las siete de la mañana. Quizá era todavía demasiado
temprano para acudir en busca de aquella gente, tampoco quería
estar esperando en la calle pues el frío era demasiado crudo a esas
horas de la mañana, pero el ansia lo estaba devorando por
dentro.
Se levantó de la cama con mucho cuidado de
no hacer ruido y despertar a Manu, sentía la necesidad acuciante de
hacer una visita al cuarto de baño antes de ponerse en
marcha.
Vació todo el contenido de su vejiga con el
consiguiente alivio que suponía eso, no se había levantado en toda
la noche a pesar de las ganas para no molestar en el descanso de su
amigo. Cuando salió del aseo encontró una imagen que no esperaba
contemplar.
Manu estaba de pie, justo en frente de la
estancia en la que él se encontraba, mirándolo sin pestañear e
intentando aparentar que nada le dolía. A Juan le costó horrores
encontrar el habla.
—No pensarás ir tú sólo —dijo el primogénito
de los García, con una mirada inquisidora hacia Juan y sin levantar
demasiado el tono. No deseaba despertar a toda la casa.
—Joder, menudo susto me has dado —contestó
llevándose la mano al corazón—, ¿ir?, ¿a dónde?
—No me tomes por un idiota. Ambos sabemos a
dónde vas, te recuerdo que es a mí a quien han dado la paliza, no
pretenderás dejarme fuera de todo esto, más aun siendo yo quien te
presentó a esa gente.
—¡Tú no estás para salir a la calle!
—levantó el tono un poco por encima del que estaba usando hasta el
momento— ¿Estás loco?
—Shhhh —colocó su dedo índice en la boca
para con la otra mano hacer un gesto de calma—, ¿acaso quieres que
todos se despierten?
—Ah, ¿piensas salir de tu casa sin que tus
padres lo sepan? Eso sí que no, no permitiré que les des el susto
de su vida. Después de lo de ayer, les faltaba sólo eso. No.
—Vale, está bien... —añadió con desgana el
maltrecho amigo de Juan— Tú ganas, acompáñame para que pueda poner
una excusa, sígueme la corriente.
Juan no pudo replicar. Su amigo ya se había
encaminado hacia la habitación de sus padres. Este andaba
sorprendentemente bien, no del todo erguido, pero ya era un triunfo
el solo hecho de estar de pie.
Manu golpeó dos veces la puerta de sus
padres antes de abrirla.
—Pasa —se oyó desde dentro.
Manu abrió la puerta.
Por los ojos que presentaba, Cristina
tampoco había dormido absolutamente nada en toda la noche. Su pelo
estaba despeinado, síntoma de que había dado decenas de vueltas en
la cama tratando de encontrar la forma de conciliar sin
éxito.
—¡Hijo! —Cristina colocó las manos en su
propia boca en señal de sorpresa y comenzó a llorar nada más ver a
su hijo de pie.
—Madre, perdone el susto de ayer, no sé muy
bien la razón por la que me atacaron esos dos hijos de puta, pero
intentemos olvidarlo, nuestro país es ahora así... Conozco a un
muchacho que su padre es médico, me encuentro bastante bien, pero
no estaría de más que pudiera darme un pequeño reconocimiento.
Puedo fiarme de él, es tan rojo como la sangre, aunque lo lleva muy
en secreto ante los ojos de las autoridades, por lo que no corro
peligro. He estado hablando con Juan y se ha ofrecido a
acompañarme, es un gran amigo.
Su madre no había dejado de llorar ante la
sorpresa mayúscula que se acababa de llevar, tan sólo se limitó a
mirar a Juan para ver si era verdad lo que decía su hijo. Ante el
asentimiento de este, el torrente de lágrimas comenzó a disminuir
de forma paulatina, aunque no llegó a secarse del todo.
—Por favor, llevad cuidado, no quiero llevar
un susto tan grande como el que me llevé anoche en todo lo que me
queda de vida, ¿me entendéis los dos?
Ambos asintieron al unísono.
Cerraron la puerta de la habitación. Manu
con una amplia sonrisa ante el triunfo de su historia, Juan con la
cara de sorpresa al ver el poder de invención que tenía su amigo y
que les había permitido salir del inmueble sin levantar sospecha
alguna. Ambos se dirigieron a su habitación para cambiar sus
ropas.
Una vez vestidos y abrigados pues
aparentemente el día había amanecido muy fresco, salieron de la
vivienda y comenzaron a bajar por las maltrechas escaleras. Juan
ofreció ayuda a Manu para bajar, este la rechazó negando con la
cabeza hasta en las tres ocasiones que el rafaleño insistió. Tan
solo en el tramo final de escalones, ante el evidente esfuerzo, se
dejó ayudar por su amigo.
Salieron a la calle.
—No entiendo el porqué de tu actitud
—comentó Juan cuando apenas habían andado unos metros.
—¿A qué te refieres?
—A querer aparentar que estás bien. No
tienes que demostrar nada a nadie, todos sabemos que eres
excepcionalmente fuerte, creo que sobra este fingimiento —le
recriminó Juan.
—No estoy fingiendo, claro que me duele,
pero te puedo asegurar que me duele más la muerte de Rafael, ningún
dolor es comparable a ese. No me importa lo que a mí me haya
ocurrido, me cambiaría ya mismo por Rafael —agachó la cabeza.
Juan no dudó en poner la mano encima del
hombro de su amigo, necesitaba consuelo y nadie mejor que él para
dárselo. Su amistad había crecido hasta límites inimaginables, ya
no sólo compartían casa, habitación y confidencias, ahora
compartían algo mucho más fuerte. Era una desgracia, pero una
desgracia que los uniría hasta el fin de sus existencias.
—Anímate, amigo, tu duelo es natural. Sé
cómo ves las cosas ahora, pero te aseguro que se sale adelante.
Nunca olvidarás esto, eso sí, pero se sale adelante. El día menos
pensado aparecerá quien llene ese vacío que sientes ahora dentro de
ti, casi sin darte cuenta de ello, ya verás.
De repente, a traición, le vino a la mente
el rostro de Carmen, como una exhalación decidió borrar de
inmediato ese pensamiento. Su cerebro lo había vuelto a
traicionar.
—Y oye —siguió hablando Juan—, muy buena
excusa con lo del médico. Tu madre se lo ha tragado por
completo.
—No era una excusa, Paco es médico, creo que
no te lo he contado.
Juan alucinó con la revelación que le había
hecho su amigo. No conocía a ningún médico porque nunca lo había
necesitado, pero los imaginaba con sus impecables trajes, con sus
carteras de cuero, con sus elegantes zapatos importados desde
Italia, fumando puros de la perdida Cuba y riendo con una copa de
coñac Caballero mientras comentaban con
sus amigos sobre la suerte que habían tenido al no invertir en
bolsa con el crack sucedido hacía 11 años.
Desde luego nada parecido a Paco.
Este más bien era un hombre rudo, tosco, con
un semblante demacrado por las atrocidades de la guerra que había
acabado hacía tan solo un año... Un hombre al que le pesaban los
años tanto que parecía que envejecía por segundos. Parecía más un
campesino que cualquier otra cosa. Aunque eso sí, desde luego labia
no le faltaba, lo que otorgaba cierta lógica a aquella
afirmación.
Como era de esperar, tardaron algo más que
el día anterior en llegar hasta la estropeada puerta. Manu hizo el
mismo golpeo de nudillos que el día anterior, un golpe, separado de
otros dos rápidos para finalizar con otros dos. Al cabo de unos
segundos, la puerta se abrió. Antonio fue el que los recibió.
—Vaya, qué sorpresa, la verdad nos os
esperaba hoy, al menos a los dos juntos —comentó mirando claramente
a Juan—. Pero pasad, pasad.
Ambos lo hicieron, Antonio cerró la puerta
tras de sí justo después de asegurarse de que nadie los había
seguido.
Dentro, tan solo estaban Paco, lo cual fue
un alivio para Manu que necesitaba urgentemente que lo reconocieran
ya, y María, que leía un periódico aunque Juan no pudo ver cuál era
ni la fecha del mismo.
—Increíble, el enano este nos va a traer más
guerra.
Juan la miró perplejo, no sabía a qué se
refería la joven.
—Si los nazis dicen ven, él va, si los nazis
dicen quieto, él para, si los nazis dicen bésame el culo, él se lo
besa. Es su marioneta, estamos en manos de unos locos, de unos
completos dementes, luego quieren que nos quedamos callados...
—dijo sin levantar la vista del diario.
—Calma, María, para eso estamos aquí
—observó Paco—, al igual que Juan, ¿no?
El joven lo miró serio, era una de las
preguntas más importantes que le habían hecho en la vida, pero no
dudó en la respuesta, era afirmativa y así lo mostró al resto de
integrantes de la sala.
—Me alegra mucho eso, querido amigo, ahora
necesito por favor que nos jures lealtad, que nos jures obediencia.
Esto no es una dictadura, como la del amigo Paquito, pero aún así
debemos ser disciplinados, ir todos a una. Debemos ser tan fuertes
como el eslabón más débil de nuestra cadena, por lo que no podemos
permitirnos fallos. ¿Me entiendes, hijo?
—Por supuesto, contad conmigo.
—Y dime, ¿qué te ha hecho cambiar de
opinión?
Juan se limitó a mirar Manu, era increíble
que Paco no se hubiera percatado de la cara que traía. El hombre se
giró también hacia el joven, cuando lo vio su gesto cambió
radicalmente. Con la sorpresa de ver a Juan tomar una decisión tan
rápido, no había mirado al hijo de los García: su cara parecía uno
de los cuadros de ese pintor tan famoso malagueño, no recordaba su
nombre pero estaba cogiendo cierta fama en Madrid.
De un salto se abalanzó sobre Manu.
—¿Qué te ha pasado?
Tanto Antonio como María se acercaron al
joven, para no perder detalle de su relato.
Manu lo contó todo, con pelos y señales, tal
y como le había contado a Juan.
Las caras de los oyentes fueron cambiando
progresivamente según este contaba la historia de sus magulladuras,
sus rostros cambiaron de una manera radical de la inicial sorpresa
a una expresiva rabia.
Cuando Manu finalizó, el gesto de todos
estaba casi desencajado, parecía que iban a escupir fuego por la
boca de un momento a otro.
Antonio dio media vuelta y pegó una patada a
una caja cegado por la ira a la vez que soltaba un expresivo
grito.
María tenía los ojos llenos de lágrimas,
aunque al final pudo contenerse y evitó derramarlas.
Paco, sin perder tiempo quitó la parte
superior de sus vestiduras a Manu y comenzó a reconocerlo, en busca
de huesos rotos.
Cinco minutos estuvo tocándole por aquí y
por allá, haciendo que tosiera mientras ponía su mano en el pecho,
moviéndoles las articulaciones una y otra vez. Al final emitió su
veredicto:
—Si no me equivoco, tienes un par de
costillas rotas. En realidad es doloroso pero nada importante al
fin y al cabo, según he palpado no tocan ningún órgano importante.
Voy a vendarte, casualmente tengo aquí algo para agarrarte fuerte
el pecho, no te lo quites hasta que yo te diga, es muy
importante.
Manu aceptó obediente, sabía que Paco era un
gran doctor y que si no fuera por los desastres de la guerra,
todavía conservaría su consulta, así como a su mujer y su hija,
muertas durante una explosión accidental de un bombardeo mal
tirado.
—Bien, esperemos a que lleguen los otros, no
tardarán demasiado. Una vez estemos todos, Antonio y yo
comenzaremos a relataros por pasos nuestro plan, seguro
despejaremos muchas dudas que por sentido común tendréis. No os
preocupéis, todo será resuelto.
Apenas pasaron cinco minutos cuando llegó
Rocío, la sevillana de pelo negro y rizado, que vestía un triste
traje gris con un mini manta, tejida a mano por ella seguramente,
cubriendo sus hombros y cuello. Manu estaba seguro de que si sus
inclinaciones sexuales hubieran sido diferentes, Rocío hubiera sido
la escogida para enamorarse. No era excesivamente bella, pero sí
era verdad que tampoco podía decirse que no era resultona. Al joven
García le encantaba su cara, era algo que le repetía una y otra vez
a la sevillana.
Con sendos trajes de pana gris llegaron
Manuel y Javier, que cómo no, hicieron la misma llamada secreta que
indicaba que era alguien conocido por ellos. Tan solo faltaba por
llegar el joven Pedro, que no tardaría más de la cuenta, no solía
hacerlo según anunció Antonio.
Apenas tuvieron que esperar unos pocos
minutos para que el golpeo de nudillos volviera a producirse, había
sonado algo más flojo de lo que habitualmente solía llamar el
enérgico Pedro, pero Paco no prestó atención a eso.
El rostro que había tras la puerta, era el
que menos hubieran esperado, desde luego.