Capítulo 38
MADRID,
21 de marzo de 1940
Lo primero que hizo fue ir al encuentro de
su amigo. Necesitaba asegurarse de que en realidad estaba bien,
dentro de lo que cabía. Al llegar a la posición de Manuel comprobó
que así era, apenas un par de rasguños en su brazo y la ropa un
poco rota.
Un poco más.
Ambos fueron el encuentro de aquel hombre
que los había salvado, tenían tantas preguntas que hacerle que no
podían esperar más. Demasiadas dudas por resolver.
—¿Está usted bien? —se interesó
Manuel.
—Os aseguro que estaríamos peor si esos nos
hubieran dado caza, por favor, tuteadme, soy Federico Pozal
—respondió mientras se aseguraba que su cuerpo estuviera realmente
bien.
—Nos has salvado, ¿cómo podemos
agradecértelo? —quiso saber Felipe.
—No es necesario que me agradezcáis nada,
creo que todos estamos en el mismo barco.
—Pero, ¿cómo es que dices que venían a por
nosotros? Han parado a nuestro lado y han pasado de largo.
—No saben quiénes sois, pero saben que algo
hay dentro de ese tren, seguramente por un chivatazo o algo. Irían
a buscar las pruebas y después los culpables, un par de amenazas y
seguro que hubieran acabado sonando vuestros nombres.
—Pero, ¿cómo sabes que nosotros?
—Vamos, no hay que ser demasiado
inteligente. Viajáis todos los días, siempre con el rostro tenso,
traéis colchones, ¿más pruebas? Creo sinceramente que lo habéis
hecho fatal, nunca deben hacerse estas cosas tan seguidas, así es
muy fácil que os cojan.
—Queríamos salir rápido de esto, de ahí la
continuidad.
—Pamplinas, esto no es así, o se hace bien o
no se hace. Lo único que podéis conseguir con esto es que os
detengan y que vuestra vida pase a ser un infierno a partir de ese
momento. Si os cogiese el inspector Giménez estáis perdidos.
—¿Giménez? —preguntó Manuel, parecía que le
sonaba ese nombre de haberlo escuchado por ahí.
—Sí, dicen que es el cabrón más cabrón de la
capa de la tierra, se habla y mucho de sus métodos de tortura, yo
de vosotros no me la jugaría ante él.
—¿Y ahora?
—Ahora no nos queda otra que andar, hasta
que se nos ocurra algo.
Manuel miró a Felipe y este asintió, en
realidad no les quedaba otra opción que andar. No conocía el punto
en el que se encontraban, ahí tan solo había campo, ni siquiera se
veían casas.
—Está bien, andemos, a algún lugar
llegaremos, digo yo. Sigamos la dirección que llevaba el tren,
quizá sea lo mejor por ahora —dijo resignado Felipe.
Dicho esto los tres comenzaron a andar, sin
sospechar que no todos ellos acabarían con vida.