Capítulo 30
SEVILLA,
17 de marzo de 1940
El cabo de la guardia civil Fernando Galán
Maestro miró de nuevo a aquel hombre.
Serio, como siempre, estaba centrado en sus
papeles y apenas hablaba cuando permanecía sentado en aquella
silla. Su cara, desde luego, no invitaba a hacerlo.
Ese hombre no descansaba nunca, ni siquiera
aquel domingo de ramos tan celebrado en la capital hispalense en
las que los sevillanos de pro salían a la calle a celebrar la
entrada de nuestro señor Jesucristo ataviados con sus mejores
galas. A él ya le hubiera gustado estar presente en aquella
celebración, pero el capitán había definido los turnos y a ver
quién tenía valor para proponerle un cambio.
Mejor dejar las cosas como estaban.
Y eso que era uno de los preferidos de aquel
hombre que estaba sentado en aquella mesa.
El secretario de Orden Público Ros Gutiérrez
era un hombre parco en palabras. Tenía un refinado bigote que
arreglaba cada día antes de dirigirse hasta las dependencias en las
cuales, con mano férrea, llevaba a la ciudad por el camino recto
que le habían encomendado desde las más altas esferas. El suyo era
un puesto de extrema responsabilidad y no conocía la palabra
descanso, la había borrado hacía tiempo de su particular
diccionario. Gracias a su incansable trabajo, Sevilla se había
constituido como uno de los enclaves más seguros dentro de la nueva
España del Generalísimo Franco.
Fernando dudaba en contar lo que había
averiguado a Ros, a pesar de ser su hombre de confianza era una
acusación algo más seria de las habituales. Además, en caso de no
ser correcta no sólo se vería amenazado su trabajo, sino su propia
vida.
La legión era uno de los cuerpos más
queridos y admirados por Franco y había que andar con pies de plomo
para no meter la pata, una falsa acusación sería algo fatal.
A pesar de que se fiaba cien por cien de la
fuente de la que provenía, su buen amigo Manolito el del clavel, o el
lecherito como lo llamaban otros por su negocio de lechería,
al provenir una primera fuente de una vulgar puta lo echaba del
todo para atrás, aunque de ser verdad podría ser algo muy
importante.
Su amigo también había dudado si contárselo
o no, según le había relatado, a pesar de que él confiaba en la
ramera los miedos lógicos asaltaban su ser.
Fernando había pasado toda la jornada de
sábado pensando si contárselo a su superior o no y, cuando por fin
se había decidido hacerlo, la presencia de este le había hecho de
nuevo dudar.
Intimidaba. Mucho.
Ros levantó la cabeza de sus papeles y miró
varios segundos sin pestañear al cabo.
—Galán, ¿piensa contármelo o no? —dijo con
su habitual sequedad.
—¿El qué, mi señor? —contestó este saliendo
por completo de su ensimismamiento.
—Lo que sea que haya venido a decirme, le
conozco ya, tiene cara de querer contarme algo y no atreverse. Es
una acusación, ¿verdad? Pero ha de ser algo que hace que su sentido
moral esté enfrentado.
—Así es, mi señor, hay algo que me gustaría
contarle.
—Pues dígame sin más. Le recuerdo que en la
nueva España no hay sitio para los secretos, todo ha de saberse,
tenga las consecuencias que tenga.
Fernando tomó aire antes de comenzar a
hablar.
—Verá, mi señor, ha llegado a mis oídos una
sospecha de algo fuera de lo común, me lo ha hecho saber un amigo
mío de toda la vida, por lo que puedo confiar en él, pero la fuente
principal de la sospecha proviene de una prostituta, es por eso que
no sé si darle credibilidad o no.
—Déjeme que le diga algo, en esos antros de
mala muerte y faltos de moral, son en los que más verdades se
escuchan. Cuando esos hombres que las frecuentan se entregan al
diablo dejan suelta su lengua y le impresionaría saber la de cosas
que hemos averiguado a través de esas mujeres. Cuénteme qué ha
averiguado.
—Lo grave de todo esto es que dentro de la
acusación se encuentra un grupo de cuatro legionarios, es por eso
de mis dudas, no quiero verme envuelto en una falacia contra ese
glorioso cuerpo, que Dios lo tenga en su gloria siempre.
—No le dé más vueltas, Galán —dijo algo
irritado ya Ros Gutiérrez—. Dígame lo que sea, le prometo que no
saldrá de aquí en caso de ser falso y, en caso de que tenga razón,
le daré los honores que merece.
Galán tomó aire y comenzó a hablar.
—Pues mire, parece ser que la prostituta es
de origen italiano y observó cómo los legionarios chapurreaban el
idioma del país de la bota. Dice que parecía que tenían las frases
preparadas para fingir su nacionalidad y que en realidad parecía
que ocultaban otro acento, pero vamos que españoles no eran.
Ros quedó pensativo por unos instantes, los
únicos extranjeros afiliados a la legión eran las tropas enviadas
por Mussolini en ayuda de mantener el orden en la patria, de otro
país, hasta donde él sabía no había nadie. Excepto
marroquíes.
—¿No serían moros?
—Es algo que le preguntó mi amigo y a lo que
la prostituta contestó negativamente, dice que su piel era tan
blanca como la nuestra. Pero que no eran ni españoles ni italianos,
eso seguro.
—¿Y cómo está tan segura esa ramera?
—Cuando consiguió llevarse a uno para la
faena le dijo no sé qué al oído en italiano y el legionario no
entendió ni papa. Con algo tan simple averiguó que ese hombre
ocultaba algo.
Ros echó su cuerpo hacia atrás al mismo
tiempo que felicitaba mentalmente a la prostituta italiana por su
ingenio. Desde luego las gentes del país alpino estaban en el mismo
carro que ellos, el ir todos a una allanaba un poco más el camino
hacia la nueva España.
—¿Y puede saberse dónde ha ocurrido tal
acto? —preguntó con una ceja enarcada, como si esperara una
respuesta en concreto.
—Ha ocurrido en el prostíbulo La cangrejera, no sé si ha oído hablar de él, pero
tiene cierta fama por estos lares.
El secretario tensó sus puños, era la
respuesta que por un lado temía y por otro esperaba oír. Fernando
lo miraba con los ojos muy abiertos, no esperaba esa reacción de su
superior, ¿acaso había algo más que él desconocía? Por su gesto no
cabía esperar otra cosa.
—¿Ocurre algo, mi señor?
Ros no dijo nada, parecía que toda la
maquinaria de su cabeza giraba a un ritmo endiablado, o eso o
estaba en estado de shock.
De repente salió de todo eso y se abalanzó
sobre su mesa. Comenzó a revolver papeles hasta que dio con
uno.
—¡Aquí está! —soltó con ojos de loco.
—No entiendo...
—¿Qué día sucedió lo que me cuenta?
El cabo comenzó a sacar cuentas mentales tan
rápido como lo desconcertante del momento le dejó, tras unos
segundos en pausa habló.
—Fue la noche del 14, mi señor.
Ros pensó antes de hablar, algo que hizo en
breve.
—Parece que algo muy grave se está cociendo
en ese burdel de mala muerte. Puede que la casualidad haya hecho
una jugada maestra, pero querido Galán, pero no creo en las
casualidades. Este es un informe de un seguimiento que estamos
realizando —le mostró el informe a Fernando—. Parece ser que un
importante anarquista catalán, un tal Manuel Romero López, alias
Romero Chico, está en nuestra ciudad y
eso no puede traer nada bueno. Tengo a varios hombres siguiéndole
la pista y lograron verlo entrar en ese asqueroso burdel el día 14,
la misma noche en la que sucede eso que me relata.
—¿Y los legionarios?
—Resulta que tengo otro informe, creo que lo
tenemos todos los secretarios de orden público del estado, ¿dónde
está? —dijo a la vez que volvía a revolver los papeles de su mesa,
encontrando lo que buscaba— Aquí, escuche: «Saludo a Franco,
¡Arriba España!, se hace saber que se sospecha de unos brigadistas
que planean algún tipo de acto impúdico hacia nuestra gloriosa
nación, poco se sabe de ellos, apenas se conoce que se perdió su
pista en París y que su grupo lo conforma un grupo de cuatro
personas. Se dice que planean entrar en nuestro país, estén atentos
a cualquier movimiento. Por Dios, España y su revolución
Nacional-Sindicalista.»
—¿Cree que esos brigadistas pueden ser...?
—Galán no se atrevía a terminar la frase.
—No me cabe la menor duda, cabo, si juntamos
la sospecha sobre los falsos legionarios con Romero Chico en el mismo antro, la mezcla da una
conspiración contra España como resultado. Debemos actuar y debemos
hacerlo ya, ¿me entiende?
—A la perfección, mi señor —contestó
colocando su cuerpo en posición firme.
—Pondré un grupo de hombres a su
disposición. Serán los mismos que vigilan a Romero. Aunque el
cabrón se esconde bien, nunca duerme en la misma pensión y ahora
mismo no lo tenemos localizado, consiguió dar esquinazo a mis
hombres al salir del burdel. Pero no es imposible encontrarle por
lo que pongo toda mi fe en usted. No sé qué tipo de falacia traman
pero tenga por seguro que el país corre peligro si no actuamos con
la cabeza fría. Confío en usted, demuéstreme que puedo
hacerlo.
Fernando Galán escuchaba cada palabra de su
superior con orgullo. Esa confianza plena que depositaba en su
persona era el más alto de los honores al que podía aspirar. No
pensaba defraudar a ese hombre, no podía defraudar a su país.
Tras saludar de manera rigurosa y más seria
de lo habitual a su superior salió del despacho de este.
Tenía instrucciones precisas y pensaba
cumplirlas al dedillo, aunque le costara la vida.