Capítulo 37

 

SEVILLA, 21 de marzo de 1940

 

 

 

Agustín y sus secuaces ya tenían alojamiento.
El hotel Simón les proporcionaría el descanso necesario mientras desempeñaba la labor que había venido a hacer a la ciudad. Era bastante temprano, pero nunca había tenido problemas para madrugar, como decía su padre:
«Sólo los que no temen el reloj pueden llegar a ser grandes hombres»
No conocía Sevilla, pero siendo un hombre de recursos como era no le había costado hacerse con un mapa. De todas maneras aquello no podía ser tan grande como Madrid y, si había conseguido conocer la capital española como la palma de su mano, aquello sería pan comido.
Dividiría el terreno para que cada uno se ocupase de una zona en concreto, darían vueltas todo el día hasta dar con ella, estaba seguro que en algún momento alguno de ellos se encontraría cara a cara con Carmen, el plan era simple. Un inocente grito de: «Rojo, rojo», bastaría para apartar a quien fuera de su lado. Vicente había prohibido el uso de la fuerza con ella, pero si era necesario con tal de recuperar lo que era suyo, no dudaría.
Señaló los puntos de interés en el mapa, si lo que decía su futuro suegro era cierto, Carmen se dejaría ver por alguno de esos lugares cuando menos se lo esperasen y ahí sería de nuevo suya. En el fondo no le pareció tan malo estar en esos momentos persiguiendo a esa chiquilla, toda su vida había tenido todo lo que había deseado casi sin esfuerzo.
Ya era hora de ganarse algo un poco más complicado.
Lo que ni en sus mejores sueños hubiera podido imaginar es que había tenido la suerte de alojarse sin saberlo en el mismo barrio que estaba alojada su prometida.
El Arenal.

 

 

 

Fernando volvía camino de su casa cabizbajo, cansado.
Había montado guardia discreta durante toda la noche en ese burdel de mala muerte. Él, fuera, apostado en un balcón de un edificio vacío que por suerte pertenecía al ayuntamiento de Sevilla. Dentro del cabaret colocó a dos hombres de confianza para que estuvieran atentos también a cualquier movimiento sospechoso, con la orden de avisar con toda premura a su cabo ante cualquier motivo de desconfianza.
Todos habían obtenido una descripción precisa de los cuatro legionarios por parte de Giuliana y casi podían visualizar la cara de todos debido a lo preciso de las palabras de la prostituta. El cabo también les había mostrado la única fotografía que disponía de Romero, en caso de necesitar una rápida actuación, también disponía de dos hombres más dispuestos a entrar en el cabaret con la rapidez de un rayo.
Pero todo ese dispositivo no había surtido efecto durante la madrugada. Nadie con la descripción de los brigadistas se había acercado y aunque tan solo había pasado una noche de guardia, empezaba a pensar que su idea no era tan brillante como pudiera parecer y al final todo fuera una pérdida de tiempo.
¿Puede que se hubiera equivocado y ahora mismo estuvieran saliendo de La Cangrejera después de disfrutar de una buena noche de lujuria y desenfreno?
Deseó que no fuera así.
Por el bien de España.

 

 

 

Madrid. Ese mismo día.

 

 

 

Felipe y Manuel viajaban en aquel tren una jornada más, para poder apartarse pronto del negocio habían solicitado al amigo de Manuel que moviera los hilos necesarios para que les dejara traer un par más de colchones seguidos. Las necesidades de las dos familias habían decrecido considerablemente al haberse marchado Manu y Juan rumbo a lo desconocido.
Un par más de viajes y todo habría acabado.
El del día anterior había transcurrido sin incidentes, como debía de ser, al ser sus últimos encargos por el momento, decidieron probar a llenar un poco más los colchones y así asegurarse de satisfacer la necesidad de demanda que tenían y así poder guardar algo en la despensa mientras encontraban otra cosa.
Si todo marchaba bien el viaje que estaban realizando sería el último.
Lo que no podían esperar era lo que estaba a punto de suceder.

 

 

 

Sevilla.

 

 

 

Habían quedado bajo, a la entrada de la pensión, a las nueve de la mañana. Casi todos habían dormido más o menos bien, a excepción de Anselmo, que no había conseguido que su cabeza dejara de pensar en cómo podían llevar a cabo tal alocada misión.
Romero le había proporcionado una llave, esa misma abría un almacén en el cual encontrarían el arsenal para llevar a cabo el magnicidio. No había peligro de registro en ese almacén pues pertenecía a un falangista reconocido que se había marchado a Madrid para servir mejor a su país. Los grupos anarquistas de Sevilla lo habían estado siguiendo y en un descuido habían conseguido quitarle la llave.
Ahora era un depósito seguro de armas.
El plan a seguir durante la mañana era sencillo, irían hacia la Plaza de La Falange, el punto en el que cometerían el atentado contra Franco y la estudiarían a fondo. Para ello irían disfrazados de simples turistas a los que le interesa la arquitectura de la ciudad y de su plaza más emblemática.
Cuando llegaron a la misma todos sintieron sensaciones distintas, desde miedo por lo que debían de hacer sobre ella a fascinación por lo majestuosa de la misma.
La plaza albergaba los edificios más importantes de la ciudad, como era el caso del ayuntamiento, el banco de España o la casa Arcenegui. Rocío, que adoraba esa plaza desde que era pequeña, les explicó varias curiosidades, desde que había sido el lugar donde se celebraban los autos de fe de la Santa Inquisición, hasta que la plaza había sido conocida con diversos nombres a lo largo de su historia, hasta que en el 36, al inicio de la guerra se la cambió el nombre como Plaza de La Falange.
Carmen empujaba a su tío por donde este le iba diciendo que lo hiciera. Mientras, miraba absorta toda la arquitectura de la plaza, aquello la fascinaba por completo.
Sevilla era tan bella como había imaginado que sería, pero no pudo evitar sentir un escalofrío al pensar lo que realmente estaba haciendo al pasear por aquel lugar.
Estaba reconociendo el terreno en el cual cometerían un asesinato.
Aunque ese asesinato los haría libres.
Previsiblemente.

 

 

 

Madrid

 

 

 

El haber subido a ese tren en unas cuantas ocasiones había conseguido que, aunque no desaparecieran del todo, los nervios hubieran amainado de forma considerable desde la primera vez que pusieron un pie en ese medio de transporte. Manuel y Felipe habían conseguido charlar de asuntos intrascendentes que normalizaban la situación y hacía que no fueran dignos de sospecha, al menos a unos ojos inexpertos.
El tren se detuvo en una nueva estación, no lograron percatarse de la que era pues no andaban prestando atención. Tampoco prestaron atención al importante destacamento de Guardias Civiles que subió al tren, esperando encontrar lo que seguro encontrarían.
Irrumpieron en el vagón en el que viajaban los dos amigos de forma brusca, armas en mano y mirando una a una las caras de los allí presentes.
Las piernas de ambos se tensaron hasta límites insospechados, aunque trataron de mantener la calma o aquello sería su fin y el de sus familias.
Los guardias civiles pasaron de largo y continuaron hacia el siguiente vagón, en el cual se encontraban apilados los colchones, llevando uno de ellos todo el contrabando.
Lo que sucedió a continuación pasó tan rápido que ni siquiera hubieran podido explicarlo de tener la oportunidad de hacerlo.
Una mano se posó sobre el hombre de Felipe, la reacción de este fue la de ponerse blanco como la cal pensando que aquello era el fin, cuando miró al propietario de la mano comprobó cómo era el hombre de la cicatriz, el mismo hombre que tantas sensaciones contradictorias le había provocado días atrás.
—Seguidme, no hay tiempo que perder —dijo con el rostro descompuesto.
Felipe no supo por qué, pero se levantó rápido al mismo tiempo que golpeaba en el pecho a su amigo, animándolo a seguir sus pasos, aunque no sabía muy bien adónde iba.
Ambos siguieron a aquel misterioso hombre varios vagones hasta que se detuvo en un punto, en él había una ventana abierta.
—Vamos, saltad, el tren acaba de salir y todavía no ha cogido velocidad para que pueda pasarnos nada.
—¿Estás loco? —preguntó Manuel sin esperar una respuesta, estaba claro que ese hombre no andaba dentro de sus cabales.
—Si no saltamos esos cabrones nos detendrán y, creedme —dijo señalando su cicatriz—, sé de lo que son capaces. Rápido, no perdáis más el tiempo.
Felipe miró a su amigo, el pánico se había apoderado de él, no quería ser detenido pues sabía que su vida acabaría después de eso, pero sobre todo pensó en su mujer. Quería protegerla por encima de todo.
Manuel asintió con la cabeza, asustado, harían caso a aquel hombre, era eso o dejarse atrapar.
Con cierta dificultad, Felipe subió hacia la ventana y cerrando los ojos se dejó caer. Rodó varias vueltas y magulló algo su cuerpo, pero realmente comprobó como aquél desconocido tenía razón, no había sido para tanto.
Levantó la cabeza y comprobó como su amigo había hecho lo mismo unos metros más adelante, parecía que estaba bien. Poco después vio caer al desconocido, que tardó poco en levantase.
Observó cómo el tren se alejaba, con él la Guardia Civil.
Suspiró con las piernas temblorosas todavía. No tenía ni idea de donde estaba, pero parecía que se había librado de una buena.
7 dí­as de marzo
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