Capítulo 4
MADRID,
16 de marzo de 1940
Salvo en alguna rara excepción, no había
faltado nunca a su cita diaria con su tío. Éste, cada día, se
mostraba menos receptivo a los cuidados que le suministraban tanto
ella como Matilde, aunque eso era algo que entendía a la
perfección.
No hacía falta ser un genio para comprender
el calvario por el que estaría pasando en aquellos momentos. Lo que
quedaba de lo que antaño fue su tío parecía un muerto en vida, un
alma en pena que deambulaba por un mundo que ya no sentía
suyo.
Carmen Salinas no sólo era inteligente, tan
sólo había que echarle un vistazo de arriba abajo para vislumbrar
una belleza sin igual. Los hombres mejor posicionados de la capital
española pugnaban por ella pues sabían que era la mujer
perfecta.
Una esbelta figura, proporcionada en cada
centímetro de su cuerpo, era tan solo el comienzo de un sinfín de
virtudes físicas. Su cara, que mostraba siempre un rostro sereno
aderezado con la más dulce, imaginable y perfecta de las sonrisas,
era el refugio perfecto de unos ojos que habían adquirido el tono
del cielo. Muchos discutían si en realidad era cielo o mar, pues no
sabían qué era más bello. Su pelo, ondulado y negro como el carbón,
caía en forma de media melena sobre sus hombros, haciendo que el
conjunto de todo su ser fuera tan armonioso que daban ganas de
mirarla para poder encontrar la paz.
Sin duda, que fuera tan ambicionada por los
más altos círculos de jóvenes madrileños era algo que agradaba
enormemente a su padre, el distinguido don Vicente Salinas. Éste
había barajado durante mucho tiempo cuál sería la mejor opción para
arreglar un matrimonio con su amada y única hija. Tras unas largas
consideraciones, había elegido a don Agustín Mínguez de Guzmán,
reputado banquero en ciernes, además de un prometedor nuevo miembro
de la Falange Española, de ideas muy claras y compromiso más que
evidente con la nueva España. El padre del joven, banquero también
de toda la vida y gran activista de la derecha española desde hacía
incontables años, había sabido presentar magistralmente sus cartas
ante don Vicente, mostrando a su hijo como la mejor opción como
esposo frente a su bella hija, vaticinando un futuro próspero para
ambas familias con la unión de estas.
Una alianza poderosa en tiempos de
incertidumbre.
Carmen aceptaba a ojos de todos ese destino,
no podía llevar la contraria a su padre, qué clase de señorita
sería si no lo hiciera, pero desde luego, ése no era su futuro
soñado. En silencio, alejada de todos y de todo en su habitación,
se imaginaba a sí misma enamorándose de alguien, sintiendo en su
estómago el típico cosquilleo que decían se sentía, averiguando por
ella misma qué era el amor, regalando sus labios a la persona que
ella había elegido. Nunca había encontrado el valor para dejar que
esa voz interior que en ocasiones escuchaba pudiera hablar en voz
alta. Tenía por seguro que nunca lo haría. Supuso que aprendería a
querer a aquel hombre, que acabaría siendo lo que esperaban que
ella fuera: una buena esposa española, que daría unos vástagos
sanos y fuertes que se unieran a la causa de la defensa de España
de la amenaza de los rojos. Pero desde luego nada de eso ocurriría
a favor de su voluntad.
La opción de mantenerse callada y acatar el
trazado de su vida no era algo extraordinario en su persona, la voz
de la mujer estaba completamente silenciada en aquellos aciagos
tiempos. Haber llevado la contra a los deseos de la persona que
debía dirigir tanto su vida como la de su madre hubiera estado
fuera de lugar y era un acto repudiable. Muchos, desde luego,
envidiarían su posición, sobre todo viendo el panorama en el que
había quedado sumido en el país. Pertenecer a una familia que había
apoyado abiertamente desde el inicio de la contienda a los
insurrectos era una garantía de supervivencia en el exterminio,
tanto humanitario como económico, que se estaba llevando a cabo en
contra de «los enemigos de la patria», como era conocida ahora la
gente que apoyaba a la izquierda.
A pesar de ello, Carmen no se sentía
afortunada, todo lo contrario. Daba gracias a que todavía quedase
ese pequeño nexo de unión con la felicidad que suponía la visita
diaria a su maltrecho tío, aunque este apenas hablaba y cuando lo
hacía era para escupir algún improperio hacia el nuevo modelo de
estado que se había formado. Su compañía para ella lo era todo.
Anselmo era de las pocas personas con un mínimo atisbo de
racionalidad dentro de un mundo que la había perdido por
completo.
El planeta estaba loco.
Su padre estaba en contra de esos
encuentros, no quería que su hermano le llenara la cabeza con los
mismos ideales que lo llevaron a verse postrado en esa silla de
ruedas, pero sabía que en el fondo no podía prohibir que se
produjesen. Él era su hermano y lo quería, muy a pesar de todo. Lo
quería y le preocupaba enormemente su estabilidad emocional. Una
estabilidad, si se podía llamar así, que desde luego tan solo podía
proporcionarle su hija Carmen.
Pero si había algo que su padre realmente no
aprobaba era que Carmen realizara esas visitas sola, sin
acompañante, y mucho menos a esas horas de la tarde-noche, en las
cuales las calles de Madrid se convertían en un hervidero de
mendigos y delincuentes varios. La joven nunca hacía caso de las
recomendaciones de su padre. Si no encontraba a nadie que la
pudiese acompañar a esas horas, como podía ser su prima Clotilde o
su —interesada— amiga Luisa, desobedecía los «consejos» de su
progenitor e igualmente iba en busca de la compañía de Anselmo.
Necesitaba ese contacto con él, a pesar de ser dos polos
prácticamente iguales, se atraían como si fueran imanes.
Salió del edificio, notó que el frío de
marzo era bastante palpable a esas oscuras horas y apretó el abrigo
de pieles contra su cuerpo.
Aquel invierno estaba siendo extremadamente
frío, Madrid había sido cubierta en varias ocasiones por unos
cuantos centímetros de nieve dotando a la capital de un aspecto
inusual. Ni los más ancianos del lugar podían recordar algo
parecido. El frío no solo había azotado la capital, el resto del
país también había sido castigado con las inclemencias de la
meteorología llegando a alcanzar cifras récord en lugares como
Ávila, en los cuales las temperaturas habían alcanzado los quince
grados bajo cero. Todo aquello había provocado varias muertes,
contribuyendo en la desolación que en aquellos momentos estaba
sumido la mayoría del país.
Aquél duro invierno había traído tras de sí
una escasez importante de combustible. La necesidad de los
madrileños de sentir el calor mientras la meteorología hacía que
sus dientes rechinaran, hizo que los niveles de carburante del país
hubieran descendido considerablemente. Muchos coches habían optado
por utilizar un sistema nuevo de combustible, llamado gasógeno.
Consistía en un fogón incluido en la trasera del vehículo en
cuestión, que combustionaba carbón, madera y desperdicios. Aquello,
aunque consiguió que se hiciese un ahorro considerable de
carburante, tan solo hacía que los coches funcionaran a trancas y
barrancas, dejando un rastro de hollín notable en el aire y
provocando que cada dos por tres el coche se ahogara y, en muchos
casos, acabara rompiéndose.
Aunque debido al precio que había adquirido
el combustible, era casi la única opción viable.
Absorta en sus pensamientos, comenzó a andar
a paso lento por la Gran Vía madrileña,
ahora conocida como Avenida de José
Antonio desde el 24 de Abril del año anterior. Ella repudiaba
esa nueva denominación y seguía refiriéndose a ella con su nombre
de siempre. A escondidas, claro.
Todavía quedaba una considerable distancia
que andar hasta llegar a su domicilio, situado en pleno barrio de
Salamanca. Ésta fue una de las pocas zonas que no había recibido ni
un solo proyectil durante la guerra civil, ya que el general
Franco, por expreso mandato suyo, la había declarado zona neutral y
los aviones Junkers alemanes no habían
descargado sus cargamentos en las duras noches de bombardeos. Eso
contribuyó al encarecimiento del precio de la vivienda en ese
barrio en concreto y había hecho que tan solo la gente con
excelentes recursos económicos pudiera residir en él.
Eso hizo que pasara a considerarse un barrio
de gente pudiente.
Su padre ni dudó un instante en invertir en
esa zona. Su familia era una de las más poderosas del país. Tenía
que actuar en concordancia.
Dejó el monumento dedicado a la diosa
Cibeles atrás, hacía tan solo un año había estado cubierto de
tierra y de una base piramidal de ladrillos para que resistiese el
impacto de una bomba, si bien era cierto que no lo hubiese hecho.
Continuó andando por la calle de Alcalá, varios productores —ahora
se conocía así a los obreros, ya que esa palabra era considerada de
«rojos»— trabajaban durante día y noche para devolver a la famosa
calle madrileña su esplendor de antaño, medio destrozado tras la
sanguinaria guerra.
Un tranvía sin apenas pasajeros pasó por el
lado derecho de la joven. También lo hizo un par de taxis con dos
ocupantes cada uno. Mientras, esta seguía avanzando hacia su
destino.
Decidió desobedecer, de forma descarada de
nuevo, una de las más importantes normas de su padre: La de no
tomar callejones poco transitados.
Sabía que si utilizaba ese camino, el tramo
que quedaba hasta su domicilio se reduciría considerablemente. Giró
a la izquierda dejando una de las entradas del Retiro a su espalda
y se adentró con decisión por una calle oscura, sin apenas
iluminación.
No vio los ojos que comenzaron a mirarla con
ardiente deseo.
Carmen notó un cierto desasosiego en su
interior, había algo que la inquietaba. Aceleró el paso ante la
sospecha de que alguien la estuviese siguiendo, no quería mirar
atrás por si acaso, pero podía sentir en la distancia unos ojos.
Estos parecían ir acompañados de unos pasos. Ya casi no albergaba
dudas de que la estaban siguiendo.
Siguió avanzando en la oscuridad, dobló la
esquina hacia la derecha, momento en el cual aprovechó para mirar
de reojo hacia lo que fuera que viniese por detrás. Con dificultad
distinguió a un hombre de aspecto deplorable que avanzaba sin
detenerse, derecho a ella. Sus ropas eran viejas y desgastadas; su
pelo, desaliñado, pero lo que realmente le preocupó fue que a pesar
de la oscuridad, pudo ver lo que sus ojos emanaban.
Nunca había visto nada parecido en la mirada
de nadie.
La joven apretó más el paso, comprobó
horrorizada cómo aquel supuesto malhechor también hacía lo mismo.
Ya no le quedaban dudas de si había sido una mala idea desoír los
consejos de su padre y haber tomado una ruta tan solitaria. Si ese
hombre decidía interceptarla no habría nadie en los alrededores que
pudiese ayudarla. Incómoda por los ropajes que vestía, que incluían
una falda que le llegaba hasta los tobillos y le impedía moverse a
una mayor velocidad como deseaba, comenzó a correr tan rápido como
pudo. Necesitaba llegar de nuevo a la avenida principal en la cual
habría viandantes e impedirían cualquier intento de agresión.
Sobre todo teniendo en cuenta el estatus de
la misma, debido a su forma de vestir.
Vislumbró el final del callejón a unos
veinticinco metros más o menos, si aceleraba el paso quizá llegase
a tiempo, pero su atuendo impedía que eso pudiese suceder. En más
de una ocasión había estado a punto de ir de cabeza al suelo debido
al corto espacio de movimiento de sus piernas.
Tan solo unos metros más y su meta sería
alcanzada con éxito.
Ya casi acariciaba su propósito con las
manos.
Justo cuando ya creía que se había salvado
de un fatal desenlace, la mano del hombre la agarró con fuerza del
brazo, haciendo que Carmen cayera de golpe al suelo.
Juan andaba con las manos metidas en los
bolsillos de unos estropeados pantalones. Como siempre, iba
totalmente metido en sus pensamientos. No le importaba lo más
mínimo las personas que pasaban a su lado. Solía olvidar que el
resto del planeta existía. Para él, solo existía su persona y la
historia que traía tras de sí.
Intentaba no pensar ni una sola vez en lo
que lo había llevado hasta ese preciso punto y en cómo lo podría
haber evitado. Su vida ahora era un desastre. El empeño mostrado
por su padre para que viera la vida desde una perspectiva positiva
no daba sus frutos, por más que lo intentaba, no lo
conseguía.
Todo era negro. Nunca dejaba de serlo.
Tenía la sensación de que estaba cayendo en
un pozo sin fondo, que nunca iba a dejar de caer. Con sus actos, no
solo había destrozado su vida, sino también la de sus padres,
obligándolos a dejar todo atrás para emprender rumbo a no sabían
muy bien qué. No tenían ningún porvenir, nada les aseguraba una
supervivencia, todo había ocurrido justo en uno de los peores
momentos de la historia reciente de aquel país.
Seguía absorto en sus lamentos cuando al
pasar por una esquina que daba de lleno a un callejón poco
iluminado, escuchó el grito desesperado de alguien. Su instinto le
llevó a girar la cabeza en aquella dirección. La imagen que observó
hizo que sus piernas comenzaran a correr solas.
No supo muy bien por qué lo hizo, pero dejó
que la inconsciencia actuara por él. No había atisbo de razón en su
cabeza.
Carmen gritaba con la esperanza de que
alguien acudiese en su ayuda. Comprobó horrorizada cómo era verdad
eso de que toda la vida pasa por delante de tus narices cuando
crees que ha llegado tu hora. No sabía muy bien qué iba a ser de
ella, lo que sí tenía claro es que no tenía fuerzas suficientes en
su minúsculo cuerpo para luchar contra aquel mastodonte. La tenía
completamente a su merced, eso sí, no por ello dejaría de luchar
para intentar eludir un destino que parecía inevitable.
El hombre había conseguido subirse encima de
ella para evitar que ésta pudiera escapar.
Notó entre pataleos y movimientos
desesperados de brazo cómo su atacante intentaba quitarle el
abrigo, estaba claro lo que buscaba en ella, aunque no pensaba
dárselo con facilidad. Aún, como era lógico, no había sido
desflorada y no deseaba que ése fuese el momento, y mucho menos a
la fuerza, con un mendigo que podría contagiarle cualquier
enfermedad, aquello era el preludio a una muerte casi segura, antes
o después.
Siguió pataleando y revolviéndose con todas
sus fuerzas hasta que notó la mano de su agresor golpear
violentamente su mejilla derecha. Eso la dejó sumida al poder de
ese monstruo, ya casi no había salvación para ella.
Notó cómo su cazador conseguía abrirle el
abrigo. Tras él se mostraba un vestido largo de color azul oscuro
que la había regalado su madre hacía tan solo una semana,
procedente de una de las mejores —y más caras— sastrerías de
Madrid. No le dolía para nada el sentir que algo de tanto valor
estaba siendo destrozado poco a poco, lo que más le dolía era el
valor sentimental que adquiría todo lo que le regalaban sus más
allegados.
Para ella eso es lo que no tenía
precio.
Cada vez iba quedando menos ropa que
arrancar para que sus vergüenzas conocieran el aire frío que ya
golpeaba su cuello con violencia.
En breve sería la presa deseada para esa ave
de rapiña que pretendía hacerla suya.
Cerró los ojos y deseó no sentir demasiado.
No pudo evitar pedir perdón mentalmente a su padre mientras las
lágrimas comenzaban a mojarle el rostro.
Justo cuando apenas quedaba nada para que su
ropa interior quedase al aire, sintió que de golpe su agresor caía
al suelo sólo a un metro de donde ella estaba tirada. Sin saber muy
bien qué había pasado y conmocionada todavía por cómo estaba
sucediendo todo, abrió de nuevo los ojos y trató de incorporarse un
poco para poder ver qué ocurría.
No entendía que estaba sucediendo.
¿Quizá un nuevo agresor se había unido a la
fiesta y éste reclamaba su turno?
Rezó para que así no fuera.
Todavía aturdida y sorprendida, observó cómo
alguien estaba golpeando con sus puños a su agresor en el rostro.
Cuando limpió la inundación que tenía en los ojos pudo ver cómo las
manos de su salvador estaban impregnadas de sangre. Al parecer
provenían del rostro del ratero que había pretendido violarla hacía
tan solo unos segundos.
De forma instintiva y muy conmocionada
todavía, se incorporó a toda prisa y se abalanzó sobre la persona
que había evitado la hecatombe, agarrándole muy suavemente la
muñeca para intentar impedir que este le asestara un nuevo puñetazo
al hombre. Este yacía en el suelo casi sin conocimiento y con toda
la cara llena de sangre.
—¡Basta! —gritó Carmen airadamente—, ¡Lo vas
a matar!
Juan no entendía el porqué, aquella joven no
tenía la suficiente fuerza para retener su brazo, pero quedó
inmóvil cuando sintió el frío tacto de la mano de la joven en su
muñeca. Algo muy parecido a la electricidad recorrió todo su
cuerpo, dejándolo paralizado.
—¿Y qué? —consiguió contestar éste, sin
dejar de mirar al agresor—, un hijo de puta menos.
—Por favor, no lo hagas —dijo la joven con
un tono de voz muy dulce, a pesar de las circunstancias—, ya no
puede ni moverse, lo has dejado fuera de combate —hizo una pausa
con la esperanza de que sus palabras surgieran el efecto deseado—.
No merece la pena, créeme.
—¿No eres consciente de lo que ha estado a
punto de suceder, muchacha?
—No importa, en absoluto, es un pobre
desgraciado —Carmen notó cómo las lágrimas volvían a sus ojos, esta
vez de manera leve—. Si lo haces te convertirás en un asesino, no
creo que quieras eso.
Las palabras de la joven provocaron en Juan
un efecto mucho más paralizador que su tacto. La palabra «asesino»
consiguió clavarse en lo más profundo de su ser, haciendo que
sangrara por dentro. No existía una palabra en el castellano que
pudiera herirlo de igual forma que esa.
Miró al hombre, estaba tirado en el suelo,
bajo su cuerpo, había perdido la consciencia aunque respiraba. Tomó
una amplia bocanada de aire, esperó encontrar la calma y perder el
ansia de quitarle la vida a ese escombro humano, aunque sentía que
no merecía otra cosa.
Tomó una nueva bocanada, parecía que estaba
consiguiendo su propósito, cerró suavemente los ojos y sintió cómo
parecía recuperar de nuevo su particular lucidez, aunque el corazón
le seguía bombeando a toda máquina. Notó que la joven iba soltando
su muñeca muy despacio, pero no dejaba de estar alerta ante una
nueva reacción del desconocido salvador.
Un nuevo aliento hizo que lentamente
empezara a incorporarse, agarró al agresor del hombro y comenzó a
girarlo, poniéndolo de lado.
—¿Qué haces? —preguntó una Carmen que no
entendía que estaba pasando.
—Tú ganas, ya que yo no lo he matado, que no
lo haga su propia lengua —contestó Juan, bastante más
calmado.
Carmen respiró aliviada pues pensaba que iba
a rematarlo.
Consciente de la temperatura que había en
esos momentos, Juan se acercó hasta el abrigo de la joven que
estaba tirado en el suelo, lo agarró y lo colocó sobre los hombros
de ésta. La madrileña respiró aliviada al sentir de nuevo el calor
que le proporcionaba la prenda.
Hasta ese momento Juan había evitado mirar a
Carmen a la cara.
Levantó la cabeza y lo hizo, directamente a
los ojos.
Nada volvió a ser igual en su mundo tras esa
mirada.
Nada.