Capítulo XXI
XXI
El vestido de boda
Debe juzgarse la impresión que semejante carta produciría en la joven. Cecilia fue a caer de rodillas delante del crucifijo, y después de acabar su oración y de haber dado gracias, corrió al cuarto de la marquesa para anunciarle aquella buena noticia; pero la marquesa estaba muy ocupada con una nueva novela cuyos amores fingidos le interesaban más que los verdaderos amores de su nieta; con todo, felicitó a Cecilia, y la besó en la frente.
—Ahora bien, hija mía —le dijo—; ya ves que tu pobre madre no tenía sentido común cuando te propuso el casamiento con Eduardo, y que yo tenía razón. A mí únicamente es a quien debes tu felicidad, hija mía, no lo olvides nunca.
Cecilia volvió a entrar en su cuarto con el corazón oprimido. Aquella acusación hecha a su madre en el momento en que era tan dichosa, vibró hasta en el fondo de su corazón. Habíase arrodillado para dar gracias a Dios en un principio; pero se arrodilló una segunda vez para pedir perdón a su madre.
Después leyó y volvió a leer muchas veces la carta, y por último se entregó al bordado de su vestido de boda.
Hubierase dicho que la pobre niña había calculado el trabajo para el tiempo de la vuelta de Enrique, y que debía concluirlo y ver a Enrique al mismo tiempo, porque apenas le quedaban ocho días de trabajo. Con todo, se habían pasado cerca de nueve meses entre la primera y la última flor de aquel magnífico dibujo.
Pero ¡con qué alegría, con qué esperanza trabajaba entonces! ¡Cómo se animaban aquellas flores bajo sus manos! ¡Cómo rivalizaban con las hijas de la primavera, siendo flores hijas del amor! Y aquel bordado confidente de su tristeza, ¡cuánta alegría presenciaba en aquel momento!
¡Oh!, sí, Enrique se lo había dicho: las horas parecieron muy largas a la pobre Cecilia, y con todo, no dejaron de pasar; después llegó la tarde, luego la noche: Cecilia no pudo dormir. Cada carruaje que oía pasar la hacía estremecer. ¿No había dicho Enrique que la «Anna Belle» era un navío muy velero y que tal vez llegaría al mismo tiempo que la carta? Verdad es que esto era pedir demasiado; Enrique lo había previsto, y que algún motivo podría detenerle. Era preciso conformarse a esperar sin inquietud ocho días; pero por más razones que se daba Cecilia a sí misma, no por eso esperaba con menos impaciencia.
Y sin embargo, a cada ruido que oía en la escalera corría hacia ella, y a cada ruido de la calle se asomaba a la ventana.
El día siguiente lo pasó del mismo modo, y después el que le siguió y los demás; pero el octavo, que había fijado Cecilia como término de su paciencia, Cecilia experimentó un verdadero suplicio.
La víspera, por la noche, había concluido su vestido de boda; habíase desarrollado la última flor brillante y alegre bajo sus manos.
El día octavo pasó también. Desde las dos de la tarde hasta la noche, permaneció Cecilia asomada a la ventana, con los ojos fijos en el ángulo de la calle de Saint-Honoré, figurándose a cada momento ver aparecer el cabriolé que le devolvía a Enrique, como había visto desaparecer el que lo arrancaba de su lado.
Después, por uno de esos misterios singulares que prueban que el tiempo no existe, y que es una palabra vana, todo aquel tiempo que había pasado esperando a Enrique desaparecía y se borraba; parecíale que había marchado el día anterior, y que durante la noche había soñado aquel largo viaje.
Llegó la noche, y la oscuridad se hizo cada vez más densa. Con todo, como hacía un tiempo hermoso, Cecilia pasó toda la noche asomada a la ventana. A los primeros rayos del día, fatigada y con el corazón oprimido, se resolvió por fin a costarse.
Su sueño fue corto y agitado. Despertábase a cada momento creyendo oír el ruido de la campanilla. Aquel día lo pasó en la misma agitación que el anterior.
Entonces trató de reflexionar y de soportar con su amor, queriéndose persuadir a sí misma de que las dos embarcaciones no habrían podido marchar con una indispensable regularidad: la «Anna Belle» podría haberse retrasado antes de partir algunos días; alguna de esas calmas tan frecuentes en los trópicos podía haberla detenido; así es que se impuso una prórroga de tres días, durante la cual trató de anular el derecho de esperar; ¿pero qué haría durante aquellos tres días?
La pobre Cecilia volvió a coger su vestido de boda, y se puso a bordar un nuevo ramo en cada ángulo del bordado.
Pasaron los tres días, luego cuatro, después una semana, y los cuatro ramos se concluyeron. Quince días habían pasado desde el término probable fijado por Enrique; Cecilia ya no estaba impaciente, estaba alarmada.
Entonces se presentaron a su imaginación todos los presentimientos funestos de un alma inquieta; aquel inmenso mar, cuyos sordos mugidos la habían impresionado en Boulogne; aquellas olas caprichosas, con sus tempestades, con sus huracanes, ¿qué es lo que habían hecho de la «Anna Belle» y de Enrique?
Los días que pasaba Cecilia en aquella incertidumbre eran terribles; pero lo eran más aún las noches; aquel pensamiento constante que agobiaba su alma, combatido durante el día por la razón, aumentaba de dimensiones durante el sueño como un fantasma, y dejando de estar contenido por la reflexión, se le presentaba como una horrible y fantástica aparición; apenas se dormía, cuando se le presentaban tan pronto Enrique como su madre; después daba principio un poema interminable de dolores que le producían un insomnio lleno de agonías, de sollozos y de lágrimas.
Hacía ya un mes que Enrique debería haber llegado.
Cecilia, para distraerse, acudió de nuevo a su pobre vestido de boda; se decidió a sembrar el fondo de ramos semejantes a los que había bordado en los ángulos.
Además, otra nueva inquietud se presentaba a su imaginación; la marquesa continuaba viviendo entregada a su imprevisor egoísmo. Un día Cecilia abrió la cómoda en que estaban todos los recursos que poseían y halló sólo quinientos francos.
Corrió al cuarto de la marquesa, y con todas las precauciones posibles le hizo presente sus temores.
—¿Y qué? —dijo la marquesa—, de aquí a tres meses que es lo que puede durar ese dinero, ¿no habrá venido Enrique?
Cecilia abrió la boca para preguntar:
—¿Y si no ha venido aún?
Pero las palabras expiraron en sus labios; parecíale que aquello era dudar de la misericordia de Dios, y que dudando de ella, tendría bien merecida su mala suerte. Volvió a su cuarto algo más animada por la convicción de su abuela.
Y en efecto, ¿por qué no había de venir Enrique? No había pasado aún bastante tiempo para desesperar. Enrique se había retardado algunas semanas, y he aquí todo. Podía muy bien haber sucedido lo que él temía: que la «Anna Belle» no se hubiese dado a la vela el día señalado: tal vez se hallaba en camino, y entraba ya en Inglaterra o en la misma Francia; y Cecilia, llena de valor un momento, se ponía a trabajar en su vestido, y salían nuevos bordados de su aguja, como hubieran podido salir de la de una hada.
Pasaron de este modo tres meses; todos los ramos estaban ya concluidos: el vestido iba siendo una maravilla de arte. Los que le veían decían que era demasiado bueno para una mujer, y que era digno de ser ofrecido a Nuestra Señora de Liesse, de Loreto o del Monte Carmelo.
Cecilia volvió a empezar otro dibujo de flores entre los ramos.
Una mañana entró Aspasia en el cuarto de Cecilia, cosa que no sucedía nunca.
—¡Qué queréis, Aspasia! —exclamó Cecilia—. ¿Ha sucedido algo a la marquesa?
—No, gracias a Dios, señorita; pero no hay dinero en la cómoda, y envía a preguntaros dónde lo encontraría.
Un sudor frío bañó la frente de Cecilia. El momento que tanto temía había llegado al fin.
—Está bien —dijo—, voy a hablar con la marquesa sobre el particular. Cecilia entró en la habitación de su abuela.
—Mi querida mamá —le dijo—, al cabo sucedió lo que había yo previsto.
—¿Qué cosa, querida? —preguntó la marquesa.
—Nuestros recursos se han agotado, y Enrique no ha venido aún.
—¡Oh! Ya vendrá, hija mía; ya vendrá.
—Pero entre tanto, ¿cómo nos compondremos?
La marquesa dirigió los ojos hacia sus manos: tenía en el dedo pequeño de una de ellas un medallón ovalado rodeado de diamantes.
—¡Ay! —dijo, dejando escapar un profundo suspiro—. Mucho me costará desprenderme de esta sortija; pero puesto que es preciso…
—Madre mía, no os separéis más que de los diamantes que podéis reemplazar con un cerco de oro, y así os quedaréis con la sortija.
La marquesa exhaló un segundo suspiro, que probaba que lo sentía más por los diamantes que por la sortija, y la entregó a Cecilia.
No podía ésta confiar a nadie el cuidado de vender la alhaja que la marquesa acababa de entregarle; hubiera sido denunciar su miseria próxima, y esto era un secreto que deseaba ocultar, sobre todo a Aspasia.
Cecilia, pues, se dirigió a casa de un joyero, y volvió con ochocientos francos, precio en que fue valuado el cerco de diamantes; al mismo tiempo el joyero quedó en encargo de reemplazar el cerco de diamantes por uno de oro.
Desde aquel momento, Cecilia conoció que además de la desgracia de no ver a Enrique, existía otra aún; impotente contra la una, quiso prevenirse contra la otra. Pasados tres días, y yendo a recoger la sortija de la marquesa, tomó sus dibujos de bordados, y como el joyero le había inspirado confianza por su buena fisonomía, se los enseñó, preguntándole si conocía algún dibujante en cuya casa pudieran darle trabajo. El joyero llamó a su esposa, quien después de haber admirado los dibujos, le prometió que haría todo lo que pudiese por ella. Tres días después Cecilia contaba con un recurso para vivir: podía ganar de seis a ocho francos diarios.
Desde aquel momento, ya un poco más tranquila, volvió a entregarse únicamente a sus pensamientos respecto a Enrique. Pasaban días y días, y no recibía noticia alguna. Ya habían trascurrido cuatro meses. Cecilia ni sonreía, ni lloraba, y cada día parecía estar más impasible; había concentrado todo su dolor sobre el corazón. De vez en cuando se estremecía cuando oía llamar a la puerta a la hora en que acostumbraba llamar el cartero; pero en el modo de llamar, Cecilia conocía que no era él, y volvía a caer en el sillón de que se había levantado. Su incesante ocupación, que había llegado a ser casi maquinal, era su vestido; todo el fondo se cubría de bordados; cada día llenaba Cecilia un nuevo espacio; cada día nacía una nueva flor bajo aquella aguja maravillosa; pasaron tres meses aún del mismo modo, y ninguna noticia vino a devolver la alegría o las lágrimas a la pobre niña.
Durante aquellos tres meses se acabó el dinero que había producido la venta de la sortija de la marquesa; pero gracias al recurso que se había proporcionado Cecilia, nadie lo notó. Todas las semanas llevaba sus dibujos y recibía una suma de cuarenta a cincuenta francos. Esta suma bastaba para el gasto de la casa, y como este nuevo trabajo le dejaba tiempo para bordar, continuaba ocupando dos o tres horas diarias en su vestido, pues se le figuraba que en tanto que pudiese trabajar en él, no estaba aún perdida la esperanza de ver a Enrique.
En fin, llegó un momento en que toda adición fue imposible; los más pequeños espacios estaban ya ocupados; el vestido de boda estaba enteramente concluido.
Teníale sobre sus rodillas una mañana, y meneaba tristemente la cabeza buscando inútilmente un hueco donde colocar alguna flor, algún ligero arabesco, cuando oyó sonar la campanilla. Cecilia se arrojó de la silla, pues había reconocido al cartero.
Corrió a la puerta; era él en efecto. Tenía una carta en la mano; pero aquella carta no era de letra de Enrique, sino una letra grande, y la carta tenía un sello del ministerio. Cecilia la tomó temblando.
—¿Qué es esto? —preguntó con una voz casi ininteligible.
—No sé, señorita —respondió el cartero—; lo que únicamente os puedo decir es que ayer nos mandaron llamar para preguntarnos si conocíamos a la señorita Cecilia de Marsilly. Yo contesté que hacía ya bastante tiempo que había llevado muchas cartas a una persona de ese nombre, que vivía en la calle de Coq-Saint-Honoré, número 5; se tomó apunte de mis palabras, y esta mañana me han entregado esta carta para que os la entregue; es del ministerio de marina.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué será esto? —exclamó Cecilia.
—Deseo que sea una buena noticia, señorita —dijo el cartero retirándose.
—¡Ah! —dijo Cecilia levantando la cabeza—; no espero buenas noticias sino de otra letra. El cartero abrió la puerta para marcharse.
—Esperad que os pague —dijo Cecilia.
—Gracias, señorita —respondió el cartero—; la carta está franca. Y se retiró en seguida. Cecilia entró en su cuarto.
Tenía la carta en la mano sin atreverse a abrirla. Por fin, rompió el sello, y leyó lo que sigue:
«A bordo del brick de comercio “Anna Belle”, mandado por el capitán John Dickins. Hoy día 28 del mes de marzo del año de 1805, a las tres de la tarde, hallándonos a la altura de las azores a los 32o de latitud y 42o de longitud.
Yo, Eduardo Thomson, segundo del brick “Anna Belle”, hallándome de cuarto a bordo de dicho buque, y avisado por el piloto Samuel de que el vizconde Carlos Enrique de Sennones, inscrito con el número 9 en el registro de pasajeros, acababa de fallecer.
Me transporté acompañado del citado, y de míster Williams-Smith, estudiante de medicina, al cuarto número 9, donde hallamos un cadáver, que reconocimos perfectamente ser el vizconde Enrique de Sennones.
El testigo Samuel nos declaró entonces que a las tres menos cinco minutos había expirado en sus brazos el vizconde Carlos Enrique de Sennones; que para asegurarse de que había cesado completamente de existir, le puso el espejo delante de la boca; pero viendo que el espejo permanecía sin empañarse y que por consiguiente se había extinguido la respiración, no había dudado que estuviese muerto, y había ido a darme parte de ese accidente.
Examinado el cadáver, míster Williams-Smith, estudiante de medicina, pasajero a bordo, y que había prestado auxilios al enfermo, dijo:
Declaro por mi alma y mi consciencia que el vizconde Carlos Enrique de Sennones ha muerto de la fiebre amarilla, cuyo germen había traído sin duda consigo al salir de Guadalupe; que hace tres días se declararon los primeros síntomas, y que la enfermedad hizo tan rápidos progresos, que a pesar de todos los socorros del arte, ha muerto hoy a las tres menos cinco minutos.
En fe de lo cual, extiendo hoy la presente acta, que después de hecha la lectura de ella, ha sido firmada por nosotros, por el médico que asistió al difunto, y por el testigo antes nombrado.
Hecho a bordo, en el mar, en el día, mes y año más arriba expresados.
Firmado John Dickins, capitán; Eduardo Thomson, segundo; y Williams-Smith, estudiante de medicina; en cuanto al piloto Samuel, declara no saber firmar, y pone su cruz».
Al acabar de leer Cecilia esta carta, arrojó un grito y se desmayó.