Capítulo XI
XI
El hombre propone
El domingo siguiente, como de costumbre, la familia Duval fue a casa de la baronesa, quien se encargó exclusivamente de su recepción, pues la marquesa estaba con jaqueca.
No se pronunció palabra alguna relativa al proyectado matrimonio; pero madame Duval y la baronesa se abrazaron, Eduardo besó la mano de Cecilia y ésta se ruborizó.
Era evidente que todos se hallaban al corriente del proyecto, y que este proyecto colmaba los deseos de monsieur Duval, de su mujer y de su hijo; rebosando la alegría en aquellos tres corazones.
En cuanto a la baronesa, no se hallaba exenta de una especie de tristeza; aquella era la primera vez, después de trescientos años, que se hacía un enlace de aquel género; y aun cuando estuviese convencida de que aquella infracción de las leyes aristocráticas que habían consultado siempre sus antepasados había de hacer la felicidad de su hija, no por eso podía dominar aquella inquietud.
Cecilia no apartaba la vista de su madre. Hacía ya algunos días que empezaba a notar que su salud se debilitaba. Aquel día, sobre todo, sin duda a causa de las emociones que experimentaba, el rostro de la baronesa pasaba sucesivamente del carmín más vivo a la más extremada palidez; además, de tiempo en tiempo una tos seca se escapaba de su pecho. A los postres, la baronesa se levantó precipitadamente, y salió del comedor. Cecilia, alarmada, la siguió; halló a su madre apoyada contra la pared del corredor con un pañuelo delante de la boca. La baronesa, al ver a su hija, apartó apresuradamente el pañuelo, pero no tan pronto que Cecilia no pudiese ver en él manchas de sangre. Cecilia arrojó un grito, que la baronesa ahogó con un abrazo, y después ambas volvieron al comedor.
Madame Duval se informó, con ese interés que imposibilita toda acusación de curiosidad, de la causa que había hecho salir tan precipitadamente a la baronesa y a su hija; la baronesa respondió que se había sentido indispuesta repentinamente, y Cecilia dejó escapar algunas lágrimas.
Al despedirse de sus huéspedes, Cecilia suplicó a monsieur Duval que enviase al día siguiente, bajo un pretexto cualquiera, al mejor médico de Londres, y monsieur Duval le prometió que así lo haría.
Así que se hallaron solas Cecilia y su madre, estallaron las emociones dolorosas encerradas en el corazón de la pobre niña; hubiera deseado poder ocultar sus temores a su madre, pero aún no sabía disimular nada, y menos que todo, el dolor. Cecilia hasta entonces no sabía lo que era la desgracia.
La baronesa no tuvo valor suficiente para ocultar a su hija sus propias inquietudes. Por otra parte, sus temores del porvenir excusaban el proyecto de unión entre la familia plebeya de los Duval y la noble familia de Marsilly, y Cecilia fue quien a su vez se encargó de tranquilizar a la baronesa.
Hay, en efecto, una edad en que no parece posible la muerte; esta edad era la de Cecilia; a los catorce años todo parece eterno en la naturaleza, porque parece que se tiene la eternidad dentro del corazón.
Al día siguiente, un amigo de monsieur Duval se presentó en casa de la baronesa; iba según dijo, de parte del honrado comerciante, a entregar a madame de Marsilly la suma de diez mil francos que aquel quedó en remitirle; monsieur Duval llevaba esta suma en billetes el día anterior; pero así que Cecilia le dijo que enviase un médico bajo un pretexto cualquiera; guardó sus billetes, pensando que ellos podían servir maravillosamente para el objeto.
En efecto, el doctor dejó escapar, en medio de la conversación, que viniendo a Hendon para visitar un enfermo, su amigo monsieur Duval le había encargado de la comisión que le proporcionaba el honor de verla.
Al oír la palabra doctor, Cecilia aprovechó la ocasión, y manifestó a éste los temores que tenía respecto a la salud de su madre; la baronesa se sonrió tristemente; no habían podido engañar ni un momento su instinto de enferma con toda aquella farsa filial; pero, con todo, expuso al doctor, que era uno de los mejores médicos de Londres, todos los síntomas que la hacían temer que su salud estuviese profundamente atacada.
El médico pareció no participar en manera alguna de las inquietudes de la baronesa; pero no por eso dejó de prescribirle un plan, y un régimen el más severo; después añadió en medio de la conversación, y como hombre que no sabe si el consejo que daba podía ser adoptado y seguido, que sería muy conveniente a la salud de la baronesa que fuese por siete u ocho meses a Hyeres, a Niza o a Pisa.
Nada pareció a Cecilia más fácil que llevar a cabo aquella última prescripción del doctor; así es que se admiró mucho cuando, exigiendo de su madre que pusiese en práctica todas las indicaciones del médico, su madre le contestó que se conformaría a todo, excepto al viaje; pero su admiración subió de punto cuando, insistiendo sobre aquel medio que creía de tanta importancia, su madre, vencida por sus instancias, le contestó que se hallaban muy pobres para hacer semejantes gastos.
Cecilia ignoraba completamente lo que era la riqueza y la pobreza. Sus flores nacían, florecían y morían sin que hubiese entre ellas distinción alguna; todas tenían una parte igual de agua para refrescar su tallo, y sol para hacer brotar sus botones; creía que a los hombres sucedería lo que a las plantas, y que todos tenían una parte igual en los bienes de la tierra y en los dones del cielo.
Entonces, por la vez primera, la baronesa refirió a su hija que habían sido ricos en otro tiempo, y que habían tenido una magnífica casa, tierras y posesiones; pero que todo aquello había sido vendido; que no les quedaba nada, ni aun aquella casita, que no era de su propiedad, sino que la tenían mediante una cantidad que pagaban al año, y que en cuanto faltasen al pago de un año, les harían salir fuera de la habitación y no tendrían dónde ir.
Entonces Cecilia preguntó a su madre de dónde procedía el dinero con que habían vivido hasta entonces, y la baronesa no le ocultó que aquel manantial que debía agotarse muy pronto, eran los diamantes de la marquesa. La pobre niña se informó de si podría ella hacer algo para ayudar a su familia, puesto que había que vivir, o de una fortuna adquirida, o de un trabajo cualquiera; entonces supo que la mujer recibía su posición, pero que no podía formársela, y que esta posición dependía casi siempre de su marido. Cecilia pensó naturalmente en el proyecto de unión con la familia Duval, y arrojándose en los brazos de su madre:
—¡Oh, madre mía! —le dijo—; yo me casaré con Eduardo.
Madame de Marsilly comprendió toda la generosidad de aquellas palabras, y por este lado al menos se aseguró de que no encontraría obstáculo alguno a sus proyectos.
Pasó de este modo el tiempo, sin que variase en nada la situación de aquella pobre familia, si no es con respecto a la baronesa, cuyas fuerzas se debilitaban de día en día; entre tanto las noticias políticas daban menos esperanzas a los realistas; el rumor de que Bonaparte iba a devolver el trono a los Borbones, tomaba un gran incremento; hablábase de un rompimiento completo entre el primer cónsul y los jacobinos; se aseguraba que el rey Luis XVIII le había escrito con este motivo, y que había él mismo recibido dos cartas del joven vencedor que le daban alguna esperanza.
Entre tanto llegó una carta de la duquesa de Lorgues; esta señora había llegado a Londres el día antes, y anunciaba a madame de Marsilly su visita para el día siguiente.
Aquella noticia causó un vivo placer a la baronesa y a Cecilia; pero sobre todo, la marquesa fue quien más se alegró de aquel suceso. Iban, pues, a hallarse en su esfera, a volver a ver a una persona con la que podía hablar, y, como ella decía, a sacudirse de aquellos Duval.
Así es que llamó a Cecilia a su habitación, lo que no sucedía sino en las grandes ocasiones, y le encargó que no dijera una palabra a la duquesa de Lorgues de aquellos proyectos descabellados de casamiento de que le había hablado la baronesa en un momento de extravío. El mismo encargo hizo a su hija, quien, adivinando de antemano todos los cargos que le haría su noble amiga, no tuvo inconveniente en prometer a la marquesa todo cuanto quiso.
El día siguiente, a las dos de la tarde, estando reunidas la marquesa, la baronesa y Cecilia en la sala principal, se detuvo un carruaje delante de la puerta de la quinta. Oyóse resonar el aldabón bajo una mano aristocrática, y algunos momentos después la doncella anunció a la señora duquesa de Lorgues y al caballero Enrique de Sennones.
Hacía ya siete u ocho años que no se habían visto la baronesa y la duquesa; arrojáronse una en los brazos de otra, como dos antiguas amigas en quienes la ausencia no había podido enfriar el cariño; pero al darse aquel abrazo, la duquesa no pudo ocultar la penosa impresión que le produjo la horrorosa mudanza que se había operado en las facciones de la baronesa. Ésta lo notó.
—¿Me halláis muy cambiada, no es verdad? —dijo por lo bajo a la duquesa—; callad, os lo suplico; no digáis una sola palabra sobre ello porque alarmaríais a mi pobre Cecilia; ahora bajaremos al jardín y podremos hablar.
La duquesa le apretó la mano.
—Siempre la misma, —dijo.
En seguida, la duquesa de Lorgues se volvió hacia la marquesa, que se hallaba vestida de toda etiqueta y le hizo muchos cumplidos sobre el buen estado de salud. Después, dirigiéndose a Cecilia:
—Mi hermosa Cecilia —le dijo—; vos sois todo lo que prometíais ser. Venid a abrazarme y a recibir todas mis felicitaciones, porque ya sé por conducto de la buena familia Duval, que han ido ayer a casa a ofrecerme sus respetos, que sois lo que se llama una mujer completa.
Cecilia se acercó, y la duquesa la besó en la frente. Luego dirigiéndose a madame de Marsilly:
—Mi querida baronesa —le dijo—, y vos, mi querida marquesa, permitidme que os presente a mi sobrino Enrique de Sennones, a quien os recomiendo como a un excelente joven.
A pesar de aquel cumplimiento, que debiera haberle cortado, el joven saludó con una gracia y un desembarazo, hijos de unas nobles maneras.
—Ya sabéis, señoras —dijo—, que la duquesa ha sido para mí una segunda madre; así pues, no os admiréis de las exageraciones de sus elogios.
La baronesa y la marquesa le saludaron, y después Enrique, volviéndose hacia Cecilia, recibió de ésta otro saludo.
A pesar de la modestia del caballero, era preciso confesar que la duquesa de Lorgues no había dicho nada de más con respecto a él; acababa de cumplir veinte años, y era un joven en quien se notaba la elegancia de modales de las personas que, educadas por un preceptor, no han dejado la casa paterna, y han conservado ese barniz de buen tono, que destruye en general la educación universitaria. Por lo demás, Enrique, como la mayor parte de los emigrados, se hallaba sin bienes de fortuna. Había perdido a su madre casi al nacer; su padre había muerto en la guillotina, y no tenía otra esperanza de fortuna que la herencia de un tío suyo que se había retirado a Guadalupe, donde, según se decía, había hecho un gran capital por medio de especulaciones comerciales.
Pero por una rareza de su carácter, aquel tío había declarado que su sobrino no tenía nada que esperar de él, sino a condición de que se dedicase al comercio.
Como debe suponerse, el resto de la familia se opuso a semejante condición, diciendo que Enrique había sido educado de un modo que le impedía el hacerse traficante en azúcar y café.
Todos estos detalles fueron contados con ese abandono de conversación, propio de las personas del gran mundo; el comercio salió muy mal librado en aquella ocasión, y los comerciantes fueron tratados con demasiada acritud por madame de Lorgues y por su sobrino; la marquesa estaba en sus glorias. La baronesa y Cecilia, notando con sentimiento que una parte de aquellos epigramas caían naturalmente sobre la buena familia que formaba su sociedad habitual, se mezclaron poco en la conversación, que llegó a tomar un tono de tal acritud, que la baronesa, para cortarla, tomó el brazo de la duquesa para bajar a jardín, como se lo había dicho antes.
La marquesa, Cecilia y Enrique quedaron solos.
Apenas la marquesa vio a Enrique, cuando con su eterna oposición a los proyectos de la baronesa, dijo para sí que aquel era el marido que convenía a Cecilia, y no un comerciantillo como Eduardo Duval.
Así es que, apenas salieron de la habitación la baronesa y su amiga, la marquesa cedió al deseo de hacer brillar los talentos de su nieta, y a pretexto de entretener al joven, le hizo enseñarle sus bordados y sus dibujos.
Aunque Enrique, apresurémonos a decirlo en su elogio, fuese un digno apreciador de las cosas de la aguja, de las que había visto hacer muchas y muy buenas durante las largas noches de Inglaterra y de Alemania en casa de su tía, con todo, lo que más impresión le causó fue la parte de dibujo. Estos dibujos contenían principalmente los diseños de las flores más hermosas que habían nacido en el jardín de Cecilia, y cada una de dichas flores tenía escrito por debajo su nombre. Lo que notó especialmente Enrique con sorpresa, fue que cada una de las flores tenía, por decirlo así, una fisonomía particular, y que estaba en armonía con el nombre que se le había dado. Preguntó a Cecilia la explicación de aquella singularidad, y Cecilia se la dio simple y sencillamente, refiriéndole cómo había sido educada entre aquellas flores, cómo se había puesto en contacto íntimo con aquellas amigas frescas y perfumadas, cómo ella, como por la fuerza de la simpatía, si así puede decirse, había llegado a conocer los pesares y alegrías de aquellos lirios y aquellas rosas, y cómo, en fin, según sus caracteres o sus aventuras, les había puesto un nombre en armonía con ellos.
Enrique escuchó toda aquella explicación como habría escuchado un cuento de hadas. No había más sino que el cuento era una historia, y el hada estaba en su presencia. Cualquiera otra joven que le hubiese dicho aquellas cosas le habría parecido loca o afectada; pero no era así con Cecilia, pues se veía que la casta niña decía su vida, sus sensaciones, sus alegrías, sus pesares; quizá los prestaba a sus flores, pero lo hacía de buena fe, y entre otras cosas refirió a Enrique la historia de una rosa, que había sido tan desgraciada, que su narración le hizo casi brotar lágrimas.
La marquesa escuchaba todo aquello, y procuraba de vez en cuando ver si mudaba de conversación; todas aquellas aventuras botánicas le parecían insulsas y pesadas; pero Enrique, que no era de su parecer, hacía recaer de nuevo la conversación sobre el mismo asunto, pues lo que menos le parecía era vivir con una criatura humana, sino con alguna creación fantástica de Osian o de Goethe.
Sin embargo, como la marquesa pronunciara la palabra música, y abriese el piano, Enrique, que era también excelente músico, rogó a Cecilia que cantara alguna cosa.
Cecilia no sabía lo que era hacerse de rogar, pero ignoraba todavía si tenía o no talento; tal vez no sabía ni lo que era éste.
Lo mismo que en la pintura, la ejecución musical de Cecilia era toda de sentimiento; así fue que cuando Cecilia cantó con una dulzura y una gracia infinita, uno o dos romances y otros tantos nocturnos, le preguntó Enrique con la mayor sencillez si le haría oír alguna composición suya.
Entonces Cecilia, sin hacerse de rogar ni hacer la menor objeción, dejó caer sus manos sobre las teclas, y empezó una de esas extrañas fantasías que solía cantar a veces delante del melodioso instrumento; un aire suave, tocado con la sordina, indicaba que era de noche; todos los ruidos de la tierra se dormían unos tras otros, sucediéndoles un silencio absoluto, turbado apenas por el murmullo de un arroyo; luego, en medio de aquella calma suprema de la oscuridad, descollaba el cántico de un ave, cántico melodioso, desconocido, que no era el del mirlo ni el del ruiseñor; ave que cantaba en el corazón de Cecilia, como un eco de las melodías celestiales, y cuya voz decía a un mismo tiempo: esperanza, súplica, amor.
Enrique, embargado por aquella dulcísima hermosura, dejó caer su cabeza entre las manos; y cuando se levantó sin tratar de enjugar una lágrima que rodaba por sus pestañas, vio a Cecilia con la cabeza elevada y mirando al cielo, con los ojos humedecidos. Enrique estuvo a punto de arrojarse a sus pies y adorarla como a una imagen.
En aquel momento entraron la baronesa y su madre.