Capítulo I

I

La puerta de Saint-Denis

El 20 de septiembre de 1792, a las seis y media de la mañana, se presentaba en la puerta de Saint-Denis un pequeño carromato guarnecido de paja, cubierto de lienzo y conducido por un aldeano sentado sobre las varas, detrás de otros doce que se adelantaban, todos con la pretensión bien evidente de salir de París, cosa que en aquella época de emigración no era tan fácil.

Así era que cada uno de los carruajes que se presentaban eran sometidos a una rigurosa investigación. Además de los dependientes de las puertas, cuyo oficio ordinario era registrar simplemente a los carruajes que entraban, estacionaban en la puerta cuatro oficiales municipales para comprobar los pasaportes, y había una guardia de nacionales voluntarios con objeto de prestarles auxilio en caso necesario.

Todos los carruajes que precedían al carromato fueron registrados por su turno, hasta sus más ocultos rincones; pero ninguno de ellos debió presentar, sin duda, cargamento sospechoso, porque todos pasaron sin dificultad, y llegando entonces el carromato hasta la barrera, se detuvo a su vez delante del cuerpo de guardia.

Entonces el aldeano, sin aguardar el interrogatorio, levantó por sí mismo el lienzo que cerraba el carro y presentó su pasaporte.

Este pasaporte, expedido por el alcalde (maire) de Abbeville, inculcaba a las autoridades que dejasen viajar libremente al arrendatario Pedro Durand, que con su mujer, Catalina Payot, y su madre, Gervasia Anoult, pasaba a París. Por otra parte, la municipalidad de París autorizaba a las mismas personas a volver a la aldea de Nouvion, punto de su residencia habitual.

El oficial municipal introdujo la cabeza en el carromato, el cual contenía una mujer de 45 a 50 años, otra de 25, y una niña de 4 años; todas tres estaban vestidas de aldeanas normandas, y a excepción de la niña, llevaban el grande tocado de las mujeres del país de Vaux.

—¿Quién se llama Gervasia Anoult? —preguntó el municipal.

—Yo caballero, —respondió la mujer de más edad.

—¿Y catalina Payot? —continuó aquél.

—Yo ciudadano, —contestó la más joven.

—¿Y por qué esta niña no está incluida en el pasaporte?

—¡Oh! —dijo el aldeano respondiendo la pregunta dirigida a las mujeres—; no ha sido culpa nuestra; bien me decía mi mujer: «Pedro, es preciso hacerla inscribir también en el pasaporte»; pero yo le dije: «Quita allá, Catalina; un muñeco como ése no vale la pena».

—¿Es hija tuya? —preguntó el municipal. La niña abría la boca para contestar, pero su madre le puso la mano sobre los labios.

—¡Pardiez! —dijo el aldeano—; ¿y de quién queréis que sea?

—Está bien, —dijo el municipal—; pero, como decía la ciudadana, importa que se haga mención de esa niña en el pasaporte; y luego, —añadió—, por equivocación sin duda, se dice en él que tu madre tiene sesenta y cinco años y tu mujer treinta y cinco; ninguna de esas dos ciudadanas parecen ser de la edad que se les atribuye.

—Sin embargo, tengo yo los sesenta años, caballero, —dijo la de más edad.

—Y yo treinta y cinco, —dijo la más joven.

—Y yo, —dijo la niña—, tengo cuatro años, y sé leer y escribir muy bien. Las dos mujeres se estremecieron, y el aldeano prosiguió:

—Ya lo creo que sabrás leer y escribir, pues bien caro me ha costado; seis francos al mes en la escuela de Abbeville; pues si tú no supieras leer, haría que le formasen causa a tu maestro de escuela, que en algo se ha de conocer que es un normando.

—Bien, bien, —dijo el oficial municipal—; ahora bajareis a mi habitación, entretanto que se registra el carruaje para asegurarnos de que nadie hay escondido en él.

—Pero caballero… —respondió la mujer de más edad.

—¡Madre mía!… —dijo la joven apretándole el brazo.

—Vamos, vamos; haced lo que desea el ciudadano, —dijo el aldeano—, y cuando se cerciore de que no hay aristócratas ocultos bajo nuestra paja, nos dejará pasar; ¿no es esto, ciudadano oficial?

Las dos mujeres obedecieron el cuerpo de guardia; al pasar el dintel de la puerta, la de más edad llevó su pañuelo a la nariz. Felizmente este movimiento no fue notado por nadie, sino por su compañera, quien le hizo por dos o tres veces señas para que se reprimiera aquel sentimiento peligroso de disgusto.

El aldeano permaneció cuidando del carro.

El oficial abrió la puerta de su cuarto, y las mujeres y la niña entraron en él, después de lo cual cerró la puerta.

Hubo un momento de silencio, durante el cual, el oficial examinó con sus miradas, y una después de otra, a las dos mujeres; no sabían éstas qué pensar de aquel mudo interrogatorio, cuando adelantando un sillón a la de más edad y una silla a la más joven:

—Tomaos la molestia de sentaros, señora marquesa, —dijo a la de más edad—; tomad asiento, señora baronesa, —prosiguió dirigiéndose a la más joven.

Una y otra se quedaron pálidas como la muerte, y se dejaron caer sobre las sillas que les presentaban.

—Pero, caballero, estáis en un error, —dijo la anciana.

—¡Ciudadano, te aseguro que estás equivocado! —exclamó la joven.

—No disimuléis conmigo, señoras; además de que nada tenéis que temer.

—¿Pero quién sois, y cómo es que nos conocéis?

—Yo soy el exintendente de la señora duquesa de Lorgues, antigua dama de honor de la condesa de Artois, que ha salido de París con los príncipes, y me ha dejado aquí para salvar lo que pudiese de su fortuna; os he visto muchas veces en casa de mi señora, y os he reconocido al momento.

—Nuestra vida está en vuestras manos, caballero, —dijo la señora, a quien el oficial había dado el título de baronesa—; porque no podemos negar quiénes somos, y porque mil veces nos habéis visto en casa de la duquesa de Lorgues, una de mis mejores amigas; pero yo espero que os compadeceréis de nosotras, ¿no es verdad?

—Podéis estar tranquilas, señoras, —respondió el exintendente—, y haré, además, cuanto esté de mi parte para que podáis huir.

—¡Oh! Caballero, —exclamó la marquesa—; creed que os estaremos agradecidas eternamente, y si podemos seros útil en algo…

—¡Oh, madre mía! ¿En qué podríamos hoy servir a este caballero? Nuestras relaciones no servirían para otra cosa que para comprometerle, y lejos de poder hacer nada por los demás, somos nosotras las que tenemos necesidad de protección.

—Sí, sí; tienes razón, hija mía, —respondió la marquesa—; sino que a cada instante olvido lo que somos y lo que ha llegado a ser nuestro desgraciado país.

—¡Silencio, por Dios, madre mía, —dijo la joven, no digáis eso!

—¡Oh! Nada tenéis que temer, señoras, —dijo el oficial—… Esto es —prosiguió—, en tanto que no lo digáis sino delante de mí… Pero debo daros un consejo, señora marquesa, y es que habléis lo menos posible… Tenéis un acento aristocrático que no está a la orden del día; además, y perdonadme este nuevo consejo, cuando habléis debéis tener sumo cuidado en usar el «tú» y apostrofar a las gentes con el nombre de «ciudadanos».

—¡Nunca, caballero; eso no! —exclamó la marquesa.

—Hacedlo por mí, por mi pobre hija, —dijo la baronesa—; ¡ya ha perdido a su padre! ¿Y qué sería de ella si también nos perdiera a nosotras?

—¡Está bien! Sea como tú quieras; haré lo que pueda por conformarme.

—¿Y ahora, señoras, queréis continuar vuestro camino con ese pasaporte?

—¿Cuál es vuestra opinión? —preguntó la baronesa.

—Yo creo que en vez de serviros, puede, por el contrario, comprometeros. Ni una ni otra representáis la edad que os han puesto en él; y además, falta incluir, como ya os he dicho, a la niña.

—Pero entonces, ¿qué es lo que podemos hacer?

—Yo me encargo de sacaros otro nuevo.

—¡Oh, caballero! ¿Seriáis tan bueno que lo hicieseis?

—Seguramente; pero tendréis que deteneros aquí una media hora, y tal vez más.

—¡Oh! No importa, caballero, —dijo la baronesa—, porque estoy convencida de que a vuestro lado estamos seguras.

El oficial salió de la habitación, y volvió un momento después, trayendo el pasaporte lleno de lodo y medio desgarrado.

—Ciudadano, escribiente, —dijo dirigiéndose a un joven que llevaba como él una banda tricolor—; ten la bondad de llegarte de mi parte a que te den un pasaporte en regla en la alcaldía. Dirás que es para reemplazar éste que se me ha caído bajo las ruedas de un carruaje. Di, además, que los viajeros están aquí, y que yo mismo escribiré en él las señas.

El joven tomó el pasaporte de manos del oficial, y salió sin poner objeción ninguna.

—¿Y ahora, —dijo la baronesa—, podemos nosotras saber vuestro nombre, para que le conservemos en nuestra memoria, y para que podamos rogar a Dios por nuestro libertador?

—¡Ah, señora! Mi nombre, —contestó el oficial—, es felizmente para mí, y para vos tal vez, un nombre ignorado y desconocido. Era, como os he dicho, intendente en casa de la duquesa de Lorgues, quien me había hecho casar con una maestra de enseñanza, inglesa, a quien había hecho venir de Inglaterra para que completase la educación de su hija. Mi esposa la ha acompañado en la emigración, juntamente con mi hijo, que tiene seis años. Ahora se hallan en Inglaterra, creo que en Londres, y como presumo que también vais a Londres…

—Precisamente, caballero.

—Podré indicaros las señas del paradero de la señora duquesa, a quien además, siempre podréis encontrar al lado de su alteza real la señora duquesa de Artois.

—¿Y dónde vive? Preguntó la baronesa.

Regent’s Street, 14.

—Gracias, caballero; no lo olvidaré y si tenéis algún encargo que darme para la señora…

—Tendréis la bondad de decirle que he tenido la dicha de poderos hacer un pequeño servicio; que hasta ahora mi patriotismo me ha salvado; pero que como no confío mucho en él, iré a reunirme con ella en cuanto haya podido poner en salvo nuestros intereses…

—Estad seguro, caballero, de que no olvidaré una sola de las palabras que me habéis dicho, pero a todo esto aún no me habéis dicho vuestro nombre.

—Le podréis leer al pie de vuestro pasaporte, y desearé que él os sirva de protección cuando yo no pueda prestárosla en persona.

En aquel momento volvió el escribiente con el nuevo pasaporte. El otro lo había dejado como depósito en la alcaldía.

—Siéntate ahí y escribe, —dijo el oficial al joven.

Éste obedeció, y escribió las fórmulas de costumbre; después, así que llegó a los nombres de los individuos, levantó la cabeza, esperando a que se los dictaran.

—¿Cómo se llama tu marido, y qué edad tiene ciudadana? —preguntó el oficial.

—Se llama Pedro Durand, y tiene treinta y seis años.

—Está bien, ¿y tu madre?

—Gervasia Arnoult, y cuenta cuarenta y cinco.

—¿Y tú?

—Catalina Payot, veinticinco años.

—¿Y tu hija?

—Cecilia.

—¿De edad de…?

—Cuatro años.

—Está bien; y ahora José, dime lo que han importado los derechos.

—Treinta sueldos, —dijo el escribiente.

La marquesa sacó un luis de oro de su bolsillo.

—¡Madre mía! —dijo la baronesa deteniéndole la mano.

Y contó uno después de otro, y muy despacio, los treinta sueldos, entregándolos después al escribiente, quien saludó y salió de la habitación.

Entre tanto el oficial municipal ponía su visto bueno, y así hubo concluido, entregó el precioso documento a la baronesa diciéndole:

—Ahora señora, podéis continuar vuestro camino, y espero que no tengáis ningún contratiempo.

—Caballero, —dijo la baronesa—; el servicio que nos habéis hecho no puede pagarse sino con un agradecimiento eterno, y este agradecimiento pasará del corazón de mi madre al mío, y del mío al de mi hija, cuando mi hija pueda saber lo que es agradecimiento.

La marquesa saludó al oficial con noble dignidad, y la niña le envió un beso.

Después de lo cual volvieron las tres a subir en el carro; Pedro Durand se volvió a sentar sobre una de las varas, y después de haberse asegurado de que se hallaban bien acomodadas, dio un latigazo al caballo, que tomó el trote.

—A propósito hija mía, —dijo al cabo de pocos momentos la marquesa—; ¿cómo se llama ese buen hombre?

—Luis Duval, —respondió la baronesa—, cuyo primer cuidado fue el de mirar al pie del pasaporte el nombre de su libertador.

—¡Luis Duval! —repitió la marquesa—; parece que no todos esos hombres del pueblo son jacobinos ni asesinos.

Al oír aquellas palabras, dos gruesas lágrimas surcaron las mejillas de la baronesa. Lágrimas que la niña Cecilia enjugó con dos besos.