Capítulo X
X
Proyectos
Monsieur Duval encontró a la baronesa tan cambiada, que no pudo menos de preguntarle si se hallaba enferma. Contestóle ésta que no con la cabeza, y alargando la mano a monsieur Duval, le hizo sentar a su lado.
—Mi querido monsieur Duval, le dijo después de un momento de silencio; no tengo necesidad de deciros el motivo porque os he rogado venir a mi casa, pues lo supondréis, ¿no es cierto?
—¡Ah! Sí, señora baronesa —respondió el honrado comerciante—; y os confieso que al recibir vuestra carta, me he decidido, si me dais vuestro permiso, a comunicaros una idea.
—Ya os escucho, mi querido monsieur Duval; hemos llegado a un grado de intimidad que permite que no tengamos secreto ninguno con vos; por otra parte estoy plenamente convencida de que esa idea será en beneficio nuestro.
—Señora baronesa —prosiguió Duval inclinándose—, ésta es la tercera vez que me entregáis diamantes para que los venda, y no sé si aún os quedarán más.
—Como otro tanto de lo que os hemos entregado.
—Permitidme que os haga una observación; si esos diamantes se hubiesen vendido juntos, hubierais tenido una suma de sesenta o setenta mil francos, suma que, colocada en el banco de Londres, daría unas ciento ochenta libras esterlinas de renta, y con añadir a esta renta uno o dos mil francos anuales, hubierais podido vivir.
—Ya lo sé caballero, y éste fue mi primer pensamiento; pero esos diamantes no son míos, pertenecen a mi madre, y cuando le propuse ese medio, se negó a aceptarlo.
—¡Oh! La reconozco en eso, —repuso monsieur Duval—, era demasiado razonable para ella; —después, conteniéndose, prosiguió—; ¡oh! Perdonad, señora baronesa; perdonadme lo que acabo de decir, pero lo he dicho sin saber lo que decía.
—Ningún mal hay en eso, mi buen amigo; mi madre tiene algunas rarezas, y vos mismo, que las conocéis, habéis tenido siempre la bondad de aparentar que no las echabais de ver. Sin embargo, volviendo al objeto de nuestra conversación, aquí tenéis un broche que vale diez mil francos, sobre poco más o menos, y que os suplico convirtáis en dinero.
—Con mucho gusto, respondió monsieur Duval, tomando el broche y dándole vueltas entre sus manos; luego cuando yo he dicho con mucho gusto, esto no es más que un modo de hablar, porque os aseguro que me causa tristeza veros desprender así, poco a poco, de los restos de vuestra fortuna.
—¿Y qué queréis monsieur Duval? —repuso la baronesa sonriendo melancólicamente—; preciso es aceptar lo que Dios nos envía.
—Pero permitidme os haga notar que, según vos misma habéis dicho, habéis gastado ya una mitad de vuestro capital. Con la mitad de vuestros diamantes habéis vivido seis o siete años; la otra mitad podrá serviros para pasar otro tanto tiempo; pero después, ¿qué pensáis hacer?
—Lo que Dios disponga, monsieur Duval.
—¿Y no habéis decidido aún nada?
—Nada.
—¿Ni tenéis esperanza alguna para el porvenir?
—Tengo la esperanza de que el rey Luis XVIII volverá a entrar en Francia, y nos serán devueltos los bienes que nos han sido confiscados.
—¡Ah señora baronesa!, bien sabéis que ésa es una esperanza que va desapareciendo de día en día; Bonaparte, después de haber sido general en jefe, se ha hecho cónsul, después primer cónsul; y ahora se dice que trata de hacerse nombrar emperador. Vos no sois de las personas que creen que su intención sea la de devolver el trono a los Borbones, ¿no es verdad?
La baronesa movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¡Pues bien! Os lo repito; cuando hayan pasado esos cinco o seis años, ¿qué vais a hacer? La baronesa dejó escapar un triste suspiro, pero no respondió.
—La señorita Cecilia tiene 14 años, —añadió monsieur Duval. La baronesa enjugó una lágrima.
—Dentro de dos o tres años tendréis que pensar en establecerla.
—¡Oh! Mi querido monsieur Duval, exclamo madame de Marsilly; no me habléis de eso; cuando pienso en la suerte que está reservada a mi querida hija, casi llego a dudar de la Providencia.
—Y hacéis mal en eso, señora baronesa; debemos esperar que Dios no envíe sus ángeles a la tierra para abandonarlos; Cecilia no podrá menos que cautivar el corazón de algún noble joven que le proporcione una existencia cómoda, feliz y honrosa.
—¡Ay! Mi querido monsieur Duval; Cecilia es pobre, y el verdadero amor es una cosa rara; por otra parte, ¿quién ha de venir a buscarla aquí? Diez años hace que vivimos en esta finca, y vos y Eduardo sois los únicos hombres que han entrado en la casa. A propósito, perdonadme, mi querido monsieur Duval, pues me he olvidado de preguntaros por vuestra esposa y por vuestro hijo. ¿Cómo está la buena señora Duval? ¿Cómo sigue ese querido Eduardo?
—Bien, gracias a Dios; gracias, señora baronesa. Mi hijo es un buen muchacho, y estoy muy contento de él. Puedo responder de su persona como de mí mismo, y estoy seguro de que haría feliz a cualquier mujer.
—Tendrá a la vista el ejemplo de su padre, —dijo sonriendo la baronesa—, y creo que lo seguirá. Tenéis razón, la mujer que se case con Eduardo será una mujer dichosa.
—¿Ésa es vuestra opinión, señora baronesa? —preguntó vivamente Duval.
—Sin duda ninguna; ¿qué motivos había yo de tener para ocultar mis pensamientos?
—¡Oh! Yo creí que me decíais eso por mero cumplido, por halagar mi cariño de padre.
—No, os he respondido según mi corazón.
—¡Ah! Hacéis bien de asegurármelo; esperad, señora baronesa; eso me da valor; he venido a vuestra casa, debo confesároslo, con la intención de hablaros de un proyecto. En Londres se me figuraba que este proyecto sería una cosa muy sencilla; pero a medida que me acercaba a Hendon, he meditado todo lo que había en él de atrevido, de temerario, de ridículo tal vez.
—No os comprendo, monsieur Duval.
—Prueba que mi proyecto no tiene sentido común.
—¡Ah! —repuso la baronesa—, creo ahora…
—Os sonreís; eso me tranquiliza; os he dicho que la señorita Cecilia haría muy feliz a un hombre; vos me habéis dicho que Eduardo haría dichosa a cualquier mujer.
—Señor Duval…
—Perdonad, señora baronesa; conozco que es un gran atrevimiento; ya lo sé, y no creáis que olvido la distancia que nos separa, pero, verdaderamente, cuando pienso en la casualidad que reúne dos existencias tan distintas como debían ser las nuestras, yo me complazco de pensar que la Providencia ha querido honrar y bendecir mi familia; luego, ya veis, señora baronesa, esto conciliaría muchas cosas; no os hablo de nuestra pequeña fortuna, pues ya os la he ofrecido y no la habéis querido aceptar; pero en Inglaterra, ya lo sabéis, el comercio es una profesión honrosa; mi hijo será banquero. ¡Oh! ¡Dios mío! Yo bien sé que llamarse madame Duval solamente, es muy poca cosa para la hija de la señora baronesa de Marsilly, y para la nieta de la marquesa de la Roche-Bertaud; pero aunque mi Eduardo fuese duque, haría lo mismo, y suplicase a Dios lo fuese y que tuviese muchos millones que ofrecer a los pies de la señorita Cecilia, lo mismo que posee los trescientos o cuatrocientos mil francos que poseemos. Y bien; ¡ya estáis llorando!…
—Sí; lloro, mi querido monsieur Duval, porque vuestra proposición, y sobre todo, la manera con que está hecha, me enternece sobremanera; si fuese yo la única en decidir, os alargaría mi mano, y os diría: «Semejante proposición no me admira, viniendo de un corazón como el vuestro, y la acepto;» pero es preciso, bien lo conocéis, que antes hable a Cecilia, y también a mi madre.
—¡Oh, la señorita Cecilia! —repuso Duval—; tal vez por su parte no habrá inconveniente; desde hace un año, que se presentó a mi imaginación este proyecto, no he dejado de examinar a Cecilia cuando se halla al lado de Eduardo. Seguramente no creo que le ame; creo que nunca haya pensado Cecilia, educada bajo tan distante condición a la nuestra, que podía llegar a amar a un hombre como mi hijo; pero hace mucho tiempo que le conoce, y no le desagrada; de modo que si llegase a entender que en ello os daría un placer, no hay duda que sería cosa hecha. Pero con respecto a la señora marquesa de la Roche-Bertaud, os lo confieso, por ese lado me considero derrotado.
—Dejadme conducir este asunto, mi querido monsieur Duval, —dijo la baronesa—, y os doy mi palabra de hacer todo cuanto esté de mi parte por cumplir vuestros deseos.
—Ahora, señora baronesa, —se aventuró a decir Duval, volviendo y revolviendo el broche de diamantes entre sus manos—, me parece que al punto que han llegado las cosas entre nosotros, es inútil…
—Mi querido monsieur Duval, —interrumpió la baronesa—, nada hay aún decidido. Pero además, ya lo sabéis, puesto que os lo he dicho. Cecilia tiene sólo 14 años, y hasta dentro de dos, a lo más pronto, no podremos hablar con seriedad del proyecto. Mientras eso llega, hacedme el obsequio de cumplir el encargo para que os he rogado tuvieseis la bondad de venir a mi casa.
Monsieur Duval vio que no había medio alguno de anticipar la época fijada por la baronesa; así es que se levantó y se dispuso a marchar. La baronesa trató de detenerle, pero Duval tenía prisa por llevar a su esposa las buenas esperanzas que había recibido; así es que salió de la casa de la baronesa, no sin volverle a recomendar que abogase a favor de sus proyectos.
Luego que se quedó sola, el primer pensamiento de la baronesa fue el de dar gracias a Dios. Cualquiera otra en su lugar hubiera mirado la proposición, no con demasiada alegría; pero diez años de desgracia habían enseñado a la baronesa a mirar las cosas bajo su verdadero punto de vista; desterrada de Francia, sin esperanza de volver a ella, arruinada y sin probabilidad ninguna de restablecer su fortuna; atacada de una enfermedad que rara vez perdona, no hubiera podido desear un partido mejor a Cecilia que el que se le presentaba. ¿De qué procedían sus desgracias, su destierro y su ruina? De su elevada posición; la nobleza es la hiedra de la monarquía, la monarquía al caer, había arrastrado a la nobleza en su caída, y ella, pobre escombro del edificio derribado, había ido a perderse en la soledad de la desgracia y en la noche del destierro. Según todas las probabilidades, un hombre de su rango no iría a buscar a Cecilia en su retiro. Además, en aquella ocasión, los jóvenes de la nobleza, exhaustos en aquella lucha, buscaban ricas herederas para poder sustentar sus casas. Cecilia era pobre, y no llevaba consigo más que su nombre; pero el nombre de la mujer, como es sabido, se pierde en el del marido. Así es que Cecilia no podía ser buscada por su nombre, y, lo repetimos, la pobre niña no poseía otra cosa.
No se crea, sin embargo, que la baronesa se decidió sin luchar; menester fue que también se hiciese cargo de todas las ventajas de aquella unión para que se fijase en ella, y con todo, como ya hemos visto, la baronesa no había querido contraer con monsieur Duval nada más que un compromiso personal, cuya ratificación se hallaba a la doble ratificación de su hija y de su madre.
Al cabo sucedió lo que ya había previsto la baronesa; Cecilia escuchó, con una admiración mezclada de inquietud, todo cuanto su madre de dijo sobre aquellos proyectos para el porvenir, y luego que hubo concluido:
—¿Tendré que separarme de vos? —preguntó.
—No, hija mía, —respondió la baronesa—, y tal vez sea ése el único medio de poder estar siempre juntas.
—Entones disponed de mí, —dijo Cecilia—, y lo que hagáis, estará bien hecho.
Como lo había previsto la baronesa, su hija no experimentaba hacia Eduardo más que un cariño fraternal; pero la pobre niña podía engañarse en aquel sentimiento; no habiendo visto nunca otro hombre que a él y a su padre, ignoraba enteramente lo que era el amor.
Así fue que consintió, sin oponer dificultad ninguna, sobre todo cuando su madre le dijo que aquél era el medio más seguro de no separarse de su lado.
Pero no sucedió lo mismo con la marquesa de la Roche-Bertaud; a las primeras palabras que la baronesa dejó escapar delante de ella sobre este proyecto, dijo que aquél era un enlace monstruoso, y al que nunca prestaría su asentimiento.