Introduccion

Introduccion

Era entre la paz de Tilsitt y la conferencia de Erfurth, esto es, cuando se hallaba el esplendor imperial en todo su apogeo.

Una mujer, en traje de mañana, vestida con un largo peinador de muselina de la india, guarnecido de magníficos encajes, al extremo del cual no se divisaba más que la punta de una pequeña zapatilla de terciopelo, y peinada como se estilaba en aquella época, es decir, con el pelo sobre lo alto de la cabeza y la frente rodeada de numerosos bucles castaños, que indicaban, por la regularidad de sus anillos, la obra reciente del peluquero, se hallaba recostada en una larga silla forrada de raso azul, en un lindo gabinete, que era la pieza más retirada de una habitación situada en el piso principal de la calle Taithout, número 11.

Digamos cuatro palabras acerca de la mujer, otras cuatro del gabinete, y luego entraremos en materia.

Aquella mujer, casi a primera vista hubiéramos podido decir aquella muchacha, aunque tenía unos 26 años, no aparentaba arriba de 19; aquella mujer, decimos, además de la elegancia de su estatura, la pulidez de sus pies y la blancura mate de sus manos, estaba dotada de uno de esos semblantes que en todo tiempo han tenido el privilegio de hacer perder el juicio a las cabezas más seguras de sí mismas. Y no era porque fuese precisamente bella, sobre todo, del modo como se entendía la belleza en aquella época en que los cuadros de David habían arrastrado a la Francia entera el gusto por lo griego, tan dichosamente abandonado en los dos reinados precedentes, no; antes al contrario, su belleza peculiar era notable por caprichosos caracteres. Quizá eran sus ojos demasiado grandes, su nariz muy pequeña, sus labios sonrosados con exceso, su cutis demasiado transparente; pero sólo cuando el rostro encantador permanecía impasible, era cuando podían reconocerse aquellos extraños efectos, porque cuando se animaba con una expresión cualquiera la persona, cuyo retrato intentamos bosquejar, tenía el don de plegar su semblante a todas las expresiones posibles, desde la de la virgen más tímida, hasta la de la libertina más desenfrenada; y cuando se animaba, decimos, con una expresión cualquiera de tristeza o de alegría, de compasión o de burla, de amor o de desdén, todas las facciones de aquel lindo rostro se armonizaban de tal suerte, que no podría decirse cuál de ellas se había de modificar, porque, añadiendo regularidad al conjunto, se quitaba expresión a la fisonomía.

Aquella mujer tenía en la mano un rollo de papel, en el que había trazadas líneas de dos letras diferentes. De vez en cuando levantaba la mano con un ademán de fatiga lleno de gracia, ponía el manuscrito a la altura de sus ojos; leía algunas de sus líneas, haciendo una graciosa mueca, y luego, dando un suspiro, dejaba caer de nuevo su mano, que a cada momento parecía dispuesta a abrirse para dejar escapar el mal aventurado rollo de papel, que parecía ser por el momento la causa principal de un fastidio que no trataba siquiera disimular.

Aquella mujer era una de las artistas más a la moda del teatro francés, y aquel rollo era una de las tragedias más soporíferas de la época: designaremos a la una con el nombre de Fernanda, pero nos guardaremos bien de decir el título de la otra.

El gabinete, aunque de refinada elegancia, tenía el sello del mal gusto del tiempo: era una linda piececita cuadrada, vestida de raso azul, cada una de cuyas piezas estaba ajustada entre dos delgadas columnitas de orden corintio, cuyo dorado capitel sostenía un friso de estuco, en el que repintados al estilo de Pompeya una porción de cupidos con arcos y aljabas, y no pocos altares al himeneo y a la fidelidad, ante los que aquellos amores inmolaban víctimas: así se decía en aquella época. Tenía además aquel gabinete cuatro puertas, dos de ellas simuladas por simetría; aquellas cuatro puertas estaban pintadas de blanco, y realzadas en cada hoja con adornos dorados, que se componían del tirso de Baco y de la careta de Talia y Melpómene: hallábase abierta una de aquellas puertas, y dejaba penetrar en el gabinete el vapor húmedo y suave olor de un baño perfumado.

En cuanto a los muebles del gabinete, forrados, como las paredes, de raso azul, tenían esa forma seca y desagradable que todavía hiere la vista de los hombres de gusto y de los amantes de comodidades que no comprenden, no sólo cómo se podían admitir tales refundiciones de la antigüedad, sino también cómo podían servirse de ellas, en atención a que apenas podía uno recostarse en los divanes, sentarse en los sillones, y mucho menos en las sillas; no hablemos de los taburetes en forma de X, únicos muebles que, aparte de su forma excéntrica y de sus adornos éticos, servían, sobre poco más o menos al objeto a que estaban destinados.

El adorno de la chimenea era de un gusto análogo: el reloj figuraba un gran escudo redondo, probablemente el de Aquiles, sostenido por cuatro candeleros flacos, que se doblegaban ante su peso; los candelabros se componían de otros cuatro amores reunidos en grupo y cuyas cuatro antorchas formaban un candelero de cuatro mecheros.

Y sin embargo, como tenemos dicho, aquel gabinete, a pesar de su mal gusto, era rico, elegante, y estaba realzado, especialmente por el brillo, la gracia y la belleza de la sirena que lo habitaba, y he aquí cómo arrastrados por nuestro asunto, incurrimos también nosotros en el estilo mitológico de la época.

La diosa a quien se adoraba en aquel pequeño templo, estaba como hemos dicho, muellemente recostada en una larga silla, aparentando estudiar su papel y pensando sólo realmente en el modo cómo arreglaría su túnica en la tragedia nueva que iba a representar, cuando se abrió la puerta, y entró la doncella, con ese aire familiar que denota a la vez la confidente de tragedia y la criada de comedia, Ismene y Dorina; la consejera y la depositaria de secretos.

—¡Otra vez aquí! —Exclamó la actriz con ese gracioso aire de mal humor, que, al paso que reprende, parece indicar que se ha hecho bien en encarecer la reprimenda—. Ya os he dicho que quería estar sola, absolutamente sola, para estudiar a mi placer; nunca sabré este papel, y será por culpa vuestra; ¿lo oís, Cornelia?

El verdadero nombre patronímico de la doncella era María; pero habíale parecido a ésta el nombre demasiado común, y se había desbautizado y rebautizado de propia autoridad con el nombre más melodioso y sobre todo, más distinguido, de Cornelia.

—Os pido mil perdones, señora, —dijo la doncella—, y estoy pronta a tomar con el autor la responsabilidad del retraso; pero es un gallardo joven que desea hablaros, y lo pide con tales instancias, que no ha habido medio de despedirlo.

—¿Y cómo se llama ese gallardo joven?

—Monsieur Eugenio.

—¡Monsieur Eugenio! —repitió la actriz, pronunciando lentamente las tres sílabas que componen la palabra—… ése no es un nombre.

—Sí, señora; un nombre es, y muy bonito; me gusta mucho el nombre Eugenio.

—¡Ah! ¡Ah! ¿Y queréis hacerme participar de vuestras simpatías? Hacedme el retrato de vuestro protegido.

—¡Oh! Es tal como os le he anunciado; un gallardo joven, de unos cinco pies y cinco pulgadas, poco más o menos, con cabellos negros, ojos negros y bigotes negros. Está vestido de paisano; pero apostaría a que es un oficial; además, lleva en el ojal la cinta de la legión de honor.

En otro tiempo esta circunstancia podía ser una designación, en el día de hoy sería demasiado vaga.

—Monsieur Eugenio, un joven moreno, con la cinta de la legión de honor… —repuso Fernanda consultando sus recuerdos, y enseguida, volviéndose a Cornelia—… ¿y en el año que hace estáis a mi servicio, recordáis haber visto alguna vez a ese gallardo joven?

—Nunca, señora.

—Vamos a ver; ¿quién podrá ser? ¿Eugenio de Harville?

—¡Oh! No señora; no es ése.

—¿Eugenio de Chastellix?

—Tampoco es ése.

—¿Eugenio de Clos-Renaud?

—Tampoco.

—En ese caso decid a ese joven que no estoy en casa.

—¡Qué, señora! ¿Mandáis?…

—Ya lo he dicho.

Fernanda pronunció estas palabras con tal dignidad de princesa trágica, que por deseos que tuviese todavía la criada de abogar por su protegido, le fue preciso dar media vuelta y obedecer a una intimación hecha de un modo tan categórico.

Salió, pues, Cornelia, y Fernanda, con un aire más distraído y aburrido todavía que antes, tendió sus miradas sobre el manuscrito; pero no habría leído aún cuatro versos, cuando se abrió de nuevo la puerta, y volvió a aparecer la criada.

—¿Otra vez? —dijo Fernanda, en un tono que trataba de hacer parecer grave, pero que había perdido ya mucha de su severidad.

—Sí señora —respondió Cornelia—, yo otra vez; y vengo a deciros, con perdón vuestro, que monsieur Eugenio no quiere marcharse.

—¿Cómo que no quiere marcharse?

—Dice que sabe que nunca salís de casa tan temprano.

—Bien; pero por la mañana no recibo sino a mis amigos.

—Dice que es del número de ellos.

—¡Oh, eso es mejor!… Eugenio, un joven moreno, con la cinta de la legión de honor; amigo mío… ¿es Eugenio de Miremont?

—No señora. ¡Oh!, éste es mejor mozo.

—¿Eugenio de Harcourt?

—¡Oh!, éste es mucho mejor.

—¡Sabéis Cornelia, que picáis mi curiosidad!

—Además, —replicó la doncella presentando a su ama un estuchito de tafilete encarnado del tamaño de una moneda de cinco francos—, me dijo: «entrega esto a Fernanda, y sabrá quién soy».

—¿A Fernanda?

—Sí señora; así dijo.

—A fe mía, confieso que no lo entiendo —dijo la actriz quitando el pasador y abriendo con curiosidad el estuche.

—¡Calla! ¡Vuestro retrato! —exclamó la criada—. ¡Qué parecido está! ¡Qué linda estáis con ese velo que flota alrededor de vuestra cabeza!

—¡Mi retrato! —murmuró Fernanda, tratando visiblemente por un último esfuerzo de reunir sus recuerdos—. ¡Mi retrato!… ¿quién podrá ser?… a fe mía que no se me ocurre.

Enseguida, pasado un momento de silencio:

—¡Ah! —exclamó—. ¿Eugenio?

—Sí.

—¿Un joven moreno?

—Sí.

—¿Con la cinta de la legión de honor?

—Sí.

—Amigo mío… ese retrato… esa cifra que no había notado en la caja: E. B… eso es. ¡Dios mío, qué poca memoria! ¡Qué distraída soy! Haced entrar a ese pobre Eugenio; ¡y yo que le obligo a hacer antesala!… cuando pienso que lo mismo me sucedió no hace un mes con Gerónimo…

Cornelia no se lo había hecho repetir dos veces, y había escapado como una flecha; de suerte que apenas terminaban las reconvenciones mnemónicas que Fernanda se dirigió a sí propia, cuando, en vez de Cornelia, se presentó a la puerta el gallardo joven de cabellos, ojos, y bigotes negros, con la cinta encarnada en el ojal.

—¡Perdonad, querida Fernanda! —exclamó el joven riéndose—; pero estaba muy lejos de sospechar que en mi ausencia os hubieseis hecho inexpugnable.

—¿Y quién había de sospechar tampoco que fueseis vos, mi querido príncipe? —dijo Fernanda, alargando al recién venido una mano, que éste besó con aire de triunfo—; ¡os habéis hecho anunciar pura y simplemente con el nombre de monsieur Eugenio, y a la verdad, conozco a tantos Eugenios!…

—Que me habéis confundido con todos los Eugenios de la tierra. ¡No deja de ser eso muy lisonjero para mí!… perdonad…, mi retrato…, tened la bondad de devolvérmelo.

—¿Todavía lo tenéis en estima? —dijo Fernanda con una coquetería encantadora.

—Siempre, —dijo el príncipe acercando un taburete a la silla larga.

—Cornelia, —dijo Fernanda—, en tanto que su alteza imperial se halle en mi casa, no estoy para nadie.

Cornelia abrió enormemente los ojos, pues aunque había visto entrar en la casa de su ama muchos príncipes, había muy pocos entre ellos a quienes se designase con el pomposo título de alteza, y sobre todo, de alteza imperial.

Así fue que Cornelia salió sin replicar una palabra.

—¿Y desde cuándo os halláis en París, mi querido Eugenio?… ¡Ah! Perdonad, monseñor; os hablo siempre como si fuese un simple coronel de la guardia consular.

—Y hacéis muy bien, hermosa Fernanda; continuad del mismo modo. ¿Decís que cuándo he llegado? Ayer mismo, y mi primera visita fue para vos, ¡ingrata!

—¡Qué!, ¿habéis estado aquí?

—No, no os hubiera hallado, puesto que os tocaba salir a las tablas.

—¡Ah! Es cierto.

—Estuve en el teatro francés.

—¿En el palco del emperador? Pues no os vi.

—Y no fue por falta de mirar, ¡pérfida! No estaba yo allí, pero sí estaba Poniatowski.

—Pues no le vi.

—¡Oh, falsa; más que falsa! —exclamó el príncipe—. No, señora, no; yo estaba de incógnito en un palco de platea.

—¿Solo?

—No, con vuestro retrato.

—¡Que galante estáis, y como os juro que no creo una sola palabra!

—Sin embargo, es la pura verdad.

—Pues siento infinito que hayáis ido ayer.

—¿Y por qué? Habéis estado admirable en Zaida e inimitable en Boxelana.

—No estaba bella.

—No digáis tal; estabais seductora.

—Estaba de mal humor.

—¿Hablaba quizá Poniatowski demasiado con su vecina?

—Estaba disgustada.

—¿Ha muerto Duroe?

—Estaba triste.

—¿Se ha arruinado Murat?

—A propósito de Murat; es gran duque, ¿no es cierto? Y dicen que van a nombrarle virrey, como a vos, o rey como a José.

—Sí, algo he oído hablar de eso.

—Y esos reinos, ¿tienen al menos buenas subvenciones?

—No muy malas; y si os pudiese convenir… ya hablaremos de eso.

—Vos, mi querido Eugenio, sois siempre príncipe; no sucede así a vuestro emperador.

—Y vamos; ¿qué os ha hecho mi emperador?… Yo creía que os hubiese hecho… emperatriz.

—¡Oh! Sí, es amable; pero hablemos de lo que importa. Deseo dejar a Francia y marchar a Milán.

—Id sin reparo, querida, que seréis bien recibida. Justamente he venido a París a reclutar primero mi tropa y marchar después a Erfurth y a Dresde.

—¿Sois de los del viaje a Dresde?

—Sé que Mars, Jorge y Talma son del número de los que van; pero a mí no se me ha dicho una palabra todavía.

—¿Deseáis ir también?

—¿Si lo deseo? ¿Queréis que sea franca, mi querido príncipe? Pues eso es lo que me tenía anoche de tan mal humor.

—¿De veras?

—Como lo oís.

—Pues bien, arreglaré el asunto con Rovigo. ¿Creo que éste es el que anda en eso?

—¡No sabéis cuánto os lo agradeceré!

—Ahora, por vuestra parte, haced algo por mí.

—Cuanto queráis.

—Dadme el repertorio de la semana, para que pueda combinar mis noches con las vuestras. Quiero ver los templarios; ¿hacéis vos algún papel?

—Sí, hago una especie de llorona. Mejor quisiera que me vieseis en otra pieza.

—Quiero veros en todas.

—¿Entonces queréis el repertorio?

—Sí.

—Por cierto que está mal combinado. Todo esto no es más que chismes, cábalas, intrigas. Nuestra pobre comedia francesa me temo que va a donde iba el café de Luis XV.

—¿De veras?

—¿Dónde andará ese repertorio?… ¡Ah! Ya me acuerdo.

Fernanda alargó la mano a un tirador de campanilla que terminaba en un arco y en una aljaba de cobre dorado, y llamó. Cornelia se presentó al punto.

—¿Qué habéis hecho del repertorio que os di ayer? —dijo Fernanda.

—Lo puse en una de las copas de vuestro dormitorio.

—Pues id por él, que lo pide su alteza imperial.

Cornelia salió, y volvió un momento después con el impreso semanal en la mano.

Tomolo Fernanda, y se lo dio al príncipe. Enseguida, volviéndose a Cornelia, que permanecía de pie en su puesto:

—¿Qué esperáis? —le dijo.

—Perdonad, señora, —dijo la criada—; pero está ahí una persona que desea hablaros.

Y acompañó estas palabras con una de esas miradas de doncella a su ama; que quieren decir: «perded cuidado, yo sé lo que hago».

—¿Algún otro joven Gallardo? —preguntó Fernanda.

—¡Oh! No señora; es una pobre muchacha que está muy triste, y parece tener un gran pesar.

—¿Cómo se llama?

—Cecilia.

—¿Cecilia? ¿Cecilia de qué?

—Cecilia nada más.

—¡Vaya! —dijo el príncipe—; hoy es día de nombres solos.

—¿Y qué desea?

—Desea enseñaros una cosa que de seguro será de vuestro agrado. Le dije al punto que era inútil, en atención a que os hallabais en ánimo de hacer economías; pero la pobre muchacha ha insistido tanto, que no he tenido valor para despedirla. Le he dicho, en consecuencia, que aguarde, y que cuando estuvieseis en disposición de poderla recibir, la recibiríais; entonces se sentó modestamente en un rincón con su caja sobre las rodillas, y aguarda a que la mandéis llamar.

—¿Lo permite vuestra alteza imperial? —preguntó Fernanda.

—Con gran placer —respondió el príncipe—, tendré mucho gusto en ver a esa muchacha, y sobre todo, en admirar lo que lleva en esa caja que tiene tan modestamente sobre sus rodillas.

—Entonces decidle que entre —dijo Fernanda.

Cornelia desapareció al punto, y volvió al poco rato, anunciando a la señorita Cecilia; detrás de Cornelia entró la persona anunciada.

Era ésta una encantadora muchacha de 19 años, de rubios cabellos, de rosada tez, con unos grandes ojos azules y un talle esbelto; iba vestida de riguroso luto, y sin adornos de ninguna clase; sus mejillas estaban pálidas y sus ojos inyectados de sangre; conocíase que había sufrido y llorado mucho.

Según los antecedentes dados por Cornelia de la persona que deseaba hablarle, Fernanda creyó que sería alguna costurera encargada de enseñar muestras de tela, pero a la primera mirada que dirigió sobre aquel triste y severo continente, conoció que se había equivocado. El príncipe, por su parte, no pudo menos de reparar, lleno de admiración, en aquel aire de casta dignidad, esparcido en toda la fisonomía de la joven.

Cecilia se detuvo en el dintel de la puerta, muda e inmóvil.

—Acercaos, señorita —dijo Fernanda—, y tened la bondad de decirme a qué debo el placer de veros.

—Señora —respondió Cecilia con voz trémula, pero en la que se notaba más sufrimiento que temor—; en esa caja hay un vestido que he presentado ya a muchas personas; pero siempre el precio del vestido ha superado a lo que me han ofrecido por él. La última persona que lo ha visto me dijo, devolviéndomelo, que sólo una reina podría comprarlo, y así, me he dirigido a vos, que sois una reina.

Estas palabras habían sido pronunciadas con una voz tan vibrante, al paso que con tanta dignidad y tristeza, que el príncipe y Fernanda sintieron redoblarse su admiración; con todo, las últimas palabras de la joven hicieron sonreír a la bella artista.

—¡Oh! Sí, una reina, —dijo—; reina desde las siete y media de la noche hasta las diez; reina con un teatro por reino, con palacios de cartón y corona de cobre dorado. Pero con todo, no habéis andado muy descaminada al dirigiros a mí, porque, aunque yo sea una falsa reina, ahí tenéis a un verdadero rey.

La joven levantó con triste gravedad sus hermosos ojos azules, y le miró con una expresión que daba a entender que no había entendido una palabra de cuanto le decían.

Entretanto, Cornelia había levantado la tapa de la caja.

Fernanda no pudo contener un grito de sorpresa y de admiración.

—¡Oh, qué traje tan maravilloso!, —exclamó apoderándose de él con la ambiciosa curiosidad de una mujer que ve una obra maestra de gusto y de trabajo, desdoblándolo sobre una silla, y pasando su mano sobre él para juzgar mejor de la finura de la muselina y de la belleza del bordado.

Y en efecto, tal vez no se había visto, ni aún en Nancy, país de las maravillas de este género, nada que pudiese igualar a aquel vestido, recargado de tal manera de bordado, que apenas de trecho en trecho se podía divisar el fondo sobre el que serpenteaban los tallos más delicados y las más elegantes flores que han absorbido jamás las ávidas miradas de una hija de Eva; aquella no era la obra de una mujer, sino el capricho de una hada.

Por poco inteligente que fuese el príncipe en esta clase de labores, no pudo menos de conocer que aquel vestido era un milagro de paciencia y de inteligente laboriosidad.

Fernanda permaneció mucho tiempo entregada a la muda contemplación de aquellos graciosos arabescos; después, volviéndose hacia Cecilia:

—¿Y quién, —le preguntó—, ha bordado este vestido?

—Yo, señora, —contestó Cecilia.

—¿Y cuántos años habéis empleado en esa obra?

—Dos años y medio.

—Bien lo creo, mirad, príncipe, lo que va del bordado a mano, al bordado de telar, y es precisamente lo que da el mérito al vestido; dos años y medio. ¡Oh! Y seguramente habréis trabajado mucho.

—Día y noche, señora.

—¿Y emprendisteis esta obra con el objeto de venderla?

—No, señor; la emprendí con otro objeto.

—Ahora comprendo que no hayáis encontrado comprador, porque es una cosa verdaderamente para una reina.

—¡Oh! Sí, me veo obligada a pedir un precio muy elevado; y esto ha hecho que no haya podido venderle, a pesar de la extremada necesidad que tengo de dinero.

—¿Y qué es lo que pedís por él? —preguntó el príncipe sonriendo.

La joven permaneció un momento silenciosa, como temiendo dejar escapar de sus labios las fatales palabras que tantas veces le habían arrebatado sus esperanzas; pero al fin contestó con una voz apenas inteligible:

—Tres mil francos.

—¿Cuánto? —dijo Fernanda.

—Tres mil francos, —repitió Cecilia.

—¡Oh! —dijo la actriz, acompañando su exclamación con un movimiento combinado de los ojos y de la boca imposible de pintar—; ¡oh! Es caro; pero lo vale.

—Y además —prosiguió la joven enlutada, juntando las manos y próxima a caer de rodillas—, al mismo tiempo haréis, comprándolo una buena obra; os lo juro, señora.

—¡Oh! ¡Dios mío! Mi querida niña, —dijo Fernanda—; de muy buena gana compraría ese vestido, y aun os confieso que me causa envidia, ¡pero mil escudos!…

—¡Ah! ¿Y qué son mil escudos para vos? —dijo la joven dirigiendo una mirada a su alrededor como para formarse una idea de la riqueza de la persona a quien se dirigía por el suntuoso mueblaje de la habitación.

—¡Qué es lo que decís! Mil escudos, —repitió la artista—, son mis ganancias de tres meses. Tomad, señorita, dirigíos al príncipe, y él comprará ese vestido para alguna señora de la corte.

—Así es —dijo aquel—; esta señorita tiene razón, y yo me quedo con él.

—¡Vos, vos, señor, vos príncipe! —exclamó la joven—; ¿es cierto qué os quedáis con él por el precio que he dicho?

—Sí, —respondió el príncipe—, y si aún os hiciese falta algún dinero más…

—No, monseñor, no, —contestó la joven—; me hacen falta tres mil francos, y nada más. Además de que tampoco vale más el vestido.

—Está bien, —dijo el príncipe—; ahora tened la bondad de entregarlo a mi ayuda de cámara, Juan, a quien hallaréis en la puerta en conversación con mi cochero; decidle que lo ponga en mi carruaje, y dadle las señas de vuestra habitación para enviaros hoy mismo esa suma, que parece haceros mucha falta.

—¡Oh! ¡Sí, sí! —respondió la joven, y ha sido menester hallarme reducida a una imperiosa necesidad para que me decidiese a deshacerme de ese vestido.

Y diciendo estas palabras, la pobre niña cubrió de besos aquellos bordados, de que iba a separarse, con una mezcla de alegría y de dolor a la vez, que partía el alma. Después, saludando por última vez a Fernanda y al príncipe, se dirigió hacia la puerta.

—Una palabra, —dijo Fernanda—, y perdonadme, señorita, o mejor dicho, perdonad a los dos sentimientos que experimento, la curiosidad que excitáis en mí, y el interés que me habéis inspirado.

¿Para quién estaba destinado este vestido?

—Para mí, señora.

—¿Para vos? ¿Y qué vestido era ése?

—Era mi vestido de boda.

Y la joven se lanzó fuera de la habitación, ahogando un doloroso suspiro. Dos horas después, los tres mil francos estaban en manos de la joven.

Al día siguiente el príncipe se hizo conducir a la habitación de Cecilia. Esta joven le había interesado mucho. Había referido la anécdota a la emperatriz, y ésta deseaba verla.

—¿La señorita Cecilia? —preguntó la portera.

—Sí, la señorita Cecilia; una muchacha rubia, con ojos azules, de unos 18 a 19 años. ¿No es éste el número 5 de la calle del Coq?

—¡Ah, ya caigo! Respondió la portera; pero ya no vive aquí. Su abuela ha muerto hace tres días, y la enterraron antes de ayer; ayer salió la señorita Cecilia, y estuvo todo el día fuera, y hoy ha marchado.

—¿Pero ha salido de París?

—Probablemente.

—¿Y a dónde ha ido?

—Lo ignoro.

—¿Y qué clase de familia era la suya?

—Nunca lo pude saber.

Y el príncipe, aunque reprodujo cinco o seis veces sus preguntas bajo distintas formas, no pudo saber ni una palabra más.

Ocho días después, Fernanda se presentó en «El Filósofo» sin saberlo con un vestido tan maravillosamente bordado, que corrieron rumores de que había sido un presente hecho por el sultán Selim a la encantadora Rogelana.

Y ahora nosotros, que en calidad de historiadores tenemos el privilegio de conocer todos los secretos, hablemos de la misteriosa joven que se apareció por un momento al príncipe y a Fernanda, y a quien no conocían en la calle del Coq, número 5, sino bajo el nombre de Cecilia.