Capítulo XX

XX

El tío de la isla de Guadalupe

Cecilia recibió esta carta cuatro días después de haber sido escrita; hacía ya dos que Enrique había perdido de vista las costas de Francia y de Inglaterra.

Puede comprenderse la doble impresión que esta carta produjo en la desconsolada joven. Aquella peregrinación de Enrique a la finca y a la tumba de su madre le trajeron a la memoria todas sus alegrías y todos sus dolores pasados. La marcha de Enrique, marcha tan diferida como se pudo, y de la que su pluma le expresara sus últimos dolores, le recordaba todos sus temores y todas sus esperanzas del porvenir.

Enrique bogaba en aquel momento entre el cielo y el mar. Al acabar de leer la carta cayó de rodillas, y oró mucho tiempo por él.

Después pensó en la demás parte de la carta; en la honrada familia de Duval, a la que Enrique había acudido para que le auxiliasen, sin saber que la mujer cuyo amor confesaba debía haber sido la esposa de Eduardo; de Eduardo, que con otro amor en el alma, pero esclavo del compromiso de sus padres, lo hubiera cumplido con la fidelidad que un negociante emplea en el pago de una letra de cambio, aunque aquella fidelidad le hubiera de hacer desgraciado.

Entonces Cecilia corrió a su pupitre, y en el primer momento de su efusión escribió a madame Duval una larga carta, en la que le abría todo su corazón, llamándola su madre. ¡La hermosa organización de Cecilia era tan susceptible de sentir todo lo que fuese noble y grande!

Después se volvió a dedicar a su vestido de boda, su obra maestra, su única distracción y su sola felicidad. La marquesa continuaba viviendo como siempre, y pasando todas las mañanas acostada, leyendo o haciendo que le leyeran novelas. Cecilia la veía únicamente a las horas de comer. Había un abismo entre aquellas dos mujeres: la una enteramente intelectual, la otra sensual en un todo. La una que juzgaba por el corazón, la otra examinándolo todo bajo el punto de vista del egoísmo.

En cuanto a Aspasia, Cecilia sentía hacia ella una secreta aversión; de modo que por no mandarle nada, cosa que tal vez no hubiera agradado a la doncella, se hacía servir por una buena mujer que vivía en las buhardillas de la casa, y que se llamaba madame Dubois. Esta mujer bajaba todos los días y disponía lo necesario para la pobre niña.

Como ya hemos dicho, la marquesa había conservado algunas relaciones con sus antiguas amigas. Estas amigas venían a verla de tiempo en tiempo a su humilde habitación, invitándola a que fuese ella misma a verlas y a que dispusiese de sus carruajes; pero la marquesa tenía el orgullo de la pobreza. Por otra parte, la inacción a que se había entregado hacía treinta años, le había hecho adquirir una grande obesidad, y cualquier movimiento le era incómodo.

Así es que pasaba su vida en su cuarto y Cecilia en el suyo.

Todo el día lo pasaba la triste niña en seguir con el pensamiento o en el mapa el aventurero buque que navegaba hacia otro mundo. Ella había comprendido perfectamente que en tres meses al menos no recibiría carta ninguna de Enrique. En su consecuencia no la esperaba, lo cual no la impedía, sin embargo, sobresaltarse cada vez que llamaban a la puerta. Por un momento temblaba entonces la aguja entre sus dedos, entraba la persona que había llamado, y como ésta no tenía nada que ver con Enrique, continuaba Cecilia su labor suspirando.

Esta labor era un prodigio de paciencia, de perfección y de gusto; no era un simple bordado, sino un dibujo en relieve. Todas aquellas flores, aunque pálidas, como las de las coronas de las vírgenes a quienes se conduce al altar, o se las lleva al sepulcro, parecían vivas y animadas. Cada una de ellas era para Cecilia un recuerdo de su infancia, y al bordarla le hablaba del tiempo en que ella, hija efímera del sol efímero de Londres, había estado unida a la planta.

Una mañana en que Cecilia trabajaba, según costumbre, llamaron a la puerta; pero aquella vez se sobresaltó más que de ordinario, por haber reconocido el modo de llamar del cartero. Corrió ella misma a abrir, y era él en efecto, que le presentó una carta. La joven dio un grito de alegría, y al leer el sobre de la carta, vio que era de letra de Enrique. Miró el sello, y notó que estaba sellado en el Havre.

Casi estuvo a punto de desmayarse, ¿qué habría sucedido? ¿Cómo era que a las seis semanas escasas de haber salido Enrique recibía carta suya fechada en el Havre? ¿Habría regresado a Francia?

Cecilia tenía la carta en su mano, y toda trémula, no se atrevía a abrirla. Notó que el cartero estaba esperando, le pagó, y corrió a su cuarto.

¡Cuánto le agradaba el semblante risueño de aquel hombre!

Abrió la carta, que estaba fechada en el mar. Enrique había hallado ocasión de escribir, y la había aprovechado. Eso era todo.

La carta decía lo siguiente:

«Para que veáis si vuestras oraciones son oídas, contra lo que me esperaba, se me presenta una ocasión de deciros que os amo.

Esta mañana el grumete de vigía anunció una vela. Como se está siempre alerta a causa de la guerra, subieron inmediatamente al puente el capitán y los pasajeros. Pero a los pocos minutos se reconoció que el buque avistado era un buque mercante; además, el barco había dirigido la proa hacia nosotros haciendo la señal de socorro.

No aguardéis una aventura triste y dramática, no, querida Cecilia, Dios no ha querido que vuestro buen corazón pueda entristecerse por la suerte de las personas a quien debéis esta carta. El buque, que era un barco francés del Havre, había sido retenido algunos días después de su salida de Nueva York por una calma de tres semanas, y temía que le llegara a faltar el agua antes de arribar a Francia. El capitán mandó se le enviasen doce toneles, y yo me puse a escribir para repetiros, Cecilia, que os amo, que en todas las horas del día y de la noche pienso en vos, y que continuamente estáis a mi lado, alrededor mío, en mi corazón.

¿Sabéis en qué pienso, Cecilia, al ver estos dos buques a la par, a cien pasos uno de otro, con rumbo el uno a Point-à-Pitre y el otro al Havre? Que si pasara yo del uno al otro en una de las lanchas que se cruzan, dentro de quince días me hallaría en el Havre, y al día siguiente a vuestros pies.

Y para eso no tenía más que querer, y os volvería a ver. ¿Lo comprendéis bien? Pero eso sería lo que los hombres llaman una locura, y nos perderíamos.

¡Dios Mío! ¿Cómo es que no hayamos hallado otro plan de porvenir que no me alejase de vos? Se me figura que, alentado por una palabra, por una mirada vuestra, habría salido yo con bien en cuanto hubiese emprendido. Bien veis, Cecilia, que protegido por vos, me es favorable la suerte hasta lejos de vuestro lado.

¡Ay!, os lo repito: ¡esta extraña felicidad me asusta! Temo que hayamos abandonado ya los dos la tierra, y estemos ambos en el camino del cielo.

Perdonad mis funestos presagios; pero el hombre ha nacido tan poco para la dicha en este mundo, que siempre hay en el fondo de cada una de sus alegrías una duda que impide a esa alegría el ser una felicidad completa.

¿Sabéis en qué paso mis días, Cecilia? En escribiros. Os llevaré un abultado diario, en el que hallaréis hora por hora todos mis pensamientos. Así veréis que mi corazón nunca ha estado lejos de vos.

Luego que llega la noche, como no se permite conservar luz en el buque, subo al puente, examino el magnífico espectáculo del sol ocultándose en el mar, sigo una tras otra todas las estrellas que aparecen en el cielo, y, ¡cosa extraña!, el reconocimiento y la adoración de Dios me induce a la melancolía, porque me pregunto si Dios, que tiene que mover todos esos mundos y ocuparse en seguir con la vista este admirable conjunto, podrá tener una mirada para cada individuos que le tiende sus manos.

¡Si el Señor fuera el Dios de los mundos y el acaso de los individuos!

Y en efecto, ¿qué puede importar a la Suprema Majestad de Dios esos pormenores de nuestra miserable vida? ¿Qué son para él los sucesos felices o desgraciados de nuestra existencia? ¿Qué puede hacer a ese rico segador que algunas espigas de uno de sus millones de campos, cada uno de los cuales se llama un mundo, sean tronchadas por el granizo o arrancadas por el huracán?

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Si no me escuchaseis cuando os hablo, si no me oyeseis cuando os suplico que me volváis al lado de Cecilia, que me aguarda!

¡Ay, Cecilia! ¡En qué abismo de ideas me pierdo, cuando cada una de mis cartas debería servir para infundiros ánimo! ¿En qué consiste que no respiran sino desaliento?

¡Perdonadme! ¡Perdonadme!

Me he granjeado un amigo a bordo, y es el piloto. ¡Pobre joven! También él ha dejado en Gravesend una mujer a quien amaba. En el modo como miraba al cielo suspirando reconocía a un hermano de infortunio, Poco a poco he estrechado amistad con él; me habló de su querida Jenny, y yo, Cecilia, perdonadme, le hablé de vos.

Tengo, pues, alguien a quien decir vuestro nombre, a quien repetir que os amo; tengo un corazón que comprende el mío.

Acaso me dirán que es el corazón de un marino; pero infelices de los que me digan eso. Ese excelente joven, con quien hablo de vos todas las noches, se llama Samuel.

Yo también quiero que sepáis su nombre.

Acordaos también de él en vuestras oraciones, a fin de que vuelva a ver a su Jenny. Le he prometido que lo haríais.

¡Adiós, Cecilia; adiós, amor mío! La lancha del buque francés vuelve a bordo, y entrego esta carta al contramaestre, que me promete por su honor echarla él mismo en el correo al llegar al Havre. Adiós otra vez, mi amada Cecilia; dentro de veinte o veinticinco días, si el tiempo continúa siéndonos más favorable, estaré en la Guadalupe.

Adiós por milésima vez. Os amo.

Vuestro, Enrique.

P. S. Un recuerdo en vuestras oraciones para Samuel y Jenny».

Imposible nos sería describir a nuestros lectores la profunda impresión que aquella carta causó en Cecilia, impresión tanto mayor, cuanto más inesperada era la carta. Cecilia se colocó de rodillas, bañados sus ojos en lágrimas de reconocimiento. No fue una oración la que hizo, sino que pronunció nombres entre los que, como le había dicho Enrique, se contaban los de Jenny y Samuel.

En seguida la joven, con más valor y confianza que nunca, volvió a continuar su vestido de boda. Pasaron los días, sucediéndose con su monótona regularidad, sin saber nada nuevo. Aquella carta inesperada, aquella venturosa carta, había hecho concebir a Cecilia la esperanza de algún suceso parecido al primero, que le haría tener noticias de su amante; pero como Enrique había dicho, aquel suceso era uno de los accidentes proporcionados por una feliz casualidad, y que no era probable que repitiese.

Durante ese tiempo habían tenido lugar grandes acontecimientos: la república se había convertido en imperio; Bonaparte en Napoleón; la Europa asustada había presenciado aquel extraño espectáculo sin levantar siquiera la voz para protestar; todo parecía asegurar a la dinastía naciente una larga duración; los que rodeaban a los nuevos elegidos eran ricos, brillantes, felices. Cuando Cecilia veía pasar algunas veces bajo sus ventanas a aquellos apuestos jinetes y a aquella elegante nobleza, mitad antigua y mitad de nueva creación, decía entre sí con un suspiro: «—Así estaría Enrique, y así estaría yo si hubiésemos dejado seguir su curso a los sucesos». Pero de repente recordaba la sangre todavía fresca de los fosos de Vincennes, y se respondía también con un suspiro: «—La consciencia no engaña; hemos hecho bien».

Todavía transcurrió un mes, y ya Cecilia principió a aguardar con mayor impaciencia. Luego pasó una semana, y después otros cuatro días, cada vez más lento el uno que el otro; al fin, en la mañana del quinto, sonó aquel campanillazo por tanto tiempo aguardado, y tan bien conocido. Cecilia corrió a la puerta: era carta de Enrique, la cual estaba concebida en estos términos:

«Querida Cecilia:

Primeramente, y antes que todo, nuestra felicidad sigue adelante. He llegado a la Guadalupe, después de una travesía un poco larga; pero sólo a causa del viento, y no por las tempestades. He visto a mi tío, que es el hombre más bueno del mundo, y que se ha alegrado tanto de verme enganchado en lo que él llama su regimiento, que desde luego me ha dicho que podía considerarme como su heredero.

Y sea dicho de paso: mi tío, querida Cecilia, es inmensamente rico.

Pero como en todas las cosas hay un lado malo, el buen hombre me ha dicho que se había aficionado a mí de tal manera desde que me vio, que bajo ningún pretexto me dejaría marchar antes de dos meses. Estuve tentado de responderle que a ese precio renunciaba a la sucesión; pero he reflexionado que esos dos meses me eran indispensables para la venta de mi pequeña mercadería. Además el capitán de la «Anna Belle» me ha asegurado que necesitaría ese tiempo para hacer un nuevo cargamento; de manera que me he visto precisado a resignarme. Heme aquí, pues, clavado en la Point-à-Pitre por dos meses al menos. Felizmente parte un buque mañana por la mañana, y os llevará noticias del pobre desterrado que tanto os ama, Cecilia; que os ama más de lo que pueden decir palabras humanas; más de lo que puede expresar un pensamiento terrenal.

Todo se lo he confesado a mi tío; al principio puso mala cara cuando supo que no pertenecíais a una familia comerciante; pero cuando le informé de todas vuestras cualidades; cuando le aseguré de vuestro amor por el que a mí me tenéis, le consolé de que pertenecieseis a la buena y antigua nobleza. Este buen tío, preciso es confesarlo, con su manía de hombre comercial, es la aristocracia personificada; a despecho suyo la partícula se le viene a la boca, y quitando su título a las personas que lo tienen, añade el «de» a las que no lo tienen.

¡Qué grandiosa y magnífica naturaleza, Cecilia, y qué feliz sería yo en poderla admirar con vos! ¡Cómo se perdería nuestro pensamiento en la extensión de ese mar infinito!

¡Cómo se sumergirían nuestras miradas en ese cielo tan puro y tan diáfano en que la vista cree poder llegar hasta Dios!

Por desgracia toda esa naturaleza os es desconocida, querida Cecilia. No podéis tener idea de estas plantas, de estas flores; no conocéis estos frutos, ni ellos os conocen. Días pasados me estremecí de alegría al ver una rosa abierta: esto me condujo a Inglaterra, y me recordó a Hendon, vuestro jardín y nuestra tumba.

¡Qué terrible y precioso don del cielo es la memoria! En un segundo he recorrido mil ochocientas leguas, y me he hallado a vuestro lado, en vuestro jardín, fijándome en los más pequeños detalles, desde vuestras hermosas compañeras; las rosas, los lirios, los tulipanes, las anémonas y las violetas, hasta el humilde y verde césped sobre el que saltaban en busca de los granos que esparcíais diariamente, los pintados jilgueros y los insolentes gorriones.

Yo no sé de qué nace esto, querida Cecilia; pero hoy tengo el corazón lleno de esperanza y alegría. ¡Todo es tan hermoso en este país, todo es tan grande!, que mis temores empiezan a disiparse, y mi corazón oprimido por tanto tiempo empieza a dilatarse y a respirar más libremente.

Hace ya mucho que no os digo que os amaba, pero temo repetíroslo demasiado: si no lo dijera de palabra, me parece que la expresión de mis ojos, que el sonido de mi voz abogarían mejor por esas infinitas repeticiones que me perdonaréis.

Mi tío ha entrado en mi habitación, y se empeña obstinadamente en que vaya a ver sus plantíos. Me niego, pero él me dice que algún día serán vuestros, y esta razón me decide a suspender la carta por una o dos horas. Hasta luego, Cecilia.

¿Sabéis lo que haremos si venís algún día a vivir a Guadalupe? Tomaremos un plano de nuestra finca en Inglaterra, y traeremos semillas de todas vuestras flores; después, en medio de las posesiones de mi tío, resucitaremos el pequeño paraíso de Hendon.

Paso mi vida haciendo proyectos y edificando castillos de naipes, y después pido a Dios que dé un soplo a mis sueños y que les deje el tiempo necesario para que lleguen a ser realidades.

Felizmente estoy casi siempre solo; es decir, estoy con vos, Cecilia; vos estáis a mi lado; yo hablo con vos, y vos me sonreís; a veces la ilusión es tal, que alargo el brazo para coger vuestra mano, y entonces desaparecéis como un vapor, y os desvanecéis como una sombra.

Una vez que haya marchado el buque que os llevará esta carta, no tendré probablemente ocasión de escribiros antes de un mes o seis semanas; las salidas de buques son escasas en estos momentos; luego, dentro de dos meses, seré yo el que marche. ¡Cecilia, Cecilia!

¡Comprendéis qué momento será para mí aquel en que vea las costas de Francia, en que vea a París, la calle del Coq, y suba esos cinco pisos, y llame a vuestra puerta y caiga a vuestros pies! ¡Dios mío! ¿Cómo soportaré tanta dicha sin volverme loco?

Adiós, Cecilia; os estaría escribiendo eternamente; ¿y para qué? Para deciros y para volver a repetiros cien veces las mismas cosas. Adiós, Cecilia: no os encargo que penséis en mí, porque es imposible que sea yo solo en amar como amo. Adiós, Cecilia; orad por mi pronta vuelta, porque a vuestras oraciones debo hasta hoy la feliz combinación de los acontecimientos, que es tal, os los repito, que me asusto de tanta fortuna.

Adiós, Cecilia, hay en este momento una nube dorada, tan brillante, que parece ser el carro de un ángel; a esta nube encomiendo todos mis recuerdos para que os los lleve; navega suavemente hacia Francia a través de un límpido cielo, de que no tenemos idea en nuestros climas, y ahora se aparta y toma la figura de un águila con las alas desplegadas para ir más de prisa; gracias, nube bienhechora; gracias; salúdala al pasar, y dile que la amo.

Adiós por última vez; yo os amo; adiós, adiós.

Vuestro, Enrique».

Por larga que fuese esta carta, no dejó de parecer corta a Cecilia; la leyó y la volvió a leer cien veces durante el día, hasta que al fin la aprendió toda de memoria. De este modo, y sin dejar de trabajar en su vestido de boda, la pobre niña se repetía a sí misma las frases de su futuro esposo; luego, de tiempo en tiempo, como esas frases no bastaban aún, cogió las cartas para asegurarse más por medio del tacto y por la vista del escrito.

Durante este tiempo, el vestido adelantaba, era, como hemos dicho, una magnífica guirnalda de bordados que daba la vuelta, y que subía por delante hasta la cintura, donde se dividía en ramos, de los que unos continuaban acompañando el lado correspondiente del cuerpo, en tanto que otros se perdían caprichosamente en las mangas; el fondo del vestido debía quedar liso.

El vestido estaba ya adelantado en más de la mitad, y como, según todas las probabilidades, Enrique debía aún tardar tres o cuatro meses en volver, estaría enteramente concluido a su regreso.

De cuando en cuando la marquesa preguntaba por el viajero, pero con el tono en que se hubiera informado de una persona extraña. La marquesa no había pensado en aquel matrimonio por su cariño a Enrique, sino por la antipatía que Eduardo le causaba; ella no había querido ver a su nieta esposa de un empleado en una oficina del comercio, y he aquí todo.

Y sin embargo, pasaban los días; Cecilia sabía que ninguna embarcación debía salir de Guadalupe antes de seis semanas. Enrique lo había dicho. Así es que esperó con paciencia la época indicada; luego empezó a inquietarse cuando pasaron los dos meses. En fin, con los mismos arrebatos de felicidad, recibió una mañana esta carta:

«Marcho, querida Cecilia.

El navío en que os envío esta carta no me precederá más que ocho días, y tal vez, como la «Anna Belle» pasa por muy velera, llegaré yo al mismo tiempo o antes que mi carta.

¿Lo oís? Cecilia, yo parto, y parto rico; he ganado un ciento por ciento en mi pequeña mercadería; he reembolsado al momento a monsieur Duval de sus cincuenta mil francos, y me quedan otros cincuenta mil; mi tío, además ha hecho un cargamento que podrá valer cien mil escudos, y me ha dado cien mil francos como regalo de boda.

Mi querida Cecilia, ¿comprenderéis toda mi alegría? Yo no ceso de preguntar al capitán si es cierto que el viaje está fijado para el 8 de marzo, porque ese día es cuando debemos salir de aquí.

Él me responde que sí, y que al menos que el viento no sea contrario, su salida está irrevocablemente fijada para aquel día; pero en este momento el viento sopla con una constante regularidad, y creo que nada nos hace detener.

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Conque es cierto que voy a verla; a volver a ver a mi querida Cecilia, a mi ángel bueno!, ¡con que todos mis temores son infundados! ¿Es cierto que vuestra bondad no se cansa, y que la felicidad que me ha acompañado hasta aquí no era más que el presagio de lo que debía acompañarme hasta Francia?

¡Dios mío! ¡Cuán bueno sois, cuán grande, cuán misericordioso! Os doy gracias por todo.

A ella, a ella, que ruega por mí, que vela por mí, es a quien debo tanto. Tengo un compañero de alegría y felicidad.

Samuel, el pobre Samuel, de que ya os he hablado, Cecilia; faltábanle unos centenares de francos para ser dichoso, lo mismo que nos faltaban a nosotros unos cuantos miles. Figuraos que con mil escudos he hecho la felicidad de un hombre. Se los he dado a vuestro nombre, Cecilia. A su vuelta se casará con Jenny, y si su primer hijo es varón, se llamará Enrique, y si es hembra, Cecilia.

De aquí nace que el pobre Samuel está tan deseoso de marchar como yo.

¡Ocho días! ¡Qué largos se me hacen estos ocho días! ¡Ocho días sin que me aproxime a vos! Al menos estando embarcado, o yendo en un carruaje, bien llevado por las alas del viento, o arrastrado por unos buenos caballos, conoce uno que adelanta, que se va acercando; en ese movimiento hay un indecible consuelo. Nuestra madre nos mece cuando somos niños; nos mece la esperanza cuando somos hombres. Verdaderamente quisiera mejor pasar quince días más en el mar y ponerme en camino ahora mismo.

Así, estoy dudando casi en enviaros esta carta. Si me amáis como yo os amo, de lo cual no estoy enteramente cierto, pues lo creo imposible, y nuestra embarcación por algún viento contrario o por cualquier otro accidente se retrase una semana, quince días o un mes, ¡qué suplicio va a ser vuestra vida en semejante situación! ¡Oh!, ¡esperaros yo, Cecilia; saber que veníais a reuniros conmigo, y no salir a recibiros, y no poder abreviar la distancia que nos separase saliendo a vuestro encuentro! ¡Oh!, conozco que eso sería para mí una desgracia horrible, insoportable, inaudita; conozco que estaría peor aún que no teniendo noticias vuestras, y sin embargo, no me hallo con el valor suficiente para dejar de deciros: ¡allá voy, Cecilia; esperadme!…

Sí, esperadme, mi adorada Cecilia; ya llego, ya estoy cerca de vos, ya estoy a vuestros pies… Decidme que me amáis, Cecilia; ¡os amo yo tanto!

Adiós; dentro de ocho días salgo de aquí. Hasta la vista, Cecilia. Esperadme de un momento a otro. Por última vez os repito que marcho dentro de ocho días.

Vuestro, Enrique».