Capítulo XII
XII
Dios dispone
Luego que madame de Lorgues y Enrique de Sennones se marcharon, y la marquesa y su hija se volvieron a sus cuartos, y Cecilia se quedó sola, le pareció que acababa de hacerse un cambio en su vida.
Y sin embargo, al querer buscar qué cambio era ese, no le hallaba, ni hubiera podido indicarlo.
¡Ay! El primer sentimiento del amor se había apoderado del corazón de la pobre niña, y como hace el primer rayo de sol, hacía visibles a sus ojos una multitud de cosas perdidas hasta entonces en la noche de su indiferencia.
Primero le pareció que necesitaba aire, y bajó al jardín. El tiempo estaba tempestuoso, y sus flores se inclinaban sobre sus tallos, como si el aire fuese también muy pesado para ellas. En otro tiempo las consolaba Cecilia; hoy Cecilia inclinaba también la cabeza sobre su pecho, sin duda por el presentimiento de alguna tempestad futura.
Dio por dos veces la vuelta a su pequeño mundo, y fue a sentarse bajo su cenador, donde trató de seguir el cántico de una avecilla que gorjeaba en una mata de lilas… pero se interponía una especie de velo entre su espíritu y los objetos de que se veía rodeada; no era ya dueña de su pensamiento; había algo desconocido en ella que pensaba a pesar suyo; su pulso latía por momentos con tal rapidez, que ella se estremecía como si le acometiese un acceso de calentura.
En esto cayeron algunas gruesas gotas y retumbó un trueno; pero Cecilia no oyó el uno ni sintió las otras. La baronesa la llamó con inquietud; pero tuvo necesidad de repetir el llamamiento.
Al pasar de nuevo por el salón, Cecilia vio su cuaderno de dibujo sobre la mesa y el piano todavía abierto, y se puso a mirar sus flores, deteniéndose en las mismas páginas en que se detuviera con Enrique y repasando en su memoria cuanto dijera al joven y cuanto éste le había respondido. Luego se sentó al piano y tocó y cantó nuevamente la melodiosa fantasía, pero ahora de un modo más profundo y melancólico que la vez primera.
A la última vibración de su voz, al último sonido del instrumento, Cecilia sintió en su hombro el suave peso de una mano: era la de su madre.
La baronesa estaba aún más pálida que de costumbre y se sonreía con más tristeza de la que solía. Cecilia se estremeció, imaginando que su madre iba a hablarle de Enrique.
En medio de su impresión de temor aquella era la vez primera que el nombre del joven se presentaba tan personalmente al espíritu de Cecilia; hasta aquel instante había algo de Enrique en todo cuanto la rodeaba, pero algo inmaterial como un vapor, impalpable como un perfume.
Cecilia creyó pues que su madre iba a hablarle de Sennones; pero se engañó: la baronesa no le habló más que de lo que le dijera la de Lorgues, esto es; que al rey Luis XVIII no le quedaba esperanza alguna de regresar a Francia, atento que el poder de Bonaparte se arraigaba cada vez más y Bonaparte trabajaba por su exclusiva cuenta. La señora de Lorgues, que estaba al servicio de la condesa de Artois, había pues casi tomado la determinación de permanecer en el extranjero, que es lo que también debía hacer la baronesa.
Durante esta conversación, no sonó para nada el nombre de Enrique; ello no obstante, a Cecilia le pareció que todas y cada una de las palabras proferidas por su madre aludían al joven, tal vez porque se referían a Eduardo.
En efecto, decir a Cecilia que el estado político de Francia continuaba imponiendo la expatriación a su madre y a su abuela, era decirle que los proyectos de unión con la familia Duval estaban más decididos que nunca, pues Cecilia conocía la situación pecuniaria de la baronesa y de la marquesa.
Luego, Madame de Marsilly añadió algunas palabras acerca de su propia salud, y entonces Cecilia, volviéndose hacia su madre, la miró y lo olvidó todo.
En efecto, ya fuese el resultado de sus crueles cuidados, o que la enfermedad hubiese llegado a ese período en que los progresos son más rápidos, la baronesa, como hemos dicho, estaba terriblemente cambiada; conoció ésta el efecto que su vista causaba en Cecilia, y se sonrió melancólicamente.
Cecilia apoyó su cabeza sobre el hombro de su madre, y rompió a llorar, murmurando en su corazón, aunque sin tener valor para decirlo con sus labios:
—¡Oh! Sí, sí; perded cuidado, madre mía, que me casaré con Eduardo.
Gran esfuerzo era el que hacía la pobre niña sobre sí misma; porque, preciso es decirlo, la comparación que, casi sin saberlo, hacía su corazón entre el sobrino de madame de Lorgues y el hijo de monsieur Duval, no era ventajosa al último; ambos a dos eran, a la verdad, de una edad misma; ambos a dos habían recibido una educación distinguida, ambos a dos eran gallardos; pero ¡qué diferencia había, sin embargo, entre ambos! Eduardo a los 20 años, era todavía un colegial tímido y casi torpe, mientras que Enrique era un joven elegante y acostumbrado al gran mundo. Ambos a dos habían recibido una educación distinguida; pero Eduardo no había conservado de ella más que la parte material, si puede decirse así; sabía lo que había aprendido, y nada más; pero su organización no había añadido nada a esa ciencia adquirida; lo que Enrique sabía, al contrario (y en pocas palabras había sido fácil a Cecilia conocer que sabía mucho), no parecía sino que lo adquirido siempre, y que cada cosa, revisada y corregida por su propio talento, había recibido un nuevo valor en la feliz organización que le servía de molde. Pero Eduardo era hermoso, con esa belleza insignificante que se asocia perfectamente con la vulgaridad de la fisonomía, al paso que Enrique era hermoso con esa belleza fina y distinguida que da sólo la sangre, y que la educación física desarrolla; para explicarlo todo en breves palabras, el uno tenía maneras vulgares, y el otro las de un cumplido caballero.
Pero cuando al domingo siguiente vino Eduardo con sus padres, se hizo para Cecilia aquella diferencia tanto más sensible esta vez, cuanto que la marquesa, contra su costumbre, había bajado, y ora fuese cálculo o casualidad, aprovechó un momento en que monsieur Duval y la baronesa se paseaban por el jardín, para tratar de renovar la escena que había tenido con Enrique. Instintivamente había ocultado Cecilia a Eduardo sus debilidades; pero esta vez, a invitación de la Marquesa, fue preciso sacar el álbum del pupitre y enseñar las hermosas flores que contenía. Eduardo, cumplimentando a Cecilia por lo bien hecho de la ejecución, no llegó a comprender, a pesar de los nombres inscritos por debajo de cada página, el pensamiento que había hecho brotar aquellas flores. Por su parte Cecilia, comprendiendo que toda explicación de este género sería inútil, no trató siquiera de hacer notar al joven ese sentimiento íntimo de que ella había querido hablarle cuando niña, y del que tanto había reído él. Por consiguiente, todas aquellas flores que fueron pasando sucesivamente ante los ojos de Eduardo, no eran más que una serie de imágenes más o menos bien iluminadas; no era así como las había mirado Enrique.
La marquesa, que no perdía a los dos jóvenes de vista, conoció la impresión que causaba en su nieta el prosaísmo de Eduardo, aunque no comprendió, a la verdad, todas las delicadezas poéticas que Cecilia sentía no hallar en el joven que le estaba destinado; pero vio que ese prosaísmo le repugnaba, y resolvió desenvolverlo hasta lo último, para lo cual, luego que se cerró el álbum, rogó a Cecilia que se sentara al piano.
Por la primera vez se resistió Cecilia; nunca había cantado delante de Eduardo, y aunque éste, siempre que venía, había visto el piano y sobre el piano una porción de cuadernos de música, jamás había hecho a la joven una sola pregunta sobre el particular. Sin embargo, cuando la marquesa hizo la proposición, la apoyó con tanta galantería, que Cecilia no pudo menos de ceder a aquella doble instancia.
Lo mismo que pasó con el canto ocurrió con la pintura. Eduardo aplaudió y alabó calurosamente a Cecilia, pero como quien no ha comprendido; de lo que se siguió que en el ánimo de la doncella le perjudicaron más aquellas alabanzas fingidas, aquellos aplausos intempestivos que si hubiese guardado silencio.
Así es que al pedir la marquesa a su nieta que tocase la fantasía que tres o cuatro días antes tocara, o a lo menos algo parecido, Cecilia se negó obstinadamente. Eduardo, por cortesía, secundó en sus ruegos a la marquesa, pero como no era más que un mediano melómano, no insistió de una manera indiscreta; a bien que por mucho que hubiese insistido, Cecilia hubiera permanecido encerrada en su negativa, porque le habría parecido una profanación cantar en presencia de Eduardo lo que cantara ante Enrique.
La doncella sintió verdadera gratitud por su madre cuando, al entrar de nuevo en el salón con madame Duval, puso con su presencia fin a las instancias con que por vez primera y sin que ella pudiese adivinar la causa, la fatigaba su abuela.
El resto del día pasó como de costumbre, si se exceptúa que Cecilia, por más que se esforzó, no pudo disimular su preocupación, de la que, por lo demás, sólo se dieron cuenta la baronesa y la marquesa.
Madame de Marsilly, que estaba muy fatigada, tan pronto hubieron partido los Duval se retiró a su cuarto acompañada de Cecilia, que advirtió que de tiempo en tiempo su madre la miraba con inquietud. ¿Qué significaba aquel modo de mirar inusitado? Cecilia intentó preguntárselo a su madre, pero cada vez que abrió la boca para hacerlo, volvió a cerrarla sin proferir un vocablo.
Por su parte, la baronesa tampoco dijo una palabra; lo único que hizo, al separarse de su hija, fue abrazarla más efusivamente de lo que acostumbraba y lanzar un profundo suspiro al besarle la frente.
Cecilia salió con lentitud y tristeza del cuarto de su madre para encaminarse al suyo, pero en el pasillo se encontró con Aspasia, que le dijo que la marquesa deseaba verla.
La marquesa se hallaba acostada, y leía; había tenido siempre la costumbre, peculiar del siglo XVIII, de recibir en la cama, y aquella costumbre la había conservado, aunque no recibía a nadie entonces. Por lo demás, todos aquellos recuerdos aristocráticos de otros tiempos eran tan naturales en la marquesa, que no la hacían aparecer ridícula.
Así que vio a Cecilia, colocó sobre su almohada el libro que estaba leyendo, e hizo seña a su nieta de que viniese a sentarse a su lado. La joven obedeció.
—¿Me habéis mandado llamar, mi buena mamá? —dijo Cecilia besando una mano redondeada aún, y a la que la vejez había dejado una gran parte de su hermosura, gracias a los cuidados de la marquesa—; he temido que por un momento os hallaseis indispuesta; pero vuestra fisonomía me tranquiliza.
—Pues a pesar de eso, te equivocas, mi querida niña, porque tengo unos vahídos horribles; además, siempre que veo a esos Duval, me ataca la jaqueca, y mucho más cuando los oigo hablar.
—Pero, mi buena mamá, monsieur Duval es un hombre excelente, y vos misma lo habéis dicho muchas veces.
—Sí, es cierto; ha estado mucho tiempo al servicio de monsieur de Lorgues, y siempre he oído a la duquesa hacer elogios de su probidad.
—Madame Duval es una mujer llena de gracia, y de aspecto muy distinguido.
—¡Oh! Sí. ¡Esas inglesas! Con sus semblantes pálidos, sus talles delgados y sus largos cabellos, parece que pertenecen a una clase elevada; pero a pesar de esa apariencia, ya lo sabes, querida niña, madame Duval, lo mismo que su marido, estaba al servicio de la duquesa.
—Como profesora, buena mamá, y no se debe confundir el profesorado con la domesticidad.
—Es cierto, confieso que no es lo mismo, aunque se asemeja mucho; pero si te hablo de monsieur y de madame Duval, ¿qué dirás de su hijo?
—¿De Eduardo? —preguntó tímidamente la joven.
—Sí, de Eduardo.
—¡Oh! —repuso Cecilia llena de turbación—; yo no puedo menos de decir que Eduardo es un buen y honrado joven, laborioso, y que ha recibido una educación…
—Muy en armonía con su condición, hija mía, porque sería muy ridículo que hubieran querido sacarle fuera de la esfera de su estado, dándole una educación semejante a la que ha recibido el caballero de Sennones, por ejemplo.
Cecilia se estremeció, bajó los ojos, y un vivo sonrosado rubor cubrió sus mejillas. Ninguna de aquellas circunstancias pasó desapercibida para la marquesa.
—¿Y qué? ¿No me respondéis? —dijo.
—¿Qué queréis que os responda?
—Podrías decir lo que pensabas de ese joven.
—Parece mal, mi buena mamá, que las muchachas den su opinión respecto a los jóvenes.
—Pues bien, las has dado sobre Eduardo.
—¡Oh, sobre Eduardo! Eso es muy distinto —repuso la joven.
—Sí, ya comprendo —dijo la marquesa—, tú no amas a Eduardo, y…
—¡Mi buena mamá! —exclamó Cecilia como para implorar el silencio de su abuela.
—Y amas a Enrique —continuó despiadadamente la marquesa.
—¡Oh! —murmuró Cecilia, ocultando su cabeza en la almohada.
—¿Y qué? —dijo la marquesa—. ¿A qué viene esa mala vergüenza? De lo que debieras tenerla sería de amar a Eduardo, si es que le amases; pero Enrique es un joven completo, bajo todos los aspectos, de buena figura, a fe mía, y que se parece mucho al pobre barón de Ambrée, que se hizo matar en el sitio de Mahon.
La marquesa dejó escapar un suspiro.
—Pero mi buena mamá —exclamó Cecilia—, ¿olvidáis las intenciones de la baronesa sobre Eduardo? ¿Olvidáis?…
—Mi querida Cecilia, tu madre ha tenido siempre la cabeza un poco débil, además de que las desgracias la han trastornado. Es preciso saber hacer frente a los sucesos, y no dejarse abatir. Tu madre ha dicho que te casarías con Eduardo, y yo, hija mía, te digo que te casarás con Enrique.
Cecilia levantó su blonda cabeza, y miró a su abuela con las manos juntas y la vista fija, como hubiera mirado a una virgen que le prometiese hacer un milagro que ella no podía comprender.
En aquel momento la campanilla de la baronesa sonó con violencia, y Cecilia, levantándose asustada, salió apresuradamente de la habitación de la marquesa, y entró en la de su madre.
Halló a madame de Marsilly desmayada; un copioso vómito de sangre era lo que había producido aquel desmayo.
Por segunda vez Cecilia olvidó a Enrique y Eduardo; por segunda vez olvidó todo, para pensar únicamente en su madre.
Gracias a las sales espirituosas que Cecilia le hizo aspirar, y al agua fresca que la doncella le echó sobre la frente, la baronesa volvió al momento en sí.
Su primer movimiento fue el ocultar a su hija el pañuelo lleno de sangre que había dejado caer. Pero éste fue el primer objeto que se presentó a la vista de Cecilia, y Cecilia lo tenía ya en la mano.
—¡Pobre hija mía! —exclamó la baronesa.
—¡Madre mía! —murmuró Cecilia—; eso no es nada, no es nada; ya veis qué pronto habéis vuelto en vos.
En aquel momento Aspasia entró a preguntar de parte de la marquesa cómo se hallaba su hija.
—¡Mejor, mucho mejor! —respondió la enferma—; decid a mi madre que no ha sido más que una indisposición momentánea, y que no se incomode a venir.
Cecilia estrechó entre las suyas la mano de su madre, y la besó derramando lágrimas.
La crisis había efectivamente pasado, como había dicho la baronesa; pero cada una de aquellas crisis la debilitaba espantosamente; así es que por más instancias que su madre le hizo, Cecilia no quiso volverse a su cuarto; la doncella le dispuso una cama junto a la baronesa, y pasó la noche a su lado.
Entonces fue cuando Cecilia pudo apreciar lo que eran las noches de su madre, noches de agitación, durante las cuales los cortos intervalos de un sueño febril no podían reparar las fuerzas agotadas por una tos continua.
A cada movimiento que hacía la baronesa. Cecilia se aproximaba a su lecho, porque aquella vez se había apoderado de ella una cruel inquietud. Así fue que la baronesa, procurando contenerse delante de su hija, aumentaba sus padecimientos.
Con todo, hacia la madrugada, rendida al fin la baronesa, se durmió; Cecilia veló aún por algún tiempo, pero al fin la naturaleza venció su voluntad, y se durmió a su vez.
Cecilia, en aquella noche, pudo convencerse de que los sueños son cosas independientes de nuestra voluntad, porque así que hubo cerrado los ojos, olvidó todo cuanto acababa de suceder, y desde la habitación de su madre se vio trasportada a unos magníficos jardines llenos de flores y de aves; pero aquella vez, por un extraño misterio, y del cual la razón aceptaba el resultado sin tratar de averiguar la causa, el perfume de las flores era un lenguaje, y el canto de los pájaros un idioma que comprendía perfectamente, no por intuición, como lo hacía en su jardín, sino por un perfeccionamiento de su organización, porque un vago sentimiento le decía que estaba en el cielo; aves y flores alababan a Dios.
Después, repentinamente, sin que ella le viese venir, sin oírle aproximarse, Cecilia se encontró en los brazos de Enrique.
Solamente que no sentía ni sus brazos ni su cuerpo, y además, Enrique estaba muy pálido. Enrique fijaba sobre ella sus miradas con una ternura infinita, y Cecilia notó que podía verse reflejar en los ojos del que amaba.
Y colocó su mano sobre el corazón; su corazón no latía; luego una voz murmuró a sus oídos que ambos estaban muertos.
Y en efecto, Cecilia creía no tener nada de terrenal. Su vista pasaba a través de los objetos; veía a través de los troncos de los árboles; las paredes parecían formadas de vapores, y todas las cosas eran diáfanas; hubiérase dicho que el jardín en que se paseaba no contenía más que seres inmateriales, que habían conservado, salvo la opacidad, sus formas terrestres.
De repente le pareció ver venir a su encuentro a una mujer velada, que tenía el continente de su madre. A medida que se aproximaba aquella mujer, Cecilia se afirmaba en su opinión; solamente que aquella mujer no andaba, sino que se deslizaba sobre el suelo; además, en vez de vestido, iba envuelta en un ancho sudario. Entonces Cecilia dirigió de nuevo su vista hacia ella y hacia Enrique, y vio que todos tres se hallaban vestidos del mismo modo. Su madre seguía adelantándose; en fin, Cecilia, a través de los pliegues del velo que la cubría, reconoció las facciones de su rostro.
—¡Oh, madre mía! —exclamó, procurando estrechar en sus brazos aquella sombra—; creo que somos muy felices, porque estamos muertos.
Al decir estas palabras oyó un sollozo tan verdadero y desgarrador, que se despertó.
La baronesa a su vez se hallaba de pie al lado de la cama de su hija, pálida como un espectro, vestida como un muerto y casi tan diáfana como una sombra.
La pobre madre se había despertado la primera, y había velado el sueño de su hija, como ésta lo había hecho con el suyo, después, advirtiendo que algún sueño sombrío la atormentaba, se levantó para despertarla, y entonces fue cuando oyó la frase que hemos dicho, y que Cecilia había pronunciado en alta voz.
Cecilia creyó por un momento que continuaba soñando; pero la inquietud de su madre la condujo bien pronto a la triste realidad.
—¡Eres desgraciada, mi pobre hija! —dijo la baronesa—, supuesto que mirabas como una felicidad el estar muerta conmigo.
—¡Oh, no, no, madre mía! —exclamó Cecilia—; y en cuanto vuestra salud se restablezca ¿qué puede faltar a mi felicidad? Creo que soñaba un disparate; he aquí todo. Perdonadme, madre mía, perdonadme.
—¡Ay, hija mía! ¿No soy yo más bien quien debe pedirte perdón? Y con todo, bien lo sabe Dios, yo he hecho cuanto ha estado de mi parte por acostumbrarte a una vida humilde y sencilla. ¿Por qué Dios ha impreso en tu alma los sentimientos de tu cuna y no los de tu posición? Dime, hija mía, ¿tal vez sin notarlo, te he educado en las preocupaciones del nacimiento, en el orgullo de las categorías?
—¡Oh, madre mía! —exclamó Cecilia—; habéis querido hacer de mí una santa, como vos lo sois, y no es culpa vuestra si no habéis conseguido hacer más que una joven orgullosa.
—¿Con que tú le amas? —preguntó suspirando la baronesa.
—¡Ay, madre mía! No lo sé; pero en mi sueño me parecía que era yo más dichosa muriendo con él, que viviendo con cualquier hombre del mundo.
—¡Hágase según la voluntad de Dios, y no según la mía! —exclamó la baronesa juntando las manos, y levantando al cielo sus ojos con una indecible expresión de conformidad.