Capítulo IV

IV

La marquesa de la Roche-Bertaud

Grande, amarguísimo fue el dolor de la baronesa; pero alma a la vez sencilla y fuerte, halló un suavizante a su amargura en la convicción de que su esposo había perecido cumpliendo con su deber.

Por otro lado debía vivir para su madre y para su hija.

Permanecer en París con la marquesa, era exponerse a mil peligros, tanto más cuanto la marquesa tenía uno de esos caracteres que no admiten el disimulo, no por energía de alma o por convicción política, sino porque, nacida bajo dorados techos artesonados y educada de cierta manera, le era imposible ocultar un solo momento ni su nacimiento, ni sus opiniones, ni sus odios, ni sus simpatías. La atmósfera política se iba poniendo cada día más tempestuosa; el rey y la reina se hallaban en el Temple; los asesinatos aislados, continuaban en las calles, precursores de la catástrofe general que se preparaba. Monsieur Guillotin acababa de regalar a la asamblea legislativa el filantrópico instrumento que había tenido la suerte de inventar; ya era tiempo, pues, de abandonar la Francia.

Pero salir de Francia no era una cosa muy fácil.

Habíanse impuesto penas muy severas a los que intentasen emigrar, y se exponían al huir de un peligro a caer en otro mucho mayor.

La marquesa quería encargarse de todo; hablaba de coche, de caballos de posta, de pasaportes imposibles que pensaba obtener por la mediación de los embajadores, que en nombre de sus soberanos obligarían, según ella decía, a aquella canalla a que la dejasen marchar a ella, a su hija y a su nieta. La baronesa le suplicó que le dejase arreglar y conducir este negocio, y a fuerza de ruegos obtuvo de su madre que no se mezclase en nada.

Así, pues, ella se encargó de todo.

Tenía el barón unas tierras situadas entre Abbeville y Montreuil. Estas tierras estaban al cuidado de un arrendatario, cuyos antepasados las tenían en arrendamiento hacía dos siglos. La baronesa creyó poder contar con la fidelidad de su arrendatario; así es que envió un anciano criado que había cuidado al barón en la niñez, y que hacía cuarenta años que estaba en su casa. Este antiguo servidor no llevaba ninguna instrucción por escrito, temiendo ser registrado; pero las había recibido de palabra de la baronesa y sabía lo que debía hacer.

La familia del arrendatario se componía únicamente de su madre y de su esposa; quedó convenido que esta familia iría a París, y que la marquesa y su hija saldrían de la capital con los vestidos y los pasaportes de aquellas dos aldeanas.

Durante este tiempo, la baronesa de Marsilly hizo todos sus preparativos de marcha.

En aquella época, en que todo el numerario había sido convertido en asignados, había muy poca moneda contante, aún en las casas más ricas; con todo, la baronesa pudo reunir unos veinte mil francos, que unidos a ochenta mil de las joyas pertenecientes a la marquesa, tranquilizaron a las emigradas sobre su porvenir en el extranjero. Además, todo el mundo se hallaba en la persuasión de que no podría durar mucho aquel estado de las cosas, y esta emigración, aun a los ojos de los pesimistas, debía terminar antes de tres o cuatro años.

Así es que las pobres mujeres se ocuparon de todos los preparativos.

Los de la baronesa no fueron muy largos, y se hicieron con la previsora sencillez que formaba la base de su carácter; pero no sucedió lo mismo por parte de la marquesa. Su hija, al entrar en su cuarto, la halló en medio de una infinidad de cajas, de cofres y de paquetes suficientes para cargar tres faetones; no quería desprenderse de ninguno de sus vestidos, y llevaba hasta el servicio de la mesa.

—Madre mía, —le dijo la baronesa, moviendo tristemente la cabeza—; os tomáis una molestia inútil. Para no despertar sospechas, es preciso no llevar más ropa que la puesta, y en cuanto a la ropa blanca, uno sólo de vuestros pañuelos bordados bastaría para hacernos reconocer y para que nos prendiesen.

—Pero con todo —contestó la marquesa—, necesitamos vestidos.

—Sí, tenéis razón —repuso la baronesa, siempre con una inalterable dulzura—; pero nuestros vestidos han de ser sencillos y en armonía con nuestra condición aparente. No perdáis de vista —añadió procurando sonreír—, que somos unas pobres aldeanas, madre y esposa de un aldeano; que vos os llamáis Gervasia Arnoult, y yo Catalina Payot.

—¡Oh! ¡A qué tiempos hemos llegado! ¡Dios mío, a qué tiempos! —murmuró la marquesa—; si Su Majestad desde un principio hubiese reprimido los abusos; si hubiese mandado ahorcar a Monsieur Necker y fusilar a Monsieur de Laffayete, no hubiéramos llegado al estado en que nos vemos.

—Tened presente que aún hay personas más desgraciadas que nosotras, y que esta comparación os haga resignaros. Pensad en el rey y en la reina, presos en el Temple; pensad en el pobre delfín, y tened compasión, ya que no de nosotras mismas, de esa pobre Cecilia, que si nos perdiese, quedaría huérfana y abandonada.

Eran éstas razones demasiado fuertes para que la marquesa no se rindiese a ellas; pero no lo hizo sin suspirar amargamente. La marquesa había nacido en medio del lujo; se había acostumbrado a vivir en él, y contando seguir así siempre, las cosas más superfluas habían llegado a ser para ella de la más absoluta necesidad.

Pero aún tuvo más que sufrir, cuando la baronesa le entregó la parte de ropa blanca destinada a su uso, y que sin ser muy grosera, hacía un cruel contraste con la batista y con el lienzo de Hungría, de que usaba constantemente; las camisas, sobre todo, la exasperaron, y dijo terminantemente que no se pondría sobre la carne un lienzo, bueno únicamente para los patanes. —¡Ay, madre mía! —dijo tristemente la baronesa; demos gracias a Dios si por espacio de ocho días llegamos a hacer creer que pertenecemos a esa clase que tanto despreciáis, y que es hoy la clase omnipotente.

—¡Pero esto no puede durar así; no, es imposible! —exclamó la marquesa.

—Yo también espero que no durará; pero por ahora no hay más que conformarnos, y en tanto que llega el día de nuestra marcha, yo usaré la ropa blanca que debe serviros, para quitarle su primera aspereza.

Esta proposición de la baronesa conmovió en extremo a su madre, cuyo corazón era excelente en el fondo, de modo que al fin consintió en todo, y convino en que a los infinitos sacrificios que ya había hecho, añadiría este último, que era para ella el más penoso de todos.

Entre tanto llegó el arrendatario, acompañado de su madre y de su mujer; la baronesa los recibió como a personas que venían a salvarle la vida, y la marquesa como a personas a quienes concedía el honor de deberles la suya.

Además del traje que llevaban puesto, traían también sus mejores vestidos, sus vestidos de día de fiesta; estos eran para la baronesa y la marquesa.

Felizmente, con corta diferencia, eran unas mismas las estaturas. En la noche misma de la llegada se cerraron las puertas y ventanas, y la baronesa y su madre se probaron los vestidos.

La baronesa se avino perfectamente a las incomodidades relativas de su nuevo traje; pero la marquesa prorrumpió en lamentaciones. La papalina no se le sostenía en la cabeza; los zapatos le hacían daño en los pies, y las aberturas de los bolsillos no estaban en el mismo sitio.

La baronesa le aconsejó que conservase puesto el vestido hasta el momento de la marcha a fin de habituarse a él. Pero la marquesa contestó que prefería morir a llevar semejantes atavíos una hora más del tiempo preciso.

Fijóse la marcha para dos días después.

Durante ese tiempo, Catalina Payot hizo a la pequeña Cecilia un traje completo; la niña estaba encantadora con aquel vestido, y sobre todo, muy gozosa; la mudanza es la felicidad de la infancia.

La víspera del día de la marcha se ocupó Pedro Durand en hacer visar su pasaporte. La cosa ofreció menos dificultad de lo que esperaba. Había entrado con su madre, su mujer, su carreta y su caballo, y salía a los cinco días con su madre, su mujer, su carreta y su caballo, poco tenían que decir a eso. Pensóse en añadir la niña a las personas inscritas, pero se temió que esa adición despertara sospechas en los municipales, y después de una madura reflexión, se acordó no hacer siquiera mención de semejante cosa.

Al día siguiente, a las cinco de la mañana, estaba en el patio el carromato con el caballo enganchado. La marquesa, habituada a acostarse a las dos de la madrugada, y a levantarse a las doce del día, había preferido pasar en vela toda la noche; la baronesa, por su parte, había pasado toda la noche en coser monedas de oro en el corsé, y diamantes en el vestido de la pequeña Cecilia.

A las cinco entró la baronesa en el cuarto de su madre, la encontró dispuesta; únicamente había conservado, vestida como estaba de aldeana, unos botones de diamantes en las orejas y una magnífica esmeralda en su dedo; no parecía sino que iba a un baile de máscaras y había tomado todas sus precauciones para que se conociese que aquello no era más que un disfraz.

Después de una ligera discusión, obtuvo la baronesa de su madre que se quitara pendientes y sortija, operación que no se llevó a cabo sin que la marquesa exhalase profundos suspiros.

Pero la verdadera lucha fue cuando se trató de subir al carromato; la marquesa no había visto todavía el vehículo destinado a transportarla fuera de Francia, y se había formado la idea de que sería a lo menos un coche de alquiler. Pero al ver el carromato se quedó como espantada. Sin embargo, como las grandes circunstancias producen las grandes resoluciones, la marquesa hizo sobre sí misma un violento y último esfuerzo, y subió al carromato.

La baronesa lloraba en silencio al dejar su casa, en donde había sido tan dichosa; sus criados, que tan bien la habían servido, y las buenas aldeanas, que le daban una prueba tan grande de cariño.

En cuanto a la pequeña Cecilia, no hacía más que repetir:

—¿Pero dónde está papá? ¿Por qué no viene con nosotros?

Todo fue bien hasta la puerta de Saint-Denis; pero allí tuvo lugar la escena que hemos referido, y que en vez de poner las cosas peor, como se había creído en un principio, tuvo resultados tan felices para la familia que emigraba.

En efecto, como lo había previsto el buen municipal, merced al nuevo pasaporte, más en regla que el antiguo, no encontraron obstáculo los viajeros; por otra parte, para mayor seguridad no se detuvieron, como convenía a gentes de la condición que aparentaban, sino en pequeñas posadas de aldea. El caballo era bueno, y caminaba sus doce leguas diarias, de suerte que en la noche del sexto día estaban los fugitivos en Boulogne.

Al pasar Pedro Durand por Abbeville, había hecho visar su pasaporte para continuar su camino. Pasamos en silencio los lamentos de la marquesa cuando tuvo que acostarse en camas de posada y encender la vela.

La baronesa soportó aquellos arranques aristocráticos con su angelical dulzura.

En cuanto a la pequeña Cecilia, no cabía en sí de gozo al ver árboles, flores y campos. Los niños son como las aves, y no piden más.

Llegaron durante la noche a Boulogne y se apearon en la fonda de Francia, calle de París.

La fonda era de madame Ambron, realista de corazón, y cuyas señas había tomado la baronesa como de una mujer con quien podía contar. En efecto, apenas se franqueó con ella la baronesa, le respondió de todo, y le prometió que en la noche siguiente; si el viento era favorable, partiría para Inglaterra.

En seguida dio a los viajeros cuartos humildes, como convenía a sus aldeanos; pero tan sumamente aseados, que hasta la marquesa misma dio por un momento tregua a los suspiros, que no había dejado de exhalar desde que abandonó su casa.

En efecto, en la mañana siguiente madame Ambron, que tenía relaciones con todos los marineros de la costa, ajustó su travesía con el patrón de una pequeña balandra, quien por la suma de cien luises se comprometió a conducir a los fugitivos a Douvres.

Todo el día tuvo la baronesa fijos sus ojos en una veleta que había enfrente de sus ventanas.

El viento era contrario, y hacía cinco o seis días que soplaba obstinadamente en la misma dirección. Pero como si Dios, creyendo ya que aquella familia había sufrido bastante, quisiera por fin mirarla con ojos compasivos, hizo que por la tarde cambiase de repente, y la dama de la casa entró muy contenta para decirle a la marquesa que se hallase dispuesta a marchar antes de que se cerrasen las puertas.

En efecto, a las cinco, la marquesa, la baronesa y la pequeña Cecilia, volvieron a ocupar sus asientos en el carro, juntamente con Pedro Durand. Como volvían a Montreuil, y gracias al nuevo visto bueno, salieron sin dificultad. Pero a una media legua de la ciudad tomaron un camino de travesía que conducía a una pequeña casa de campo que había comprado madame Ambron, y que se hallaba a un cuarto de legua del mar. En esta casa era donde, gracias al procedimiento que acababa de emplear la baronesa, iban a buscar a los viajeros que deseaban pasar a Inglaterra.

Pero ahora madame Ambron quiso estar presente en la casita, y ella fue quien, a las diez de la noche, recibió a las fugitivas.

A media noche el patrón de la balandra llamó a la puerta, y, según lo pactado, la baronesa le entregó anticipadamente cincuenta luises. El resto, el marino debía recibirlo al llegar la marquesa, su hija y la pequeña Cecilia a Inglaterra.

Las dos mujeres se envolvieron en sendas chaquetas, y madame Ambron se ofreció a dar el brazo a la marquesa, a quien llenaba de terror el tener que andar a pie y en medio de las tinieblas de la noche la distancia que del mar las separaba.

Pedro Durand tomó en brazos a la pequeña, y todos emprendieron la marcha.

A medida que las fugitivas iban avanzando, oían más claramente la mar, que se desmenuzaba a lo largo de la costa con ese interminable y triste murmullo que parece la respiración del océano.

La marquesa se estremecía al pensar que iba a embarcarse en un buque fragilísimo, y aun habló de quedarse escondida en provincias.

De tiempo en tiempo la baronesa miraba a la pequeña Cecilia, que se había dormido en brazos de Pedro Durand, y sin proferir un vocablo se enjugaba los ojos.

Por fin llegaron al borde del acantilado; de consiguiente era preciso descender.

La marquesa, al no ver más que una especie de muralla vertical, empezó a dar espantosos gritos. A lo largo del acantilado serpenteaba una senda no más ancha de sesenta a setenta centímetros; la baronesa cogió a su hija de brazos de Pedro Durand, y tomó bravamente la delantera, seguida de madame Ambron, que iba cogida de la mano del arrendatario. La marquesa cerró la marcha, apoyada en el patrón.

De esta suerte llegaron a la pedregosa playa.

Por un instante la baronesa fue alimento del terror. En toda la extensión que descubría la mirada no se veía alma viviente, ni una barca; pero el patrón lanzó un silbido, e inmediatamente después apareció en la mar un punto negro que fue agrandándose por momentos: era un bote guiado por dos remeros.

Madame de Marsilly se volvió por última vez para tributar gracias a la fondista y el postrer adiós a Pedro Durand, y al ver que éste daba vueltas entre los dedos a su sombrero, con el ademán evidentemente apurado del hombre que desea hablar y no se atreve, le preguntó:

—¿Tenéis algo que decirme, amigo mío? —preguntó la baronesa.

—Perdonad, señora… —dijo Pedro Durand—, porque es una indiscreción mezclarme en vuestros asuntos.

—Hablad, mi querido Pedro; lo que tengáis que decirme no puede menos de ser digno de vos.

—Quería deciros, señora, que marchando así, precipitadamente, y en el momento en que menos lo debíais esperar, y yendo a vivir en un país tan caro como la Inglaterra, sin saber cuánto tiempo tendréis que permanecer en él…

—¿Y qué? —dijo la baronesa, viendo que Pedro dudaba aún.

—Pensaba que tal vez la señora baronesa no habrá podido reunir los fondos necesarios.

—Pedro, amigo mío, —dijo la baronesa estrechándole la mano—, ya os comprendo. Pedro continuó:

—Y si la señora baronesa… en fin, como tenemos aún seis años de arrendamiento y espero que continuemos en él, decía pues, que si quisiérais permitirnos darle dos años adelantados, además de que eso sería un beneficio para nosotros, en atención a que pudieran robarnos, y que el dinero estaría más seguro en vuestras manos… Ello es que si os dignarais aceptar estos diez mil francos, nos daríais sumo placer en ello. Aquí los tengo en esta bolsa, y todo en luises de oro. ¡Oh! Podéis tomarlos sin reparo, son buenos.

—Sí, sí, amigo mío, lo acepto, —dijo la baronesa—; ya nos volveremos a ver en tiempos más tranquilos, y podéis estar seguro de que no olvidaré nunca vuestro generoso proceder.

—Vamos, a la barca, —gritó el patrón—; si se le ocurriese a algún aduanero hacer su ronda, estamos perdidos.

El aviso no podía ser más oportuno. La baronesa estrechó por última vez la callosa mano de Pedro Durand entre sus delicados dedos, y abrazó a madame Ambron, saltando a la barca, donde le esperaban ya la marquesa y Cecilia.

En aquel momento se oyó una voz que gritaba: ¿Quién vive?

—Alejémonos, —dijo el patrón—, y remad con todas vuestras fuerzas. Y saltando él en la barca la lanzó al mar.

Diez minutos después se hallaban los viajeros a bordo del velero, y al día siguiente por la mañana desembarcaron en Douvres.