Capítulo IX
IX
Síntomas
Los nueve mil francos bastaron a la baronesa para sostenerse por dos años, durante los cuales tuvieron lugar nuevos sucesos, en vez de dar algún alivio a la situación de los realistas, les quitó toda esperanza.
Bonaparte había vuelto de Egipto, y después de dar el golpe del 18 de brumario, había sido nombrado cónsul y ganado la batalla de Marengo.
Había algunos optimistas que decían que el joven general trabajaba a favor de los Borbones, y que cuando concluyera con los jacobinos pondría el cetro, según se decía entonces, en manos de los reyes legítimos; pero los que consideraban cuerdamente las cosas no creían una palabra de eso.
Entre tanto, temblaba la Europa ante el vencedor de Lodi, de las Pirámides y de Marengo.
La baronesa aguardó hasta el último momento para hacer una tentativa contra la marquesa, que desde el día en que se había hablado de las alhajas, no había vuelto a abrir la boca sobre el particular, cuidándose muy poco del modo como vivía su hija, y sin hacerle la menor pregunta sobre cuáles eran sus recursos.
Lo cual hizo que la marquesa mostrase gran asombro cuando su hija le habló de nuevo de sus alhajas. La marquesa, como la vez primera, agotó todas las razones que le sugería su imaginación para defender sus preciosos adornos; pero esta vez había urgencia; de suerte que la baronesa insistió con tanto respeto, calma y dignidad, que la marquesa, exhalando un hondo suspiro concluyó por sacar de su cajoncito un collar que podría valer unos quince mil francos.
La baronesa insistió en que se hiciese una venta de todo lo que quedaba, y se colocasen en el banco los cincuenta mil francos que podrían realizarse; pero a esta proposición se rebeló de tal suerte la marquesa, que madame de Marsilly comprendió que toda la tentativa de ese género sería inútil.
Además pidió la marquesa que del producto de la venta del collar se le entregasen mil escudos para sus gastos personales.
Madame de Marsilly se procuró los quince mil francos por el mismo medio que se había procurado los diez mil. Monsieur Duval como la vez primera, le hizo todas las ofertas posibles; pero madame de Marsilly las rehusó lo mismo que antes.
Entre tanto Cecilia iba creciendo, y era una hermosa joven de doce años, grave y dulce, tierna y religiosa, con el rostro de un ángel en toda su frescura, y el alma de su madre en toda su pureza; es decir, como estaba antes que la desgracia la hubiese marchitado.
Muchas veces su madre la miraba crecer y florecer desde la ventana, en medio de sus rosas, sus amigas, sus compañeras, sus hermanas; luego pensaba que dentro de tres años la niña estaría muy próxima a ser mujer, y entonces suspiraba profundamente, preguntándose qué porvenir estaría reservado a aquella maravillosa creación de la naturaleza.
Luego había una cosa que alarmaba sobremanera a madame de Marsilly, no por causa de ella, sino a causa de su hija, y era que conocía que bajo aquel clima nebuloso de Inglaterra, en medio de aquel eterno cuidado que le inspiraban su madre y su hija, su salud empezaba a quebrantarse. Madame de Marsilly había tenido siempre el pecho delicado, y aunque había cumplido la edad de treinta y dos años sin experimentar accidente alguno grave, no había podido vencer enteramente ese vicio orgánico que de algún tiempo a esta parte, y especialmente en el otoño, le hacía sufrir esos vagos padecimientos, síntomas terribles de aquella implacable enfermedad.
Sin embargo, era imposible que nadie más que madame de Marsilly notase esa invisible afección. Por el contrario, a los ojos de los demás, su salud debía parecer mejor que nunca; su cutis, naturalmente descolorido, se teñía de un carmín que parecía el de una segunda juventud; sus palabras, por lo regular algo lentas, y que la desgracia y la tristeza habían hecho graves, se animaban a veces con un acento vivo en incisivo, que no era más que la excitación de la fiebre, pero que aún podía tomarse por un exceso de vitalidad. Nunca la señorita de la Roche-Bertaud había estado tan bella y tan seductora como lo estaba madame de Marsilly.
Pero aquellos síntomas de destrucción no pasaban desapercibidos para ella; en 1802, cuando Francia volvía a abrir sus puertas a los emigrados, tuvo un momento la idea de volver a su patria, aunque su casa de la calle de Verneuil había sido vendida, y aunque sus tierras de Normandía y las de Turena habían pasado casi de balde a manos de especuladores que hacían su negocio comprando las tierras nacionales, como entonces se llamaban. Pero era una cosa muy expuesta volver a Francia sin ningún auxilio; una nueva instalación, una venta, un viaje, hubiera sido un golpe terrible para los pocos recursos de la baronesa. La marquesa inducía a su hija a que se resolviese a pasar el mar para recobrar su título y su rango en París, diciéndole que una vez en la capital, hallaría medio, valiéndose de sus antiguas relaciones, para hacer devolver a los actuales poseedores las casas y tierras; pero la baronesa, como puede suponerse, no tenía gran confianza en las arriesgadas razones de su madre, y resolvió por lo tanto esperar, antes de tomar resolución de ninguna especie.
Así pasó hasta el año de 1803. Cecilia contaba 13 años, aunque representaba 15. Su corazón, iniciándose en los sentimientos de una joven, había conservado sus creencias de niña; y excepto sus juegos con Eduardo, que hacía dos o tres años que eran algo menos expansivos, nunca había hablado a otro hombre que a monsieur Duval, pues los cuidados de su madre habían sido lo bastante para formar su educación.
Así es que, esta educación tenía más de distinguida que de profunda; sabía de todo, y lo sabía cómo debe saberlo una mujer; esto es, para usar de ello, y no para enseñar. Dibujaba con mucha gracia flores y paisajes; pero su talento no se había elevado hasta la pintura al óleo.
Tocaba piano para acompañarse, cuando su voz suave, melodiosa, flexible, vibrante, cantaba alguna sentida romanza o algún melancólico nocturno; pero nunca se le había pasado por la imaginación el pretender hacerse admirar ejecutando alguna pieza de música de estudio. Verdad es, que muchas veces dejaba reproducir a su piano extrañas improvisaciones, maravillosos ensueños, melodías desconocidas; pero aquello era, si así puede decirse, la música de su corazón, que se desbordaba a su pesar. En fin, conocía muy extensamente la historia y la geografía; pero siempre creyó haberlas aprendido únicamente para responder en caso de que le preguntaran.
Con respecto a idiomas, ignoraba ella que fuese un talento el hablar muchas lenguas, y las hablaba indiferentemente, el Italiano y el Francés con su madre, y el Inglés con los criados y comerciantes.
La honrada familia de Duval, que continuaba prosperando en punto a intereses, no había interrumpido sus relaciones con la baronesa. Mil veces monsieur Duval había invitado a la marquesa, a su hija y a Cecilia a que fuese a pasar una semana, quince días o un mes a su casa de Londres; pero la baronesa no aceptó nunca estas invitaciones. Sabía cuán fácil es impresionar el alma de una joven de 14 años, y temblaba que en la existencia tranquila y apacible de Cecilia, se deslizasen deseos que no pudiese satisfacer. Pero en cambio, cada vez que veía a la familia Duval, les acusaba de la escasez de sus visitas, y sea que aquellas quejas produjese efecto, sea que tuviesen algún proyecto, monsieur Duval empezó a hacer más frecuentes visitas a la finca con su esposa y su hijo, donde eran recibidos siempre con la mayor alegría, excepto por parte de la marquesa, que con las ideas de la aristocracia, de que ya tenemos conocimiento, se había admirado más de una vez del cariño que su hija profesaba a aquella familia. Con todo, la marquesa había tomado su partido, y hacía mucho tiempo que, cuando la familia Duval iba a pasar el domingo a Hendon, la marquesa bajaba a la pieza de comer. Pero antes se hacía peinar y vestir con su mejor traje, adornándose con todos los restos de sus diamantes, magnificencia que le daba una gran superioridad sobre madame Duval, que iba siempre vestida con la mayor sencillez y nunca usaba joya de ninguna clase.
Aquella estudiada orientación hacía sufrir mucho a la baronesa; pero nunca se atrevió a hablar una palabra del asunto a su madre.
Además, monsieur y madame Duval parecía que no echaban de ver aquellos rasgos de aristocracia de la marquesa, o si los notaban, afectaban creerlos muy naturales; solamente que era fácil conocer que apreciaban mucho más a la baronesa, que tenía para con ellos maneras muy diferentes.
En cuanto a Cecilia, no tenía idea alguna de aquellas diferencias sociales, y sabía únicamente que monsieur Duval había prestado a su madre un gran servicio. Así es que, la alegría se pintaba en su semblante al verle, le alargaba la mano al despedirse, abrazaba a madame Duval casi con tanta frecuencia como a su madre, y decía que de buena gana tendría un hermano como Eduardo.
Aquella franca y cordial intimidad enternecía a aquellas buenas gentes, hasta hacerles a veces derramar lágrimas; y por todo el camino de vuelta, y a veces durante todo el siguiente día, la conversación se ocupaba exclusivamente de la baronesa y de su hija.
Pasaron así aún algunos meses, durante los cuales se agotaron poco a poco todos los recursos de la baronesa. La marquesa, como hemos dicho, al entregar los diamantes había pedido cierta cantidad para sí. Su hija se la entregó, y aquel dinero fue gastado en cosas inútiles.
Así es que hubo una escena bien cruel para la baronesa cuando tuvo que acudir de nuevo a su madre. La marquesa no comprendía cómo en tan corto espacio de tiempo había desaparecido el valor del collar, y fue preciso que la baronesa le diera datos y le hiciese ver el empleo de aquel dinero, para que accediese a sus deseos; en consecuencia entregó a su hija un broche que podía valer unos diez mil francos.
Madame de Marsilly escribió, como lo había hecho en las veces anteriores, a monsieur Duval, y monsieur Duval acudió al momento. Halló éste a la baronesa horriblemente cambiada, y con todo, no hacía más que ocho días que la había visto; su semblante tenía impresas las huellas de las lágrimas.
La misma Cecilia, que no tenía idea alguna de la posición de su familia, ignorando la pobre niña las exigencias del mundo, había notado hacía ya algunos días la tristeza de su madre; tristeza que, por decirlo así, ponía al descubierto el sufrimiento físico, oculto hasta entonces bajo el velo de una eterna tranquilidad.
Así fue que Cecilia esperó a monsieur Duval y en cuanto entró le detuvo en el corredor diciéndole:
—¡Oh! Mi querido monsieur Duval; os esperaba llena de impaciencia; mi madre está muy triste y muy inquieta; le he preguntado qué tenía, pero me trata como a una niña y nada quiere responderme. Mi querido monsieur Duval, haced lo posible por consolarla os lo suplico.
—Querida señorita, —dijo el buen hombre mirando a Cecilia con la mayor ternura—, más de una vez he ofrecido a la baronesa todo lo que yo puedo ofrecerle, pero siempre se ha negado a aceptar mis ofrecimientos —y añadió suspirando—: Ya se ve, yo no soy su igual, y ése es el motivo porque nada quiere recibir de mí.
—¿No sois su igual? No os comprendo. ¿Mi madre os trata cuando venís a verla de alguna manera que os desagrada?
—¡Oh, no, no, a Dios gracias! Y bien al contrario, la señora baronesa me colma de bondades.
—¿Será de mí tal vez de quien tengáis alguna queja, mi querido monsieur Duval? ¡Oh! En ese caso, os lo juro, si algo he hecho que pueda desagradaros, será sin saberlo, y os pido perdón.
—¡Quejarme de vos, mi querida niña! —exclamó monsieur Duval dejándose llevar de su ternura hacia Cecilia—, ¡eso sería quejarme de un ángel del cielo! ¡Quejarme de vos! ¡Oh, no, nunca!
—Pues entonces, ¿qué es lo que tiene mi madre?
—¿Lo que tiene? Bien lo sé, —dijo monsieur Duval.
—Pues si lo sabéis, decídmelo… y si algo puedo yo hacer…
—Podéis hacer mucho.
—Entonces hablad.
—Voy a ver a vuestra madre, mi querida señorita; hablaré seriamente con ella, y si accede a lo que yo le tengo que pedir… Ella misma irá a pediros la gracia de que depende la felicidad de todos.
Cecilia abrió admirada sus hermosos ojos, pero monsieur Duval, sin hablar otra palabra, le estrechó la mano, y entró en la habitación de Madame de Marsilly.