Capítulo VI

VI

La educación

Como se comprende bien, la marquesa había sido enteramente inútil a su hija para el arreglo interior de su casa; así fue que, durante ese tiempo, permaneció en casa de la duquesa de Lorgues, quien en cambio había rogado a madame Duval que cuidase de la instalación de su amiga.

Madame Duval era inglesa, como hemos dicho, de nacimiento plebeyo, pero de educación distinguida, pues, merced a esta educación, había podido dedicarse al profesorado.

A más simpatía que una desgracia común inspiraba a la baronesa, hacia ella, había el reconocimiento de mil pequeños servicios prestados; de lo que resultó que, durante los cinco o seis días que estuvieron juntas las dos mujeres dirigiendo el arreglo de la casita, se estableció entre ellas cierta intimidad, en la que, por lo demás, madame Duval guardó siempre con exquisito tacto la distancia que las conveniencias sociales habían puesto entre ella y la baronesa.

Los dos niños, que nada de eso conocían todavía, jugaban unas veces sobre el césped o sobre la alfombra de la sala, y corrían otras uno tras otro, o cogidos de la mano en el paseo circular del pequeño jardín.

Al cabo de ocho días todo quedó arreglado, madame Duval se encargó de buscar para la baronesa una mujer que entendiese algo de cocina y pudiese cuidar de la casa, y volvió a Londres.

Mucho sentimiento tuvieron los niños en separarse.

Al día siguiente llegó la duquesa de Lorgues conduciendo en su carruaje a la marquesa de la Roche-Bertaud y a una doncella francesa que ésta había tomado para su servicio particular.

La baronesa vio con inquietud aquel aumento de servidumbre con que no había contado; pero conocía los hábitos aristocráticos de su madre, y como ésta necesitaba que la sirviesen, juzgó que sería una crueldad privar a la marquesa de aquel lujo, cuando tantos sacrificios había hecho ya a su posición.

A la verdad, esa posición era bien independiente de la voluntad de la baronesa. Madame de Marsilly, lo mismo que su madre, estaba habituada a todas las comodidades de una vida regalada y elegante, y por consiguiente sufría como su madre, los disgustos de la escasez en que comparativamente a su pasada opulencia iba a encontrarse; pero hay caracteres dotados de abnegación, que se olvidan siempre de sí mismos para no pensar más que en los otros. Madame de Marsilly era uno de esos caracteres privilegiados del dolor, y su único cuidado era su madre.

En cuanto a la pequeña Cecilia, nada sabía aún de las cosas de este mundo; dolor y felicidad eran para ella vanas palabras, que pronunciaba como un eco, sin tener la conciencia de su valor, y sin hacer todavía diferencia en el acento con que las pronunciaba.

Por lo demás, era una amabilísima niña, de tres años y medio, bella y dulce como los ángeles, con todos los instintos encantadores de la naturaleza femenina que, se sonreía a las impresiones agradables, como una flor de primavera se sonríe al sol; naturaleza feliz que, no aguarda más que la fecundación del amor materno para reunir todas sus virtudes.

Así fue que la baronesa, que conoció aquella feliz organización, se reservó a ella sola el cuidado de desenvolverla.

Este cuidado no tuvo dificultad en abandonárselo a la marquesa. Seguramente amaba ésta a su nieta, y hasta a primera vista parecería a ojos prácticos que la amaba más que su madre. Llamábala de un extremo a otro de la habitación, hacíala traer desde lo último del jardín para abrazarla con pasión; pero a los diez minutos que la niña estuviese a su lado la incomodaba, y entonces la enviaba con su madre. La marquesa a los cuarenta y cinco años, amaba a Cecilia como cuando niña había amado a su muñeca; es decir, para jugar con ella a la madre y a la hija. Cecilia no era para ella, como para su madre, una necesidad continua, sino una simple distracción de breves momentos. La marquesa, en un arrebato de entusiasmo, habría dado su vida por su nieta, pero ni por ésta, ni por nadie de este mundo, se habría impuesto la marquesa ocho días de privación.

Sin embargo, desde el primer día se entabló una grave discusión entre la baronesa y su madre, sobre el género de educación que se habría de dar a Cecilia.

La marquesa quería una educación brillante y digna en todo de la posición que su nieta sería llamada a ocupar en el mundo cuando el rey, vengado de sus enemigos y restablecido en su trono, devolviese a la baronesa, con el aumento de los intereses de la gratitud, la fortuna que ésta había perdido. Por consiguiente, lo que, según ella, debía buscarse para Cecilia, eran maestros de idiomas, de dibujo y de baile.

La baronesa, por su parte, difería enteramente del parecer de la marquesa en este punto; mujer ante todo de juicio y de razón, vislumbraba las cosas bajo su verdadero aspecto. El rey y la reina estaban presos en el Temple; ella y su madre desterradas, por consiguiente el porvenir le parecía muy incierto y más cargado de vapores sombríos que de esplendores dorados; por consiguiente, para ese porvenir incierto necesitaba educar a Cecilia. Una educación que hiciese de ella una mujer sencilla, sin necesidades, y que se contentase con poco, era la educación que le parecía más conveniente; nada quitaba eso para que si los tiempos cambiaban y mejoraban pudiese esparcir sobre el excelente fondo que había tejido el bordado de una brillante educación.

Luego, para dar a Cecilia maestros de baile, dibujo y lenguas, era necesario la fortuna que habían tenido, y no la que tenían ahora. Verdad es, que la marquesa ofrecía consagrar una parte de sus joyas a esa educación; pero la baronesa, que veía más lejos que ella, dándole las gracias de todo corazón por el amor que manifestaba a su hija, amor que le impulsaba a hacer el sacrificio de lo que más quería en el mundo, le rogó que guardase ese recurso para una necesidad extrema, necesidad que, en el caso de marchar las cosas en Francia como hasta allí, no tardaría en hacerse sentir.

Por el contrario, encargándose la baronesa de esa educación, podía dar a Cecilia las primeras nociones de todas las artes y todos los conocimientos necesarios a una joven, y prodigándole, además, su cuidado maternal, desarrollar los instintos excelentes que la naturaleza había infundido en aquel joven corazón, apartando los malos principios que una influencia extraña podía introducir en su ánimo.

La marquesa, que no era amiga de discutir, cedió muy pronto a las razones de la baronesa, y madame de Marsilly, con el tácito consentimiento de su madre, se halló encargada de la educación de Cecilia.

Inmediatamente puso manos a la obra. Las almas grandes y santas hallan un consuelo a su dolor en el cumplimiento de sus deberes. El dolor de la baronesa era profundo, pero el deber que se había impuesto era muy dulce.

La baronesa arregló el empleo del tiempo, convencida como estaba, de que una niña puede aprender jugando los primeros elementos de lo que una mujer debe saber un día. Presentó a Cecilia el trabajo bajo el aspecto de un placer, y la niña lo llegó a comprender así tanto más fácilmente, cuanto que todo trabajo se lo indicaba su madre, y ella adoraba a ésta.

Las mañanas estaban consagradas a la lectura, escritura y dibujo; las tardes a la música y al paseo. Estos diferentes ejercicios del pensamiento y del cuerpo eran interrumpidos por tres comidas, después de las cuales, el salón del piso bajo se convertía por un tiempo más o menos largo en un sitio de reunión.

Excusamos decir que al cabo de algún tiempo cesó la marquesa de presentarse al desayuno. Éste, que tenía lugar a las diez de la mañana, contrariaba mucho sus hábitos. La marquesa, durante treinta años de su vida, se había levantado entre once y doce de la mañana, y ni una sola vez se había presentado a nadie, ni aun a su difunto marido, sin sus polvos y maquillajes. Era por consiguiente una incomodidad demasiado grande para ella someterse a aquella nueva disciplina; eximióse, pues de ella, y, como en su casa de la calle de Verneuil, le llevaron el chocolate a la cama.

En cuanto a la baronesa, los cuidados de la casa y educación de su hija ocupaban todo su tiempo. La marquesa, que no era habilidosa ni mujer hacendosa, pasaba el suyo encerrada en su cuarto leyendo los cuentos de Marmontel y las novelas de Crebillon hijo, mientras que la señorita Aspasia (así se llamaba la doncella francesa), que nada tenía que hacer después de vestir a su ama, bordaba o conversaba a su lado; y elevada a su categoría de dama de compañía, llenaba con su conversación los intervalos que quedaban entre las diferentes lecturas de la marquesa.

Ésta había intentado entablar algunas relaciones con sus vecinos del campo; pero la baronesa, dejando en este punto en completa libertad a su madre, había declarado que por su parte quería vivir aislada.

Así se pasó el invierno, durante el cual, la pequeña familia, arreglada por la baronesa, no tuvo alteración ninguna. Sólo la marquesa, de vez en cuando, solía turbar el ordenado empleo del tiempo; pero casi al punto volvían otra vez las cosas a su marcha acostumbrada, merced a la constante y cariñosa voluntad de la baronesa.

Entre tanto llegaban noticias de Francia, cada vez más desastrosas para los emigrados. Había amanecido un día más terrible que todos los anteriores, no sólo para Francia, sino para toda Europa; un día, ante el cual debían quedar eclipsados los del 10 de agosto y 2 de septiembre; ese día era el 22 de enero.

Cruel fue el golpe para la pobre familia aislada. La muerte del rey hacía presagiar la de la reina, y además, era aquel el último lazo roto entre la revolución y el trono, y quizá también entre la Francia y la monarquía.

La marquesa no quería dar crédito a aquella sangrienta noticia; pero no así la baronesa, que siempre había visto el porvenir por el lado sombrío, porque lo veía a través de su luto; todo lo creyó, y sin embargo, no creyó más que la verdad.

Al ver llorar a su madre, como la había visto llorar hacía seis meses, preguntó Cecilia:

—Di, ¿ha escrito papá que no viene más?

A pesar de los terribles acontecimientos que tenían lugar en Francia, y aparte de las lágrimas que le hacían derramar, el método de vida de la baronesa no se alteraba en lo más mínimo. Cecilia se desarrollaba de un modo extraordinario, y, semejante a las flores del jardín, parecía próxima a florecer con la primavera.

Y en efecto, habían llegado los primeros días de primavera, y todo en la casa había tomado un aspecto de festiva alegría; el jardín era todo vida; los matorrales de rosas se cubrían de hojas y de botones; las lilas empezaban a descubrir sus racimos de púrpura; las acacias sacudían en el viento sus perfumadas cabezas; el arroyo, que los hielos del invierno habían encerrado en su curso subterráneo, volvía a aparecer; en fin, todo en aquella casa volvió a recobrar la vida, la juventud, la alegría que el invierno había hecho desaparecer.

Ésta fue también para Cecilia una época llena de felicidad. Durante todo el invierno, uno de esos inviernos fríos, lluviosos y sombríos de Londres, su madre la había tenido encerrada dentro de la casa con el mayor cuidado, y la niña, acostumbrada a la vida de París y a las cosas de la casa de la calle de Verneuil, no hallaba diferencia entre aquel invierno y el anterior, que además habría ya olvidado quizá; pero cuando vio venir la primavera; cuando pudo, digámoslo así, tocarla con la mano; cuando vio que todo nacía, se animaba y florecía, su alegría no tuvo límites, y todo el tiempo que no dedicaba a sus entretenidos estudios, lo pasaba en el jardín.

Su madre la dejaba; mostrábale a veces el cielo, despejándose poco a poco de su velo de niebla, y cuando un rayo de sol se abría paso por entre las nubes, que, separándose, dejaban ver el azul del firmamento, decía a Cecilia que aquel rayo de luz era la mirada de Dios que se fijaba sobre la tierra, y que aquella divina mirada hacía florecer el mundo.

En cuanto a la marquesa, no había para ella ni primavera ni invierno. Levantábase siempre a las once; tomaba el chocolate en la cama; se vestía, se peinaba, se empolvaba, se ponía los lunares, y leía por la vigésima vez los cuentos de Marmontel y las novelas de Crebillon hijo, cuyas bellezas comentaba con la señorita Aspasia.

La baronesa rogaba a Dios por su marido y por el rey, muertos, y por la reina y el delfín, que iban a morir.

Después, de tiempo en tiempo, corría la voz de que los ejércitos republicanos habían alcanzado alguna gran victoria, y los nombres de Fleurus y de Valmy llegaban hasta la pequeña casa.