Capítulo VII

VII

Dios está en todas partes

Gracias a aquella vida aislada que tenía la baronesa y a la vida excéntrica que llevaba la marquesa, la niña Cecilia se hallaba educada en condiciones muy raras.

Como ya hemos dicho, a consecuencia del sistema de educación adoptado por la baronesa, ningún estudio le había presentado bajo el aspecto del trabajo; sin embargo, cuando su imaginación había estado ocupada por alguna lectura o por alguna lección de piano o de dibujo, su madre creía deberle dar un desahogo, y la puerta del jardín se abría inmediatamente.

El jardín era el paraíso de Cecilia.

La baronesa, por sí misma, cuidaba de él, y había reunido cuantas flores pudo encontrar. Los lirios, las rosas, las oxiacantas, el aganico blanco, arrebataban la vista y halagaban el olfato. Cecilia, con sus piernas desnudas, su vestido corto, sus blondos cabellos flotantes, y sus mejillas brillantes de salud, parecía una flor más en medio de aquel jardín. Además aquel jardín no era sólo del dominio de los lirios y las rosas, sino que era un pequeño mundo; vistosos y variados insectos ocultos bajo el césped, cruzaban de vez en cuando alguna calle de árboles semejantes a esmeraldas vivas; brillantes mariposas de nacaradas alas parecían llover del cielo, y revoloteaban con su desigual y caprichoso vuelo por encima de aquella brillante alfombra; en fin, los jilgueros y gorriones saltaban de rama en rama, llevando el alimento para sus hijos, que sacaban la cabeza fuera de los nidos de musgo y hierbas secas.

Como la baronesa no recibía a nadie en su casa y Cecilia se hallaba aislada enteramente de los niños de su edad, su jardín llegó a ser para ella el universo. Las flores, las mariposas y las aves llegaron a ser sus amigas. A cada pregunta que había hecho a su madre, la baronesa le había explicado cómo todo provenía de Dios y recibía de Dios la vida. Habíale hecho ver la mirada del sol animando la naturaleza, y le hacía notar que la flor que se abría por la mañana se cerraba por la tarde; en fin, que las aves que despertaban con el alba se dormían con el crepúsculo, exceptuando algún ruiseñor, cuyo canto velaba como una oración, como un himno nocturno, como un eco melodioso. Aquellos ruidos del día y de la noche, las caprichosas revueltas de esas flores vivas que se llaman mariposas, los dulces perfumes de esas estrellas terrestres que se conocen con el nombre de flores, todo esto, gracias al espíritu religioso y poético de la baronesa, no eran más que oraciones de los seres y de las cosas, y el modo con que las aves, las mariposas y las flores alaban y glorifican al Señor.

Pero las amigas más predilectas de Cecilia eran las flores. Cuando la niña corría detrás de alguna linda mariposa de alas de oro, ésta se le escapaba entre los dedos; cuando quería sorprender algún pájaro cantando en alguna mata, el ave tomaba vuelo, y se iba a continuar su canto a la rama de algún árbol adonde no podía ella alcanzar.

Pero sus flores, sus queridas flores, se dejaban abrazar, acariciar, y aun coger. Es verdad que una vez arrancadas perdían su brillantez y sus perfumes, languideciendo poco a poco y muriendo al fin.

Así es que a propósito de una rosa sobre su tallo, la baronesa hizo comprender a su hija que aquello era la vida, y a propósito de un lirio cortado, le explicó que aquello era la muerte.

Desde entonces Cecilia no volvió a coger ninguna flor.

Esta convicción de una existencia real, oculta bajo una aparente insensibilidad, establecía entre la niña y las flores, sus amigas, relaciones, en las que, gracias a su joven imaginación, todo tenía una explicación natural. Así es que las flores estaban enfermas y llenas de salud, tristes o alegres; enternecíase con unas, y alegrábase con las otras; si enfermas, las cuidaba y las sostenía, si tristes, las consolaba. Una vez bajó al jardín más temprano que de costumbre, y al hallar sus lirios y sus lilas cubiertos de rocío, volvió a entrar toda llorosa en la casita, diciendo que sus flores estaban tristes y lloraban; otra vez la baronesa la sorprendió dando a comer un terroncito de azúcar a una rosa para consolarla de haberle arrancado algunas hojas al pasar junto a ella.

Así es que las flores eran el tema obligado de todos los dibujos y de todos los bordados de Cecilia; la cual, cuando veía florecer un lirio más hermoso que los demás, lo retrataba como se retrata a un amigo; cuando veía una rosa de colores más vivos y más rodeada de capullos, la copiaba en la tela de bordado para conservar de ella el recuerdo. De esta suerte, durante la primavera, el verano y el otoño vivía con la realidad, y con la imagen de aquellas estaciones durante el invierno.

Después de las flores, lo que más amaba Cecilia eran los pájaros; como los gorriones de Juana de Arco que venían a posarse en los hombros de ésta y perseguían su alimento hasta en el corpiño de la doncella de Vaucouleurs, los pájaros del jardín de la casita se habían ido acostumbrando poco a poco a Cecilia. En efecto, para evitar a los padres el que tuviesen que ir demasiado lejos, dos o tres veces al día desparramaba aquélla algunos puñados de semilla al pie de los árboles en los cuales sus armoniosos huéspedes hicieran sus nidos, y como la niña respetaba a los pequeñuelos, los padres no se asustaban al verla; de lo cual resultó que los pajarillos, acostumbrados a la presencia de Cecilia y a su aproximación no sentían sobresalto alguno. El jardín, pues, se había convertido para nuestra heroína en una pajarera, cuyos habitantes cantaban a porfía y a cual mejor tan luego la veían llegar, la seguían como las gallinas siguen a la campesina que de ellas cuida, y revoloteaban en torno de ella cuando hablaba con las flores o leía en su glorieta.

En cuanto a las mariposas, pronto y a pesar de sus vivos colores le fueron indiferentes a Cecilia; y es que esas inconstantes joyas del aire siempre se habían mostrado indiferentes a las demostraciones de la niña. De manera que, una vez que ésta había intentado coger una magnífica y aterciopelada Atalanta, y otra un soberbio Apolo de áureo cuerpo, dejaron fragmentos de alas entre los dedos de la niña, la cual, al soltar a sus prisioneros y al ver su penoso vuelo, comprendió que lo que ella miraba como una caricia era para los insectos una desgracia.

Para Cecilia, el mundo lo constituían su abuela, que la amaba a sacudidas y a veces la asustaba en la expresión de su amor; su madre, tranquila siempre, siempre serena, religiosa y reflexiva; sus flores, de las que ella comprendía las penas y las alegrías; sus pájaros, de los que escuchaba el canto, y sus mariposas, de las que seguía el vuelo.

Ello no quiere decir que de tiempo en tiempo la soledad de aquella reducida familia no se viese turbada por una visita de la duquesa de Lorges, que con preferencia iba por la marquesa, o por la llegada de madame Duval, que mostraba su predilección por madame de Marsilly.

Al principio, las visitas de madame Duval habían sido para Cecilia fuente de regocijo, pues siempre venía acompañada de su hijo Eduardo. Entonces los dos niños se paseaban, jugaban y corrían por el jardín, hollaban hierbas, plantas y flores, escondíanse en la espesura, pisoteaban los linderos, desgajaban las ramas de los árboles en los cuales intentaban trepar, ahuyentaban a los pájaros y perseguían a las mariposas. Pero, como ya hemos dicho, Cecilia se había puesto poco a poco en relación con todos los huéspedes de su paraíso; de manera que cuando venía Eduardo, no sin grande inquietud lo introducía en aquel su pequeño universo. La niña se empeñó en hacer comprender a su revoltoso compañero las sensaciones de sus flores, el gorjeo de sus pájaros y la inconstancia de sus mariposas; pero el indolente muchacho se echó a reír y le dijo que las flores eran cosas insensibles, sin amor ni odio, goces ni dolor. Eduardo quería coger los pájaros para meterlos en una jaula, por más que Cecilia se esforzaba en demostrarle que Dios los había dotado de alas, no para saltar de travesaño en travesaño, sino para cruzar los aires e ir a posarse en la cima de los álamos o en los tejados de las casas. Pero lo que acabó de perder a Eduardo en el ánimo de Cecilia, fue que una vez y mientras ella hablaba con una de sus rosas, de cosas tan importantes, que le habían hecho olvidar a su compañero, éste se le presentó con una magnífica mariposa, que, atravesada por el cuerpo con un alfiler, se agitaba dolorosamente, clavada a su sombrero. Entonces Cecilia arrojó gritos de dolor; pero estos gritos causaron una viva admiración en Eduardo, que dijo a la niña que él tenía más de trescientas mariposas clavadas del mismo modo, y arregladas simétricamente en cajas, donde se conservaban como si estuviesen vivas.

Desde entonces Cecilia decidió que no volvería Eduardo a entrar en el jardín; y en efecto, en la primera visita, la niña, con diferentes pretextos, le detuvo en las habitaciones, poniendo a su disposición todos sus juguetes, permitiéndole romper sus muñecas; pero no queriendo que se burlase de sus flores, que atormentase a sus aves, ni que hiciese daño a sus mariposas.

La baronesa de Marsilly echó de ver aquel cuidado de su hija en alejar a Eduardo del jardín; y así que se marchó, le preguntó por qué motivo había impedido a Eduardo que entrase en el jardín. Entonces Cecilia contó a su madre lo que había pasado en las visitas anteriores, y le preguntó si había hecho mal en obrar de aquel modo.

—No, hija mía, —le respondió la baronesa— y, bien, al contrario, apruebo tu proceder, y te doy la razón. Es una ilusión de nuestro orgullo creer que el universo ha sido criado para nosotros solos, que tenemos derecho a destruirlo todo. Todo es obra de Dios; Dios está en la flor, en el pájaro, en la mariposa, en la pequeña gota de agua, lo mismo que en el inmenso océano, en el gusano de luz que brilla bajo la hierba, lo mismo que el sol que ilumina al mundo.

¡Dios está en todas partes!