Capítulo XV
XV
La marcha
Al entrar en su casa, Cecilia halló en el cuarto de la marquesa a monsieur Duval; y aunque el banquero y su abuela no hablaron de negocios delante de ella, la joven conoció que monsieur Duval había venido a traer dinero a la marquesa.
Al despedirse monsieur Duval, puso para su estancia en Londres su casa a disposición de la marquesa; pero ésta le dio las gracias, diciéndole que si paraba en alguna habitación, que lo haría en la de la duquesa de Lorgues, que se había ofrecido de antemano; pero como no contaba pasar en Londres más que uno o dos días, probablemente pararía en la fonda.
Cecilia notó que al despedirse de ella y de su abuela, monsieur Duval se hallaba muy triste; pero que aquella tristeza parecía más bien un sentimiento de compasión simpática, que una inquietud personal.
La marquesa había fijado su marcha para dentro de dos días; así fue que encargó a Cecilia que eligiera las cosas más necesarias o precisas, quedando encargado monsieur Duval de vender lo restante.
Al oír la palabra vender, una impresión dolorosa se apoderó del corazón de Cecilia: parecíale que era una horrible profanación vender las cosas que habían pertenecido a su madre. Hízolo observar así a su abuela, quien le contestó que era imposible llevar a Francia su pequeño mobiliario, por escaso que fuera, en atención a que la conducción costaría el doble de su valor.
Era ésta una respuesta tan materialmente exacta, que no podía ser atacada por los razonamientos del corazón; pues, como es sabido, sus razones son muy santas, pero poco convenientes. Cecilia, por lo tanto, no tuvo otro arbitrio que ceder; pero no respecto a los objetos de uso personal de la marquesa, como su ropa blanca y sus vestidos, haciendo observar a su abuela que todo aquello podía llevarse en dos maletas, y que ella, en su dolor, hallaría un gran consuelo en usar los objetos que habían pertenecido a la baronesa.
La marquesa respondió a Cecilia que hiciera en aquel punto lo que mejor le pareciera; pero que no podía menos de decirle que en las buenas casas de otros tiempos era costumbre quemar todos los vestidos que habían pertenecido a las personas que habían muerto de una afección del pecho, pues era enfermedad tenida por contagiosa, y podía transmitirse a la persona que usase dichos vestidos.
Cecilia se sonrió tristemente, dio las gracias a su abuela por el permiso que le concedía, y salió de la habitación.
Había andado ya algunos pasos por el corredor, cuando la marquesa le volvió a llamar.
Era para decirle que cuidase que ningún objeto que hubiese pertenecido a la baronesa se mezclase entre sus efectos.
A la edad de sesenta años la marquesa temía más la muerte, que su nieta a la de dieciséis.
Cecilia se hizo traer a la habitación de su madre la caja que necesitaba; después se encerró en ella religiosamente, no queriendo que le ayudase ni aun su doncella en el piadoso deber que tenía que cumplir.
Aquella fue una noche dulce y triste a la vez para Cecilia; noche pasada toda ella en el cuarto de su madre y con los recuerdos de ella.
A las dos de la madrugada, Cecilia, poco acostumbrada a velar, principió a tener sueño; recostóse enteramente vestida sobre el lecho; pero antes se hincó de rodillas delante del crucifijo, y como los objetos de que se hallaba rodeada habían llevado su amor filial al más alto grado de exaltación, pidió a Dios que si era cierto, como había oído decir algunas veces, que los muertos visitaban a los vivos, permitiera a su madre que fuese a darle un último adiós en aquella habitación en que tantas veces la había estrechado contra su corazón.
Cecilia se durmió con los brazos extendidos, pero Dios no permitió que se doblegara el rigor de las leyes de la muerte, y si la joven vio a su madre, sólo fue en sueños.
Cecilia pasó el día siguiente ocupada en activar los preparativos de la marcha, y, lista ya del cuarto de su madre, entró en el suyo, que a su vez le despertó todos los recuerdos de su infancia, entre los que ocupaban un lugar tan importante sus cuadernos de dibujo.
Por la noche todo estaba listo.
Al amanecer el nuevo día, señalado para emprender la marcha, para abandonar aquella hospitalaria casita en la que pasaron tantos años, Cecilia se levantó para bajar por última vez al jardín; pero impidióselo la lluvia, que caía a torrentes.
Cecilia se asomó a la ventana; el jardín estaba triste y desolado; de los árboles se desprendían las últimas hojas, y las últimas flores mojaban sus inclinadas corolas en la cenagosa agua de las sendas. Aquel espectáculo arrancó lágrimas a la joven, a quien le pareció que de haberse separado de sus amigas un hermoso día de primavera, hubiera suspirado menos por ellas, teniendo, como habían tenido, por delante el porvenir del verano, mientras que ahora las dejaba en la agonía e inclinadas sobre la tumba de la naturaleza a que apellidamos invierno.
Durante toda la mañana y parte de la tarde, Cecilia estuvo esperando que el tiempo se calmase un poco para ir al cementerio; pero a la joven le fue imposible salir a causa de la lluvia, que no menguó lo más mínimo.
A las tres llegó el coche de la duquesa, y en él cargaron el equipaje. Había llegado el momento de la partida.
Madame de la Roche-Bertaud no cabía en sí de gozo, gozo tanto más profundo cuanto durante los doce años que pasara en aquella linda casa de campo no se creara entre la gente ni las cosas un solo recuerdo.
Cecilia estaba como fuera de sí; tocaba los muebles, los besaba y lloraba copiosamente; parte de su alma quedaba en Hendon.
En el instante de subir al coche, la pobre joven estuvo a punto de desmayarse, y casi hubo que cargarle.
Lo que Cecilia no consintió de ninguna manera fue que otro se encargara de la llave de la finca para entregarla, en Londres, a monsieur Duval, sino que la cogió ella y se la guardó en el pecho, sobre su corazón.
Esa llave, era la de su pasado; sólo Dios tenía la de su porvenir.
Cecilia encargó al cochero que hiciese un pequeño rodeo y se detuviese delante de la puerta del cementerio. Como hemos dicho, la lluvia caía a torrentes, de modo que le fue imposible bajar del coche; pero dirigiendo sus miradas a través de los hierros de la puerta, pudo aún divisar la tumba, la pequeña cruz y los grandes árboles que la sombreaban.
Pero la marquesa le rogó que no se detuviese demasiado tiempo en aquel sitio, porque la proximidad de un cementerio le causaba una impresión desagradable.
Cecilia exclamó por última vez:
—¡Adiós, madre mía! ¡Adiós, madre mía! —Y se arrojó en el fondo del carruaje.
Después se envolvió la cabeza en su velo negro, y no abrió los ojos hasta que el carruaje se detuvo. Estaban a la puerta de la fonda de «El Rey Jorge».
Otro carruaje estaba dispuesto ya de antemano en el patio. Madame de Lorgues esperaba a la marquesa en la habitación que le estaba dispuesta en la fonda. Su sobrino, Enrique, a quien había enviado a Douvres para que se informase de las embarcaciones que salían para Francia, le escribió que una de ella debía darse a la vela al día siguiente por la mañana.
Si querían aprovechar esta coyuntura no tenían tiempo sino para descansar unas cuantas horas, y partir en seguida.
Cecilia quiso ir a casa de madame Duval; pero esta señora vivía en la Cité, y sólo en ir y volver hubiera empleado más de una hora. La marquesa se opuso por lo tanto a esta visita, diciendo a su nieta que le escribiese únicamente. La pobre joven conoció que no era bien el hecho de despedirse con una carta de aquellos antiguos amigos de su madre. Pero ¿qué podía hacer contra la voluntad de la marquesa? Era preciso obedecer y resignarse.
Así es que se puso a escribir.
Toda cuanta ternura puede contener una carta, y todo cuanto sentimiento podía expresar aquella fría despedida, se hacían palpables a la suya. En ella había un recuerdo para cada persona; para monsieur Duval, para su esposa y para Eduardo. Enviaba a monsieur Duval la llave de su pequeña casa, diciéndole que si fuese rica, aun dejando tal vez Inglaterra para siempre, conservaría en su poder aquella casa como el santuario de su juventud; pero que era pobre, y que renovaba a monsieur Duval el encargo de vender los muebles que contenía, rogándole mandara el dinero a su abuela.
Entregó estas cartas juntamente con la llave a la señora duquesa de Lorgues, quien se encargó de hacerlas llevar al siguiente día a casa de su intendente.
Antes de dejar a su amiga, madame de Lorgues hizo a la marquesa todas las ofertas de dinero, que entre personas de su posición no son tenidos, aun aceptándolas, por verdaderos servicios; pero gracias a la venta del resto de sus diamantes, la marquesa tenía, o al menos creía tener, lo suficiente para esperar a la restitución de los bienes.
En fin, llegó el momento de subir al carruaje. Cecilia hubiera dado cualquier cosa por poder abrazar a monsieur y a madame Duval y estrechar la mano de Eduardo. Sentía en el fondo de su alma que su proceder tenía algo de ingrato; pero, como hemos dicho ya, no era libre en seguir las inspiraciones de su corazón. Se arrodilló, pidió perdón a su madre, y cuando fueron a avisarle que el carruaje la esperaba, se contentó con responder que estaba pronta a marchar.
Fue una cosa bien triste para Cecilia aquella salida de Londres, en una noche lluviosa, sin otra despedida que la de la duquesa, a quien apenas conocía.
Cruzaron por medio de Londres, que era una ciudad desconocida para Cecilia, sin que la joven asomase una sola vez la cabeza a la ventanilla del coche; después conocía en la mayor pureza del aire y en el cambio de piso, que habían salido al campo.
Como el carruaje iba en posta, y no se detenía sino para mudar caballos, el camino se hizo con mucha rapidez, y a las cinco de la mañana habían llegado a Douvres.
El carruaje se detuvo en el patio de una fonda; la luz de dos o tres antorchas hirió los párpados de Cecilia; abrió los ojos, aturdida aún por el movimiento del carruaje y por la somnolencia que produce, y su primera mirada se encontró con la de Enrique.
Enrique las estaba esperando.
Cecilia sintió subírsele la sangre al rostro, de manera que tuvo que echarse el velo…
Enrique dio la mano a la marquesa para ayudarla a bajar del carruaje, y después a Cecilia; esta era la primera vez que la mano de la joven tocaba la de Enrique, y éste la sintió estremecerse en la suya de tal modo, que ni aun se atrevió a apretarla.
Estaban ya preparados los cuartos para las viajeras; notábase una inteligente previsión en todas las cosas. El barco no salía sino hasta las diez de la mañana, y las dos viajeras tenían aún unas cuantas horas para descansar.
Enrique les rogó que no tuviesen otro cuidado que el de estar dispuestas a la hora señalada, pues su ayuda de cámara estaba encargado del embarque de sus efectos; esto era cosa tanto más fácil, cuanto que, estando el carruaje cargado, no había más que hacer que pasar las cajas desde él al barco.
En seguida saludó a la marquesa y a Cecilia y se retiró, después de haberles preguntado si tenían algo que mandarle.
Cecilia se encerró en su habitación, pero aunque era grande la fatiga producida por el viaje, procuró en vano dormirse; aquella inesperada aparición de Enrique había trastornado de una manera demasiado violenta su alma para poder conciliar el sueño.
Quedábale una duda. Porque no se había atrevido a dirigir sobre ella ninguna pregunta a Enrique. Enrique había dicho que también iba a Francia; ¿iría en la misma embarcación que ella?
Esta duda era más que suficiente para impedirle el dormir.
Pero aquel insomnio estaba lleno de encanto; por la vez primera desde la muerte de su madre, Cecilia conocía que alguien velaba por ella.
Aquellos criados que esperaban su llegada, aquellas habitaciones dispuestas para recibirla; sus efectos, que eran transportados sin que ella tuviese que cuidar de nada; todo esto era el resultado de una influencia amiga que le rodeaba con sus cuidados y con su previsión.
Aquella cosa que velaba sobre ella, aquella influencia amiga que prevenía sus deseos, era el amor de Enrique. Enrique amaba verdadera, sincera, profundamente.
¡Cuánto bien hace el sentirse amado!
Y aquella idea que mecía a Cecilia era tan dulce, que la joven luchaba contra el sueño, temiendo que éste le arrebatase el sentimiento de aquella protección que tan dichosa la hacía.
Así vio venir el día, contó las horas, se levantó sin que fuese necesario despertarla, y ya estaba levantada, cuando llamaron a su puerta.
Pasó al cuarto de su abuela, y la halló tomando el chocolate en la cama, como tenía de costumbre; tenía vivos deseos de preguntarle si Enrique les acompañaría en el viaje; por dos veces abrió la boca para enunciar su pregunta, pero sus labios se volvieron a cerrar sin haber pronunciado una sola palabra.
Entre tanto llegaba la hora; Cecilia volvió a su cuarto para dejar a la marquesa libertad para vestirse. La marquesa había conservado sus antiguos hábitos: se daba colorete todos los días, y Aspasia únicamente asistía a su tocado, que no hubiera sido un verdadero tocado sin este complemento aristocrático.
La ventana de la habitación de Cecilia daba a la calle; al fin de ésta se divisaba el puerto, y por encima de las casa veíanse las banderolas que flotaban al impulso del viento. El carruaje se paró delante de la puerta: su corazón latió con violencia; la puerta se abrió, bajó Enrique del coche, y ella se retiró precipitadamente de la ventana.
Pero no con tanta precipitación que Enrique no pudiese verla.
Cecilia permaneció de pie, ruborizada y confusa en el mismo sitio, con una de sus manos apoyada sobre el corazón y la otra en la agarradera de la ventana.
Oyó los pasos de Enrique que entraba en el salón que separaba su cuarto del de la marquesa, y se detuvieron allí. Enrique no se atrevió a entrar en el cuarto de Cecilia, ni ésta a pasar al salón.
Esta escena duró diez minutos.
Al cabo de los cuales, Enrique llamó, y se presentó una doncella:
—Hacedme el favor —le dijo Enrique—, de anunciar a las señoras que dentro de media hora saldremos del puerto.
—Ya estoy pronta —dijo Cecilia saliendo y olvidando que sus palabras daban a entender que había oído las de Enrique—, voy ahora mismo a prevenir a mi abuela que la esperáis.
Y después, saludando a Enrique, atravesó con ligero paso el salón, y entró en el cuarto de la marquesa.
Ya se hallaba ésta casi dispuesta para marchar. Cinco minutos después salió seguida de su nieta. Enrique ofreció el brazo a la marquesa, y Cecilia bajó detrás de ellos acompañada de Aspasia, de quien la marquesa no había querido separarse.
Una idea fija y constante ocupaba la imaginación de Cecilia. ¿Enrique las acompañaba únicamente al barco, o iba a embarcarse con ellas?
Durante el camino no se atrevió a dirigir a Enrique pregunta ninguna, y éste no dijo una palabra que se refiriese a este asunto; los ojos de uno y otro se encontraron muchas veces, y se interrogaban con las miradas.
Enrique llevaba un traje elegante, que tanto podía ser traje de campo como de viaje, de modo que nada se podía deducir de él.
Llegaron al puerto, y bajaron del coche; una barca estaba ya dispuesta: las tres mujeres entraron en ella seguidas de Enrique; los remeros dirigieron la barca hacia el buque.
Enrique dio la mano a la marquesa al subir a bordo. Después a Cecilia. Esta vez, aunque estaba trémula, no pudo menos de apretarla suavemente. Una nube pasó delante de los ojos de Cecilia, y creyó que se iba a desmayar. Era la vez primera que, de otro modo que con las miradas, Enrique le decía que la amaba.
—¿Pero era aquello un adiós?
Al poner el pie en el puente, faltaron las fuerzas a Cecilia; de manera que tuvo que apoyarse en una pirámide de cofres, de maletas y de cajas colocadas al pie del palo de mesana, y que iban a cubrir los marineros con un hule, temiendo el mal tiempo. Pero por rápida y vaga que fuese su mirada, pudo, sin embargo, descubrir un nombre, en el que se fijaron sus ojos.
Este nombre estaba inscrito en una maleta, y esta maleta decía a Cecilia todo cuanto deseaba saber.
Decía así:
«Señor vizconde Enrique de Sennones. París, Francia».
Cecilia respiró, levantando los ojos al cielo. Al levantarlos se encontró con los de Enrique.
Parecía que todo cuanto pasaba en el corazón de Cecilia estaba escrito sobre su rostro, porque Enrique la miró con aire de reconvención, y después de un momento de silencio:
—¡Ah, Cecilia! —exclamó—. ¿Habéis podido creer ni un solo momento que me separase de vos?