Capítulo V

V

La casa de campo

Lo que primero resolvió la baronesa, en cuanto hubo desembarcado, fue alquilar un coche para trasladarse a Londres; pero la marquesa se opuso, diciendo que puesto que habían tenido la dicha de salir de Francia y se hallaban en lugar seguro, no daría un paso más con la ridícula vestimenta con que se viera obligada a disfrazarse para huir. Como esto no ofrecía grave inconveniente, la baronesa accedió, como accedía casi siempre a las exigencias de su madre, por extravagantes que fuesen, esto es, con la sumisión filial que suele hallarse aún en las familias de la nobleza que han conservado las tradiciones del siglo XVII.

La baronesa, pues, se hizo conducir a la mejor fonda de Douvres, y la marquesa, una vez en ella, a pesar de la fatiga de la travesía y antes de tomar el más pequeño reposo, abrió una caja que había escondido en el coche, sacó de ella su ropa blanca y sus vestidos, y después de haber arrojado lejos de sí las ropas vulgares que tanto le pesaban, empezó su tocado, y no lo dio por concluido hasta que se hubo puesto la cofia y empolvado tan cuidadosamente como si aquella noche misma hubiese tenido que presentarse en la corte de la reina.

En cuanto a madame de Marsilly, tenía toda su atención concentrada en la pequeña Cecilia, que por fortuna casi no se había mareado; con todo eso, como anhelaba llegar a Londres para buscar casa, hizo tomar todos los asientos del interior de una diligencia que a las nueve de la mañana del día siguiente partía para la capital.

De todos es conocida la comodidad de los coches ingleses; la marquesa, pues, no escrupulizó mucho en subirse a la diligencia, máxime cuando vio que, gracias a su hija, se hallaría aislada de los demás viajeros.

El viaje de Douvres a Londres lo realizó la diligencia con su rapidez acostumbrada; las viajeras pasaron casi sin detenerse en ellas, por Canterbury y Rochester, y el mismo día llegaron a Londres.

La baronesa estaba demasiado absorta en su dolor para fijarse en lo que pasaba en torno de ella; no así la marquesa, que parecía haber vuelto de la muerte a la vida: veía levitas y tocados, cosa que hacía dos o tres años dejara de ver en Francia; de modo que para ella Londres era la ciudad más hermosa del mundo, y los ingleses el pueblo más grande de la tierra.

Conforme les recomendara madame Ambron, las viajeras se alojaron en una fonda de la plaza de Golden, a algunos centenares de pasos de la Regent’s street, y tan pronto estuvieron instaladas, la baronesa envió a la duquesa de Lorges una carta en la que le notificaba su llegada.

Aquella misma noche se presentó en la fonda de la duquesa de Lorgues; la baronesa y ella habían sido siempre muy amigas; la duquesa le ofreció cuanto tenía, en caso de que pensara permanecer en Londres.

Pero no era ésta la intención de madame de Marsilly, pensaba vivir retirada todo el tiempo que durase la emigración; así es que únicamente pidió a la duquesa que le indicase un pueblecillo donde retirarse para entregarse enteramente a la educación de su hija. La duquesa le propuso a Hendon, como una de las más bonitas residencias, pues reunía a la proximidad de la ciudad la soledad del campo, y la baronesa le propuso ir dentro de dos días a visitar el pequeño paraíso que su amiga le recomendaba.

Al día siguiente, la baronesa y su madre fueron a su vez a visitar a la duquesa. El primer cuidado de la baronesa fue el de informarse de madame Duval. Debemos recordar que al marido de esta señora debían ellas, según todas las posibilidades, el no haber sido inquietadas durante el camino. La duquesa mandó llamar, y algunos momentos después entró madame Duval, acompañada de su hijo, hermoso niño de seis años, que fue desde luego destinado a ser el compañero de infancia de Cecilia.

La baronesa, después de haber contado a madame Duval lo mucho que debían a su marido, cumplió la comisión que aquel le había dado. La buena mujer escuchó todas sus palabras llena de gozo y de reconocimiento; hacía más de tres meses que no había recibido noticias de su marido, quien no atreviéndose a aventurar las cartas en el correo, no podía hacerlas pasar a sus manos sino aprovechando ocasiones, que cada día se iban haciendo más raras. En aquellos tres meses habían tenido lugar los asesinatos del 10 de agosto y del 2 y 3 de septiembre, y la pobre mujer, careciendo de noticias, ignoraba completamente si su marido había sido del número de las víctimas.

Así se tranquilizó sobre aquel punto, llamó a su hijo, que llegó llevando del brazo a Cecilia.

—Eduardo, —le dijo—, pedid permiso a la señora baronesa para besarle la mano, y dad las gracias por haberme asegurado de que tenéis aún padre.

—¿Y papá? —preguntó a su vez Cecilia—; ¿dónde está papá?

La desgraciada baronesa no pudo contener un torrente de lágrimas, y tomando en sus brazos a los dos niños, los confundió en el mismo abrazo con grande escándalo de la marquesa.

Por la noche, la baronesa recibió una carta de la duquesa, en la que le decía que no podía consentir en que fuese sola a Hendon; que al día siguiente iría a buscarla con su carruaje, y que irían juntas a visitar el pueblecillo que debía ser su residencia futura.

En efecto, el día siguiente la duquesa de Lorgues fue a casa de la baronesa a las diez, que ya se hallaba preparada, así como Cecilia; la marquesa no había aún concluido su tocador.

Hendon distaba pocas leguas de Londres; así es que llegaron al pueblo en dos horas. Agradó mucho a la baronesa el aspecto tranquilo y modesto de las pequeñas casas inglesas; mujer de gustos sencillos y de goces internos, había deseado la soledad sobre todo, desde la muerte de su marido, y esta idea tomaba incremento a la vista de aquellas pequeñas casas de campo que se hallaban a cada paso en el camino. Parecíale que en aquellas moradas la existencia debía ser, ya que no siempre dichosa, al menos tranquila.

Llegaron a Hendon; esta pequeña población era, como había dicho la duquesa, una de esas dichosas perspectivas que no se hallan en Holanda ni en Bélgica. Informóse la baronesa de si algunas de aquellas casas se alquilaban, y le indicaron cinco o seis, que, según las circunstancias que ella deseaba, debían convenirle.

Tenía la baronesa tantos deseos de instalarse en una de aquellas casas de campo, que en el mismo momento principió a buscar habitación, y así que hubo visto la primera, quiso alquilarla, no creyendo posible que hubiese otra más bonita ni mejor distribuida; pero la duquesa, conociendo mejor el terreno, le aseguró que aún las hallaría mejores, y cediendo a sus deseos, madame de Marsilly se decidió a ver otras.

Y en efecto, al cabo de ver cinco o seis halló una tan linda, que la misma duquesa no pudo menos de convenir en que sería difícil hallar otra mejor, por lo cual se procedió al ajuste. Madame de Marsilly quedó en libertad de poder habitar desde aquel mismo día la casa, mediante la suma de ochenta libras esterlinas al año.

Era ésta una pequeña casa de dos pisos, blanca, con ventanas verdes, por delante de la cual se extendía un enverjado que contenía una porción de plantas que en aquella estación estaban en toda su lozanía. Llegábase a la fachada de la casa por un pequeño patio, costeando el camino dos montecillos de flores. Tres escalones conducían a una puerta, también verde, y en medio de la cual brillaba un llamador de cobre, brillante como si fuera de oro. Abierta la puerta, se entraba en un corredor que atravesaba toda la casa; y que en el extremo opuesto daba a un pequeño jardín de una media fanega de tierra, con un hermoso prado, de un verdor que sólo se conoce en Inglaterra; una calle de árboles circular sombreada por acacias, árboles de Judea y lilas; un cenador rústico en el fondo, amueblado con una mesa y cuatro sillas; y, en fin, un pequeño arroyuelo que murmuraba saltando sobre rocas en miniatura, por bajo de las cuales formaba un pequeño estanque, que un rayo de sol de mediodía hubiera secado en pocas horas.

En cuanto al interior de la casa, era de la mayor sencillez.

Cuatro puertas se abrían en el corredor del piso bajo, la del comedor, la de la sala, la de una alcoba y la de una pieza de labor.

El piso principal tenía distinta distribución; la escalera que conducía a él daba a una antesala, en la que había tres puertas; enfrente de la sala, y a cada lado de una alcoba y un gabinete de tocador.

El piso alto estaba destinado a los criados.

La marquesa halló la casa demasiado pequeña y mezquina; pero la baronesa le dijo sonriendo que iría a pasar el invierno a Londres, y mediante esta promesa, que madame de la Roche-Bertaud tomó a mucha formalidad, dio su aprobación a la elección de su hija.

Pero la casa, como puede suponerse, estaba sin muebles; era preciso por lo tanto, comprarlos o alquilarlos. La duquesa de Lorgues y la marquesa de la Roche-Bertaud, que preveían que la Francia se vería castigada muy pronto por la coalición extranjera; que los emigrados volverían a París, y que los príncipes legítimos serían restablecidos en su trono, eran de opinión de que se alquilasen; pero madame de Marsilly, que veía las cosas bajo un punto de vista más positivo, calculó que tres años de alquiler equivalían a una compra, y se decidió a comprar todo lo que fuese necesario, rogando a su madre que eligiese la habitación que más le agradase, para amueblarla lo más pronto y a su gusto que fuese posible.

La marquesa hallaba la casa demasiado pequeña para ella y para sus trajes; decía que ella tenía en su casa de campo de Turena armarios en que podían encerrarse cómodamente todas las habitaciones de aquella finca. Era cierto; pero aquello no era Turena, sino Inglaterra, y era preciso tomar un partido y decidirse. Después de haber subido y bajado la escalera más de veinte veces, después de haber visitado todos los rincones de su futura habitación, la marquesa se decidió por el piso bajo.

Hecha ya su elección volvieron todos a Londres.

Como la baronesa de Marsilly deseaba instalarse lo más pronto que fuese posible en su nueva habitación, madame de Lorgues envió a ella al siguiente día a su tapicero.

La baronesa había protestado contra aquel rasgo aristocrático, confesando con toda franqueza a la duquesa que toda su fortuna se hallaba reducida a un centenar de miles de francos, contando con las joyas de la marquesa; pero la duquesa contestó que con cien mil francos y un poco de economía podía esperar cinco o seis años; además de que no sería menester esperar tanto, pues las tropas aliadas se hallaban a cincuenta leguas de la capital.

Por otra parte; habían aún recursos, tierras en arrendamiento, y se procuraría dinero en Francia. Estas razones parecían tan justas a la duquesa y a la marquesa, que no podían comprender cómo la baronesa dudaba aún; ésta hizo una concesión; admitió el tapicero, pero se reservó la compra de los muebles.

Ocho días después la quinta estaba en disposición de recibir a sus inquilinos; reinaba en ella la sencillez, la limpieza y el buen gusto.

Pero había sido preciso comprarlo todo; ropa blanca, cubiertos, muebles, etc., de manera que por mucho que economizase la baronesa, tuvo aún que gastar en ello veinte mil francos.

Esto era una quinta parte de lo que poseía, y no le quedaba más dinero efectivo que las diez mil libras de Pedro Durand, y después de gastado esto, los sesenta u ochenta mil francos de las joyas de la marquesa.

Pero con esto podía vivir aún cinco o seis años, y a pesar de los temores que las pasadas desgracias habían hecho nacer para el porvenir en el corazón de madame de Marsilly, no podía menos de convenir con su madre en que, en el espacio de cinco o seis años, podrían suceder muchas cosas.

Y en efecto, en aquellos cinco o seis años debían tener acontecimientos muy importantes.

Pero por ahora debemos ocuparnos únicamente de nuestra casita y de las personas que la habitaban.