Capítulo XVI

XVI

El viaje

Gracias a una de esas variaciones atmosféricas tan frecuentes en el mar, el tiempo había cambiado completamente; y de lluvioso que era el día antes, se convirtió en sereno y muy tranquilo atendido a la estación. Esto permitía a los viajeros permanecer sobre el puente, circunstancia de que Enrique dio gracias al cielo en el fondo de su corazón, porque le permitía estar al lado de Cecilia, de quien hubiera tenido que separarse si el temporal hubiese obligado a las señoras a encerrarse en su departamento.

Todo cuanto veía Cecilia era nuevo e interesante para ella. Recordaba, sí, pero como un sueño, que siendo niña había bajado por la pendiente de una roca llevada en brazos de su madre; que después había pasado un espacio grande de agua, que había quedado en su memoria como un espejo inmenso, y después, en fin, había visto un puerto lleno de embarcaciones que se balanceaban como si fuesen árboles mecidos por el viento; pero cuando aquellos objetos fijaron sus miradas, tenía sólo 3 años y medio, y habían quedado en su imaginación vagos y flotantes como las nubes. Aquella perspectiva, aquel mar, aquellas costas, aquellos buques, eran por lo tanto, cosas nuevas para Cecilia, que, pobre niña, arraigada como una planta en el suelo de la pequeña casa que había habitado por espacio de doce años, no había tenido, durante este tiempo, otro horizonte que el que se divisaba desde sus ventanas o de la de su madre.

Por vez primera, desde la muerte de la baronesa, la vista de los objetos exteriores tenían bastante influencia para distraer un momento su imaginación de la pérdida que había sufrido, y como Enrique estaba tan cerca de ella, preguntábale con curiosidad sobre todas las cosas que le rodeaban. Enrique respondió a todas sus preguntas como hombre a quien no le era extraño ninguno de los objetos que veía, y Cecilia continuaba interrogándole menos tal vez por curiosidad que por oír su voz. Figurábase que entraba en una vida enteramente nueva, y que era Enrique quien le abría aquel camino enteramente desconocido; aquel buque que la transportaba a otras tierras que eran su patria, le arrancaba de lo pasado y navegaba con ella hacia el porvenir.

La travesía fue dichosa. El cielo, como hemos dicho, estaba tan claro como puede ser en Inglaterra un cielo de otoño; de suerte que dos horas después de la salida del puerto de Douvres, divisaron las costas de Francia, semejantes a una niebla, mientras que las de Inglaterra, se veían aún perfectamente; pero poco a poco estas últimas se empezaron a confundir en los vapores del horizonte, en tanto que la tierra de Francia se iba haciendo cada vez más distinta. Los ojos de Cecilia se dirigían alternativamente de una a otra: ¿cuál de las dos sería la más feliz o la más fatal?

A eso de las siete de la noche arribaron en Boulogne. Hacía ya largo rato que era de noche. La marquesa recordaba la fonda de Correos, aunque había olvidado el nombre de su antigua dueña; únicamente la calle donde estaba situada, y que en otro tiempo se llamaba la calle Real, después de mudar este nombre por el de la calle del Club de los Jacobinos, se llamaba ahora calle de la Nación.

Aunque el mar estaba tranquilo, la marquesa se sentía fatigada en extremo. Enrique condujo a Cecilia y a su madre a la fonda, y volvió para cuidar del desembarque de los efectos.

Cecilia había oído referir muchas veces a su madre los sucesos de aquella borrascosa noche de su embarco, y había oído nombrar a la baronesa a aquella buena madame Ambron que la había acompañado hasta el mar con tanto interés. Así fue que la joven, menos olvidadiza que su abuela, recordaba su nombre.

Apenas estuvo Cecilia en su cuarto, hizo llamar a la actual dueña de la fonda de Correos, y viendo por su edad que no podía ser la misma persona de quien tanto había oído hablar a su madre, le preguntó si había conocido a madame Ambron, que tenía aquella fonda en 1792, y si estaba esa señora en Boulogne.

La actual dueña se llamaba también madame Ambron, sólo que era nuera de la anterior: se había casado con el hijo mayor de ésta, la cual se había retirado dejándoles la fonda.

Por lo demás, madame Ambron vivía en la casa contigua, y venía a pasar la mayor parte del día a su antiguo domicilio.

Cecilia preguntó si podría verla, a lo que le contestaron que nada era más fácil, y que iban a avisarla que unos viajeros preguntaban por ella.

En este intervalo llegó Enrique; por causa de la aduana no podían desembarcarse los efectos hasta el día siguiente a medio día, y venía a comunicar aquel retraso a la marquesa y a Cecilia, que habían manifestado deseos de continuar su viaje al día siguiente. Acordóse, pues, no marchar hasta dos días después por la mañana.

Esta marcha había sido objeto de una grave discusión entre la marquesa y su nieta. La marquesa quería primero hacer el viaje en posta; pero para ello era preciso alquilar o comprar un carruaje, y Cecilia, que sabía por su madre los escasos recursos que le quedaban a la marquesa, hizo observar a su abuela la economía que les resultaría de marchar por la diligencia; el dueño de la fonda de Correos, que era al propio tiempo director de los carruajes públicos, vino en su ayuda, manifestando a la marquesa que tomando el cupé para sí, su hija y la doncella, iría tan bien como una berlina, y caminaría casi tan de prisa como por la posta.

En fin, la marquesa, con gran pesar suyo, se había dejado persuadir por aquel consejo razonable, y para el día siguiente quedaron inscritos para el cupé los nombres de la marquesa de la Roche-Bertaud, Cecilia de Marsilly y la señorita de Aspasia.

Al saber Enrique estas disposiciones, tomó al momento asiento en el interior.

En aquel momento entró madame Ambron, que con su acostumbrada solicitud venía a ponerse a la disposición de las personas que preguntaban por ella.

Al ver Cecilia a aquella digna mujer que había hecho tanto por su abuela, su madre y ella, pobres fugitivas, abrió los brazos para echárselos al cuello; pero una señal de la marquesa la contuvo.

—¿En qué puedo serviros, señoras? —preguntó madame Ambron.

—Estimada señora —replicó la marquesa—, soy madame de la Roche-Bertaud, y esta es la señorita Cecilia de Marsilly.

Madame Ambron saludó; pero era evidente que no hacía memoria de ninguno de los nombres pronunciados por la marquesa. Ésta lo advirtió.

—¿No recordáis, estimada señora —dijo—, que nos hemos hospedado en vuestra fonda?

—Puede que haya yo tenido ese honor —respondió madame Ambron—; pero perdonad si no recuerdo en qué época ni en qué ocasión.

—Mi querida señora —dijo Cecilia—, estoy segura de que lo recordareis muy pronto. ¿Os acordáis de dos pobres fugitivas que os llegaron una noche del mes de septiembre de 1792, en una carreta, disfrazadas de aldeanas y conducidas por uno de sus arrendatarios, llamado Pedro?

—Sí, sí; seguramente me acuerdo —exclamó madame Ambron, y la más joven llevaba una niña de 3 a 4 años, un ángel, un querubín…

—Basta, mi querida señora, basta —interrumpió Cecilia sonriéndose—, porque si siguieseis adelante, no me atrevería a deciros que esa niña, ese ángel, ese querubín era…

—¿Quién?

—Era yo.

—¡Qué! ¡Sois vos, pobre niña! —exclamó la buena mujer.

—¡Ésa es! —murmuró la marquesa resentida de aquella familiaridad.

—¡Oh! ¡Perdonadme —exclamó madame de Ambron—, recobrándose de su primer impulso, y no haciendo alto en la exclamación de la marquesa; —perdonadme, señorita; pero os conocí tan niña!

Cecilia le alargó la mano.

—Si no me engaño, erais tres —dijo madame Ambron mirando a su alrededor como si buscase a la baronesa.

—¡Ay! —murmuró Cecilia.

—Sí, sí —continuó madame Ambron comprendiendo perfectamente lo que significaba la dolorosa exclamación de la joven—; sí, la emigración es una cosa dura; muchas personas hay a quienes he visto salir y no veré volver. Es preciso consolaros, señorita; pues Dios tiene sus razones para probarnos, y ya sabéis que sólo envía trabajos a sus elegidos.

—Señora —dijo la marquesa—, no hablemos de esas cosas; yo soy muy sensible, y esos recuerdos me hacen mucho daño.

—Os pido perdón, señora marquesa —respondió la buena mujer—, pero lo decía para probar a esta señorita que recordaba perfectamente vuestro paso por mi fonda. Ahora, si os dignáis decirme el objeto con que me habéis llamado…

—No he sido yo la que os he mandado llamar, señora, sino mi nieta, la señorita de Marsilly; por consiguiente con ella podéis explicaros.

—En ese caso, si la señorita lo tiene a bien…

—Os he hecho llamar, mi buena señora, primero para daros las gracias de todo corazón, porque el servicio que me habéis prestado es de aquellos que sólo se pagan con un reconocimiento eterno; y luego para preguntaros si podríais hacernos conducir por alguien mañana por la mañana a orillas del mar, al mismo sitio en donde va a hacer doce años que nos embarcamos, si es que mi abuela me permite hacer esa excursión —añadió Cecilia volviéndose a la marquesa.

—Sí, por cierto —repuso madame de la Roche-Bertaud, con tal que madame Ambron os dé para acompañaros una persona digna de confianza. Yo os daría a Aspasia; pero ya sabéis que por la mañana, especialmente, no puedo pasarme sin ella.

—Iré yo misma, señora marquesa; iré yo misma —exclamó madame Ambron—; tendré un placer en guiar a esta señorita, y como yo estaba allí cuando marchasteis, si la señorita desea algunos pormenores, nadie mejor que yo podría dárselos.

—¿Y a mí, señora marquesa —dijo Enrique, que había presenciado aquella escena con el mayor interés—, no me permitiréis acompañar a vuestra nieta?

—No veo en ello inconveniente, Enrique —respondió la marquesa—, y una vez que os gustan los recuerdos pintorescos, id hijos míos, id.

Luego, como para aquietar su consciencia, hizo la marquesa a madame de Ambron una señal que significaba:

—Señora, os los recomiendo; cuidad de ellos.

Madame Ambron respondió con una señal afirmativa, y arreglado el paseo para el día siguiente, se retiró cada cual a su cuarto.

Enrique y Cecilia pasaron una buena noche, separándose a las once para volverse a reunir a las ocho de la mañana siguiente. Para ellos, que se veían en Inglaterra una vez cada ocho días, y delante de testigos, aquello era un gran cambio. Iban a verse diariamente, y si no se veían solos, al menos podían caminar cogidos del brazo; hallarían inconvenientes en el camino, que obligarían a Cecilia a tomar la mano de Enrique, y aun tendría a veces que cogerla en sus brazos; en una palabra, para el joven, sobre todo, aquel paseo prometía mil encantos.

Así es que a las seis de la mañana estaba ya dispuesto, no pudiendo comprender la lentitud del tiempo, y acusando a todos los relojes de Francia de que atrasaban mucho con los de Inglaterra. Acusó hasta a su mismo reloj, invariable hasta entonces, de haberse desarreglado en la travesía.

Por su parte, Cecilia había madrugado también, pero no se atrevía a consultar el reloj; dos o tres veces se había levantado de la cama para ir a la ventana a asegurarse de que no era tarde, y en una de ellas, a través de las persianas, había visto a Enrique dispuesto a salir y mirando hacia su ventana, sin duda para saber si Cecilia se estaba preparando, Cecilia entonces se decidió a llamar y a preguntar qué hora era. Eran las seis y media.

Y rogó a la doncella que fuera a avisarla en el momento que madame de Ambron hubiese llegado.

Pero madame de Ambron, que no tenía para adelantar la hora ninguno de los motivos que impulsaban a Enrique y a Cecilia, llegó a la hora convenida.

Cecilia bajó al momento, y halló a Enrique en la sala de descanso. Ambos jóvenes cambiaron los cumplimientos de costumbre, y ambos confesaron que aquella noche, pasada en una pobre posada, era una de las mejores que habían pasado en su vida.

Como lo que Cecilia tenía sobre todo deseos de ver era el sitio del embarque, madame Ambron juzgó inútil hacer recorrer a los jóvenes el mismo camino que habían andado durante la noche en que Pedro se había visto obligado, para no despertar sospechas, a volver a tomar el camino de Montreuil, contentóse con subir por la calle de la Nación hasta el fin; después, habiendo llegado a la casa de ayuntamiento de la ciudad, tomaron a la izquierda por un estrecho camino, a través de los sembrados; aquel camino conducía al punto de embarque.

Tal vez para otra que no fuese Cecilia, semejante excursión, aparte de su objeto, hubiera sido una cosa muy insignificante; pero para la joven de la finca, que nada había visto, cuyos paseos se habían limitado por un lado hasta las paredes de un pequeño jardín, y por otro hasta la puerta de la iglesia, todo era nuevo, todo era extraordinario; semejante a un pájaro escapado de una pajarera y que se ve con una especie de terror en toda su libertad, el mundo le parecía inmenso; luego, repentinamente sentía deseo de ensayar sus pies como el ave ensaya sus alas, de correr a través de aquel espacio, y de buscar en él una cosa ignorada que ella sentía existir, pero que no veía ni comprendía. Todo esto la hacía ruborizarse a cada momento, le producía estremecimientos repentinos que se comunicaban de su brazo al de Enrique, en que se apoyaba, y a los cuales respondía éste con esa suave presión que tanto había conmovido a Cecilia en el momento de subir a la embarcación en el puerto de Douvres.

Por fin, llegaron al pie de los peñascos; desde aquel punto se descubría el mar en toda su extensión y en toda su majestad. El océano tiene en sí una sombría grandeza, que aun en sus tiempos de borrascas no presenta el Mediterráneo; el Mediterráneo es un lago, es un espejo azul, es la morada de la rubia y caprichosa Anfitrite: el océano es el viejo Neptuno que mece al mundo en cada uno de sus brazos.

Cecilia se detuvo un momento maravillada; la idea de la muerte, la idea del infinito se apoderó de ella en presencia de la inmensidad, y dos grandes lágrimas corrieron por sus mejillas.

Luego había visto a sus pies la pequeña ciudad que durante aquella noche de tempestad había atravesado en brazos de su madre.

Sin que madame Ambron le dijera que era la misma, Cecilia tomó instintivamente la propia senda.

Enrique la siguió, dispuesto a detenerla por detrás, si se escurría, porque en aquel estrecho espacio no había lugar para marchar dos personas de frente.

Llegaron por fin al sitio mismo en que los fugitivos habían esperado la pequeña embarcación que les debía venir a buscar. Cecilia recordaba todos los detalles como a través de un sueño; lo que había fijado su atención, sobre todo, a pesar de sus pocos años, fue el ruido eterno de las olas, que se estrellaban en las rocas, y que parecen la poderosa respiración del océano.

Las olas se estrellaban aún, y ella hallaba un recuerdo en aquel ruido.

Quedó un momento inmóvil, absorta en su contemplación; después, buscando a Enrique, que se hallaba cerca de ella, como si a la vista de aquel espectáculo tuviera necesidad de apoyarse en alguien, se cogió de su brazo, diciendo estas palabras:

—¡Oh! ¡Qué delicioso espectáculo! ¡Qué grande! ¡Qué sublime!

Enrique no respondió; estaba con el sombrero en la mano, como si se hallase dentro de una iglesia. Dios está en todas partes; pero para los dos jóvenes que allí estaban, era más ostensible. Permanecieron durante una hora en esa contemplación sin cambiar palabra alguna; pero, apoyados uno en otro, tal vez el sentimiento que experimentaban ambos era el de su propia debilidad en comparación con tanta fuerza y tanta grandeza.

En presencia de un espectáculo semejante fue donde Pablo y Virginia se habían jurado amarse siempre y no separarse nunca.

¡Pobres alciones!

Madame Ambron tuvo que recordar a Cecilia y a Enrique que ya era hora de volver a la fonda. Los dos jóvenes hubieran permanecido todo el día sin poder calcular el tiempo que transcurría.

Volvieron, por fin, a tomar la pequeña senda; pero no sin detenerse de diez en diez pasos, no sin volver a cada momento la cabeza para despedirse de aquellos sitios, no sin haber cogido algunos fragmentos de aquellas piedras de vivos colores, cubiertas de venas, a que el agua de mar da tanto brillo, que se las tomaría por piedras preciosas, y que dos horas después, imagen de las cosas de este mundo, no son otra cosa que pedernales ordinarios.

Al volver a entrar en la fonda, hallaron a la marquesa enteramente vestida, y conferenciando con un abogado que habían mandado llamar, para consultarle sobre los derechos que creía tener a los bienes que la convención le había confiscado.

El abogado explicó entonces a la marquesa cosas de que ella no tenía idea alguna, y es que el consulado simpatizaba con la monarquía; que antes de tres meses Bonaparte sería emperador, y que como el nuevo trono necesitaba el doble apoyo del pasado y del porvenir, todas las antiguas familias que se unieran a la nueva dinastía, serían indudablemente bien acogidas.

En cuanto a los bienes confiscados, no había que pensar en ello; pero en cambio, y como una compensación, el imperio tenía dinero, pensiones y empleos a los que quisieran aceptar esta compensación y este cambio.

Aquella conversación había dado mucho que pensar a la marquesa. En cuanto a Cecilia, ella no comprendía qué influencia podían tener sobre su destino los acontecimientos políticos.

Además, había una cosa que admiraba mucho a la marquesa, y era la tranquilidad con que Francia se sometía a la dominación de un corso, de un oficial de artillería que había ganado algunas batallas, llevado a cabo el 18 brumario, y nada más.

La conversación entre ella y Enrique, versó mucho tiempo sobre este asunto. Enrique era afecto a la dinastía caída, a la que toda su familia había permanecido fiel; pero Enrique era joven; Enrique había soñado con un porvenir de gloria; Enrique había recibido una educación militar; Enrique se decía a sí mismo, tal vez para ahogar la secreta voz de su consciencia, que servir en Francia era servir a la Francia. El hombre que se hallaba colocado al frente del gobierno había hecho al país fuerte y glorioso, y en eso estribaba la absolución de su ilegitimidad. A sus ojos, Bonaparte era un usurpador; pero al menos tenía todas las brillantes cualidades que hacen tolerable la usurpación.

El día se pasó en conversaciones análogas; Enrique hizo compañía a la marquesa y a Cecilia todo el tiempo que la discreción le permitió, y la misma marquesa, invitándole a comer con ella, prolongó su visita.

Por la tarde Cecilia quiso volver a ver el mar, y suplicó a su abuela que fuese a dar con ella un paseo al muelle, La marquesa le dijo que estaba muy lejos, y que se fatigaría indudablemente, habiendo perdido enteramente la costumbre de andar; pero Cecilia la llevó a la ventana, le enseñó el puerto a dos pasos de allí, y le hizo tantas instancias, que al cabo cedió.

Enrique dio el brazo a la marquesa, y Cecilia marchó delante de ellos, acompañada de Aspasia. A cada paso, madame de la Roche-Bertaud se quejaba de la desigualdad del piso; después, así que llegó al puerto, se quejó del olor que despedían los barcos, y cuando estuvo en el muelle, de la brisa del mar.

La marquesa tenía una de esas naturalezas que así que hacen una cosa por los demás, necesitan hacerles sentir a cada momento la extensión del sacrificio que han hecho.

Aquello hizo conocer mejor aún la inmensa distancia que separaba a la marquesa de su madre. Volvieron a la fonda. La marquesa se hallaba muy fatigada, y quiso irse al momento a su habitación, de modo que los jóvenes se vieron precisados a separarse; pero era para reunirse al siguiente día, a las seis de la mañana, hora en que salía la diligencia.

El día dejaba además demasiados recuerdos para que una y otro pasaran una deliciosa noche.

Al siguiente día volvieron a renovarse las quejas de la marquesa: ¿quién la había visto nunca ponerse en camino a las seis de la mañana? Hallábase muy pesarosa de no haber seguido la primera idea, tomando una silla de posta que le hubiera permitido salir a las once o a las doce del día, después de haber tomado tranquilamente su chocolate.

Pero en aquella época, lo mismo que hoy día, los conductores de diligencias eran ya inflexibles. A las seis y cinco minutos la pesada máquina se puso en movimiento hacia París.

Como ya hemos dicho, la marquesa, Cecilia y Aspasia tenían el cupé, y Enrique iba en el interior; pero en cada parada Enrique bajaba para informarse si iban bien las señoras. En la primera parada y en la segunda encontró a la marquesa de muy mal humor; pero aunque se quejó mucho de la cruel noche que iba a pasar en la tercer parada, se había ya dormido profundamente.

Lo cual no impidió, cuando se detuvieron por la mañana para almorzar en Abbeville, el decir que no había cerrado los ojos en toda la noche.

Los que no habían dormido eran los jóvenes; pero se guardaban muy bien de decirlo, y sobre todo, no se quejaron de ello.

Terminado el almuerzo, se volvieron a poner en camino, y no se detuvieron sino para comer en Beauvais.

Enrique había abierto la puertecilla antes de que el conductor hubiese bajado de su asiento. La marquesa estaba cada día más entusiasmada con él.

En la mesa, Enrique no se ocupó de otra cosa que de las dos mujeres, y las rodeó de las más delicadas atenciones; la marquesa, al volver a subir al carruaje, le dio las gracias estrechando su mano, y Cecilia por medio de una sonrisa.

A las siete de la noche distinguieron a los lejos las luces de París. Cecilia sabía que se entraba por la puerta de Saint-Denis, y que el carruaje se detenía en la aduana. Sabía también que en esta aduana fue donde la marquesa, la baronesa y ella misma por poco iban a ser reconocidas; a pesar de que entonces era muy niña, la estancia en la pequeña habitación del oficial se había grabado en su imaginación, y cuando el carruaje se detuvo, pidió permiso a su abuela para visitar aquel recinto en que la baronesa y la marquesa habían sufrido tanto.

La marquesa se lo concedió, admirándose de que hubiese caracteres bastante raros para gustar de recuerdos tristes.

Enrique se adelantó para pedir permiso al jefe del puesto, para que permitiese a una señorita atravesar el cuerpo de guardia y entrar un momento en el cuarto del fondo.

Como es de suponer, este permiso fue concedido inmediatamente.

La marquesa no quiso bajar del carruaje, y Cecilia se adelantó acompañada de Enrique.

Se dirigió hacia la habitación del fondo, y la reconoció; todo se hallaba en la misma disposición que en otro tiempo; aquella era la misma mesa, aquellas las mismas sillas.

En una de aquellas sillas, y delante de aquella mesa, fue donde vio por la vez primera al honrado monsieur Duval.

Aquel recuerdo despertó otros muchos. Cecilia, al recordar a monsieur Duval, se acordó de su esposa y de Eduardo; de Eduardo, a quien su madre le destinaba por esposo, y a quien ni aun había visto al salir de Londres.

Entonces Cecilia experimentó una cosa muy parecida al remordimiento, y el recuerdo de su madre vino a reunirse a todo esto con tal viveza, que brotaron las lágrimas de sus ojos. Ninguno de los que acompañaban a Cecilia, excepto Enrique, podía comprender las tiernas emociones que podían despertar aquella antigua mesa y aquellas vetustas sillas de paja.

Pero para Cecilia aquello era toda su vida pasada.

El cochero llamó a Cecilia y a Enrique; ambos volvieron a subir a la diligencia, que se volvió a poner en marcha.

Cecilia volvía a entrar en París, después de doce años, por la misma puerta que la había visto salir. Siendo niña, lloraba al salir; ya en la edad de la razón, lloraba también al entrar.

¡Ay! ¡Aun otra vez debía volver a salir por aquella misma puerta!