Capítulo XVII
XVII
El duque de Enghien
La marquesa y Cecilia se apearon en la fonda de París, y Enrique tomó un cuarto en la misma fonda.
Los primeros días se pasaron haciendo diligencias; la marquesa envió a llamar a su procurador. No sólo su procurador había muerto, sino que ya no había procuradores. Vióse por lo tanto obligada a contentarse con un abogado, quien le repitió punto por punto lo que le había dicho ya el abogado que mandó llamar en Boulogne.
Por lo demás, en los doce años que la marquesa había pasado en el extranjero, París había tomado un aspecto tan nuevo, que no podía reconocer en él al pueblo que había dejado. Aspecto, moda, lenguaje, todo había cambiado. Madame de la Roche-Bertaud había creído encontrar la capital triste y sombría por todas aquellas desgracias que había presenciado en parte, y que en parte había oído referir. Pero nada menos que eso: París el indiferente, París el olvidadizo, había recobrado su carácter habitual, y además, había adquirido un aire de orgullo y de alegría, que la marquesa no le había conocido nunca. París conocía instintivamente que iba a ser la capital de una Francia más grande de lo que había sido nunca, y de una infinidad de reinos que se le unirían. París, en fin, sirviéndonos de una expresión de la marquesa, tenía el aspecto de un rico improvisado.
Los desterrados llevan consigo una cierta cantidad de atmósfera personal que respiran en el extranjero, y en la que continúan agitándose los sucesos que han visto y que les interesan. Para ellos la patria que dejan, permanece siempre tal como la han dejado. Creen a los espíritus pegados a las mismas cosas que a ellos les ocupan, y el tiempo se pasa sin hacerles avanzar un solo paso. Luego llega por fin la hora de su vuelta; porque, gracias a Dios, en nuestros días no hay destierros eternos, y se hallan en atraso de todo el tiempo de su permanencia fuera del país, en que desconocen los acontecimientos, los hombres, las ideas que no quieren comprender.
Como habían dicho ya a la marquesa de la Roche-Bertaud, la república se convertía en monarquía, y el primer cónsul estaba a punto de ser emperador. Todo se preparaba para ese gran suceso, que soportaba ese resto de republicanos que habían escapado a la acción y a la reacción de los partidos, y contra el que protestaban los realistas en el extranjero. Así era que todo realista que consentía en tomar servicio bajo la bandera consular, toda mujer de distinción que se decidía a formar parte de la servidumbre de la futura emperatriz, estaban seguros de ser bien recibidos, y lo eran en efecto, con ventajas que no tenían derecho a pretender los servidores más antiguos y más fieles; era cosa muy sencilla, en rigor, podía dejarse sin recompensa a los antiguos amigos. Esto era una ingratitud; pero el no procurar por todos los medios reconciliarse con los enemigos, era una falta.
Convengamos pues en que la situación era, por un lado, muy tentadora para una mujer que está en las postrimerías de la existencia, y, del otro, para un joven que tiene ante sí lo porvenir. No pasaba día sin que Enrique no encontrase algunos jóvenes de su edad, ya capitanes; madame de la Roche-Bertaud veía pasar diariamente, en coches en que volvían a ostentarse escudos de armas, antiguas amigas que durante el imperio habían hallado mucho más de lo que perdieran en tiempo de la revolución. Enrique, hoy con uno, mañana con otro, estrechó amistades con algunos, la marquesa renovó sus relaciones con varias de sus antiguas amigas, y a una y a otro se les hicieron halagadoras proposiciones. La seducción de la gloria por una parte, y el atractivo del bienestar por la otra, iban socavando las opiniones políticas muy frescas en Enrique y muy antiguas en madame de la Roche-Bertaud; pero ni una ni otro se atrevían a comunicarse mutuamente sus pensamientos sobre el particular; y es que el corazón de Sennones era todavía demasiado puro, y gastado excesivamente el de la marquesa para que ambos no comprendieran que su unión al gobierno de Bonaparte era una blasfemia. Sin embargo, los dos, allá en la intimidad de su corazón se asían de un pretexto enormemente plausible a su modo de ver, y el pretexto común que a la vez servía de excusa a la ambición de Enrique y al egoísmo de la marquesa, era su amor por Cecilia.
En efecto, ¿qué iba a ser de aquella infeliz criatura colocada entre un amado sin porvenir y una abuela arruinada?
Por lo demás, no necesitamos decir que Enrique y la marquesa, cada cual por su lado, se dieron a sí mismos todas las razones buenas o malas que se dan los que están cansados de guardar fidelidad. Así descubrieron que Bonaparte no era, como la gente había dado en decir, un corso de humilde cuna, un soldado advenedizo, un oficial aventurero, sino era hijo de una de las más antiguas familias de Italia: uno de sus antepasados había sido condestable o gobernador de Florencia en 1330; su nombre estaba inscrito en el libro de oro de Génova hacía cuatrocientos años; y su abuelo, el marqués de Bonaparte, como continuaban llamándole los realistas puros, había escrito una relación del sitio de Roma por el condestable de Borbón.
Habría habido una razón de dar mejor que todas esas, y era que Napoleón era hombre de genio, y que todo hombre de genio merece para él el puesto que un pueblo le deja tomar, salvo siempre al pueblo el derecho de volver después dicho puesto a aquellos a quienes aquel lo usurpó.
Luego se decía, cosa que en aquella época era verdad todavía, que Bonaparte, exento de todos los excesos revolucionarios, no había teñido nunca sus manos en la sangre de ningún Borbón.
Jamás se había hablado de proyecto ninguno de porvenir, y sin embargo, por aquel atractivo simpático que se había apoderado de ambos a la primera vista, y que en los seis meses que hacía se veían, en Inglaterra todas las semanas y en Francia todos los días, no había hecho más que aumentarse, ambos jóvenes habían comprendido que se pertenecían uno a otro: ¿qué necesidad tenían, por lo tanto, de formar proyectos ni de cambiar promesas? Al verse habían formado, como Romeo y Julieta, en lo íntimo de su corazón, uno de esos juramentos que ni la muerte misma puede llegar a desatar.
Cuando hablaban del porvenir, decía cada cual, nosotros, en vez de yo, y eso bastaba.
Pero ese porvenir sólo existía a condición de que Enrique y la marquesa se adhiriesen al gobierno. Enrique, como hemos dicho, no tenía otra fortuna que aguardar más que la de su tío, que por lo mismo que esa resolución plebeya le había malquistado con su familia, había declarado que no dejaría sus bienes sino a aquel de sus sobrinos que, arrostrando a su vez el anatema, se hiciese comerciante como él. Enrique tenía seguramente una educación fina y esmerada; pero en aquella época no había más que dos carreras a toda ambición un poco seria: la carrera de las armas y la de la diplomacia, y ambas carreras dependían del gobierno.
En cuanto a Cecilia, su renuncia a los principios paternos tenía menos importancia.
El estado social de la mujer depende de las circunstancias y de los hombres; esto lo comprendía Cecilia; pero también notó que de conservarse pura y casta en sus opiniones políticas, se convertía en un reproche viviente para Enrique. Así es que cuando madame de la Roche-Bertaud habló a su nieta de las proposiciones que le habían hecho para que ésta entrara en casa de la futura emperatriz, Cecilia se limitó a responder que como era demasiado joven y todavía más iletrada en política como para tener voluntad propia, se contentaba con obedecer a la marquesa.
Además, la joven, que sabía la incesante lucha que consigo mismo sostenía Enrique, y estaba gozosa de hacer un sacrificio a su amado, aunque fuese de consciencia, se apresuró a comunicar a aquel, el mismo día, la petición de madame de la Roche-Bertaud y la contestación que ella le diera.
Enrique, que no aguardaba más para aceptar, voló a dar tu adhesión plena y entera al amigo que se encargara de la negociación, y aquella noche y por primera vez Cecilia y su amado hablaron resueltamente, ante la marquesa, de un porvenir que prometía ser tanto más brillante cuanto iba a serlo por sí, y mucho, la futura y respectiva posición de cada uno de los dos: la de él en el ejército junto al emperador, la de ella en las Tullerías, al lado de la emperatriz.
Una vez que se hubo retirado Sennones y cuando Cecilia fue a dar a su abuela el beso que solía darle todas las noches una vez que estaba acostada la marquesa, ésta le cogió la mano, y mirándola con ojos risueños le dijo:
—¿Qué te parece ese porvenir comparado con el que te reservaba tu pobre madre?
—¡Ah! —respondió Cecilia—, como Eduardo hubiera sido Enrique…
Y se retiró a su cuarto con los ojos arrasados en lágrimas; y es que la señora de la Roche-Bertaud había pronunciado con acento de reproche el nombre de la baronesa y a la joven le parecía que persona alguna tenía el derecho a dirigir la más leve crítica a su madre.
En efecto, ¿quién podría responder de lo porvenir? En verdad, la carrera militar era brillante, pero peligrosa, y más en aquellos tiempos: cierto es que se ascendía rápidamente, pero era porque la muerte no dejaba en reposo su guadaña, despejaba el camino a la ambición. La guerra se hacía en masa, y cada campo de batalla sepultaba millares de hombres. Cecilia conocía a Enrique: era éste ardiente, fogoso, ambicioso, y nada perdonaría para conseguir un objeto, lograr un resultado; para él no había obstáculo en el camino de su pensamiento. Si Enrique llegara a morir, ¿qué sería de ella? Tenía, pues, razón en pensar que la oscuridad con Enrique, la oscuridad en una retirada casita como la de Hendon, habría sido la felicidad si, como había dicho a la marquesa, Eduardo hubiese sido Enrique.
Dos días después entró Enrique con un elegante uniforme; era el de subteniente en los guías, lo que le daba el grado de teniente en cualquiera otra arma; había sido un gran favor para Enrique el principiar así.
Por su parte, Cecilia había sido presentada a madame Bonaparte; la joven había referido todas las desgracias de su familia, y sabido es el excelente corazón que tenía aquella amable mujer, que tan popular se ha hecho en Francia con el nombre de la reina Hortensia: ésta prometió su protección a Cecilia, y se acordó que en el momento en que se formase la servidumbre de la emperatriz, entraría en ella la señorita de Marsilly.
Todo, pues, parecía ir en bonanza para los dos jóvenes, y sólo se aguardaba ya el cumplimiento de la promesa hecha por la hija de Josefina, cuando una mañana se difundió en París una espantosa noticia.
El duque de Enghien acababa de ser fusilado en los fosos de Vincennes.
El mismo día, Enrique de Sennones envió su dimisión, y Cecilia escribió a madame Bonaparte que le devolvía su palabra, y podía disponer a favor de otra el cargo que le había prometido.
Los dos jóvenes habían llevado a cabo esta resolución sin consultarse, y cuando por la noche se refirieron mutuamente lo que cada cual había hecho, se aumentó más su amor con la convicción de que eran más que nunca dignos uno de otro.
Algunos días después de aquel suceso, recibió la marquesa una carta de monsieur Duval; según sus instrucciones, había vendido éste el corto mueblaje de la baronesa, y remitía a Cecilia y a la marquesa el precio de dicha venta.
Era aquella, con diferencia de unos quinientos francos, la suma que aquel mueblaje había costado de nuevo; así fue que la marquesa, no obstante lo injusta que era con monsieur Duval, reconoció al menos que como intendente debía ser hombre de una fidelidad a toda prueba.