Capítulo XIV

XIV

La despedida

No nos detendremos en pintar detalladamente la escena fúnebre que acabamos de indicar, y las tristes ceremonias que le siguieron. Apenas la duquesa de Lorgues y monsieur Duval supieron la muerte de la baronesa, marcharon a Hendon, cada una por su lado; y por una delicadeza, que es muy fácil de comprender, ni la duquesa llevó consigo a Enrique, ni monsieur Duval a Eduardo. Gracias a la amistad de la una, y a la mediación del otro, Cecilia halló por un lado los afectuosos consuelos de que tanta necesidad tenía; y por el otro, el apoyo indispensable en tales caso de un hombre acostumbrado a los negocios.

La baronesa fue enterrada en el cementerio del pueblo. Hacía ya mucho tiempo que ella misma había elegido el sitio que debía ocupar, habiéndole hecho bendecir por su sacerdote.

El dolor de la marquesa fue muy intenso. Amaba a su hija todo cuanto era capaz; pero su carácter no era de aquellos que se impresionan profundamente con el dolor; databa, además, de una época en que la sensibilidad era aún una excepción.

Antes de volver a Londres, monsieur Duval hizo las más amistosas ofertas a Cecilia; pero sin hablarle una palabra de los antiguos proyectos tratados entre la baronesa y él. Cecilia contestó con ese acento de gratitud que no deja lugar a la duda, que si algo tenía que pedir en algún tiempo, a nadie se dirigiera sino a él.

La marquesa y la duquesa tuvieron una larga conferencia; la marquesa manifestó en ella su decidida intención de volver a Francia. La firme voluntad de la baronesa había podido únicamente impedirle llevar a cabo aquel proyecto que tenía ya hace mucho tiempo. Nunca había podido comprender aquella confiscación de bienes, cuyas consecuencias, sin embargo, había experimentado, y creía que su procurador hallaría algún medio para deshacer aquellas ventas nacionales que hallaba enteramente ilícitas.

Dos días después del entierro de la baronesa hizo, por tanto, venir a Cecilia a su cuarto, y le anunció que se dispusiese para ir a Francia.

Esta noticia causó a Cecilia un trastorno indecible. Jamás se le había pasado por la imaginación que pudiera llegar un día en que tuviese que abandonar una aldea que había llegado a ser una patria para ella, aquella quinta en que había sido educada, aquel jardín en que había pasado sus primeros años, en medio de sus anémonas, de sus lirios y de sus rosas; aquella habitación en que su madre, ángel de dulzura, de paciencia y de pureza, había dado el último suspiro; y, en fin, el pequeño cementerio en que descansaba en el último sueño. Así es que hizo repetir por dos veces a la marquesa aquella noticia, y cuando se convenció de que no se había equivocado se retiró a su cuarto para prepararse a la revolución que iba a operarse en su vida, porque en aquella vida tan tranquila, tan pura y apacible, cualquier cambio es una revolución.

En un principio Cecilia creyó que sólo le dolía separarse de aquella aldea, de aquella finca, de aquel jardín, de aquella habitación y de aquel cementerio; pero profundizando más en su imaginación, conoció que la imagen de Enrique se mezclaba en parte a todas aquellas cosas.

De modo que se encontró con que el salir de Inglaterra era una gran desgracia para ella. En seguida bajó al jardín.

Corrían, como hemos dicho, los últimos días del otoño, última sonrisa del año que se despide; cada flor, inclinando su cabeza, parecía saludar a Cecilia; cada hoja que se desprendía, parecía darle un adiós. Los sitios en que se guarecía en las mañanas de primavera y en las calurosas tardes del invierno habían perdido sus misterios. La vista penetraba por entre las ramas. Ya no cantaban los pájaros invisibles ocultos en el follaje, sino que se les veía saltar inquietos sobre las desnudas ramas, como buscando un asilo en que guarecerse de las nieves del invierno. Parecíale a Cecilia que ella se hallaba en el mismo caso que aquellas aves; también el invierno iba a llegar para ella, y al abandonar su propiedad perdía su abrigo maternal, su asilo acostumbrado, sin que pudiese saber qué techo de paja o de pizarra le estaba reservado en el porvenir.

Después de que ella saliese de allí, ¿a qué manos iría a parar su hermoso jardín? Todos aquellos árboles, aquellas plantas, aquellas flores, cuya vida estudiaba todos los días, cuyo lenguaje comprendía adivinando su primer pensamiento, ¿cómo estarían cuando ella no estuviese allí, como un centro vivo para esparcir la vida a su alrededor? Tal vez aquel jardín sería entregado a manos de niños destructores y mal intencionados que todo lo destrozarían meramente por el placer de destrozar, o bien a algún inquilino ignorante que ni aun sabría el nombre de las amigas, cuya alma conocía ella. Sin duda hallaría en Francia otras flores, otras plantas, otros árboles; pero no serían los árboles que había visto crecer sentada a su sombra, ni las plantas que ella misma había regado, ni las flores, que de generación en generación la habían recompensado de sus cuidados maternales, con los más suaves perfumes. No todos aquellos objetos serían extraños para ella, y la pobre Cecilia se asemejaba a las jóvenes a quienes se saca de un convento en que han sido criadas, y a quienes se arranca de los brazos de sus compañeras queridas para hacerles entrar en una sociedad en que no conocen a nadie y en que ellas mismas no son conocidas.

En aquel jardín había para Cecilia un universo de pensamientos.

Pero a pesar de eso lo abandonó, para subir a la habitación de su madre. Allí había un universo de recuerdos.

La habitación había sido conservada en el mismo estado en que se hallaba a la muerte de la baronesa. Cada cosa ocupaba su sitio respectivo; Cecilia, que había creído pasar su vida en Hendon, había querido hacerse ilusión, y en efecto, una vez encerrada en aquel cuarto en que la vida había impreso tantos recuerdos, y donde la muerte no había dejado sus huellas, Cecilia podría creer que su madre había salido, y que entraría de un momento a otro.

Así es que desde la muerte de la baronesa, Cecilia se había encerrado más de una vez en aquel cuarto. El Señor ha dado al hombre, a quien ha criado para el dolor, el verdadero alivio de éste: este alivio son las lágrimas; pero sea cual fuere el dolor humano, hay, sin embargo, momentos en que las lágrimas se agotan, como manantiales que han perdido su origen; entonces el pecho se oprime, el corazón se hincha, y cuando son necesarias las lágrimas, éstas se niegan al dolor; pero en el momento en que un recuerdo olvidado se presenta a la memoria; cuando un sonido que recuerda el acento de la persona perdida, hiere nuestros oídos; cuando un objeto de su uso hiere nuestra vista, entonces desaparece esa aridez del corazón, y las lágrimas corren en abundancia; entonces brotan los suspiros que oprimían nuestro pecho, y el dolor, en su exceso, acude en auxilio de sí mismo.

Este recurso de las lágrimas era el que Cecilia hallaba a menudo en la habitación de su madre.

Al entrar, y enfrente de aquella puerta, estaba el lecho en que había expirado; a los pies de éste el crucifijo que había besado al recibir los santos sacramentos; entre las dos ventanas, y en un vaso de porcelana, el lirio que tuvo en sus manos después de muerta, y que a su vez, lánguido y mustio, moría lo mismo que ella; sobre la chimenea, un pequeño bolsillo de torzal que contenía algunas monedas, entre ellas una de oro; en las copas que había a los lados; una o dos sortijas; entre las copas, el reloj de péndulo, que había continuado marcando la hora, hasta que, olvidado a su vez en medio del dolor general, se paró como un corazón que cesa de latir; después, en fin, en las cómodas y en los armarios, la ropa blanca y los vestidos de la baronesa; nada faltaba en su cuarto.

Y como hemos dicho, cada uno de aquellos objetos era un recuerdo para Cecilia. Cada objeto le representaba a su madre en una situación especial, o en una postura habitual. A este cuarto, en fin, en que se habían agotado sus lágrimas era donde iba a buscarlas.

Y sin embargo, era preciso abandonar aquella habitación, como abandonaba su jardín; aquella habitación, en que su madre sobrevivía en la memoria que cada objeto parecía haber conservado de ella. Al dejar aquel cuarto se separaba por segunda vez de su madre. Después de la muerte del cuerpo, la memoria moría a su vez.

Con todo, era preciso conformarse con las órdenes de la marquesa; ésta había heredado el poder materno de la baronesa, y por consiguiente a ella le tocaba ahora dirigir la vida de Cecilia hacia el objeto oculto que el porvenir le tenía reservado.

Cecilia fue a buscar su álbum.

Luego, como si desconfiando de sí misma hubiese querido materializar su dolor, hizo un diseño del lecho, de la chimenea y de los muebles más importantes del cuarto mortuorio.

En seguida trazó un diseño del cuarto mismo.

Entonces, hallándose bastante avanzado el día, pidió permiso a la marquesa para ir a despedirse de la tumba de su madre.

Estaba, como hemos dicho, en uno de los cementerios protestantes, sin cruces ni sepulcros; un campo común, un asilo general, un recinto donde el polvo se volvía al polvo, sin que una sola inscripción indicase la individualidad del muerto ni la piedad de los vivos. El culto protestante es así; culto razonado, sistema algebraico, que ha intentado probarlo todo, y cuyo primer resultado ha sido matar la base de toda religión: la fe.

Únicamente la tumba de la madre de Cecilia se distinguía de todas las demás, que no eran más que montecillos más o menos cubiertos de césped, por una pequeña cruz negra, sobre la que se leía en letras blancas el nombre de la baronesa.

Pero esa tumba y esa cruz estaban en un rincón del cementerio, bajo hermosos árboles siempre verdes, y presentaban un aspecto pintoresco que no tenía ninguna otra parte de aquel triste campo de luto.

Cecilia fue a arrodillarse ante aquella tierra removida, que besó tiernamente. Ya en su imaginación, conociendo lo pobre que era para erigir un monumento a su madre, había transportado las rosas y lirios más hermosos de su jardín a aquella tumba; en la primavera próxima debía ella ir a respirar allí el alma de su madre en el perfume de sus flores. Éste era un consuelo al que le era preciso renunciar. Jardín, cuarto, tumba, a todo esto tenía que decir adiós.

Cecilia sacó un diseño de la tumba de su madre.

Luego, conforme hacía este diseño, sin saber cómo ni por qué, aquella imagen de Enrique, que durante los días que acababan de transcurrir había permanecido vagamente en lo íntimo de su memoria, se hacía más distinta, más visible, más presente, por decirlo así. Parecíale que, desterrada un momento de su vida, los sucesos recientes le hacían volver más íntima, más necesaria que antes; su pensamiento se hallaba como un lago turbado por la tempestad, que conserva por algún tiempo su agitación, pero que a medida que la tempestad se calma, recobra su pureza y refleja de nuevo los objetos que antes se reflejaban en él.

Y a medida que Cecilia adelantaba su dibujo, le parecía, no sólo que Enrique vivía en su memoria, sino que estaba allí materialmente en persona.

En aquel momento oyó a sus espaldas un ligero ruido; volvió la cabeza, y vio a Enrique. Éste se hallaba tan presente en su memoria, que no se admiró de verle.

¿No os ha sucedido alguna vez sentir por un instinto magnético ver con los ojos del alma, por decirlo así, a una persona amada y acercarse a vos, y sin volver el rostro adivinar que está allí y alargarle la mano?

Enrique, que no había podido venir tres días antes con su tía, había venido solo, no para presentarse en casa de la marquesa, que no era tal su intención, sino para visitar aquel rincón de tierra, que sabía muy bien visitaría Cecilia tantas veces.

La casualidad había hecho que allí encontrara a Cecilia.

¿Por qué no le había ocurrido a Eduardo aquella piadosa peregrinación?

Cecilia, que ordinariamente se atrevía apenas a mirar a Enrique, le alargó la mano como a un hermano.

Enrique tomó la de Cecilia, la estrechó entre las suyas, y le dijo:

—¡Ay! ¡Cuánto he llorado por vos, ya que no podía hacerlo a vuestro lado!

—Caballero Enrique, —dijo Cecilia—; siento un placer en veros.

Enrique se inclinó.

—Sí, —contestó Cecilia—; porque he pensado en vos; tengo que pediros un gran favor.

—¡Dios mío! ¿En qué puedo serviros señorita? —exclamó Enrique—; hablad, que mi mayor placer será seros útil en algo.

—Caballero Enrique, nos ausentamos, y dejamos la Inglaterra por mucho tiempo, quizá para siempre.

La voz de Cecilia se debilitó, y gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas; pero haciendo un esfuerzo sobre sí misma, continuó:

—Caballero Enrique, os recomiendo la tumba de mi madre.

—Señorita —dijo Enrique—, Dios me es testigo de que esa tumba es tan querida para mí como para vos; pero yo también dejo la Inglaterra para mucho tiempo; quizás para siempre.

—¿Vos también?

—Sí, señorita.

—¿Y a dónde vais?

—Voy… a Francia —respondió Enrique ruborizándose.

—¡A Francia! —murmuró Cecilia mirando al joven. Y en seguida, como sintiese que a su vez se ruborizaba también, dejó caer su cabeza sobre sus manos, repitiendo:

—¡A Francia!

Esta palabra acababa de cambiar los destinos de Cecilia; esta palabra acababa de cambiar todo su porvenir.

Enrique iba a Francia. Eso le hacía comprender la posibilidad de vivir en Francia, cosa que hasta entonces no había comprendido.

Pensó que la Francia era donde se hablaba esa lengua materna, que era su lengua propia, la lengua de su madre, la lengua de Enrique.

Pensó que su permanencia en el extranjero, por dulce que fuese, no pasaba de ser un destierro. Pensó que su madre le había dicho antes de morir:

—«¡Hubiera deseado morir en Francia!».

¡Extraño poder de una palabra que descorre el velo que nos ocultaba todo un horizonte!

Cecilia no preguntó nada más a Enrique; y como su doncella le hizo observar que ya era tarde, y que la noche se acercaba, saludó a Enrique, y se alejó.

En el momento de salir del cementerio, dirigió una mirada hacia atrás, y vio a Enrique sentado en el mismo sitio que ella había ocupado.

En la puerta esperaba un criado montado en un caballo, y teniendo otro de la brida.

Enrique, como había dicho, había venido expresamente a hacer aquella visita a la tumba de la baronesa, y se iba a marchar después de haberla hecho.