MICHELE


La carta llegó el mismo día que tú volviste de Tailandia.


«¿Dónde está tu hijo?», me preguntaste. Te dije la verdad: «Ha ido a ayudarle al abuelo a recoger el heno.»

Tú te empeñaste en que volviera a casa. «No se merece ningún tipo de vacaciones.»

Tuve que hacer largas negociaciones por teléfono. Michele no quería saber nada de volver. Sólo cuando, con una voz próxima al llanto, le dije: «Por lo menos piensa en mí, en cuánto me atormentará tu padre», con un suspiro dijo: «Vale, voy.»

En los meses, en los años que siguieron, no he hecho otra cosa que pensar en esa llamada telefónica. La he oído, la he vuelto a oír, la he desmontado y la he vuelto a montar. He intentado imaginar todos los puntos fundamentales, el momento exacto en que el destino, en lugar de ir en línea recta, invirtió la marcha. Finalmente, por mucho que barajara las cartas, la respuesta era siempre la misma. En la base de todo sólo encontraba mi falta de coraje. Tendría que haber creído más en Michele, dar un paso al frente, defenderlo, tener menos miedo a la violencia de tus reacciones.

Michele volvió a finales de julio. La ciudad estaba ya incandescente, las calles estaban casi desiertas y el asfalto se derretía bajo los pies. Laura había terminado el examen de selectividad, nunca había sido brillante en los estudios y aquella ocasión tampoco fue una excepción: su nota apenas superó el aprobado. Tú no te escandalizaste. «El tesoro de una mujer», te gustaba repetir, «no es precisamente su cerebro». Con generosidad le ofreciste una gran fiesta en la casa. Por sus dieciocho años y por el bachillerato. Puesto que la empresa ya estaba de vacaciones, pudiste celebrarla con nosotros. Mientras yo iba y venía con las bandejas de canapés, te veía siempre en medio de los corrillos de sus amigas. Todas se reían con tus bromas y tú les echabas la mano por la cintura.

Michele llegó aquella tarde. Estaba la música a todo volumen y los focos iluminaban la casa como si fuese una discoteca. Fue enseguida a abrazar a su hermana. «¿Lo has conseguido, eh?» Permanecieron un poco así, abrazados, sin decirse nada. Luego ella volvió al baile y él se dejó caer como un peso muerto en un sillón.

Miraba alrededor sonriendo. Lo observé un instante y tuve una sensación de lejanía. ¿Dónde estaba mi hijo en aquel momento? ¿Estaba allí, presente, o estaba en otra parte? No conseguía entenderlo. Una amiga de Laura se sentó a su lado, en un brazo de la butaca. Empezaron a reír y a bromear. Tú apareciste como un halcón, lo cogiste del brazo y lo obligaste a levantarse.

«¿Es ésta tu fiesta?»

«No.»

«Pues lárgate. No tienes nada que celebrar.»

Temí la posible reacción de Michele. Pero se levantó y en silencio abandonó la habitación.

No sé por qué pero verlo así, tan dócil, me oprimió el corazón. Me hubiera gustado seguirlo, hablarle, pero en aquel momento no podía dejar la cocina. Pensé ir a verlo a su habitación en cuanto te durmieras. Las palabras de su carta me habían impresionado, me parecían una especie de pasarela lanzada sobre el abismo, algo que me permitiría recomponer el doloroso curso de nuestras dos vidas. Quería ir a su cuarto y acurrucarlo como cuando era niño y se dejaba caer como un peso muerto entre mis brazos. Nos hubiéramos quedado así, hablando toda la noche, aunque ya era él quien podía cogerme en brazos.

Pero luego el cansancio me pudo. Tú seguías despierto, dabas vueltas por la habitación, abrías y cerrabas cajones como si buscaras algo. A mí, en cambio, se me cerraban los ojos.

«Paciencia», pensé, «haré mañana lo que quería hacer hoy», y fui a buscar mi último sueño de madre.