Cuando por fin cedió, tuve la impresión de encontrarme en un
museo. O en una cripta mortuoria. Cada cosa estaba en su sitio. El
aire era frío y húmedo, con esa fría humedad que preserva del
insulto del tiempo a las cosas que no viven ya. Sobre la mesa, en
la cocina, estaba todavía el mantel. Encima, una jarra y un vaso.
En la chimenea quedaban cenizas. En el brazo del sillón estaban las
gruesas gafas de mi madre, junto a un ovillo de lana atravesado por
dos agujas. Coronaba el televisor la foto de nuestra boda. Salíamos
de la iglesia cogidos del brazo, tú de chaqué, yo con un largo
vestido blanco. En ese momento, alguien debía de haber lanzado
arroz, porque tú sonreías y yo también. Pero sonreía con los ojos
cerrados.
Fue mi madre la que eligió esa foto. Había otras mucho más
bonitas. Se las ensené varias veces, pero ella se encabezonó.
«Quiero ésta», decía, señalándonos con el dedo deformado por la
artrosis. Yo insistía. «¿No es mejor ésta? ¿O ésta?» «No, no,
quiero ésta.» «Pero ¿por qué precisamente ésta?» «Porque en ésta
eres exactamente tú.» Con la manga le quité el polvo a la foto. En
los ángulos del marco las arañas habían comenzado a tejer su
tela.
Entonces me preguntaba qué hacía a aquella foto tan distinta
de las otras. Me lo preguntaba, y no sabía responder. En el
silencio innatural de la casa, ahora lo sabía. Era yo, con los ojos
cerrados. A pesar de no ver, bajaba la escalinata lo mismo,
confiándome a tu brazo. No tenía dudas sobre la seguridad con que
me guiabas.
«Sólo ves lo que quieres ver», me había dicho mi padre poco
antes de morir. Era la hora del crepúsculo y estaba ante el
establo. Dos meses después murió. Una noche el perro volvió solo.
Al alba del día siguiente, lo encontraron echado sobre el musgo.
Algún animal había comenzado a roerle las orejas.
Era a primeros de septiembre. Nosotros navegábamos a vela
hacia la Costa Esmeralda. «Ha muerto tu padre», me dijiste,
emergiendo de debajo de cubierta. «El funeral será mañana o pasado.
No te da tiempo a llegar.»
Mi madre, por su parte, murió mientras estábamos en Singapur,
en uno de tus viajes de negocios. En el pueblo nadie sabía dónde
estaba yo, así que nadie pudo avisarme. Me enteré a la
vuelta.
Cuando estuve en el cementerio, sobre la tierra removida ya
había crecido la hierba. Era mayo y las zanjas todavía estaban
llenas de nieve. Los arroyos saltaban de una piedra a otra,
hinchados de agua. Las ramas de los alerces estaban ya cubiertas de
tiernas agujas verde claro. El mismo verde luminoso de los prados.
Aquella vez no pude experimentar grandes sentimientos. Quizá
todavía estaba anestesiada por tu presencia. Más que vivir, me
miraba vivir.
Después, por suerte, también moriste tú.
La mañana en que te encontré tendido en el suelo del cuarto
de baño, no fue muy distinto de ver un insecto.
Cuando todavía éramos novios, me hiciste leer La metamorfosis de Kafka. Era un cuento que te
entusiasmaba. «Aquí», repetías siempre, «está toda la esencia del
hombre moderno». Para complacerte, fingí que también me
entusiasmaba a mí. «Me da escalofríos», te dije. Era sólo una
mentira parcial, porque sentía de verdad escalofríos. Pero eran
escalofríos de repugnancia.
En el momento en que te vi en el suelo, desnudo, con las
piernas abiertas, cuando vi la blandura fondona de los años
transformarse en rigidez, me volvió a la mente el mismísimo
Gregorio Samsa. No te toqué, pero estoy segura de que, si lo
hubiese hecho, bajo mi pie habría sentido, no la carne, sino el
caparazón quitinoso de un escarabajo.
La semana siguiente fue la más dura. Tuve que llevar puesto
el rostro abatido de la viuda. Habías sido un hombre importante y
todos querían manifestarme su dolor. Cuando no soportaba más
aquellas frases de circunstancia, me iba al cuarto de baño y ¿sabes
qué hacía? Me echaba a reír. Reía hasta las lágrimas, reía con la
alegre ordinariez de la adolescencia. Reía como alguien a quien le
hubiera tocado la lotería y no pudiera decírselo a
nadie.
En las páginas locales te dedicaron un artículo de dos
columnas. «Deja mujer e hija», escribieron hacia el final. Del otro
hijo, ni el menor indicio. Cuando uno muere, todo lo que queda
detrás se vuelve bueno. ¿No es éste el último insulto para el que
debe seguir adelante, arrastrando el peso de la
memoria?
Acabada la farsa, sólo pensaba en una cosa: en lo feliz que
sería mi vida de viuda. Me habías dejado una buena cuenta corriente
y la curiosidad y las aficiones de mi juventud aún estaban
intactas. Me gustaría viajar y aprender idiomas, me inscribiría en
un curso de pintura a la acuarela, en un club literario. No
aguantaría más imposiciones. Debía ganar tiempo para estar segura
de morir con el rostro sereno de quien no tiene
añoranzas.
¿Cómo pude ser tan ingenua? El mal tiene muchas caras y se
desliza por todas partes con habilidad mimética. Parece morir, pero
renace siempre. Tu corazón había cedido, pero tu espíritu seguía
vivo. Espíritu de venganza, espíritu de destrucción, espíritu de
odio por cualquier cosa capaz de huir de tu régimen de
humillación.
A los cincuenta y cinco años ya no cabe la ilusión de que
sólo hay vida por delante, de que se puede disfrutar de ella como
si se acabara de nacer. Hubo un antes, y ese antes indica la
dirección de los días por venir.
Al coger la lana y las agujas de mi madre, sus gruesas gafas
de vieja cubiertas de polvo, comprendí una cosa. Los ejércitos en
fuga suelen destruir los puentes. Tú, con mi vida, hiciste lo
mismo. Con obsesiva meticulosidad destruiste todo lo que tenía a
mis espaldas. Luego, para evitar que un día pudiese volver a
levantar la cabeza, minaste también todo lo que tenía
delante.
Esta casa abandonada y yo somos ahora la misma cosa. La
humedad ha devorado las paredes. Si llueve, el agua se filtra por
muchos puntos. Los pájaros carpinteros han dejado los postigos como
un colador, mientras los ratones han roído todo lo que era posible
roer: los cables de la electricidad y las reservas de velas, la
Biblia sobre el comodín y el par de viejas revistas para encender
el fuego, las bayetas y las fundas de los cojines ordenadamente
guardadas en el arquibanco de la entrada.
La primera noche me vino el desconsuelo. Daba vueltas por las
habitaciones con una vela en la mano y el abrigo puesto. Todo
estaba en tal estado de degradación que me parecía imposible
remediarlo en pocos días y sólo con mis fuerzas. Para afrontar las
primeras noches, me traje un saco de dormir que había sido de los
niños. Fui al dormitorio de mis padres, pero no tuve el coraje de
acostarme en su cama. A mamá la encontraron allí, tendida de bruces
en el suelo, un brazo adelante y otro atrás, como si estuviera
nadando.
«¿Ha muerto de repente?», pregunté al médico de la
zona.
«¿Quién podría decirlo?», me respondió encogiéndose de
hombros. «Podría tranquilizarla diciendo: sí, perdió el
conocimiento en tres minutos, pero ¿qué sentido tendría? El tiempo
de los moribundos es muy distinto del nuestro. Lo que para nosotros
es un momento, para ellos es la eternidad.»
Ahora que estoy sola en la casa, es exactamente esa eternidad
lo que me da miedo. Si no murió de repente, ¿qué pensaría en los
últimos instantes? Quizá intentara alcanzar el teléfono, y por eso
tendía el brazo hacia adelante. Quizá pensó llamarme y no pudo. O
quizá se dio cuenta de que sería perfectamente
inútil.
¿Cuándo vine a verla la última vez? Se había quedado viuda
hacía poco, dos años. ¿Cuánto distaba su casa de la nuestra? Tres
horas y media en coche, cuatro, si había tráfico.
Mientras los niños fueron pequeños, los traje por lo menos un
mes cada verano y un par de semanas durante el invierno. Todavía
existía el viejo trineo que construyó el abuelo, nos montábamos
todos para ir a hacer la compra. Al frenar, la nieve nos daba en la
cara y nos transformaba a todos en monigotes.
Después los niños crecieron, Laura empezó a querer ser como
todos, las vacaciones en la nieve con los abuelos ya no le
bastaban. Quería cursos de esquí, y el telesilla, salir a las
discotecas. Michele no, Michele siempre fue distinto. Adoraba la
casa de la montaña. Ya de muy pequeño, con su testarudez, seguía al
abuelo a todas partes. Cuando tenía cinco años, mi padre le hizo
una flauta con una caña. De repente, de los sitios más impensables,
oía surgir aquellas notas. Eran pesadísimas, pero a Michele debían
parecerle maravillosas, las repetía sin cesar. A veces lo descubría
sentado en una bala de heno o bajo el arco de la escalera. Tenía
fruncidas las cejas como si estuviera pensando en algo muy
serio.
A ti nunca te gustaron sus ojos.
«No son azules», decías, «y tampoco verdes. Son unos ojos
color confusión».
Te irritaban las pestañas y las cejas, demasiado oscuras,
demasiado marcadas. «Parecen pintadas», decías, señalando hacia él
como si fuera un animal a la venta en la plaza
pública.
Cuando tenía siete u ocho años le repetías continuamente: «Me
recuerdas a Bambi, esa nena.»
Cuando luego, en la adolescencia, su cuerpo se alargó y
perdió la gracia, tu estribillo preferido era: «Con esa pinta,
pareces una puta.»
Poco antes de venirme aquí, oí decir a un cura en la
televisión que el infierno no existe. Yo estaba haciendo no sé qué
y no presté mucha atención pero, un par de días después, en un
importante periódico, leí la misma afirmación.
El infierno no existe, decía el artículo, corroborado por la
tesis de un teólogo muy conocido. O, si existe, está vacío. Yo
estaba sola en casa y me puse a recorrer las habitaciones,
golpeando a diestro y siniestro con el periódico. «¡Canallas!
¡Mentirosos!», gritaba. «Entonces, ¿Hitler dónde está? ¿Y Stalin?
¿Tocan el arpa en el más alto de los cielos? ¿O peinan los
tirabuzones de los querubines? Si el infierno está vacío, por lo
menos quiero ir yo. ¡Estar allí en lo hondo, en paz, entre el calor
de las llamas, completamente sola como en un gran hotel fuera de
temporada!»
Cuando me calmé, pensé, sí, están rebañando lo que queda en
el plato. Nadie los escucha, nadie los sigue ya. Para ser populares
han traspasado el último límite. Haced lo que os parezca, cualquier
maldad, al final el banquete será democrático. Alegría, amor y
eternidad para todos. Sentados juntos el médico misionero y el
violador de niños. ¡Menudo festín!
Si el infierno no existe, nada existe. Y no sólo existe, sino
que debe estar completamente separado de los espacios superiores.
Debe haber alambradas y llamas y pináculos de vidrio astillado y
compartimientos estancos y ausencia de atmósfera y presión y la
poza de un agujero negro que se traga a todos los que intentan
salir. Mi madre y mi padre jamás podrían estar contigo, ni siquiera
deberían imaginar que existes todavía en algún lugar del universo.
Por eso es necesario que, entre lo alto y lo bajo, se levanten
todas esas barreras.
La primera noche dormí en mi cama de soltera, en el pequeño
cuarto bajo el tejado. Más que dormí, esperé el alba en posición
horizontal. No perdí la consciencia ni un instante. La casa estaba
llena de vida. Reconocía algunos ruidos, los pasos de los ratones
sobre el suelo, los de las comadrejas y las garduñas que, para
buscar sus nidos, derribaban las tejas del tejado, la madera de los
muebles que se hinchaba y deshinchaba, produciendo pequeños
chasquidos, crujidos de asentamiento. En mitad de la noche empezó a
soplar el viento. Era la tramontana golpeando la cara norte de la
casa. De fuera llegaba el tintineo de una anilla de metal, como de
jarcias contra el mástil de un velero. Oí abrirse de golpe la
ventana de la cocina. No bajé, pero vi cómo la ráfaga entraba y
arrollaba las cosas. El ovillo rodó de la silla y, por la
habitación, empezaron a volar las hojas de periódico destinadas al
fuego. Volaba la cortina bajo el fregadero y se tambaleaba la
góndola souvenir sobre la repisa junto al reloj. Todo, de repente,
tenía vida propia. La foto de la abuela en la cómoda y su voz que
decía: «El que muere solo, se queda aquí abajo, a buscar compañía.
Da vueltas sin parar como un animal enjaulado.»
Cuando la ráfaga acabó, me pareció oír pasos. ¿De quién eran?
Parecían zapatillas en los pies de una persona anciana.