En el pueblo sólo quedan los viejos. Algunos me han saludado,
otros han fingido no verme.
La iglesia lleva años abandonada. Sólo el 15 de agosto viene
un cura, la abre y celebra el día de la Ascensión y luego se va en
su utilitario antes de que la humedad le cale los
huesos.
El cementerio empieza a ser invadido por los hierbajos, los
padres mueren y los hijos están en la ciudad o incluso en el
extranjero. Una visita en noviembre es suficiente para la
conciencia, pero no para limitar el vigor de la
vegetación.
Luigi fue mi compañero de pupitre en la clase única de los
alumnos de elemental. Cuando ya llevábamos años casados, me lo
encontré en la ciudad, detrás de la ventanilla de una oficina de
correos próxima a casa. Era el mes de mayo. Para contarnos un poco
cómo iban las cosas fuimos a tomar café.
Desde el coche, nos viste sentados juntos.
En las noches siguientes, no me dejaste dormir. «¿Quién era?
A mí nunca me has sonreído así», gritabas una y otra vez,
estrellando contra el suelo cualquier cosa que te cayera en las
manos. Luego te encerrabas con llave en el salón y te ensordecías
con tu música de Mahler.
Yo ya esperaba a Michele, pero tú no lo sabías
todavía.
Con los años había aprendido a conocerte. Me había vuelto
hábil como un meteorólogo que sabe prever los tifones. Yo podía
prever casi siempre cuándo y cómo se desencadenarían. Normalmente,
tomaba todo tipo de precauciones para evitar el impacto más
violento.
Pero incluso los científicos más expertos se equivocan alguna
vez. Creía que te tranquilizarías cuando te dije: «Espero otro
hijo.» Me miraste durante un tiempo interminable. Luego murmuraste:
«Ah, ¿sí? ¿Y de quién es?», y me pegaste un puñetazo en el
vientre.
Naturalmente, nadie sospechaba cuál era la realidad de
nuestro matrimonio. En público, en las ocasiones sociales, eras un
marido intachable, galante, generoso, enamorado de la belleza de su
mujer. Delante de los otros me mirabas con ojos radiantes,
diciendo: «¿No es una joya?»
Cuando estábamos solos en casa y necesitabas algo, me
llamabas Blancanieves. Desde que supiste que esperaba a Michele,
Blancanieves se convirtió en Blancazorra.
El día de los dolores de parto tú estabas en Extremo Oriente
en viaje de negocios. Fui al hospital sola, en taxi, y dejé a Laura
con la canguro. Los dolores se prolongaron mucho. Cuando vi que
acudía el jefe de la especialidad, comprendí que no todo iba como
debía.
«¿Qué hace?», preguntaba, palpándome el vientre, «¿qué está
haciendo?» Había alarma en su voz. «Se ha dado la vuelta»,
respondió un ayudante. «Debe haberse enredado el cordón en el
cuello.»
En el último minuto, Michele había decidido no nacer. En vez
de la cabeza, a la vida le ofrecía los pies. Con lo que nos ligaba,
intentó estrangularse. Lo sacaron fuera in
extremis.
Cuando lo pusieron sobre la mesa era violáceo y blando,
abandonado como un trapo viejo. «No sale adelante», dijo una
enfermera. Mientras el médico buscaba los latidos del corazón, su
pequeño tórax empezó a moverse.
Es difícil imaginar qué quiere decir para una mujer tener un
hijo, pues cada hijo es algo absolutamente distinto. Para unas
puede significar alegría; para otras, sólo
desesperación.
En aquel punto de mi vida yo estaba segura de que si Michele
hubiera nacido muerto, yo también habría muerto poco después. Así
como, en los matrimonios felices, los hijos son la prolongación
natural de la relación, en las uniones minadas por la adversidad,
se convierten en una especie de amarra a la que agarrarse con todas
las fuerzas, una cosa pequeña e indefensa de la que cuidar y que, a
cambio de ese cuidado, nos restituye día tras día todo el amor que
se nos ha quitado.
Tenía ya a Laura, es verdad, pero Laura era una hembra y, al
crecer, había demostrado que cada vez se te parecía más. Soberbia
en lo más hondo, morbosamente amable cuando quería conseguir algo,
sujeta a imprevistas explosiones de ira, Laura era tu preferida.
Incluso antes de que naciera, yo sabía que Michele jamás recibiría
un trato parecido.
Permaneció en la incubadora casi un mes. Cuando por fin me lo
trajeron, tuve la impresión de coger en brazos a un animal de
trapo. Allí estaba, volviendo los ojos acuosos hacia el techo, sin
tensión en el cuerpo, sin voluntad de movimiento. Tomaba la leche
deteniéndose con frecuencia, distraído, como si fuese presa de un
antiguo cansancio.
Ocho días después, llegaste tú. Antes que tú, entró en la
habitación un gran ramo de rosas rojas. Cuando nos quedamos solos,
acercaste la silla a la cama y cogiste mi mano entre las tuyas. «Lo
siento», dijiste, «el niño nunca será normal». Los médicos te
habían revelado a ti lo que me habían ocultado a mí. «El cerebro»,
añadiste, «ha permanecido demasiado tiempo sin
oxígeno».
«¿Entonces?», grité.
Te encogiste de hombros. «Entonces nada. Tendremos
otro.»
Aquel día comprendí que dentro de cada madre vive un pequeño
tigre. Cuando tenía tres meses, llevé a Michele a Milán a la
consulta de un famoso neurólogo. Examinó detenidamente al niño, lo
tocaba con circunspección, dándole la vuelta, como si fuese un
hongo de cuyo veneno aún no se conoce la potencia.
Después nos sentamos frente a frente. Se quitó las gafas y me
dijo: «No me gusta ilusionar a la gente. Indudablemente, sería más
fácil, pero también más injusto. Así que le diré la verdad. El niño
nunca podrá hacer nada. Es prácticamente seguro que no siente y su
vista está reducida al mínimo.»
«¿Me puede decir algo más?»
«Una planta. Si se la alimenta, crece, se alarga hacia la
luz, respira y sintetiza la clorofila, pero no se le puede pedir
que hable o salte.»
Por primera vez, conseguí oponerme a tu voluntad. Tú querías
encerrarlo en una especie de asilo e ir sólo en Navidad a
acariciarle la cabeza. Yo quería tenerlo conmigo como hacen los
canguros, los koalas, las madres de las zarigüeyas. Le hablaba todo
el tiempo, lo acariciaba, olía su cálida piel de cachorro. Mientras
tú y yo nos peleábamos salvajemente.
El día en que lo llamaste «el pequeño bastardo» metí unas
cuantas cosas en una bolsa y volví a casa de mi madre. Ellos no
sabían nada y lo trataban como a un niño normal.
Aquí sonrió por primera vez, la abuela le cantó un
trabalenguas y él se echó a reír.
A la semana siguiente viniste a recogerme. En una mano tenías
un ramo de flores; en la otra, el paquete de una joyería. Lloraste
delante de mi madre como un hombre destruido. «Algunas veces soy
demasiado nervioso», le dijiste, «pero no me merezco tanto. Y,
además, Laura no puede dormir, tiene pesadillas, sólo llama a
mamá».
Aquella noche, cuando nos quedamos solas, mi madre me habló:
«En el matrimonio hay de vez en cuando enormes escalones de piedra,
los miras y piensas que nunca podrás superarlos. Pero por ti, por
los niños y por la obligación que has contraído, debes encontrar la
fuerza para hacerlo. Y luego, cuando seas vieja como yo, mirarás
atrás y ya no verás escalones sino sólo prados llenos de
flores.»
Al día siguiente nos fuimos juntos. Michele atrás, en su
sillita, y nosotros dos delante: saludábamos a mis padres sonriendo
y con la mano abierta. Yo todavía era joven y quería que mi madre
tuviese razón.