III


He abierto la ventana para que se vaya la humedad. En el trastero, detrás del establo, había mucha leña cortada. La cesta todavía era sólida, la he llenado y he dado un par de viajes.


En el pueblo sólo quedan los viejos. Algunos me han saludado, otros han fingido no verme.

La iglesia lleva años abandonada. Sólo el 15 de agosto viene un cura, la abre y celebra el día de la Ascensión y luego se va en su utilitario antes de que la humedad le cale los huesos.

El cementerio empieza a ser invadido por los hierbajos, los padres mueren y los hijos están en la ciudad o incluso en el extranjero. Una visita en noviembre es suficiente para la conciencia, pero no para limitar el vigor de la vegetación.

Luigi fue mi compañero de pupitre en la clase única de los alumnos de elemental. Cuando ya llevábamos años casados, me lo encontré en la ciudad, detrás de la ventanilla de una oficina de correos próxima a casa. Era el mes de mayo. Para contarnos un poco cómo iban las cosas fuimos a tomar café.

Desde el coche, nos viste sentados juntos.

En las noches siguientes, no me dejaste dormir. «¿Quién era? A mí nunca me has sonreído así», gritabas una y otra vez, estrellando contra el suelo cualquier cosa que te cayera en las manos. Luego te encerrabas con llave en el salón y te ensordecías con tu música de Mahler.

Yo ya esperaba a Michele, pero tú no lo sabías todavía.

Con los años había aprendido a conocerte. Me había vuelto hábil como un meteorólogo que sabe prever los tifones. Yo podía prever casi siempre cuándo y cómo se desencadenarían. Normalmente, tomaba todo tipo de precauciones para evitar el impacto más violento.

Pero incluso los científicos más expertos se equivocan alguna vez. Creía que te tranquilizarías cuando te dije: «Espero otro hijo.» Me miraste durante un tiempo interminable. Luego murmuraste: «Ah, ¿sí? ¿Y de quién es?», y me pegaste un puñetazo en el vientre.

Naturalmente, nadie sospechaba cuál era la realidad de nuestro matrimonio. En público, en las ocasiones sociales, eras un marido intachable, galante, generoso, enamorado de la belleza de su mujer. Delante de los otros me mirabas con ojos radiantes, diciendo: «¿No es una joya?»

Cuando estábamos solos en casa y necesitabas algo, me llamabas Blancanieves. Desde que supiste que esperaba a Michele, Blancanieves se convirtió en Blancazorra.

El día de los dolores de parto tú estabas en Extremo Oriente en viaje de negocios. Fui al hospital sola, en taxi, y dejé a Laura con la canguro. Los dolores se prolongaron mucho. Cuando vi que acudía el jefe de la especialidad, comprendí que no todo iba como debía.

«¿Qué hace?», preguntaba, palpándome el vientre, «¿qué está haciendo?» Había alarma en su voz. «Se ha dado la vuelta», respondió un ayudante. «Debe haberse enredado el cordón en el cuello.»

En el último minuto, Michele había decidido no nacer. En vez de la cabeza, a la vida le ofrecía los pies. Con lo que nos ligaba, intentó estrangularse. Lo sacaron fuera in extremis.

Cuando lo pusieron sobre la mesa era violáceo y blando, abandonado como un trapo viejo. «No sale adelante», dijo una enfermera. Mientras el médico buscaba los latidos del corazón, su pequeño tórax empezó a moverse.

Es difícil imaginar qué quiere decir para una mujer tener un hijo, pues cada hijo es algo absolutamente distinto. Para unas puede significar alegría; para otras, sólo desesperación.

En aquel punto de mi vida yo estaba segura de que si Michele hubiera nacido muerto, yo también habría muerto poco después. Así como, en los matrimonios felices, los hijos son la prolongación natural de la relación, en las uniones minadas por la adversidad, se convierten en una especie de amarra a la que agarrarse con todas las fuerzas, una cosa pequeña e indefensa de la que cuidar y que, a cambio de ese cuidado, nos restituye día tras día todo el amor que se nos ha quitado.

Tenía ya a Laura, es verdad, pero Laura era una hembra y, al crecer, había demostrado que cada vez se te parecía más. Soberbia en lo más hondo, morbosamente amable cuando quería conseguir algo, sujeta a imprevistas explosiones de ira, Laura era tu preferida. Incluso antes de que naciera, yo sabía que Michele jamás recibiría un trato parecido.

Permaneció en la incubadora casi un mes. Cuando por fin me lo trajeron, tuve la impresión de coger en brazos a un animal de trapo. Allí estaba, volviendo los ojos acuosos hacia el techo, sin tensión en el cuerpo, sin voluntad de movimiento. Tomaba la leche deteniéndose con frecuencia, distraído, como si fuese presa de un antiguo cansancio.

Ocho días después, llegaste tú. Antes que tú, entró en la habitación un gran ramo de rosas rojas. Cuando nos quedamos solos, acercaste la silla a la cama y cogiste mi mano entre las tuyas. «Lo siento», dijiste, «el niño nunca será normal». Los médicos te habían revelado a ti lo que me habían ocultado a mí. «El cerebro», añadiste, «ha permanecido demasiado tiempo sin oxígeno».

«¿Entonces?», grité.

Te encogiste de hombros. «Entonces nada. Tendremos otro.»

Aquel día comprendí que dentro de cada madre vive un pequeño tigre. Cuando tenía tres meses, llevé a Michele a Milán a la consulta de un famoso neurólogo. Examinó detenidamente al niño, lo tocaba con circunspección, dándole la vuelta, como si fuese un hongo de cuyo veneno aún no se conoce la potencia.

Después nos sentamos frente a frente. Se quitó las gafas y me dijo: «No me gusta ilusionar a la gente. Indudablemente, sería más fácil, pero también más injusto. Así que le diré la verdad. El niño nunca podrá hacer nada. Es prácticamente seguro que no siente y su vista está reducida al mínimo.»

«¿Me puede decir algo más?»

«Una planta. Si se la alimenta, crece, se alarga hacia la luz, respira y sintetiza la clorofila, pero no se le puede pedir que hable o salte.»

Por primera vez, conseguí oponerme a tu voluntad. Tú querías encerrarlo en una especie de asilo e ir sólo en Navidad a acariciarle la cabeza. Yo quería tenerlo conmigo como hacen los canguros, los koalas, las madres de las zarigüeyas. Le hablaba todo el tiempo, lo acariciaba, olía su cálida piel de cachorro. Mientras tú y yo nos peleábamos salvajemente.

El día en que lo llamaste «el pequeño bastardo» metí unas cuantas cosas en una bolsa y volví a casa de mi madre. Ellos no sabían nada y lo trataban como a un niño normal.

Aquí sonrió por primera vez, la abuela le cantó un trabalenguas y él se echó a reír.

A la semana siguiente viniste a recogerme. En una mano tenías un ramo de flores; en la otra, el paquete de una joyería. Lloraste delante de mi madre como un hombre destruido. «Algunas veces soy demasiado nervioso», le dijiste, «pero no me merezco tanto. Y, además, Laura no puede dormir, tiene pesadillas, sólo llama a mamá».

Aquella noche, cuando nos quedamos solas, mi madre me habló: «En el matrimonio hay de vez en cuando enormes escalones de piedra, los miras y piensas que nunca podrás superarlos. Pero por ti, por los niños y por la obligación que has contraído, debes encontrar la fuerza para hacerlo. Y luego, cuando seas vieja como yo, mirarás atrás y ya no verás escalones sino sólo prados llenos de flores.»

Al día siguiente nos fuimos juntos. Michele atrás, en su sillita, y nosotros dos delante: saludábamos a mis padres sonriendo y con la mano abierta. Yo todavía era joven y quería que mi madre tuviese razón.