VI


Pocas cosas son en el mundo tan delicadas como las plantas de interior. Basta un cambio de posición u orientación, una microscópica corriente de aire, para que en pocos días pasen de la máxima lozanía a la muerte.


La casa nueva estaba llena de plantas. Era un doble ático con muchas ventanas en el techo. Bajo cada franja de luz crecía una pequeña selva. Giulia, la mamá de la niña, las quería mucho y, en cuanto llegué, lo primero, me enseñó a cuidarlas. Lavando y abrillantando las hojas, no pude evitar acordarme de las plantas que crecían en el colegio, amarillentas, tristes, estropeadas. Un poto que caía polvoriento de un armario, una maceta de pena al fondo del pasillo.

Las plantas hablan del lugar donde viven pero hablan también de quienes viven con ellas. En el colegio no le importaban a nadie, mientras que aquí las trataban con amor.

Con el paso de los días me di cuenta de que lo que les sucede a las plantas no es muy distinto de lo que les sucede a los hombres. Con las monjas, yo era una planta de las monjas, una planta opaca de hojas pálidas. Con mis tíos, era una planta que moría de sed, me habían comprado convencidos de que era de plástico. Pero en la nueva casa yo era una planta que absorbía la luz. La luz me entraba dentro y evaporaba la niebla, el aire penetraba en los poros y quitaba el polvo. Por la mañana me miraba al espejo y repetía mi nombre. «Rosa», decía despacio, como si me viese por primera vez.

Durante años había sido una olla tapada. Hervía, hervía y el líquido de condensación se quedaba dentro. Lentamente iba desapareciendo. Oía nuevas palabras a mi alrededor, descubría una manera distinta de afrontar la vida. Escuchaba y sabía que aquélla era la manera justa de vivir, la manera que debería haber sido la mía desde el principio.

En los primeros días la señora Giulia me siguió paso a paso. Quería ver cómo me las arreglaba en la cocina. Me enseñó los tres o cuatro platos preferidos de su hija. Comprobó si yo era capaz de secundarla en las tareas. Como todo iba bien, una semana después me dejó libre y volvió a sus clases.

Entre nosotras había nacido una simpatía inmediata. Era muy cariñosa y yo respondía a su cariño procurando hacer mis tareas de la mejor forma posible. No sé cuántos años podría tener, seguro que más de cuarenta porque ya tenía algunas canas. Una vez, mientras preparaba un arroz, dijo: «En los hijos sólo he pensado a última hora.» El marido debía de tener más o menos la misma edad. Quizá un par de años más. Se habían conocido en la universidad, me contó la señora Giulia. Ahora él era un arquitecto famoso y tenía un gran estudio donde, a menudo, se quedaba a trabajar hasta tarde. Era alto, con una barba bien cuidada, elegante, y, además de la arquitectura, le gustaba mucho la música. Cuando estaba en la casa, las notas de su potente estéreo invadían todas las habitaciones.

De noche, antes de dormirme, por el tragaluz miraba las estrellas, los aviones y los satélites. Mirándolos, imaginaba que la señora Giulia y el arquitecto eran mis verdaderos padres, los que tendrían que haberme adoptado en vez de mis tíos. Y pensaba que ahora, aunque con diez años de retraso, había llegado por fin a mi verdadera casa.

Comía y cenaba con ellos y, por la noche, veíamos la televisión sentados en el mismo diván. Y, unas semanas más tarde, incluso empecé a intervenir en sus conversaciones. Me preguntaban: «¿Tú qué opinas, Rosa?», y yo respondía con libertad. Nadie se reía cuando yo hablaba, sino que parecían escucharme con cierto interés. Por primera vez sentía que mis ideas eran dignas de respeto y no desentonaban al lado de las de las personas normales.

Mi dormitorio estaba en la mansarda, junto al de Annalisa, la niña. El tragaluz estaba exactamente encima de la cama y así, de noche, cuando no conseguía dormirme, podía mirar el cielo.

El colegio, la granja, existían ahora en una nebulosa diferente, los veía pequeños, lejanos, inofensivos. Habían desaparecido de mi vida y estaban a punto de desaparecer de mi memoria. Ahora estaba en la familia adecuada, en la que debería haber nacido.

Observaba el cielo y luego, bajo las mantas, repetía las palabras prohibidas de siempre. Papá. Mamá. Papá.

¿Dónde había ido a parar la chica que todas las noches se emborrachaba en el salón? ¿Aquella chica que, durante más de diez años, había vivido prisionera entre la sordidez de la granja y la tristeza del colegio? Del odio que durante tanto tiempo había dominado mi corazón, apenas si conseguía vislumbrar alguna huella. Era como una tormenta que, después de desahogarse imitando el fin del mundo, termina de repente y corre veloz hacia otra región. La hierba todavía está húmeda en la tierra, algún árbol se ha incendiado, pero la tormenta ya está lejos. Esa sutil línea violeta en fuga hacia el horizonte ya no da miedo.

Lo único que me molestaba un poco en aquella casa era la niña. La habían malcriado de un modo terrible. Le bastaba mover un dedo para señalar cualquier cosa y ya la tenía. La madre la abrazaba continuamente, parecía querer triturarla. «Sé que me equivoco», decía, «pero no puedo evitarlo. Cuando se llega a padres tan tarde, se es también un poco abuelos».

Annalisa era arrogante y nerviosa. Cuando estábamos solas, me trataba como a una zapatilla vieja. Naturalmente, yo no se lo permitía, y, si nadie me veía, le apretaba fuerte las muñecas. No para hacerle daño, sólo para que entendiera quién mandaba en aquel juego.

Una mañana, fuimos a unos grandes almacenes del centro para renovar su guardarropa. Al pasar ante el espejo, me avergoncé un poco. Ella parecía una princesa y yo Cenicienta. Mis vestidos todavía eran los de la granja, los del colegio. Bajo las luces despiadadas de la tienda, mostraban su verdadera naturaleza de harapos.

La dependienta tuvo que enseñar montones de vestidos. La madre se los probaba y la niña se ponía caprichosa porque estaba harta.

«¿Qué te parece, Rosa?», me preguntaba, de vez en cuando, la señora Giulia y yo daba mi opinión. Demasiado ancho. Demasiado llamativo. No le pega.

Cuando en el mostrador se acumularon una docena de prendas, la dependienta preguntó: «¿Es suficiente?»

«Sí, sí», respondió la señora.

«¿Pasamos a la chica?»

De repente sentí que me ardían las mejillas como después de una larga carrera. Me había confundido con le hermana de Annalisa. ¿Qué respondería la señora? ¿Ah, no, ella no, es del servicio? O…

Yo había bajado la vista cuando la oí decir: «Sí. Pasemos a la chica.»

Tuvimos que cambiar de sección. Cruzando la tienda, me sentía como ebria, insegura, en evidencia.

La dependienta abrió un gran armario. Mientras elegía los vestidos, charlaba con la señora.

«Hoy día los chicos son todos así. Sólo les gustan las cosas viejas. Cuanto más son de buena familia, más les gusta parecer mendigos. Usted no me creerá, señora, pero he visto a madres que imploraban a sus hijas que aceptaran un vestido. Es que somos así, copiamos todo de los americanos. Todo lo peor, claro.»

Luego cogió un vestido de algodón azul lirio, y me lo puso encima: «¿Qué me dice de éste? ¿O quiere algo mas llamativo?»

«Sí, más color», asintió la señora, «algo en tonos verdes. Un verde que le resalte los ojos».

Me probé cuatro o cinco. Cada vez que salía del probador, me sentía una persona distinta. Y entonces la señora Giulia se me acercó y me tiró del pelo, mirándome al espejo.

«¿Ves lo bonita que eres cuando te haces valer?»

Salimos de la tienda con dos bolsas en la mano, una para mí, otra para Annalisa.

Por primera vez en mi vida le prestaba atención a mi aspecto físico. Hasta entonces, sólo me había fijado en lo que llevaba dentro. Nunca había pensado que pudiera ser importante la manera en que los otros me veían. Empezaba a darme cuenta de que no era ni demasiado delgada, ni demasiado gorda. No era altísima, pero tampoco baja. Si me dejaba suelto el pelo y me miraba al espejo, veía frente a mí a una chica guapa.

Poco tiempo después de la visita a la tienda, la señora empezó a insistir en que reemprendiera los estudios interrumpidos. No dejaba de repetir: «Te falta sólo un año, es una lástima que mandes todo a paseo. Y además, con lo inteligente que eres, ¿quieres ser niñera toda la vida?»

Reflexioné un poco, y le di la razón. ¿Qué sentido tenía dejar que se cerraran las vías que se abrían? Ya no había muros a mi alrededor. Podía estudiar letras, filosofía o medicina. Todos esperaban que tuviera un mal final, como mi madre, para entendernos, pero iba a convertirme en alguien importante. Un gran médico. Un filósofo entrevistado por todos los periódicos.

A la semana siguiente empecé a asistir a un instituto nocturno. En la clase todos eran adultos y yo me encontraba a mis anchas. Iba en autobús y, al terminar las clases, muchas veces me recogía el arquitecto. Su estudio estaba en la misma zona de la ciudad y no era raro que se quedara trabajando hasta tarde.

Las primeras veces me intimidaba mucho. Subía al coche en silencio y en silencio permanecía todo el camino. Con él, no tenía la misma confianza que con su mujer. Nunca había habido hombres en mi vida, aparte de mi tío, que más que un hombre era una larva. Pero sentía que junto a él sucedía algo extraño. Si me preguntaba alguna cosa, la voz me salía demasiado aguda o demasiado baja. Si me miraba, sudaba como una fuente.

¿Se daba cuenta de mi timidez? No lo sé. Conducía con gestos tranquilos, parecía completamente concentrado en la calzada. Frena, pon punto muerto, cambia de marcha, vuelve a circular.

Y una noche, detenidos ante un semáforo, se volvió y dijo: «Vamos, cuéntame algo de ti.»

No estaba preparada para aquella pregunta, así que balbuceé alguna frase forzada. Para mentir necesitaba tiempo. Entonces cayó la barrera y las palabras salieron con naturalidad. Mi padre había muerto en un accidente de trabajo, poco antes de que yo naciera. Trabajaba en la policía y un camión enloquecido lo había atropellado mientras estaba de servicio en un cruce. Mi madre era profesora de latín. Un día, al volver del instituto, había sufrido un ataque. Así, con poco más de siete años, me había quedado completamente huérfana. Tenía dos tíos, personas buenas y laboriosas, pero eran muy ancianos y no podían tenerme con ellos. Por eso me había criado en un colegio.

De vez en cuando, durante mi relato, él hacía breves comentarios. «¿De verdad?» «¡No me digas!» «¡Qué desgracia!» Al final me preguntó: «¿Cómo te encontrabas en el colegio?»

«Era un lugar precioso», respondí. «Tenía una habitación con baño sólo para mí, que daba a un jardín cuidadísimo. Teníamos pistas de tenis y piscina cubierta. Pero…»

«¿Qué…?»

«Nunca pude creerme aquellas historias.»

«¿Qué historias?»

«Las historias de las monjas. Jesús y todo lo demás. El paraíso y el infierno… Esas cosas que se inventaban para que fuéramos buenas. Me las creí un poco al principio, cuando era niña. En cuanto crecí, me di cuenta de que todo era una estafa.»

El arquitecto se volvió a mirarme.

«Una estafa…», repitió, riendo. «¡Menuda pieza!»

La semana siguiente, mientras esperaba el autobús para ir al instituto, pasó por la parada. Abrió la puerta, diciendo: «¿Subes?»

Creía que me iba a llevar a clase, pero en cuanto subí exclamó alegre: «¡Hoy hacemos novillos! ¡Vamos de excursión!»

Intenté oponerme, faltaba poco para los exámenes, no me apetecía perderme una clase.

Él se apresuró a callarme. «Eres estupenda. ¿Qué va a pasar porque faltes una vez?»

Me llevó a un restaurante a la salida de la ciudad, en las colinas. Era a finales de abril, aún había demasiada humedad para estar al aire libre, así que comimos en una especie de galería. El mantel era de cuadros blancos y rojos, a nuestro alrededor había pocas mesas ocupadas. Pidió vino. Me bebí una copa con el estómago vacío y se me subió enseguida a la cabeza.

Él bebía a sorbos el suyo lentamente mirándome a los ojos y, entonces, con voz más baja de lo acostumbrado, dijo: «¿Sabes que me fascinas? Eres tan joven, pero tienes tantas ideas… Cuéntame ahora algo de ti, como la otra noche.»

«¿Qué?»

«No lo sé. Sobre la estafa, por ejemplo.»

Bebí otra copa y volví a hablar. Empecé desde el principio, del Jesús con el corazón en la mano que no me había protegido ni había protegido a mi madre. Continué con el crucifijo que oía todas las súplicas y no respondía a ninguna. Cuando trajeron los tallarines, le tocaba el turno a don Firmato y a la noche de Navidad.

El arquitecto estaba tan prendido de mis palabras que casi se olvidaba de comer; en cuanto me interrumpí un momento, me apremiaba diciendo: «¿Y entonces?» Así llegué al Ángel de la Guarda y al Padre Nuestro modificados, murmurados cada noche en el silencio de mi habitación. Luego conté, con pelos y señales, lo del rosario en el váter. El hecho de que estuviese todavía viva era la demostración perfecta de mi teorema. El cielo era un espacio vacío.

Parecía arrebatado por mis palabras, de vez en cuando movía la cabeza, o se echaba a reír. «¡No me lo puedo creer! ¿De verdad lo hiciste?» Entonces yo me extendía, añadiendo detalles, complacida.

Antes de que trajeran el dulce, me tocó la mano con delicadeza. «Eres una persona extraordinaria, ¿sabes? Eres tan joven y ya tan libre por dentro… Yo alcancé tu lucidez poco antes de los treinta años. Sólo entonces comprendí que la única vida que vale la pena vivir es aquella en la que no existen límites. Hay que abrir la puerta y eliminar las ataduras, el sentido de culpa. ¿Verdad?»

«¡Sí!», respondí con la voz del profesor que acaba la lección.

Aquella noche, en la cama, volví a experimentar la sensación del calor que surgía de dentro. No había tenido padre durante muchos años. Ahora estaba contenta de haber esperado tanto. No habría podido encontrar uno mejor. El arquitecto, al que ahora llamaba sólo Franco, aprobaba todo lo que yo decía, como yo compartía cada palabra que salía de su boca. Parecíamos de verdad padre e hija.

Antes de dormirme pensé que, en el fondo, incluso la adopción ya casi no parecía una locura. Probablemente, en un lapso de tiempo no demasiado largo, los tíos se irían al infierno y yo sería libre de convertirme en la hija de otro. Era verdad que ellos ya tenían una hija, pero nunca les daría las satisfacciones que yo podría darles. Parecía más bien estúpida. Y además era demasiado caprichosa para hacer algo a derechas.

¿Sabía la señora Giulia que, de cuando en cuando, íbamos a cenar solos? La segunda vez, al volver a casa, me hubiera gustado preguntárselo, pero luego, no sé por qué, la pregunta murió en mis labios. Incluso cuando estaba con ella, nunca conseguí decir: «Sabe, ayer por la noche salí a cenar con su marido.» Tenía relaciones intensas y profundas con los dos, pero de un modo distinto. Por eso intuía que lo adecuado era no mezclarlos.

A primeros de mayo Franco se fue de viaje. Tenía un curso de dos semanas en una universidad extranjera. En aquel período, la señora Giulia casi nunca estaba en casa. Hacia las siete de la tarde llamaba por teléfono con voz divertida diciendo: «Rosa, también esta noche la paso fuera. Dale a Annalisa la pasta de siempre.»

Yo sentía una inquietud completamente nueva. Aún no sabía que el amor no es un lazo de raso que adorna las muñecas, sino una cadena que las hiere.

Acostaba a la niña lo antes posible y luego iba al estudio de Franco a oler sus cosas, las plumas, los lápices, los folios. A partir del olor conseguía reconstruir su cara y el calor de su voz. Luego me sentaba en su sitio, cogía los libros y los abría. No eran libros de arquitectura, sino de filosofía. En algunos, muchas frases estaban subrayadas. Leía y me daba cuenta de que eran las mismas frases que yo también hubiera subrayado.

La noche siguiente a su vuelta, Franco fue a recogerme al instituto. Detuvo el coche en una calle lateral y sacó dos paquetes.

«Para ti», dijo.

Era el primer regalo que recibía desde las camisas blancas de mis tíos. Me sentía confusa.

«¿Los abro ahora?»

«Por supuesto.»

Abrí primero el más grande. Dentro había un jersey. Era negro y tenía dibujada delante una Tour Eiffel de colores, con París escrito al pie.

«Ah, gracias», dije, besándolo en las mejillas. «Es precioso.»

Luego empecé a desenvolver el segundo paquete. «¿Qué será?»

Él sonreía. «Ábrelo y verás.»

El papel era rojo burdeos, ligero como papel de seda. Se deslizaba bajo los dedos con extrema facilidad. Vislumbré dos cosas blancas y suaves, y las levanté con los dedos. Se trataba de un sujetador y un liguero, los dos de encaje blanco.

«¿Te gustan?», me preguntó, acercando su cara a la mía. «Los vi en un escaparate y pensé que a lo mejor no habías tenido nunca nada parecido. No soy una chica, pero creo que se siente cierto placer estando guapa también por dentro. ¿O no?»

«Creo que sí.»

«No pareces muy entusiasmada.»

«Sí, lo estoy.»

«De todas formas, si no te gustan, no tienes que ponértelos. Puedes dejarlos en el cajón o regalarlos.»

Puso en marcha el coche y condujo en silencio, mirando fijo al frente.

Quizá, sin querer, lo había ofendido. Volví a coger la ropa interior.

«¡Es verdaderamente preciosa! Estoy deseando ponérmela. ¿Qué es? ¿Seda?»

«Sí, seda.»

Por la ventana abierta entraba el aire caliente y perfumado de mayo. Quería ganar tiempo, reparar la ofensa.

«¿Por qué no vamos a tomar un helado?», dije.

Poco después, estábamos sentados al aire libre, en la heladería de un barrio residencial.

No tenía ganas de cosas frías y dulces, sino de algo fuerte, así que pedí un whisky.

«¿Estás segura?», me preguntó. Y por fin sonrió de nuevo.

Hacía muchos meses que no tomaba bebidas fuertes. No había cenado todavía y el estómago empezó a arderme desde los primeros sorbos. El vaso me parecía pequeño; así que, en cuanto lo acabé, pedí otro.

Franco cogió mi mano entre las suyas, tenía dedos alargados, fuertes y suaves, calientes. Acercó sus labios a mi oído, susurrando: «¿Tienes algo que olvidar?»

A nuestra espalda crecía un jazminero. Las flores se habían abierto y el olor era tan fuerte que daba náuseas. Frente a nosotros había un grupo de chicos en moto, alguno fumaba, otros lamían el helado sentados a horcajadas en los sillines.

Antes de hablar, la mirada se me perdió en un punto oscuro de la noche. Después abrí la boca y empecé: «Mi madre no era profesora de latín, sino puta. Murió atropellada junto a una hoguera en la circunvalación…»

Aquella noche debería haber sentido dentro de mí la ligereza que sigue a las grandes empresas. En el fondo, por primera vez en mi vida, me había librado de un peso. Incluso del peso. Tendría que haberme hundido en un sueño felizmente ininterrumpido. Por el contrario, en cuanto apagué la luz, la angustia empezó a devorarme. ¿Por qué había hablado? ¿Para sentirme más protegida? ¿O porque pensaba que estaría más protegida? ¿Por qué razón ahora me sentía amenazada?

Aunque no tenía el coraje de admitirlo, en algún lugar de mí, profundísimo, ya estaba surgiendo el arrepentimiento. ¿Cómo se me había ocurrido contar mi secreto? Aquel secreto era el motor de mi fuerza, la voluntad furiosa que me permitía no encariñarme con nadie y superar cualquier obstáculo. Ahora aquel secreto era algo conocido, lo sabía otra persona que podía ir por ahí contándoselo a todos. Quizá el mismo Franco ya había empezado a despreciarme. Al día siguiente, al encontrarme en la cocina, ni siquiera levantaría la vista para saludarme.

En el recuadro del tragaluz habían aparecido nubes pesadas y blanquecinas. Corrían veloces y en pocos minutos cubrieron la luna y las estrellas. Mañana llueve, pensé, y de repente comprendí. El amor es darse al otro sin posibilidad de defenderse.