La casa nueva estaba llena de plantas. Era un doble ático con
muchas ventanas en el techo. Bajo cada franja de luz crecía una
pequeña selva. Giulia, la mamá de la niña, las quería mucho y, en
cuanto llegué, lo primero, me enseñó a cuidarlas. Lavando y
abrillantando las hojas, no pude evitar acordarme de las plantas
que crecían en el colegio, amarillentas, tristes, estropeadas. Un
poto que caía polvoriento de un armario, una maceta de pena al
fondo del pasillo.
Las plantas hablan del lugar donde viven pero hablan también
de quienes viven con ellas. En el colegio no le importaban a nadie,
mientras que aquí las trataban con amor.
Con el paso de los días me di cuenta de que lo que les sucede
a las plantas no es muy distinto de lo que les sucede a los
hombres. Con las monjas, yo era una planta de las monjas, una
planta opaca de hojas pálidas. Con mis tíos, era una planta que
moría de sed, me habían comprado convencidos de que era de
plástico. Pero en la nueva casa yo era una planta que absorbía la
luz. La luz me entraba dentro y evaporaba la niebla, el aire
penetraba en los poros y quitaba el polvo. Por la mañana me miraba
al espejo y repetía mi nombre. «Rosa», decía despacio, como si me
viese por primera vez.
Durante años había sido una olla tapada. Hervía, hervía y el
líquido de condensación se quedaba dentro. Lentamente iba
desapareciendo. Oía nuevas palabras a mi alrededor, descubría una
manera distinta de afrontar la vida. Escuchaba y sabía que aquélla
era la manera justa de vivir, la manera que debería haber sido la
mía desde el principio.
En los primeros días la señora Giulia me siguió paso a paso.
Quería ver cómo me las arreglaba en la cocina. Me enseñó los tres o
cuatro platos preferidos de su hija. Comprobó si yo era capaz de
secundarla en las tareas. Como todo iba bien, una semana después me
dejó libre y volvió a sus clases.
Entre nosotras había nacido una simpatía inmediata. Era muy
cariñosa y yo respondía a su cariño procurando hacer mis tareas de
la mejor forma posible. No sé cuántos años podría tener, seguro que
más de cuarenta porque ya tenía algunas canas. Una vez, mientras
preparaba un arroz, dijo: «En los hijos sólo he pensado a última
hora.» El marido debía de tener más o menos la misma edad. Quizá un
par de años más. Se habían conocido en la universidad, me contó la
señora Giulia. Ahora él era un arquitecto famoso y tenía un gran
estudio donde, a menudo, se quedaba a trabajar hasta tarde. Era
alto, con una barba bien cuidada, elegante, y, además de la
arquitectura, le gustaba mucho la música. Cuando estaba en la casa,
las notas de su potente estéreo invadían todas las
habitaciones.
De noche, antes de dormirme, por el tragaluz miraba las
estrellas, los aviones y los satélites. Mirándolos, imaginaba que
la señora Giulia y el arquitecto eran mis verdaderos padres, los
que tendrían que haberme adoptado en vez de mis tíos. Y pensaba que
ahora, aunque con diez años de retraso, había llegado por fin a mi
verdadera casa.
Comía y cenaba con ellos y, por la noche, veíamos la
televisión sentados en el mismo diván. Y, unas semanas más tarde,
incluso empecé a intervenir en sus conversaciones. Me preguntaban:
«¿Tú qué opinas, Rosa?», y yo respondía con libertad. Nadie se reía
cuando yo hablaba, sino que parecían escucharme con cierto interés.
Por primera vez sentía que mis ideas eran dignas de respeto y no
desentonaban al lado de las de las personas
normales.
Mi dormitorio estaba en la mansarda, junto al de Annalisa, la
niña. El tragaluz estaba exactamente encima de la cama y así, de
noche, cuando no conseguía dormirme, podía mirar el
cielo.
El colegio, la granja, existían ahora en una nebulosa
diferente, los veía pequeños, lejanos, inofensivos. Habían
desaparecido de mi vida y estaban a punto de desaparecer de mi
memoria. Ahora estaba en la familia adecuada, en la que debería
haber nacido.
Observaba el cielo y luego, bajo las mantas, repetía las
palabras prohibidas de siempre. Papá. Mamá. Papá.
¿Dónde había ido a parar la chica que todas las noches se
emborrachaba en el salón? ¿Aquella chica que, durante más de diez
años, había vivido prisionera entre la sordidez de la granja y la
tristeza del colegio? Del odio que durante tanto tiempo había
dominado mi corazón, apenas si conseguía vislumbrar alguna huella.
Era como una tormenta que, después de desahogarse imitando el fin
del mundo, termina de repente y corre veloz hacia otra región. La
hierba todavía está húmeda en la tierra, algún árbol se ha
incendiado, pero la tormenta ya está lejos. Esa sutil línea violeta
en fuga hacia el horizonte ya no da miedo.
Lo único que me molestaba un poco en aquella casa era la
niña. La habían malcriado de un modo terrible. Le bastaba mover un
dedo para señalar cualquier cosa y ya la tenía. La madre la
abrazaba continuamente, parecía querer triturarla. «Sé que me
equivoco», decía, «pero no puedo evitarlo. Cuando se llega a padres
tan tarde, se es también un poco abuelos».
Annalisa era arrogante y nerviosa. Cuando estábamos solas, me
trataba como a una zapatilla vieja. Naturalmente, yo no se lo
permitía, y, si nadie me veía, le apretaba fuerte las muñecas. No
para hacerle daño, sólo para que entendiera quién mandaba en aquel
juego.
Una mañana, fuimos a unos grandes almacenes del centro para
renovar su guardarropa. Al pasar ante el espejo, me avergoncé un
poco. Ella parecía una princesa y yo Cenicienta. Mis vestidos
todavía eran los de la granja, los del colegio. Bajo las luces
despiadadas de la tienda, mostraban su verdadera naturaleza de
harapos.
La dependienta tuvo que enseñar montones de vestidos. La
madre se los probaba y la niña se ponía caprichosa porque estaba
harta.
«¿Qué te parece, Rosa?», me preguntaba, de vez en cuando, la
señora Giulia y yo daba mi opinión. Demasiado ancho. Demasiado
llamativo. No le pega.
Cuando en el mostrador se acumularon una docena de prendas,
la dependienta preguntó: «¿Es suficiente?»
«Sí, sí», respondió la señora.
«¿Pasamos a la chica?»
De repente sentí que me ardían las mejillas como después de
una larga carrera. Me había confundido con le hermana de Annalisa.
¿Qué respondería la señora? ¿Ah, no, ella no, es del servicio?
O…
Yo había bajado la vista cuando la oí decir: «Sí. Pasemos a
la chica.»
Tuvimos que cambiar de sección. Cruzando la tienda, me sentía
como ebria, insegura, en evidencia.
La dependienta abrió un gran armario. Mientras elegía los
vestidos, charlaba con la señora.
«Hoy día los chicos son todos así. Sólo les gustan las cosas
viejas. Cuanto más son de buena familia, más les gusta parecer
mendigos. Usted no me creerá, señora, pero he visto a madres que
imploraban a sus hijas que aceptaran un vestido. Es que somos así,
copiamos todo de los americanos. Todo lo peor,
claro.»
Luego cogió un vestido de algodón azul lirio, y me lo puso
encima: «¿Qué me dice de éste? ¿O quiere algo mas
llamativo?»
«Sí, más color», asintió la señora, «algo en tonos verdes. Un
verde que le resalte los ojos».
Me probé cuatro o cinco. Cada vez que salía del probador, me
sentía una persona distinta. Y entonces la señora Giulia se me
acercó y me tiró del pelo, mirándome al espejo.
«¿Ves lo bonita que eres cuando te haces
valer?»
Salimos de la tienda con dos bolsas en la mano, una para mí,
otra para Annalisa.
Por primera vez en mi vida le prestaba atención a mi aspecto
físico. Hasta entonces, sólo me había fijado en lo que llevaba
dentro. Nunca había pensado que pudiera ser importante la manera en
que los otros me veían. Empezaba a darme cuenta de que no era ni
demasiado delgada, ni demasiado gorda. No era altísima, pero
tampoco baja. Si me dejaba suelto el pelo y me miraba al espejo,
veía frente a mí a una chica guapa.
Poco tiempo después de la visita a la tienda, la señora
empezó a insistir en que reemprendiera los estudios interrumpidos.
No dejaba de repetir: «Te falta sólo un año, es una lástima que
mandes todo a paseo. Y además, con lo inteligente que eres,
¿quieres ser niñera toda la vida?»
Reflexioné un poco, y le di la razón. ¿Qué sentido tenía
dejar que se cerraran las vías que se abrían? Ya no había muros a
mi alrededor. Podía estudiar letras, filosofía o medicina. Todos
esperaban que tuviera un mal final, como mi madre, para
entendernos, pero iba a convertirme en alguien importante. Un gran
médico. Un filósofo entrevistado por todos los
periódicos.
A la semana siguiente empecé a asistir a un instituto
nocturno. En la clase todos eran adultos y yo me encontraba a mis
anchas. Iba en autobús y, al terminar las clases, muchas veces me
recogía el arquitecto. Su estudio estaba en la misma zona de la
ciudad y no era raro que se quedara trabajando hasta
tarde.
Las primeras veces me intimidaba mucho. Subía al coche en
silencio y en silencio permanecía todo el camino. Con él, no tenía
la misma confianza que con su mujer. Nunca había habido hombres en
mi vida, aparte de mi tío, que más que un hombre era una larva.
Pero sentía que junto a él sucedía algo extraño. Si me preguntaba
alguna cosa, la voz me salía demasiado aguda o demasiado baja. Si
me miraba, sudaba como una fuente.
¿Se daba cuenta de mi timidez? No lo sé. Conducía con gestos
tranquilos, parecía completamente concentrado en la calzada. Frena,
pon punto muerto, cambia de marcha, vuelve a
circular.
Y una noche, detenidos ante un semáforo, se volvió y dijo:
«Vamos, cuéntame algo de ti.»
No estaba preparada para aquella pregunta, así que balbuceé
alguna frase forzada. Para mentir necesitaba tiempo. Entonces cayó
la barrera y las palabras salieron con naturalidad. Mi padre había
muerto en un accidente de trabajo, poco antes de que yo naciera.
Trabajaba en la policía y un camión enloquecido lo había
atropellado mientras estaba de servicio en un cruce. Mi madre era
profesora de latín. Un día, al volver del instituto, había sufrido
un ataque. Así, con poco más de siete años, me había quedado
completamente huérfana. Tenía dos tíos, personas buenas y
laboriosas, pero eran muy ancianos y no podían tenerme con ellos.
Por eso me había criado en un colegio.
De vez en cuando, durante mi relato, él hacía breves
comentarios. «¿De verdad?» «¡No me digas!» «¡Qué desgracia!» Al
final me preguntó: «¿Cómo te encontrabas en el
colegio?»
«Era un lugar precioso», respondí. «Tenía una habitación con
baño sólo para mí, que daba a un jardín cuidadísimo. Teníamos
pistas de tenis y piscina cubierta. Pero…»
«¿Qué…?»
«Nunca pude creerme aquellas historias.»
«¿Qué historias?»
«Las historias de las monjas. Jesús y todo lo demás. El
paraíso y el infierno… Esas cosas que se inventaban para que
fuéramos buenas. Me las creí un poco al principio, cuando era niña.
En cuanto crecí, me di cuenta de que todo era una
estafa.»
El arquitecto se volvió a mirarme.
«Una estafa…», repitió, riendo. «¡Menuda
pieza!»
La semana siguiente, mientras esperaba el autobús para ir al
instituto, pasó por la parada. Abrió la puerta, diciendo:
«¿Subes?»
Creía que me iba a llevar a clase, pero en cuanto subí
exclamó alegre: «¡Hoy hacemos novillos! ¡Vamos de
excursión!»
Intenté oponerme, faltaba poco para los exámenes, no me
apetecía perderme una clase.
Él se apresuró a callarme. «Eres estupenda. ¿Qué va a pasar
porque faltes una vez?»
Me llevó a un restaurante a la salida de la ciudad, en las
colinas. Era a finales de abril, aún había demasiada humedad para
estar al aire libre, así que comimos en una especie de galería. El
mantel era de cuadros blancos y rojos, a nuestro alrededor había
pocas mesas ocupadas. Pidió vino. Me bebí una copa con el estómago
vacío y se me subió enseguida a la cabeza.
Él bebía a sorbos el suyo lentamente mirándome a los ojos y,
entonces, con voz más baja de lo acostumbrado, dijo: «¿Sabes que me
fascinas? Eres tan joven, pero tienes tantas ideas… Cuéntame ahora
algo de ti, como la otra noche.»
«¿Qué?»
«No lo sé. Sobre la estafa, por ejemplo.»
Bebí otra copa y volví a hablar. Empecé desde el principio,
del Jesús con el corazón en la mano que no me había protegido ni
había protegido a mi madre. Continué con el crucifijo que oía todas
las súplicas y no respondía a ninguna. Cuando trajeron los
tallarines, le tocaba el turno a don Firmato y a la noche de
Navidad.
El arquitecto estaba tan prendido de mis palabras que casi se
olvidaba de comer; en cuanto me interrumpí un momento, me apremiaba
diciendo: «¿Y entonces?» Así llegué al Ángel de
la Guarda y al Padre Nuestro
modificados, murmurados cada noche en el silencio de mi habitación.
Luego conté, con pelos y señales, lo del rosario en el váter. El
hecho de que estuviese todavía viva era la demostración perfecta de
mi teorema. El cielo era un espacio vacío.
Parecía arrebatado por mis palabras, de vez en cuando movía
la cabeza, o se echaba a reír. «¡No me lo puedo creer! ¿De verdad
lo hiciste?» Entonces yo me extendía, añadiendo detalles,
complacida.
Antes de que trajeran el dulce, me tocó la mano con
delicadeza. «Eres una persona extraordinaria, ¿sabes? Eres tan
joven y ya tan libre por dentro… Yo alcancé tu lucidez poco antes
de los treinta años. Sólo entonces comprendí que la única vida que
vale la pena vivir es aquella en la que no existen límites. Hay que
abrir la puerta y eliminar las ataduras, el sentido de culpa.
¿Verdad?»
«¡Sí!», respondí con la voz del profesor que acaba la
lección.
Aquella noche, en la cama, volví a experimentar la sensación
del calor que surgía de dentro. No había tenido padre durante
muchos años. Ahora estaba contenta de haber esperado tanto. No
habría podido encontrar uno mejor. El arquitecto, al que ahora
llamaba sólo Franco, aprobaba todo lo que yo decía, como yo
compartía cada palabra que salía de su boca. Parecíamos de verdad
padre e hija.
Antes de dormirme pensé que, en el fondo, incluso la adopción
ya casi no parecía una locura. Probablemente, en un lapso de tiempo
no demasiado largo, los tíos se irían al infierno y yo sería libre
de convertirme en la hija de otro. Era verdad que ellos ya tenían
una hija, pero nunca les daría las satisfacciones que yo podría
darles. Parecía más bien estúpida. Y además era demasiado
caprichosa para hacer algo a derechas.
¿Sabía la señora Giulia que, de cuando en cuando, íbamos a
cenar solos? La segunda vez, al volver a casa, me hubiera gustado
preguntárselo, pero luego, no sé por qué, la pregunta murió en mis
labios. Incluso cuando estaba con ella, nunca conseguí decir:
«Sabe, ayer por la noche salí a cenar con su marido.» Tenía
relaciones intensas y profundas con los dos, pero de un modo
distinto. Por eso intuía que lo adecuado era no
mezclarlos.
A primeros de mayo Franco se fue de viaje. Tenía un curso de
dos semanas en una universidad extranjera. En aquel período, la
señora Giulia casi nunca estaba en casa. Hacia las siete de la
tarde llamaba por teléfono con voz divertida diciendo: «Rosa,
también esta noche la paso fuera. Dale a Annalisa la pasta de
siempre.»
Yo sentía una inquietud completamente nueva. Aún no sabía que
el amor no es un lazo de raso que adorna las muñecas, sino una
cadena que las hiere.
Acostaba a la niña lo antes posible y luego iba al estudio de
Franco a oler sus cosas, las plumas, los lápices, los folios. A
partir del olor conseguía reconstruir su cara y el calor de su voz.
Luego me sentaba en su sitio, cogía los libros y los abría. No eran
libros de arquitectura, sino de filosofía. En algunos, muchas
frases estaban subrayadas. Leía y me daba cuenta de que eran las
mismas frases que yo también hubiera subrayado.
La noche siguiente a su vuelta, Franco fue a recogerme al
instituto. Detuvo el coche en una calle lateral y sacó dos
paquetes.
«Para ti», dijo.
Era el primer regalo que recibía desde las camisas blancas de
mis tíos. Me sentía confusa.
«¿Los abro ahora?»
«Por supuesto.»
Abrí primero el más grande. Dentro había un jersey. Era negro
y tenía dibujada delante una Tour Eiffel de colores, con París
escrito al pie.
«Ah, gracias», dije, besándolo en las mejillas. «Es
precioso.»
Luego empecé a desenvolver el segundo paquete. «¿Qué
será?»
Él sonreía. «Ábrelo y verás.»
El papel era rojo burdeos, ligero como papel de seda. Se
deslizaba bajo los dedos con extrema facilidad. Vislumbré dos cosas
blancas y suaves, y las levanté con los dedos. Se trataba de un
sujetador y un liguero, los dos de encaje blanco.
«¿Te gustan?», me preguntó, acercando su cara a la mía. «Los
vi en un escaparate y pensé que a lo mejor no habías tenido nunca
nada parecido. No soy una chica, pero creo que se siente cierto
placer estando guapa también por dentro. ¿O no?»
«Creo que sí.»
«No pareces muy entusiasmada.»
«Sí, lo estoy.»
«De todas formas, si no te gustan, no tienes que ponértelos.
Puedes dejarlos en el cajón o regalarlos.»
Puso en marcha el coche y condujo en silencio, mirando fijo
al frente.
Quizá, sin querer, lo había ofendido. Volví a coger la ropa
interior.
«¡Es verdaderamente preciosa! Estoy deseando ponérmela. ¿Qué
es? ¿Seda?»
«Sí, seda.»
Por la ventana abierta entraba el aire caliente y perfumado
de mayo. Quería ganar tiempo, reparar la ofensa.
«¿Por qué no vamos a tomar un helado?»,
dije.
Poco después, estábamos sentados al aire libre, en la
heladería de un barrio residencial.
No tenía ganas de cosas frías y dulces, sino de algo fuerte,
así que pedí un whisky.
«¿Estás segura?», me preguntó. Y por fin sonrió de
nuevo.
Hacía muchos meses que no tomaba bebidas fuertes. No había
cenado todavía y el estómago empezó a arderme desde los primeros
sorbos. El vaso me parecía pequeño; así que, en cuanto lo acabé,
pedí otro.
Franco cogió mi mano entre las suyas, tenía dedos alargados,
fuertes y suaves, calientes. Acercó sus labios a mi oído,
susurrando: «¿Tienes algo que olvidar?»
A nuestra espalda crecía un jazminero. Las flores se habían
abierto y el olor era tan fuerte que daba náuseas. Frente a
nosotros había un grupo de chicos en moto, alguno fumaba, otros
lamían el helado sentados a horcajadas en los
sillines.
Antes de hablar, la mirada se me perdió en un punto oscuro de
la noche. Después abrí la boca y empecé: «Mi madre no era profesora
de latín, sino puta. Murió atropellada junto a una hoguera en la
circunvalación…»
Aquella noche debería haber sentido dentro de mí la ligereza
que sigue a las grandes empresas. En el fondo, por primera vez en
mi vida, me había librado de un peso. Incluso del peso. Tendría que
haberme hundido en un sueño felizmente ininterrumpido. Por el
contrario, en cuanto apagué la luz, la angustia empezó a devorarme.
¿Por qué había hablado? ¿Para sentirme más protegida? ¿O porque
pensaba que estaría más protegida? ¿Por qué razón ahora me sentía
amenazada?
Aunque no tenía el coraje de admitirlo, en algún lugar de mí,
profundísimo, ya estaba surgiendo el arrepentimiento. ¿Cómo se me
había ocurrido contar mi secreto? Aquel secreto era el motor de mi
fuerza, la voluntad furiosa que me permitía no encariñarme con
nadie y superar cualquier obstáculo. Ahora aquel secreto era algo
conocido, lo sabía otra persona que podía ir por ahí contándoselo a
todos. Quizá el mismo Franco ya había empezado a despreciarme. Al
día siguiente, al encontrarme en la cocina, ni siquiera levantaría
la vista para saludarme.
En el recuadro del tragaluz habían aparecido nubes pesadas y
blanquecinas. Corrían veloces y en pocos minutos cubrieron la luna
y las estrellas. Mañana llueve, pensé, y de repente comprendí. El
amor es darse al otro sin posibilidad de defenderse.