Estaba bastante convencido de esta hipótesis, pero los
análisis del agua en los últimos meses me habían desmentido una vez
más. El bosque se moría y yo no podía entender la razón. El cliente
que había encargado el trabajo quería una respuesta y yo salía del
paso dándole largas. Estaba haciendo pruebas, aún inacabadas. La
sospecha de que el responsable de todo fuera un virus cada día
aumentaba. Pero decir un virus es como decir todo y nada. Los
insectos tienen sus leyes, para combatirlos basta pensar como ellos
y encontrar un enemigo que los devore. La única ley que conoce el
virus, en cambio, es la anarquía. Vive en todas partes, como le
parece o según leyes exclusivamente suyas. Vive, pero su fin no es
la vida sino la devastación y la muerte del organismo que lo acoge.
No tiene un rostro sino muchos. Cada vez que se consigue
identificar una de sus caras, cambia de máscara y contraseña e
inmediatamente cruza una frontera que lo vuelve
inaprensible.
Pasaba días enteros bajo aquellos árboles agonizantes. Un
árbol que se muere es algo que produce un malestar extremo. Sobre
todo al encargado de salvarlo. Un árbol muere sin palabras y su
tronco permanece durante mucho, demasiado tiempo, como un dedo
apuntado contra el cielo. Un dedo que grita tu impotencia. Conoces
todo su ciclo vital y, a pesar de eso, no has podido hacer
nada.
Muchas veces en estos años, volviendo con el pensamiento a
aquellos días, me he dicho que también el bosque hizo, de alguna
manera, su contribución a la ruina. Había un virus en el bosque y
otro virus en mi cuerpo. Al rozarse, provocaron una mezcla
mortal.
Si en aquellos días hubiera cuidado un jardín frondoso, por
ejemplo, quizá todo hubiera ido de otra manera. Yo habría llegado
al jardín lleno de pensamientos sombríos, y el jardín, con su
quietud, con su armonía, me los hubiera quitado de la cabeza. En el
gran invernadero los cítricos estarían en flor y los parterres
serían un triunfo del color. Con su canto de belleza, la vida
hubiera disuelto cualquier sombra.
Pero, todo lo contrario, cada mañana volvía a la agonía del
bosque. Pasaba el día allí, con las agujas que me caían encima.
Perdía el control de mi mujer y perdía el control de los alerces.
Era realmente demasiado para un hombre solo.
Cuando estaba allá arriba, en el bosque, sólo pensaba en
Anna, en cómo vengarme. Pero cuando estaba en casa, pensaba en el
bosque, en la mejor solución. Un día, antes o después, subiría y le
pegaría fuego de verdad.
Dormía y apretaba los dientes con tanta fuerza que una noche
Anna me despertó y me dijo: «¡Escucha! Debe haber un ratón en algún
sitio…»
Sería el 3 o el 4 de mayo. Ya habían adelantado la hora
oficial y me quedé más tiempo en el bosque. Llegué a casa a algo
más de las nueve. Las ventanas estaban apagadas, en el apartamento
no había nadie. Estaba cansado, desanimado. Esperaba cenar un plato
caliente, recibir un gesto de cariño. En el fondo, por ellas me
atormentaba todo el santo día.
La rabia estalló de repente. Empecé a darle patadas a todo lo
que tenía a mi alcance, a tirar los objetos de las repisas. Cogí la
foto de nuestra boda y la estrellé contra el suelo, rompí el
cristal y el marco y rompí la foto en pedazos tan pequeños como
confeti. Cuando la puerta se abrió los recogí en la palma de la
mano.
Anna parecía cansada.
«Un día negro», dijo. «Se me ha pinchado una rueda, y también
estaba pinchada la de repuesto.»
Me puse delante de ella y le soplé los pedazos a la cara.
«Nuestra boda», dije, «esto es lo que queda».
«¿Por qué dices eso?»
«¿Por qué? ¿Por qué?», empecé a gritar. «¿Por qué? Trabajo
todo el día por mi familia y vuelvo y soy un hombre solo. Ya no
tengo mujer ni hija. El pobre imbécil sólo sirve para traer dinero
a casa. ¡Pero el pobre imbécil está harto, absolutamente
harto!»
Giulia se escondió detrás de las piernas de su
madre.
«Tranquilízate, Saverio, cálmate. Ya te he dicho que hemos
tenido problemas.»
Me sentía como una cafetera que lleva demasiado tiempo en el
fuego, la presión subía y subía y seguía subiendo.
«¡No sabes decir otra cosa!», grité, y luego hice algo que
jamás hubiera creído posible. Le solté una
bofetada.
Hubo un momento de silencio. El teléfono sonó pero no lo
descolgó nadie. Giulia dijo: «Papá malo.»
Anna la cogió en brazos y le dio un beso en la
frente.
«No. Papá no es malo. Sólo está muy cansado. Mira, le hacemos
una caricia.»
Giulia dudaba con la mano en el aire. Había sorpresa, miedo
en sus ojos. Entonces Anna la guió hasta mi
mejilla.
«Querido papá.»
Las yemas de sus dedos eras frescas, inseguras, sobre mi cara
incandescente.
«Te odio», murmuré al oído de Anna antes de salir de la
casa.
No tenía las llaves del coche, no tenía la billetera. Volver
a buscarlos hubiera sido demasiado humillante. ¿Dónde podía ir a
dormir aquella noche si no era al sótano?
Ahora sé que, en el camino que recorrí hasta llegar a aquel
punto, el sótano era el último túnel que superar, la última valla
que salvar antes de alcanzar la meta. Hubiera podido irme a la
calle, entrar en el primer bar y emborracharme antes de caer
adormilado en un banco del parque. Hubiera podido ir a casa de un
amigo y hablar con él como un loco hasta las primeras luces del
alba. Hubiera podido hacer todo eso, pero, como un autómata, empecé
a bajar las escaleras.
En el sótano encontré lo que me faltaba. Una bicicleta. Una
bicicleta nueva, con un faro rojo al lado del timbre. Del manillar
colgaba la bolsa de una tienda para hombres.
Yo tenía razón: en el cambio de Anna había realmente otro
hombre, un hombre tan arrogante como para esconder su bicicleta en
mi sótano. Sí, venir en bicicleta era más fácil que venir en coche,
dejaba menos huellas. ¿Qué hacía allí la bicicleta?, me
pregunté.
¿Lo había sorprendido un día la lluvia y ella lo había
acompañado a casa en coche? «Dejemos la bici en el sótano», le
dijo, «mi marido no baja nunca».
Mientras yo me volvía loco por aquel bosque, ellos se decían
cosas dulces entre mis sábanas.
¿Era el médico o no era el médico? A estas alturas ya no
tenía ninguna importancia. Me bastaba saber esto, que yo no me
había engañado.
Ahora el fuego de los alerces se extendía en mi interior.
Sentía cómo las llamas lamían el tronco y las ramas crepitaban un
instante antes de romperse.
Era imposible dormir allí y me quedé sentado un rato.
Entonces vi dos viejas pesas de gimnasia. Las cogí y empecé a
moverme. Hice pectorales, dorsales y carrera sobre el terreno,
flexiones y más pectorales. Sentía en mi interior una energía
tremenda. En la base de toda energía, hay alguna forma de calor.
Para no estallar, debía disiparla. En el sótano no se veía el alba,
así que no dejaba de mirar el reloj. Tenía un pulsador que
iluminaba la esfera un momento.
Las cinco y media.
Las seis.
Las seis y cuarto.
A las ocho Anna llevaba a Giulia a la guardería. Esperaría su
vuelta para salir y decirle lo que pensaba de su conducta. Esa
mañana misma, iría al abogado y pediría la separación. Una
separación dolosa con custodia de la niña. Me sentía muy cerca del
triunfo.
Todo se desarrolló de un modo muy rápido. A las ocho y media
salí. Ante la puerta de casa había un perro blanco, grande, que no
había visto jamás.
«¡Aparta!», le dije.
Pero siguió mirándome como si no me hubiera oído. Entonces
cogí con fuerza la piel del cuello y con un movimiento brusco lo
tiré por las escaleras.
Anna no había vuelto todavía. Me quedé esperándola de pie, en
el recibidor. Esperé entre cinco y diez minutos.
Cuando entró y me vio, dijo: «¿Dónde has dormido? He estado
preocupada toda la noche.» Fingía, ponía cara de
tristeza.
«¿No te has dado cuenta? Estaba muy cerca.»
«¿Muy cerca?»
«Bajo tus pies.»
«¿En el sótano?»
«En el sótano.»
Disfruté estudiando la expresión de su rostro. Parecía
desilusionada. «Entonces ¿ya lo has visto todo?»
«Lo he visto todo.»
Yo esperaba que estallara en sollozos, que se arrojara a mis
pies implorando perdón. Pero sonrió, hasta sus ojos eran alegres.
Abrió los brazos diciendo: «Entonces feliz
cumple…»
¿Por qué tenía todavía una pesa en la mano? La levanté y cayó
sobre su frente. Hubo un ruido sordo y Anna cayó al suelo como un
trapo.