«¿Por qué?», me preguntó mirándome directamente a los
ojos.
«Porque no me gusta.»
«¿Hay algún problema?»
«Ninguno. Son viejos y me aburro. Sólo es
eso.»
«Entonces lo siento, pero tienes que ir. El juzgado les ha
concedido tu custodia. Y además estar solos el día de Navidad es
distinto que estar solos cualquier otro día del año. Si te quedaras
aquí, al final te arrepentirías.»
Toda la noche estuve pensando en escaparme, pero por la
mañana hice lo mismo que todos los años. Cogí el autobús y me fui a
la granja.
Los bizcochos ya estaban en el horno.
«¡Por fin has llegado!», gritó mi tía al verme entrar.
«Cámbiate y limpia los conejos. Después ven aquí, que hay que
desplumar el capón.»
Toda la antevíspera estuve haciendo lo que me
mandaba.
Al anochecer empezó a caer una llovizna helada. Habíamos
comido en silencio en la mesa de formica de la cocina, frente al
televisor encendido. Los cristales estaban cubiertos de vapor. En
una gran olla hervía el pavo. Era demasiado grande y, por arriba,
sobresalían los muñones de las patas.
Lavé los platos y me fui a la cama. Las sábanas estaban
heladas y el edredón parecía mojado. Vuom grnn
vuom. De la ventana cerrada llegaba el ruido de los coches. Me
sentía triste, esa tristeza reposada que precede al llanto. A los
labios, por costumbre, me vino una oración pero me la tragué. Era
ya demasiado mayor para los ositos y ya no conseguía agarrarme a
los rezos. ¿Cuál era entonces el antídoto de la tristeza? Quería
llorar pero de los ojos no salía nada. Sentía mi cuerpo como si
fuera de otra persona. Intenté abrazarme. Frío sobre frío. Un
abrazo entre dos serpientes, entre dos trozos de chatarra. Ahora me
tiro por la ventana, pensé. Probablemente no me moriré, pero por lo
menos me rompo las piernas o la espina dorsal, paso la Navidad en
el hospital y el resto de mi vida en una silla de ruedas. Y en
aquel instante sentí el perfume de mamá. Encendí la luz. En el
cuarto no había nadie. ¿De dónde venía? ¿Era de verdad o sólo lo
había soñado? En el techo, encima de la cama, había aparecido una
mancha de moho. Parecía el hocico de un oso o el de un mono con la
boca abierta.
Del piso de arriba todavía llegaba el ruido de la televisión.
Allí estaban los dos monolitos, en las butacas cubiertas de celofán
antipolvo. Dos insectos secos. Dos momias apergaminadas. Mi tía
mandaba y mi tío obedecía. «Sí, Elide. Muy bien, Elide. Tienes
razón, Elide.»
La víspera de Navidad procuré pasarla tranquila. Mi tía decía
algo y yo la obedecía inmediatamente. Hacía todo sin levantar la
vista para que no pudiera leer mi interior. De vez en cuando iba a
mi cuarto y lanzaba la almohada contra la pared, y luego hundía la
cara en la almohada y gritaba en silencio.
Por la noche abriríamos los paquetes, nos intercambiaríamos
besos de agradecimiento, devoraríamos el pavo frío frente a un
espectáculo de variedades y mi tío se reiría por los chistes más
idiotas, los más vulgares.
Me esperaba la sexta camisa blanca, pero recibí un par de
guantes de lana azul con refuerzos de polipiel. También yo
sorprendí a mis tíos. En vez del acostumbrado jarrón hecho con mis
propias manos o de los agarradores de croché, les regalé una pera y
una manzana con un precioso lazo rojo. Todos los años, al abrir los
regalos, mi tía repetía suspirando: «¡Qué maravillosa era la
Navidad cuando el único regalo eran dos nueces y una naranja!» Así
que le di gusto.
Luego nos sentamos a la mesa. Y, mientras mi tía se lamentaba
de que los tortelloni no habían salido tan
bien como los del año anterior y mi tío la tranquilizaba diciéndole
que incluso quizá estuvieran más buenos, llamaron a la puerta. Mi
tía estiró el cuello como un pavo.
«¿Quién será a esta hora y en un día como
éste?»
Me levanté y fui a abrir. Era un negro con una bolsa inmensa.
Vendía bragas y toallas. El blanco de sus ojos brillaba en la
noche.
«¿Quieres comprar cosas bonitas?», me
preguntó.
«Pasa», le dije, «es la cena de Navidad».
Mi tía se puso en pie de un salto: «¿Quién es?», gritó.
«¿Cómo se te ocurre dejarlo entrar?»
«¿Es o no la cena de Navidad?», respondí.
«Lo es, pero no para él. Si fuera cristiano no andaría por
ahí esta noche vendiendo sus porquerías.»
Mi tío se levantó y con una mano, débilmente, tocó la mano
del negro.
«Gracias», dijo para demostrar su autoridad viril, «no
necesitamos nada». Y lo acompañó a la puerta.
«¿Has cerrado bien con llave?», le preguntó mi tía cuando
volvió.
«Sí.»
Seguimos comiendo en silencio. En el vídeo, niños de todos
los colores, amaestrados como monos de circo, cantaban villancicos
tontos, y alrededor los adultos daban palmas con los ojos
brillantes.
Golpeé la cuchara en el borde del plato.
Los monolitos levantaron los ojos.
«¿Y si hubiera sido Jesús?», dije.
Mi tía se levantó a recoger los platos. «No digas tonterías.
Jesús no era negro. Y no iba por ahí vendiendo
bragas.»
Cuando me pasó el plato con las tajadas de pavo guisado,
pensé: parecen trozos de cadáver. Es más: son trozos de cadáver, y
lo dejé.
«¿Cómo vas a saber que no te gusta si ni siquiera lo
pruebas?»
En vez de mandarla al infierno, sólo dije: «No tengo más
hambre.»
Con el tenedor pinchó una tajada y me la lanzó al plato.
«Pues te lo comes igual.»
En ese momento sucedió una cosa extraña. Sentí que el corazón
empezaba a hincharse. Parecía como si hubieran desatornillado una
arteria y la hubieran sustituido por una bomba de bicicleta. El
manómetro subía y el corazón se volvía más grande. ¿Qué pasaría si
chocara contra el lado cortante de las costillas?
Así que abrí la boca.
«¿Por qué no hablamos del amor?»
«¿De qué amor?», preguntó inmediatamente Cuello de
Pavo.
«No lo sé. Os lo pregunto. ¿Cuántos amores existen? ¿Dos?
¿Tres? ¿Cuatro? ¿Diez? ¿Mil? Puesto que os casasteis, por lo menos
conoceréis uno, ¿no? Por eso se casa la gente, ¿no? O
vosotros…»
Mi tío se levantó. Temblaba de la cabeza a los
pies.
«¡Ten respeto o…!»
«¡Sólo he hecho una pregunta! No sé qué es el amor, dónde
está. Ni siquiera sé si existe de verdad y cómo…»
Mi tía me interrumpió con una sonrisilla: «Deberías habérselo
preguntado a tu madre. Era una verdadera
especialista.»
En ese instante el corazón tocó las costillas y desordenó
todo. Cogí la tajada de pavo con las manos, la tiré al suelo y la
aplasté con el zapato. «Detesto la carne», grité. «¡La detesto!» Y
salí cerrando la puerta con violencia.
Hacía frío y no había cogido la chaqueta. La bici de mi tía
estaba apoyada en la pared. Salí y empecé a pedalear. No sabía
adónde ir, sólo sentía una increíble fuerza en las
piernas.
En el cielo había unas cuantas nubes y unas cuantas
estrellas.
La ruedecilla de la dinamo hacía vrrr
contra la llanta de la rueda, la luz del faro era débil,
intermitente, casi no atravesaba la oscuridad de la
noche.
Casi sin darme cuenta llegué a la estación. Faltaba poco para
las diez y el bar estaba abierto todavía. Entré y dije: «Una
grappa.»
Era la primera vez en mi vida que pedía algo distinto de un
chocolate caliente.
El primer sorbo me dio tos, y el segundo. Al tercero sentí
flojas las piernas. En un rincón brillaban las luces de un
flipper.
«¿A qué hora pasa el próximo tren?»,
pregunté.
«El último ya ha pasado», me respondió el hombre del
mostrador, fregando vasos. «Y el próximo pasa mañana por la
mañana.»
Tenía la cara grande y un gran bigote colgante. A lo mejor es
mi padre, pensé. Mamá había llegado como yo a la estación, huía de
algo y tenía miedo, estaba callada en un rincón y él, fingiendo
consolarla, la había aplastado con su cuerpo enorme contra la pared
del váter. Y nueve meses después yo vine al mundo.
Había terminado la bebida y me sentía rara.
«¿Tiene usted hijos?», le pregunté
estúpidamente.
«Por desgracia, no», respondió. «Pero te puedo decir lo mismo
que no me parece bien que estés aquí a estas horas. Ahora mismo
cierro el local y vuelves a casa, ¿de acuerdo?»
Me acompañó a la puerta y echó la persiana metálica. Tenía un
127 decrépito, le costó bastante arrancarlo. Cada vez que lo
intentaba, el tubo de escape temblaba como si fuera a caerse. Y
luego se alejó dejando una estela de nubarrones
blancos.
¿Volver a casa? ¿Qué me esperaba en casa? ¿Y si volviera al
colegio? A lo mejor no había nadie, todas las monjas habían ido a
ver a sus familias. Desde la vez del tizón, nunca me había atrevido
a rebelarme de esa manera contra mis tíos. Como máximo, había sido
un poco maleducada. ¿Cómo me recibirían? En el fondo, siempre había
sido una huésped desagradecida.
Alcé la vista, un satélite atravesaba el cielo como si fuese
un cometa. Era la noche de Navidad. Quizá mis temores eran temores
inútiles. Quizá con su cola incandescente la estrella había
calentado incluso el corazón de mis tíos. Llamaría a la puerta y,
por primera vez, me acogerían con los brazos
abiertos.
Ya pedaleaba hacia la casa, cuando oí una voz que me llamaba.
Era el vendedor de bragas. Fumaba sentado entre las bolsas de
mercancía.
«Estás aquí», dije.
Me hizo una seña para que me sentara y me ofreció su cigarro.
Una, dos, tres caladas. A la tercera, alguien me cogió el estómago
y lo revolvió. ¿Dónde estaba? ¿En una barca? Tenía ganas de vomitar
como si hubiera mar gruesa. Todo me daba vueltas. Sí, iba en una
barca y la barca se hundía, giraba en el remolino que me
arrastraría al fondo. «¿Nunca habías fumado?», preguntó el negro.
Su mano se apoyó en mi pierna, arriba, cerca de la
ingle.
De repente, el remolino se detuvo y me eché a reír. La noche
era negra, la carretera era negra, el vendedor de bragas era negro.
¿De qué color era el alma? Puede que también fuera negra, y por eso
se me había escapado siempre. En vez de hundirme, ahora iba a
tientas. Tendía las manos hacia adelante como en el juego de la
gallina ciega. ¿Dónde estaba el límite de las cosas? No conseguía
encontrarlo.
A nuestras espaldas pasó un tren. El ruido cubrió sus
palabras. ¿Qué olor era aquel olor? Olor de bosque, de jungla, olor
de animal que persigue y es perseguido. Su cuerpo estaba muy cerca,
tan cerca que aplastaba el mío. ¿Quería calentarme? ¿Entonces por
qué me apretaba con tanta fuerza? Yo tenía más ganas de reír que de
llorar. Veía el blanco de sus ojos, sus manos habían desaparecido
en la noche. ¿Cuántas manos tenía? Me parecía sentirlas por todas
partes. Cuando en mi boca entró una especie de babosa prepotente,
para defenderme cerré de golpe los dientes.
De repente, me encontré en el suelo. El negro gritaba cosas
que yo no entendía, y escupía. Luego recibí una patada en la
espalda.
Inmediatamente después, estaba montada en la bici y
pedaleaba.
Pedaleaba y pedaleaba en la noche con el faro apagado y todo
me parecía absolutamente quieto. Las piernas eran pesadas como las
de las pesadillas, cuando debes escapar y nada responde a tus
órdenes. Al principio sudaba. Luego el sudor se transformó en
hielo. Un coche, adelantándome a toda velocidad, hizo sonar con
rabia el claxon. Casi perdí el equilibrio. Cuando puse los pies en
tierra miré alrededor y no reconocí nada. Ni una señal, ni un
semáforo, ni un edificio.
¿Adónde iba? ¿Quién era yo? Observaba aquellos dedos que
apretaban los frenos como los dedos de un desconocido. ¿Cómo me
llamaba? Era como intentar coger un pez con las manos: cuanto más
lo intentaba, más se me escapaba. No había nadie cerca a quien
poder preguntarle: «¿Sabe quién soy?»
De repente en mi interior se formó una enorme cavidad y en
aquella cavidad yo giraba con los ojos de par en par y la boca muy
abierta, como un pez en el acuario. Yo era el pez y también su
dueño. Existía y me miraba existir. Y, aun existiendo y mirándome
existir, ni siquiera estaba segura de existir.
Luego, de golpe, todas a la vez, empezaron a sonar las
campanas. Así me desperté. Es Navidad, dije, y soy Rosa. La Rosa
salida de casa con el pavo bajo los pies, la Rosa que nadie quiere,
la Rosa sin flores y llena de espinas, la Rosa que sólo se ha
llevado una patada del negro. Miré alrededor y por fin me di cuenta
de dónde estaba, y volví a pedalear hacia el
pueblo.
Si no me hubiese fumado aquel cigarrillo, ¿hubiera sido todo
de otra manera? ¿Quién puede saberlo? Tenía la grappa en el
estómago, la primera grappa de mi vida. Con el humo, se había
convertido en dinamita.
No pedaleaba con calma sino con rabia. El faro seguía
apagado, pero la dinamo giraba y giraba. No cargaba la luz, sino la
oscuridad de mi corazón. A cada vuelta de la cadena, aquel dolor
confuso, aquella vaga sensación de humillación se transformaban en
odio. Un odio puro, transparente e indestructible como el carbono
en la composición del diamante. Al subir a la boca, el odio se
transformaba en palabras. Aceleraba hacia la carretera comarcal y
gritaba: «¡Iros todos al infierno!» «¡Reventad, cabrones, hijos de
puta, mierdosos!»
El corazón había tocado las costillas, se había enredado
entre ellas, como una pelota entre las ramas de un árbol. Para
hacerlo estallar, bastaría un movimiento minúsculo. Las costillas
eran como cuchillos. Respiraba y se clavaban en la carne. Cuanto
más respiraba, más lancinante era el dolor. Quizá en un ventrículo
se había formado un absceso y ahora, por fin, estaba
supurando.
La plaza de la iglesia parroquial estaba llena de coches. Por
las vidrieras se filtraba la luz cálida de las velas. Tiré la
bicicleta al suelo. Si hubiese encontrado a alguien en la puerta,
le hubiera pegado un puñetazo. No encontré a nadie, así que abrí la
puerta de una patada.
Todo sucedió muy rápidamente. La iglesia estaba llena de
gente. A pesar de la homilía, todos se volvieron a mirarme.
Atravesé la nave central a grandes pasos.
«¡Todos me dais asco!», grité, «¿y sabéis por qué? ¡Porque
sólo sois repugnantes, asquerosos sepulcros
blanqueados!».
El párroco se quedó con la boca abierta y un brazo suspendido
en el aire. Algún niño se echó a reír. Fui al nacimiento, cogí al
niño del pesebre y lo levanté sobre mi cabeza, como un
trofeo.
«¿Sabéis qué es esto?», grité, dándole vueltas en el aire.
«¿Queréis de verdad saber qué es? ¡Es una estatuilla
estúpida!»
Nadie rechistaba, todos me miraban
asustados.
«¡Adoráis a una estatua!», dije, antes de tirarla en mitad de
la nave. «¡Sólo una estatua!»
El ruido del niño al hacerse pedazos los despertó. Todos se
persignaron. Vi a mi tía derrumbarse en la primera fila, a mi tío
saltar para cogerme.
Don Firmato empuñó el candelabro y se precipitó hacia
mí.
Conseguí huir por la nave de la izquierda. Al pasar,
corriendo, arranqué los carteles de colores del catecismo. Con
grandes letras, habían escrito: «El amor es…» Los arrojé sobre las
velas a San Antonio. En menos de un segundo ardían. Yo ya estaba en
la puerta.
Antes de salir, me volví y grité con toda la fuerza de mis
pulmones:
«¡Escucha, Firmato, cerdo! ¡Amor sería besar a la Magdalena,
no vomitarle en la cara!»
Luego me monté en la bicicleta y volví a
casa.
¿Quería morir? Probablemente sí. La casa estaba vacía. En el
fondo de la chimenea, todavía ardían las brasas.
De pronto, no sabía qué hacer. Me sentía vacía. Ya no me
latía el corazón, sino la cabeza. Sentía un dolor fortísimo entre
los ojos. Todo me daba vueltas. Me dejé caer en el celofán del
sillón. ¿Qué pasaría ahora? ¿Llegarían los carabineros y me
detendrían? O a lo mejor me mataba mi tía. ¿Cómo le había dicho
aquel día al sargento?, «con mis propias manos».
Estaba demasiado cansada para sentir algún tipo de miedo.
Nada iba bien y, por lo tanto, todo iba bien. No muy lejos, un
perro aullaba tristemente. De la carretera comarcal llegaba el
ruido de los coches que volvían a casa.
«Mamá…», dije antes de dormirme y, en el breve sueño, soñé
que me abrazaba. Me apretaba fuerte, sonriendo, sin decir nada.
Entonces, de pronto, tenía encima a mi tía, que gritaba con las
tenazas de la chimenea en la mano. Cuando las tenazas me caían
encima, comprendí que ya no soñaba. Ya no quería morirme, así que
intenté escapar de la butaca.
«¡Que no se escape, cógela!», gritaba a mi tío. Mi tío me
cayó encima como un jugador de rugby. Resbalamos y rodamos por el
pasillo.
«¡Te mato! ¡Te mato, hija de puta y de Satanás!», seguía
gritando mi tía. Y golpeaba. Golpeaba como cuando sacudía los
edredones, golpeaba a ciegas. Yo intentaba cubrirme la cabeza con
los brazos. Cuando vi la sangre, también yo empecé a
gritar.
«¡Mátame! ¡Mátame si quieres! ¡Así te llevo conmigo al
infierno!»
Asestó otro par de golpes, cada vez más débiles, y lanzó las
tenazas al suelo. Se cubrió la cara con las manos y estalló en
sollozos.
El perro de los vecinos seguía ladrando.
Me quedé en la cama dos días. No tenía ganas de comer, no
tenía ganas de nada. El simple hecho de mover una pierna me parecía
imposible. De vez en cuando dormía, de vez en cuando miraba el moho
del techo.
El segundo día, por la tarde, oí la voz del sargento, abajo,
en la cocina. No había venido para llevarme, como esperaba, sino
sólo para decir que don Firmato, por respeto a la devoción y a la
fe de mi tía, había retirado la denuncia. «Además», añadió, «en el
pueblo todos les tienen aprecio».
Mi tía le dio las gracias con un hilo de voz. «Y pensar que
la recogí en casa sólo por hacer una buena obra. Sin padre, ¡y
huérfana de semejante madre! Y nosotros somos viejos. Esperábamos
salvarla, sargento. Usted me entiende. Y ahora tenemos que soportar
esta cruz.»
Antes de irse, el sargento dijo: «¡Coraje!»
Al tercer día, cuando mis tíos salieron para ir al centro
comercial, bajé a la cocina, cogí la botella de Alkermes para los
dulces y me escondí en la leñera.