Un amigo experto en esoterismo lo encontraba motivo de
felicitación. No a todos toca, me había dicho, nacer con cifras tan
perfectas. Yo no le hice mucho caso. Giulia estaba ligeramente por
debajo del peso normal y era más bien fea, como todos los recién
nacidos.
Los primeros diez días los pasó en la incubadora. Un poco de
ictericia, nada más, pero fue suficiente para desencadenar la
inquietud de la madre.
«Me ocultan algo», repetía con mirada nerviosa. «Hay algo que
no quieren que sepa.»
Entonces yo me sentaba en la cama y pasaba horas
tranquilizándola, aunque todo era inútil.
Cuando por fin le pusieron a la niña en los brazos, la miraba
como se mira una mercancía que sospechas que te han vendido
averiada.
«No succiona bastante», decía. «¿Respira o no respira? No lo
entiendo.»
Por fin, consiguió transmitirme las dudas incluso a mí. Una
tarde, paré al médico en el pasillo.
«¿Qué le pasa a mi hija?»
Estábamos ante el cristal del nido.
Giulia dormía bajo la lámpara con el culo en pompa.
Probablemente estaba soñando, porque hacía muecas.
«¿Por qué iba a pasarle algo? Mírela», dijo sonriendo, «es
una florecilla que no ve el momento de crecer».
Al día siguiente volvimos a casa. Aparentemente, Anna estaba
tranquila. Pero a Giulia no le ayudó el cambio de aires. Confundía
el día y la noche. Gritaba como si tuviese hambre pero, en cuanto
Anna le ofrecía el pecho, volvía la cara. Sólo después de insistir
mucho, conseguía que mamara un poco. Era una lucha extenuante.
Cuando Giulia estaba otra vez en su cuna, Anna estallaba en
sollozos.
«No me quiere», gritaba, «no quiere saber nada de
mí».
De acuerdo con el pediatra, una semana más tarde pasamos a la
leche artificial. La mejora fue muy pronto evidente para Giulia,
pero no para Anna. El parto había desencadenado en ella una
depresión latente desde hacía tiempo. No se lavaba, no hacía la
compra, no guisaba. Cuando yo volvía del trabajo por la tarde,
encontraba a la niña gritando de hambre y sucia hasta el
cuello.
En poquísimo tiempo, tuve que aprender a hacer de mamá.
Cambiar los pañales, echarle los polvos de talco, comprobar con los
labios la correcta temperatura de la leche.
Cuando iba al instituto, las chicas me decían siempre: eres
el mejor de todos. Mis compañeros insinuaban que quizá yo fuese
homosexual, pero no era verdad. Prefería leer a jugar al fútbol. Si
salía con una amiga, me gustaba más hablar con ella que ponerle
inmediatamente las manos encima.
Y a lo mejor por eso, cuando me vi haciendo de mamá, no me
preocupó demasiado. En vez de ir al bar a beber con los amigos,
acepté mis responsabilidades. Los hijos son cosa de dos, me
repetía. Si uno está mal, es justo que el otro cargue con el peso.
Un día se curará, me decía, y mi sacrificio habrá servido para
construir una familia feliz.
Yo quería a Anna más que a nada en el mundo. Amaba su
fragilidad, su imprevisibilidad. Amaba sobre todo el hecho de que
no pudiese vivir sin mi amor.
La había conocido en el instituto, apareció en mi clase el
penúltimo año, su familia acababa de mudarse desde otra ciudad.
Estaba en el tercer pupitre y era muy silenciosa. Mientras las
otras chicas hacían cualquier cosa por llamar la atención, ella
hacía cualquier cosa por esconderse. Silenciosa, vestida con
sobriedad, si le preguntaban enrojecía antes de responder.
Naturalmente, se convirtió en el hazmerreír de la clase. Las chicas
decían: o es tonta u oculta algo. Los chicos se encogían de
hombros: dejadla, es una auténtica monja y está más plana que un
lenguado.
Una tarde me la encontré por casualidad en el parque. Era
mayo, en el lago los cisnes nadaban alargando el cuello, los
gorriones saltaban en el polvo. Habíamos hablado del instituto, de
los profesores simpáticos y de los antipáticos, del examen de
selectividad, de las vacaciones, de lo que haríamos en el
futuro.
«¿No tienes ninguna pasión?», le pregunté.
«¿Pasiones?», repitió, bajando la mirada. «Sí, me gusta leer.
Leer poemas, novelas… Sí, me gustaría matricularme en letras. Pero
estoy indecisa porque también me gustaría estudiar psicología.
Tenemos tantas cosas en la cabeza, sería estupendo que
entendiéramos algo, ¿no te parece?»
«Ah, sí», respondí, y le hablé de mi pasión por los árboles.
Pensaba estudiar biología o ingeniería agrícola.
Pareció maravillada. Probablemente se preguntaba cómo llega
uno a apasionarse por cosas tan poco interesantes como los
árboles.
«Incluso los árboles», le dije, «pueden ser simpáticos o
antipáticos. ¿No lo has pensado nunca? Por ejemplo, fíjate en ése,
un ciprés de Arizona, ¿cómo es?».
Anna lo miró un poco, luego abrió la boca.
«Antipático.»
«¿Y ése?», continué, señalando un sauce
llorón.
«Simpático. Muy simpático.»
En aquel momento, pensé que de una chica así incluso podría
enamorarme.
Luego llegó el pánico prolongado del examen de selectividad,
el alivio de haberlo superado, las breves vacaciones antes de
iniciar las prácticas de ingreso en la universidad. Y la perdí de
vista.
Volví a encontrarla pocos meses antes de la licenciatura. Yo
estaba en el vestíbulo de la estación cuando se me acercó y me
dijo: «¿Te acuerdas de mí?»
Fuimos a un bar a beber algo.
«¿Y ése cómo es?», me preguntó, señalando hacia arriba, a la
hojarasca.
«Es un almez», le respondí, «antipático, muy
antipático».
Al año siguiente nos casamos.
En este largo período, he escrito a Giulia muchas cartas.
Empecé hace cuatro años, con la felicitación de Navidad y luego la
de cumpleaños. La primera vez me quedé mucho rato con la pluma
suspendida en el aire. ¿Cómo debía firmar? ¿Papá? ¿Tu padre?
¿Saverio? ¿O quizá Saverio, tu papá? No terminaba de decidirme.
Abrí y cerré aquel sobre tantas veces que, cuando finalmente lo
mandé, ya estaba viejo y estropeado.
Al año siguiente, me armé de valor y le escribí la primera
carta. Elegí el papel que creía que se adaptaba a ella, a su edad.
Tenía unos gatitos que corrían detrás de una mariposa. En
escribirla tardé más de un mes, era como esculpir las letras en
piedra. Luego, la dejé sobre la mesa otro mes. Después de mandarla,
me puse a esperar la respuesta. Los días se distinguían sólo por la
inquietud. ¿Llegará o no llegará?
Por fin llegó una carta. Pero era la mía, devuelta. Un sello
violeta decía: «destinatario desconocido». Las felicitaciones las
había mandado a la misma dirección. ¿Qué había pasado? Quizá les
había ocurrido algo a los abuelos. Estaban enfermos o habían
muerto. O era ella la que estaba mal. No podía tranquilizarme.
Vivían desde hacía generaciones en la misma casa, ¿era posible que
hubieran cambiado de dirección inesperadamente? O quizá habían sido
los propios abuelos los que no querían que aquellas cartas acabaran
en sus manos. Las volvían a echar al buzón, como se vuelve a echar
al agua un pez demasiado pequeño.
Vuelve atrás. Vuelve al origen.
La mayor parte del tiempo lo paso viendo la televisión. Veo
sobre todo programas para adolescentes y me pregunto: ¿cuál le
gustará más? ¿Será fan de algún cantante o preferirá cuidar las
plantas del jardín? ¿Será la alegría de sus abuelos o una espina en
su corazón?
Muchas noches sueño con ella. Estoy en las calles de una gran
ciudad, Nueva York o Los Ángeles. Me parece verla entre la
multitud. Va andando delante de mí, la llamo, pero no me oye.
Entonces la alcanzo, le toco el hombro, se vuelve y no la
reconozco. «Perdone», balbuceo. Un sueño banal. El sueño banal de
una persona banal.
En la época del hecho buscaron a mis antiguos compañeros en
el instituto o la universidad. Querían saber qué clase de persona
era yo. A algunos incluso les había costado acordarse de
mí.
«¿Saverio?», repetían, como buscando algo sin importancia en
el fondo de un baúl, y añadían: «Ah, sí, un tipo normal,
completamente normal. ¿Quién lo hubiera dicho?»
Intento pensar en otra cosa pero no lo consigo. El rostro que
recuerdo es el que tenía con cuatro años. Estaba perdiendo la
redondez de la primera infancia, Anna le hacía dos trencitas para
ir a la guardería. Salía de casa cantando, en la mano su bolsa de
plástico rosa. Es una parte de mí que sigue andando por el mundo,
mirando, asombrándose. ¿Conoce la verdad? ¿No la conoce? No lo sé y
no me está permitido saberlo. Durante muchos años incluso he
pensado en desaparecer de su vida. Durante muchos años he pensado
en matarme.
Pienso en Giulia y no en Anna. ¿Por qué? Porque Anna vive de
nuevo conmigo.
Volvió en cierto momento y, en lugar de rechazarla, la he
acogido. No ha sido fácil. Ni inmediatamente. Al principio no
quería verla, luego tuve miedo. Me hablaba y no podía creer lo que
me decía. Me sentía inseguro, confuso. Así que pedí una entrevista
con el psicólogo. Después de verlo, incluso tenía menos claras las
ideas. Pasé al psiquiatra. Me dio fármacos. Se me hinchaba la
lengua y ella no se iba.
«Escúchame, Saverio», decía hablando despacio, con
delicadeza. Entonces yo gritaba, corría, golpeando las cuatro
paredes. Era como si alguien me hubiese prendido fuego, como si
dentro de mí hubiese una grabadora que se pusiera en marcha por su
cuenta.
«¡Tú también quieres matarme!», le grité una noche,
despertándome en la oscuridad.
Soplaba un fuerte mistral. El alba no debía de estar lejos
porque oía los pesqueros que volvían al puerto. Su voz era como un
murmullo.
«No», me respondió, «quiero que empieces a vivir».