Conozco su edad, pero no su rostro. Eso es lo que no me deja dormir de noche. Vino al mundo el 3 de marzo, a las tres de la noche. A las tres de la noche, el 3 de marzo de 1983.


Un amigo experto en esoterismo lo encontraba motivo de felicitación. No a todos toca, me había dicho, nacer con cifras tan perfectas. Yo no le hice mucho caso. Giulia estaba ligeramente por debajo del peso normal y era más bien fea, como todos los recién nacidos.

Los primeros diez días los pasó en la incubadora. Un poco de ictericia, nada más, pero fue suficiente para desencadenar la inquietud de la madre.

«Me ocultan algo», repetía con mirada nerviosa. «Hay algo que no quieren que sepa.»

Entonces yo me sentaba en la cama y pasaba horas tranquilizándola, aunque todo era inútil.

Cuando por fin le pusieron a la niña en los brazos, la miraba como se mira una mercancía que sospechas que te han vendido averiada.

«No succiona bastante», decía. «¿Respira o no respira? No lo entiendo.»

Por fin, consiguió transmitirme las dudas incluso a mí. Una tarde, paré al médico en el pasillo.

«¿Qué le pasa a mi hija?»

Estábamos ante el cristal del nido.

Giulia dormía bajo la lámpara con el culo en pompa. Probablemente estaba soñando, porque hacía muecas.

«¿Por qué iba a pasarle algo? Mírela», dijo sonriendo, «es una florecilla que no ve el momento de crecer».

Al día siguiente volvimos a casa. Aparentemente, Anna estaba tranquila. Pero a Giulia no le ayudó el cambio de aires. Confundía el día y la noche. Gritaba como si tuviese hambre pero, en cuanto Anna le ofrecía el pecho, volvía la cara. Sólo después de insistir mucho, conseguía que mamara un poco. Era una lucha extenuante. Cuando Giulia estaba otra vez en su cuna, Anna estallaba en sollozos.

«No me quiere», gritaba, «no quiere saber nada de mí».

De acuerdo con el pediatra, una semana más tarde pasamos a la leche artificial. La mejora fue muy pronto evidente para Giulia, pero no para Anna. El parto había desencadenado en ella una depresión latente desde hacía tiempo. No se lavaba, no hacía la compra, no guisaba. Cuando yo volvía del trabajo por la tarde, encontraba a la niña gritando de hambre y sucia hasta el cuello.

En poquísimo tiempo, tuve que aprender a hacer de mamá. Cambiar los pañales, echarle los polvos de talco, comprobar con los labios la correcta temperatura de la leche.

Cuando iba al instituto, las chicas me decían siempre: eres el mejor de todos. Mis compañeros insinuaban que quizá yo fuese homosexual, pero no era verdad. Prefería leer a jugar al fútbol. Si salía con una amiga, me gustaba más hablar con ella que ponerle inmediatamente las manos encima.

Y a lo mejor por eso, cuando me vi haciendo de mamá, no me preocupó demasiado. En vez de ir al bar a beber con los amigos, acepté mis responsabilidades. Los hijos son cosa de dos, me repetía. Si uno está mal, es justo que el otro cargue con el peso. Un día se curará, me decía, y mi sacrificio habrá servido para construir una familia feliz.

Yo quería a Anna más que a nada en el mundo. Amaba su fragilidad, su imprevisibilidad. Amaba sobre todo el hecho de que no pudiese vivir sin mi amor.

La había conocido en el instituto, apareció en mi clase el penúltimo año, su familia acababa de mudarse desde otra ciudad. Estaba en el tercer pupitre y era muy silenciosa. Mientras las otras chicas hacían cualquier cosa por llamar la atención, ella hacía cualquier cosa por esconderse. Silenciosa, vestida con sobriedad, si le preguntaban enrojecía antes de responder. Naturalmente, se convirtió en el hazmerreír de la clase. Las chicas decían: o es tonta u oculta algo. Los chicos se encogían de hombros: dejadla, es una auténtica monja y está más plana que un lenguado.

Una tarde me la encontré por casualidad en el parque. Era mayo, en el lago los cisnes nadaban alargando el cuello, los gorriones saltaban en el polvo. Habíamos hablado del instituto, de los profesores simpáticos y de los antipáticos, del examen de selectividad, de las vacaciones, de lo que haríamos en el futuro.

«¿No tienes ninguna pasión?», le pregunté.

«¿Pasiones?», repitió, bajando la mirada. «Sí, me gusta leer. Leer poemas, novelas… Sí, me gustaría matricularme en letras. Pero estoy indecisa porque también me gustaría estudiar psicología. Tenemos tantas cosas en la cabeza, sería estupendo que entendiéramos algo, ¿no te parece?»

«Ah, sí», respondí, y le hablé de mi pasión por los árboles. Pensaba estudiar biología o ingeniería agrícola.

Pareció maravillada. Probablemente se preguntaba cómo llega uno a apasionarse por cosas tan poco interesantes como los árboles.

«Incluso los árboles», le dije, «pueden ser simpáticos o antipáticos. ¿No lo has pensado nunca? Por ejemplo, fíjate en ése, un ciprés de Arizona, ¿cómo es?».

Anna lo miró un poco, luego abrió la boca. «Antipático.»

«¿Y ése?», continué, señalando un sauce llorón.

«Simpático. Muy simpático.»

En aquel momento, pensé que de una chica así incluso podría enamorarme.

Luego llegó el pánico prolongado del examen de selectividad, el alivio de haberlo superado, las breves vacaciones antes de iniciar las prácticas de ingreso en la universidad. Y la perdí de vista.

Volví a encontrarla pocos meses antes de la licenciatura. Yo estaba en el vestíbulo de la estación cuando se me acercó y me dijo: «¿Te acuerdas de mí?»

Fuimos a un bar a beber algo.

«¿Y ése cómo es?», me preguntó, señalando hacia arriba, a la hojarasca.

«Es un almez», le respondí, «antipático, muy antipático».

Al año siguiente nos casamos.

En este largo período, he escrito a Giulia muchas cartas. Empecé hace cuatro años, con la felicitación de Navidad y luego la de cumpleaños. La primera vez me quedé mucho rato con la pluma suspendida en el aire. ¿Cómo debía firmar? ¿Papá? ¿Tu padre? ¿Saverio? ¿O quizá Saverio, tu papá? No terminaba de decidirme. Abrí y cerré aquel sobre tantas veces que, cuando finalmente lo mandé, ya estaba viejo y estropeado.

Al año siguiente, me armé de valor y le escribí la primera carta. Elegí el papel que creía que se adaptaba a ella, a su edad. Tenía unos gatitos que corrían detrás de una mariposa. En escribirla tardé más de un mes, era como esculpir las letras en piedra. Luego, la dejé sobre la mesa otro mes. Después de mandarla, me puse a esperar la respuesta. Los días se distinguían sólo por la inquietud. ¿Llegará o no llegará?

Por fin llegó una carta. Pero era la mía, devuelta. Un sello violeta decía: «destinatario desconocido». Las felicitaciones las había mandado a la misma dirección. ¿Qué había pasado? Quizá les había ocurrido algo a los abuelos. Estaban enfermos o habían muerto. O era ella la que estaba mal. No podía tranquilizarme. Vivían desde hacía generaciones en la misma casa, ¿era posible que hubieran cambiado de dirección inesperadamente? O quizá habían sido los propios abuelos los que no querían que aquellas cartas acabaran en sus manos. Las volvían a echar al buzón, como se vuelve a echar al agua un pez demasiado pequeño.

Vuelve atrás. Vuelve al origen.

La mayor parte del tiempo lo paso viendo la televisión. Veo sobre todo programas para adolescentes y me pregunto: ¿cuál le gustará más? ¿Será fan de algún cantante o preferirá cuidar las plantas del jardín? ¿Será la alegría de sus abuelos o una espina en su corazón?

Muchas noches sueño con ella. Estoy en las calles de una gran ciudad, Nueva York o Los Ángeles. Me parece verla entre la multitud. Va andando delante de mí, la llamo, pero no me oye. Entonces la alcanzo, le toco el hombro, se vuelve y no la reconozco. «Perdone», balbuceo. Un sueño banal. El sueño banal de una persona banal.

En la época del hecho buscaron a mis antiguos compañeros en el instituto o la universidad. Querían saber qué clase de persona era yo. A algunos incluso les había costado acordarse de mí.

«¿Saverio?», repetían, como buscando algo sin importancia en el fondo de un baúl, y añadían: «Ah, sí, un tipo normal, completamente normal. ¿Quién lo hubiera dicho?»

Intento pensar en otra cosa pero no lo consigo. El rostro que recuerdo es el que tenía con cuatro años. Estaba perdiendo la redondez de la primera infancia, Anna le hacía dos trencitas para ir a la guardería. Salía de casa cantando, en la mano su bolsa de plástico rosa. Es una parte de mí que sigue andando por el mundo, mirando, asombrándose. ¿Conoce la verdad? ¿No la conoce? No lo sé y no me está permitido saberlo. Durante muchos años incluso he pensado en desaparecer de su vida. Durante muchos años he pensado en matarme.

Pienso en Giulia y no en Anna. ¿Por qué? Porque Anna vive de nuevo conmigo.

Volvió en cierto momento y, en lugar de rechazarla, la he acogido. No ha sido fácil. Ni inmediatamente. Al principio no quería verla, luego tuve miedo. Me hablaba y no podía creer lo que me decía. Me sentía inseguro, confuso. Así que pedí una entrevista con el psicólogo. Después de verlo, incluso tenía menos claras las ideas. Pasé al psiquiatra. Me dio fármacos. Se me hinchaba la lengua y ella no se iba.

«Escúchame, Saverio», decía hablando despacio, con delicadeza. Entonces yo gritaba, corría, golpeando las cuatro paredes. Era como si alguien me hubiese prendido fuego, como si dentro de mí hubiese una grabadora que se pusiera en marcha por su cuenta.

«¡Tú también quieres matarme!», le grité una noche, despertándome en la oscuridad.

Soplaba un fuerte mistral. El alba no debía de estar lejos porque oía los pesqueros que volvían al puerto. Su voz era como un murmullo.

«No», me respondió, «quiero que empieces a vivir».