Hubiera podido decir: vivo sólo para recordar a mi hijo. Pero
soy sincera y digo: vivo sólo para vengarlo.
O mejor: he vivido en esa espera.
Esa espera se frustró el mismo día en que te encontré tendido
en el suelo del cuarto de baño. Te había deseado una muerte atroz.
Un cáncer en el cerebro, alguna enfermedad inmunodepresiva que te
convirtiera en una larva con pañales. Pero, por la suerte feliz que
en este mundo protege siempre a los malvados, escogiste para ti la
muerte mejor -una fulminante parada cardíaca- y me dejaste a mí la
otra.
Esperaba que volver a casa de mis padres haría mi pena menos
grave, pero no había contado con el silencio, ni con la memoria de
los muertos.
No había contado con el oxígeno de la montaña que nutre mejor
el cerebro y el corazón y vuelve más fuerte cada sensación. Igual
que en la antigüedad quemaban a la esposa en la pira del marido,
así he ido recogiendo por la casa los objetos más queridos y los he
puesto encima de mi cama. De noche me cubro con ellos y me siento
menos sola, esas cosas todavía tienen vida, respiran, emanan calor.
Ni siquiera es mío el pijama que me pongo, sino de
Michele.
La otra noche, andando por la casa, pasé delante de un espejo
y me di cuenta de que irradiaba luz. ¿Era yo o era alguien que
estaba a mi lado? ¿Era la luz del amor o la luz del odio? «¿Quién
eres?», pregunté en voz baja. Por el tejado, sobre mí, andaba un
ratón o quizá un lirón. «¿Quién es?», repetí más fuerte. Una tabla
del suelo crujió. Tuve la impresión de que afuera iba a desatarse
el viento.
Trágica fatalidad, escribió al día
siguiente el periódico local.
Michele murió en el acto. Tú te apeaste del coche y te
pusiste las manos en el pelo. No lo habías visto, no podías
imaginarte que mientras salías a una velocidad disparatada, él
corriera a tu encuentro.
Yo no hice nada, me quedé en el balcón, inmóvil, como en el
palco de un teatro. Vi llegar la ambulancia, vi cómo el médico
movía la cabeza.
Junto al médico había aparecido un viejo perro blanco. Noté
que te miraba con la boca abierta y la lengua fuera, como si
quisiera decirte algo.
Te vi coger al médico por las solapas, lo oí gritar: «Ya no
es tarea nuestra.» Entonces le pegaste una patada al perro. En vez
de aullar e irse, se sentó trabajosamente junto al cuerpo, en el
asfalto.
Vi llegar a la policía y, luego, al coche fúnebre. Metieron a
Michele primero en una bolsa de plástico y luego en un contenedor
de metal. Cuando lo deslizaron en el interior, sentí un golpe
sordo. Debe de ser la cabeza, pensé, desde niño la ha tenido
demasiado grande.
Me acordé del primer jersey que le hizo mi madre, azul claro
con gatitos bordados en la parte delantera. El modelo era para un
niño de seis meses pero la cabeza no entraba, tuve que añadir dos
botones para conseguir ponérselo. Volví a ver la cima de su cabeza
clara, la fontanela todavía abierta. Intentaba meterle el jersey y
él protestaba. Era mayo y estábamos en casa de mis padres. Acababa
de bañarse, de su cuerpo emanaba tibieza, olor a polvos de
talco.
Cuando los de la funeraria cerraron las puertas del furgón,
el encantamiento se rompió. Grité: «¡Noooo!» como si fuera la única
palabra del mundo. Luego perdí el sentido.
Durante todo el funeral me estrechaste bajo tu brazo. Yo
lloraba, tú estabas petrificado. Recuerdo una gran multitud de
rostros y de chicos que tocaban la guitarra. Sobre nosotros pegaba
el sol de agosto.
Su amigo cura sudaba bajo los ornamentos.
«Por una razón oculta a nuestra pequeña mente de hombres,
muchas veces el cielo reclama a sus hijos más luminosos,
interrumpiendo bruscamente su camino terreno.»
Dos lágrimas le surcaban el rostro y no se preocupaba de
ocultarlo.
«Es fácil rebelarse, fácil indignarse ante una arbitrariedad
tan grande. Michele daba luz a nuestras vidas y todos nosotros,
egoístamente, hubiéramos querido que esa Luz durara mucho
más.»
Delante estaban los abuelos. Poco antes de que descendieran
el féretro se arrodillaron junto a él. La abuela depositó un beso
leve sobre la tapa. Vi sus labios moverse diciendo muy bajo:
«Adiós, mi niño.» El abuelo tenía en la mano la pequeña flauta, la
dejó sobre la caja, con una tímida caricia.
Luego sólo hubo oscuridad. Oscuridad, oscuridad, oscuridad.
Oscuridad con resplandores. Oscuridad con rayos, con truenos.
Oscuridad con granizos. Oscuridad con terremotos y tifones. A
fogonazos, vi caras, oí voces. Tu cara que decía: «Pero pienso ir
al barco.» La cara de un médico: «Con éstas, resolveremos el
problema.» La cara de un cura. «¡Fuera!», grité. La cara de mi
madre: «Michele está todavía con nosotros.» «Estúpida embustera.»
Gritaba siempre. De vez en cuando había termitas en mi cuerpo,
alcanzaban los intersticios más íntimos, desde los que me devoraban
a minúsculos mordiscos. Otras veces eran arañas, muchísimas arañas,
peludas, negras, con las patas cortas y gruesas. Corrían por todas
partes buscando el lugar mejor donde inocular su veneno. Y otras
veces serpientes delgadas se me enroscaban en los tobillos,
lanzando como flechas sus lenguas letales. Cuando volví a ver mi
rostro en el espejo era el de una vieja. Hay arrugas de abuela y
arrugas de bruja. Las mías eran todas arrugas de
bruja.
Después de la tragedia, Laura se fue a estudiar al
extranjero. Me llamaba por teléfono una vez al mes para no decir
nada.
Tú te volcaste completamente en el trabajo.
«Ha sido una desgracia», seguías repitiendo. «Lo has matado»,
respondía yo. Y ésta era toda nuestra relación.
Seguía a tu lado para poder odiarte hasta el último día. Pero
no era la única razón. Seguía a tu lado también porque no hubiera
podido sobrevivir ni siquiera una hora a solas con mi
dolor.
¡Qué ingenua fui al pensar que podía derrotarte en tu propio
terreno! He hablado de termitas, de arañas, de áspides mortales,
pero no de escorpiones. El escorpión eras tú.
Todavía recuerdo la indignación de Laura, una tarde, frente
al televisor. Estaban transmitiendo una grabación sobre las niñas
prostitutas del tercer mundo. Tu respuesta fue serena, de hombre
adulto del mundo civilizado.
«No debes caer en el sentimentalismo», le dijiste. «Su vida
no es como la nuestra. No estudian, no leen, no tienen qué comer. A
los cinco años se las folla algún tío suyo, a los seis, se echan a
la calle. Te las encuentras, las miras a los ojos y te das cuenta
inmediatamente de que no saben hacer otra cosa. Es su destino. Y,
además, mantienen a sus padres y a sus hermanos
pequeños.»
«¿Quieres decir que es algo justo?»
«No, sólo que es una hipocresía escandalizarse
tanto.»
¿Por qué no te di una bofetada? ¿Por qué no te la di un
número infinito de otras veces? No sé por qué. O quizá lo sepa
demasiado bien. Porque tenía miedo, porque estaba absolutamente
sometida a tu voluntad, porque quizá, en el fondo, pensaba que
tenías razón. Porque millones de personas siguieron ciegamente a
Stalin y Hitler y a todos los demás dictadores sin la menor duda
sobre la justicia de sus acciones. Una vez incluso me lo dijiste:
«Me he casado contigo para reproducirme, porque eres bella y porque
estás sana. Me he casado contigo porque eres pobre y no puedes huir
a ningún sitio.» No dijiste «porque eres estúpida», pero
seguramente lo pensaste.
Al final de mis días, minada por el virus devastador que me
ha dejado como una cabaña roída por la carcoma, he comprendido que
hubiera podido tomar decisiones distintas cada día de mi vida. Cada
hora. Cada minuto. Cada segundo.
No se necesitaba mucho. Hubiera bastado un poco más de
confianza. Hubiera bastado mirar apenas un poco más
alto.