V


Estuve en el hospital cuatro días. El electroencefalograma resultó absolutamente perfecto. Cada mañana llegaba un médico y me preguntaba: «¿Estás segura de que no has tomado nada? ¿Y no habrás bebido además algo?» Pero, según los análisis, estaba limpia.


También las monjas me hacían preguntas: «¿No te has dado un golpe en la cabeza?» Y yo: «Sí, durante las vacaciones de Navidad. Me caí de la bicicleta.» Nunca había tenido habilidad para decir mentiras, pero, de pronto, la adquirí. Sabía engañar a los demás, manejarlos. Sabía fingir una cara inocente mientras por mi mente pasaban pensamientos terribles. Por primera vez en mi vida me sentía segura, capaz, potente. Cuando estaba sola me repetía: mentir y tener el mundo en las manos son las dos caras de la misma moneda.

De vuelta al colegio me convertí en la interna más tranquila, la más devota. Era la primera en rezar el rosario y, por la noche, en el dormitorio, mi voz destacaba sobre las otras. En la iglesia, ante el sagrario, era la única que tocaba el suelo al hacer la genuflexión.

Podía hacerlo, podía permitirme hacerlo porque ya sabía que estaba vacío. El crucifijo era una estatua y en el sagrario sólo había obleas. Inclinarse ante aquello o ante un tambor de detergente era exactamente lo mismo.

Sentía que ahora mi mirada y mi pensamiento coincidían. Una era acero y el otro el filo de la hoja. El amor no me importaba en absoluto, era un tótem que adoraba demasiada gente y que, como cualquier tótem, estaba vacío. Era importante que yo fuera fuerte, que fuera capaz de afrontar la vida, de encauzarla para extraerle el máximo beneficio.

La lucidez era mi caballo de batalla, ver las cosas como son y no como quisiéramos que fueran. Durante la misa, al observar todas aquellas cabezas inclinadas a mi alrededor, debía hacer un gran esfuerzo para no soltar una carcajada. En el fondo, me decía apretando los labios, la compasión debe ser esto, comprender que sólo son pobrecillas, no conocen otra vida que la del esclavo, por eso tienen necesidad de creer que en el cielo hay alguien. En el momento del Padre Nuestro, abría las manos hacia lo alto como si esperase el maná y decía: «Padre Nuestro que no estás en el cielo ni en ningún sitio…»

Naturalmente quería algo más. Quería la absoluta certeza de que todo era una estafa. Llevaba recorridas muchas calles pero aún me faltaba la más espinosa. La del sacrilegio con el corazón frío. La noche de Navidad, en el momento de arrojar al Niño Jesús, había fumado y bebido, no había ciencia en aquel gesto sino sólo rabia. Ahora deseaba la demostración exacta del teorema.

Dios puede matar a quien quiere, y de mil maneras distintas, ahí está la Biblia entera, negro sobre blanco, para demostrarlo. Si Dios existe, me decía, hará caer sobre mí un castigo espantoso. Si, por el contrario, no existe, no pasará nada.

De noche, fui al despacho de la superiora. No me había mentido, la puerta siempre estaba abierta. Sobre la mesa no había nada interesante, así que busqué en los cajones. Tuve más suerte: había un rosario gastado por el uso y una pequeña cruz de madera sobre la que habían escrito «Jerusalén».

De mi mano fueron directamente a la taza del váter.

Vuelta a la cama, dormí profundamente y sin sueños.

Una semana después el váter se atrancó. Vino el fontanero a desmontarlo. Sacó el rosario y la cruz, envueltos en papel higiénico como en el velo de una novia.

Sobre el colegio descendió una capa de hielo. Hubo interrogatorios, encuentros con el padre confesor, investigaciones exhaustivas. Yo misma me maravillaba de mi habilidad para mentir, de la naturalidad con que lo hacía.

Durante diez días no se habló de otra cosa. Hubo una ceremonia para volver a consagrar los objetos ultrajados. Y, luego, incluso sobre aquel hecho cayó el olvido.

Volví al despacho de la superiora a primeros de junio. Me llamó ella. Yo estaba convencida de que se trataba de la usual visita de rutina antes de las vacaciones. Pero, inmediatamente después de decirme que me sentara, me dijo: «Lo siento, Rosa, pero no podemos seguir teniéndote aquí.»

Siguió un largo silencio. Por la ventana abierta entraba el olor del jazmín.

«¿Por qué?», debería haber preguntado pero no tenía gana. Cuando abrí la boca, sólo dije: «Vale.»

«Hasta la mayoría de edad estarás con tus tíos…»

«Vale…»

La superiora se sentó frente a mí. Por la manera en que suspiró, comprendí que ya era una persona vieja. De nuevo sus manos pequeñas y frías sobre las mías.

«¿No quieres decir nada más?»

«¿Qué más debería decir? Usted es la que ha decidido, no yo.»

«¿Por qué no me abres el corazón?»

«El corazón es una caja.»

«En las cajas siempre hay algo.»

«Mi caja está vacía.»

«Permite que no te crea.»

«Es libre de creer o no creer lo que quiera.»

«Rosa, ¿me ocultas algo? Estoy muy preocupada por ti.»

«Puesto que estoy a punto de irme, mi vida ya no le afecta.»

«La primera vez que cogí tu mano entre las mías tenías casi ocho años.»

Empezaba a hartarme.

«Paciencia», dije, levantándome, «todo pasa».

«El amor no pasa», respondió, siguiéndome hasta la puerta. Me apretaba con sus manos gráciles.

«Acuérdate de que yo estoy aquí siempre y que te espero. Me digas lo que me digas, lo aceptaré.»

Era patética.

«Vale», respondí secamente.

«Abrázame por lo menos, deja que te dé un beso.»

Me incliné a su altura. La piel de sus mejillas era suave y fresca.

Mis tíos me recibieron en silencio. A su silencio, opuse el mío. Nadie ya me decía que fuera a la iglesia, ya no tenía la obligación de los buenos modales, de mí todos esperaban lo peor y a mí no me costaba ningún trabajo ofrecérselo.

En vez de correr a ayudar a mi tía, por la mañana dormía hasta tarde. Bajaba a desayunar cuando estaban comiendo. La nariz de Cuello de Pavo se dilataba de furor pero, en vez de saltarme a la garganta, callaba. El día de mi regreso le dije: «Si se te ocurre rozarme, sólo rozarme, armo tal escándalo que por vergüenza tendrás que mudarte de pueblo.» Por eso estaba quieta, inmóvil, con la boca cerrada y, en cuanto yo salía, la tomaba con el marido. En el fondo yo era la sobrina de él: era él el que le había metido aquella cruz en casa. La pequeña huérfana que había adoptado por caridad cristiana y que eternamente debería haberles estado agradecida, se les había revuelto como una serpiente con los dientes llenos de veneno.

Cuando el sol atenuaba un poco su fuerza, cogía la bicicleta de mi tía y me daba un paseo por las calles blancas. Esperaba al crepúsculo para ver las luciérnagas y muchas veces también me quedaba a mirar las estrellas.

Cuando volvía, mis tíos llevaban durmiendo un buen rato. Aunque mi tío no tuviera gana, mi tía lo arrastraba a la cama con las gallinas. Entonces me iba al cuarto de estar y abría el armario de los licores. Había tres o cuatro botellas, llevaban años allí, regalo de alguien que seguramente ya estaba muerto. Empecé por la Vecchia Romagna y seguí con el Amaretto. Me tumbaba en el diván y por fin sentía calor. No el calor externo del sol de agosto sino un calor que llegaba de dentro. El mismo calor de la lluvia de besos.

Dos semanas después las botellas estaban vacías. Volvía a casa y necesitaba beber. Así empecé a coger dinero de la chaqueta de mi tío. Cuando se dio cuenta y escondió la cartera, empecé a pasarme por las iglesias de los pueblos vecinos. Llevaba un alambre retorcido y lo metía en el cepillo de las limosnas. Una o dos tardes de trabajo me bastaban siempre para comprar otra botella de licor.

En septiembre debería haberme matriculado en el instituto y hacer todo lo posible por acabar los estudios. En realidad sólo pensaba en una cosa: en alcanzar la mayoría de edad. Me sentía como un velocista en la línea de salida: los músculos estaban tensos, la mirada fija en la meta. Quería llegar lejos, demostrarles a todos de lo que era capaz.

A finales de diciembre cumplía los años. A mediados de octubre empecé a organizar la fuga.

Un mes después, respondiendo a un anuncio, encontré mi camino. En la ciudad vecina, una familia buscaba a una chica. Debería ocuparme de una niña, acompañarla al colegio, a la piscina. A cambio tendría una habitación con baño sólo para mí, una pequeña compensación económica y la posibilidad de asistir a un cursillo de formación. Fui a conocerlos y nos gustamos. Cuando volvieran de las vacaciones, en enero, empezaría a trabajar. Naturalmente no les dije nada a mis tíos. Había esperado durante meses con la misma paciencia de una araña que teje su tela.

El día antes de la partida, compré una botella de vino espumoso. Antes de irme la dejé en la mesa, junto a dos vasos y una nota. «Por fin podéis brindar. La cruz se va por su propio pie.»

Afuera todavía estaba oscuro, por la carretera comarcal ya corrían los coches de los que trabajaban lejos de sus casas.

En algún sitio sonaba una campana. Hasta que no desaparecí de su vista, el perro de los vecinos continuó ladrando.