También las monjas me hacían preguntas: «¿No te has dado un
golpe en la cabeza?» Y yo: «Sí, durante las vacaciones de Navidad.
Me caí de la bicicleta.» Nunca había tenido habilidad para decir
mentiras, pero, de pronto, la adquirí. Sabía engañar a los demás,
manejarlos. Sabía fingir una cara inocente mientras por mi mente
pasaban pensamientos terribles. Por primera vez en mi vida me
sentía segura, capaz, potente. Cuando estaba sola me repetía:
mentir y tener el mundo en las manos son las dos caras de la misma
moneda.
De vuelta al colegio me convertí en la interna más tranquila,
la más devota. Era la primera en rezar el rosario y, por la noche,
en el dormitorio, mi voz destacaba sobre las otras. En la iglesia,
ante el sagrario, era la única que tocaba el suelo al hacer la
genuflexión.
Podía hacerlo, podía permitirme hacerlo porque ya sabía que
estaba vacío. El crucifijo era una estatua y en el sagrario sólo
había obleas. Inclinarse ante aquello o ante un tambor de
detergente era exactamente lo mismo.
Sentía que ahora mi mirada y mi pensamiento coincidían. Una
era acero y el otro el filo de la hoja. El amor no me importaba en
absoluto, era un tótem que adoraba demasiada gente y que, como
cualquier tótem, estaba vacío. Era importante que yo fuera fuerte,
que fuera capaz de afrontar la vida, de encauzarla para extraerle
el máximo beneficio.
La lucidez era mi caballo de batalla, ver las cosas como son
y no como quisiéramos que fueran. Durante la misa, al observar
todas aquellas cabezas inclinadas a mi alrededor, debía hacer un
gran esfuerzo para no soltar una carcajada. En el fondo, me decía
apretando los labios, la compasión debe ser esto, comprender que
sólo son pobrecillas, no conocen otra vida que la del esclavo, por
eso tienen necesidad de creer que en el cielo hay alguien. En el
momento del Padre Nuestro, abría las manos
hacia lo alto como si esperase el maná y decía: «Padre Nuestro que
no estás en el cielo ni en ningún sitio…»
Naturalmente quería algo más. Quería la absoluta certeza de
que todo era una estafa. Llevaba recorridas muchas calles pero aún
me faltaba la más espinosa. La del sacrilegio con el corazón frío.
La noche de Navidad, en el momento de arrojar al Niño Jesús, había
fumado y bebido, no había ciencia en aquel gesto sino sólo rabia.
Ahora deseaba la demostración exacta del teorema.
Dios puede matar a quien quiere, y de mil maneras distintas,
ahí está la Biblia entera, negro sobre blanco, para demostrarlo. Si
Dios existe, me decía, hará caer sobre mí un castigo espantoso. Si,
por el contrario, no existe, no pasará nada.
De noche, fui al despacho de la superiora. No me había
mentido, la puerta siempre estaba abierta. Sobre la mesa no había
nada interesante, así que busqué en los cajones. Tuve más suerte:
había un rosario gastado por el uso y una pequeña cruz de madera
sobre la que habían escrito «Jerusalén».
De mi mano fueron directamente a la taza del
váter.
Vuelta a la cama, dormí profundamente y sin
sueños.
Una semana después el váter se atrancó. Vino el fontanero a
desmontarlo. Sacó el rosario y la cruz, envueltos en papel
higiénico como en el velo de una novia.
Sobre el colegio descendió una capa de hielo. Hubo
interrogatorios, encuentros con el padre confesor, investigaciones
exhaustivas. Yo misma me maravillaba de mi habilidad para mentir,
de la naturalidad con que lo hacía.
Durante diez días no se habló de otra cosa. Hubo una
ceremonia para volver a consagrar los objetos ultrajados. Y, luego,
incluso sobre aquel hecho cayó el olvido.
Volví al despacho de la superiora a primeros de junio. Me
llamó ella. Yo estaba convencida de que se trataba de la usual
visita de rutina antes de las vacaciones. Pero, inmediatamente
después de decirme que me sentara, me dijo: «Lo siento, Rosa, pero
no podemos seguir teniéndote aquí.»
Siguió un largo silencio. Por la ventana abierta entraba el
olor del jazmín.
«¿Por qué?», debería haber preguntado pero no tenía gana.
Cuando abrí la boca, sólo dije: «Vale.»
«Hasta la mayoría de edad estarás con tus
tíos…»
«Vale…»
La superiora se sentó frente a mí. Por la manera en que
suspiró, comprendí que ya era una persona vieja. De nuevo sus manos
pequeñas y frías sobre las mías.
«¿No quieres decir nada más?»
«¿Qué más debería decir? Usted es la que ha decidido, no
yo.»
«¿Por qué no me abres el corazón?»
«El corazón es una caja.»
«En las cajas siempre hay algo.»
«Mi caja está vacía.»
«Permite que no te crea.»
«Es libre de creer o no creer lo que
quiera.»
«Rosa, ¿me ocultas algo? Estoy muy preocupada por
ti.»
«Puesto que estoy a punto de irme, mi vida ya no le
afecta.»
«La primera vez que cogí tu mano entre las mías tenías casi
ocho años.»
Empezaba a hartarme.
«Paciencia», dije, levantándome, «todo
pasa».
«El amor no pasa», respondió, siguiéndome hasta la puerta. Me
apretaba con sus manos gráciles.
«Acuérdate de que yo estoy aquí siempre y que te espero. Me
digas lo que me digas, lo aceptaré.»
Era patética.
«Vale», respondí secamente.
«Abrázame por lo menos, deja que te dé un
beso.»
Me incliné a su altura. La piel de sus mejillas era suave y
fresca.
Mis tíos me recibieron en silencio. A su silencio, opuse el
mío. Nadie ya me decía que fuera a la iglesia, ya no tenía la
obligación de los buenos modales, de mí todos esperaban lo peor y a
mí no me costaba ningún trabajo ofrecérselo.
En vez de correr a ayudar a mi tía, por la mañana dormía
hasta tarde. Bajaba a desayunar cuando estaban comiendo. La nariz
de Cuello de Pavo se dilataba de furor pero, en vez de saltarme a
la garganta, callaba. El día de mi regreso le dije: «Si se te
ocurre rozarme, sólo rozarme, armo tal escándalo que por vergüenza
tendrás que mudarte de pueblo.» Por eso estaba quieta, inmóvil, con
la boca cerrada y, en cuanto yo salía, la tomaba con el marido. En
el fondo yo era la sobrina de él: era él el que le había metido
aquella cruz en casa. La pequeña huérfana que había adoptado por
caridad cristiana y que eternamente debería haberles estado
agradecida, se les había revuelto como una serpiente con los
dientes llenos de veneno.
Cuando el sol atenuaba un poco su fuerza, cogía la bicicleta
de mi tía y me daba un paseo por las calles blancas. Esperaba al
crepúsculo para ver las luciérnagas y muchas veces también me
quedaba a mirar las estrellas.
Cuando volvía, mis tíos llevaban durmiendo un buen rato.
Aunque mi tío no tuviera gana, mi tía lo arrastraba a la cama con
las gallinas. Entonces me iba al cuarto de estar y abría el armario
de los licores. Había tres o cuatro botellas, llevaban años allí,
regalo de alguien que seguramente ya estaba muerto. Empecé por la
Vecchia Romagna y seguí con el Amaretto. Me tumbaba en el diván y
por fin sentía calor. No el calor externo del sol de agosto sino un
calor que llegaba de dentro. El mismo calor de la lluvia de
besos.
Dos semanas después las botellas estaban vacías. Volvía a
casa y necesitaba beber. Así empecé a coger dinero de la chaqueta
de mi tío. Cuando se dio cuenta y escondió la cartera, empecé a
pasarme por las iglesias de los pueblos vecinos. Llevaba un alambre
retorcido y lo metía en el cepillo de las limosnas. Una o dos
tardes de trabajo me bastaban siempre para comprar otra botella de
licor.
En septiembre debería haberme matriculado en el instituto y
hacer todo lo posible por acabar los estudios. En realidad sólo
pensaba en una cosa: en alcanzar la mayoría de edad. Me sentía como
un velocista en la línea de salida: los músculos estaban tensos, la
mirada fija en la meta. Quería llegar lejos, demostrarles a todos
de lo que era capaz.
A finales de diciembre cumplía los años. A mediados de
octubre empecé a organizar la fuga.
Un mes después, respondiendo a un anuncio, encontré mi
camino. En la ciudad vecina, una familia buscaba a una chica.
Debería ocuparme de una niña, acompañarla al colegio, a la piscina.
A cambio tendría una habitación con baño sólo para mí, una pequeña
compensación económica y la posibilidad de asistir a un cursillo de
formación. Fui a conocerlos y nos gustamos. Cuando volvieran de las
vacaciones, en enero, empezaría a trabajar. Naturalmente no les
dije nada a mis tíos. Había esperado durante meses con la misma
paciencia de una araña que teje su tela.
El día antes de la partida, compré una botella de vino
espumoso. Antes de irme la dejé en la mesa, junto a dos vasos y una
nota. «Por fin podéis brindar. La cruz se va por su propio
pie.»
Afuera todavía estaba oscuro, por la carretera comarcal ya
corrían los coches de los que trabajaban lejos de sus
casas.
En algún sitio sonaba una campana. Hasta que no desaparecí de
su vista, el perro de los vecinos continuó ladrando.