IV


Una vez, en alguna parte, leí una historia. Hablaba de un mono y un escorpión. Habiendo llegado a la orilla de un gran río, el mono decide atravesarlo a nado. Apenas ha metido una pata en el agua, cuando oye una vocecilla que lo llama. Mira alrededor y, a poca distancia, ve a un escorpión. «Oye», le dice el escorpión, «¿serías tan amable de llevarme?» El mono lo mira fijamente a los ojos. «No tengo la menor intención. Con ese aguijón, podrías atacarme mientras nado y hacer que me ahogara.» «¿Por qué iba a hacerlo?», responde el escorpión. «Si tú te ahogaras, también moriría yo. ¿Qué sentido tendría?» El mono piensa un poco y le dice: «¿Me juras que no lo harás?» «¡Te lo juro!» Entonces el escorpión sube a la cabeza del mono y el mono empieza a nadar hacia la otra orilla. Cuando está casi a la mitad, siente de pronto un pinchazo en el cuello. El escorpión le ha picado. «¿Por qué lo has hecho?», grita el mono. «¡Ahora moriremos los dos!» «Perdona», responde el escorpión, «no he podido evitarlo. Es mi naturaleza».


¿Cuál era tu naturaleza?

Durante años intenté comprenderlo. Pensé al principio en una especie de trauma, un estado de sufrimiento psíquico latente que te impulsaba a comportarte de aquel modo. Estaba convencida de que, con el tiempo y la dedicación, conseguirías superarlo y un día también nosotros seríamos una familia banalmente normal como las de la publicidad.

Luego, con los años, las fuerzas empezaron a debilitarse, las pocas que quedaban las usé para defenderme, ya no intentaba comprender. Ya sabía que cada frase, cada gesto era un campo minado. Un adjetivo de más, un adverbio fuera de su sitio y estallaría la tormenta. Andaba con cuidado, me movía con la estudiada lentitud de quien sabe que tiene un enfermo grave en casa y no quiere hacer ruido. También los niños habían empezado a moverse del mismo modo. Parecían dos lémures que, antes de lanzarse al vacío, comprueban la solidez de la rama.

Durante semanas, después de tu muerte, tuve la impresión de no estar sola en casa. Si me sentaba en el diván o atravesaba una habitación, de repente sentía una corriente gélida que arremetía contra mí. Aunque fuera pleno verano, tenía que ponerme un jersey de lana.

Una noche, poco antes de dormirme, tuve la certeza de ver una sombra que atravesaba el espacio que hay entre el cuarto de baño y la cama, como durante tantos años hiciste tú. Al día siguiente me fui a dormir a casa de una amiga.

«No lo quieren ni en el infierno», le dije, con un whisky en la mano.

Ya no necesitaba defenderme. Tú ya no estabas.

Lentamente me volvió el deseo de comprender. Ante mis ojos pasaban cuarenta años de tu vida, cuarenta años de los que yo conocía, o creía conocer, cada pliegue, cada respiro. En todos esos años siempre habías conseguido sorprenderme con tu habilidad para mistificar, tu constante capacidad de ser despiadado, falso, de no experimentar otro sentimiento que no fuera el placer de humillar, el gusto de destruir la intimidad más profunda de las personas. Más que un ser humano, parecías una divinidad destructiva, Shiva o una medusa de tentáculos irrefrenables. Derramabas veneno alrededor, y tinta. Veneno, para matar. Tinta, para borrar las huellas. Para disfrutar en secreto de la desesperación que sembrabas tras de ti.

Eras un hombre de éxito. Llevabas la empresa heredada de tu padre como pocos hubieran sabido hacerlo. Tus empleados te apreciaban, para los colaboradores más próximos eras un mito. A veces incluso debía defenderme de la envidia de otras mujeres; hubieran hecho cualquier cosa por tener un marido como tú. Nunca traicionaste las apariencias. En el almuerzo firmabas un importante contrato con tus socios americanos; a la hora de la cena, si no corría a abrirte la puerta, gritabas: «¿Dónde está la zorra del monte?»

En mi cumpleaños, el último que celebramos juntos, me regalaste un colgante con una gran perla negra.

«Ya casi somos viejos», dijiste. Y, levantando la copa, quisiste brindar. «Por tu muerte, que espero más atroz que la mía.»

Todavía no lo sabía, pero tu aguijón ya había picado, inoculando en mi cuerpo el veneno del que querías liberarte.

A los cuatro, cinco años, Michele era un niño como todos. Los tests de desarrollo no registraban ni un solo día de retraso con respecto a su edad. Los únicos signos que había dejado el sufrimiento al nacer eran la gracilidad del físico y una cierta disposición a la quietud y el silencio. Quizá la drástica respuesta de los médicos obedecía a una sugerencia tuya.

Cuanto más sutilmente lo detestabas, más, a aquella edad, te adoraba él. El amor que no se recibe es el que más se desea. De noche, a la hora a la que solías volver, se ponía a esperarte de pie, junto a la puerta. Que llegaras diez minutos o una hora después, no le importaba: no se movía de allí. Las veces que cenabas fuera, yo debía usar toda mi diplomacia para conseguir que abandonara su inútil espera.

Un día se empeñó en que le comprara una pequeña corbata. Ya hacía tiempo que no se llevaban las corbatas para los niños y me costó encontrarla. Por fin, apareció en el cajón de una vieja mercería. Era azul, con líneas transversales rojas. Una goma blanca servía para sujetarla al cuello. Los ojos de Michele brillaban de felicidad. En casa, vestido como un hombrecito, inmóvil ante el espejo, se miraba y me preguntaba: «¿Cuántos botones tiene papá en la chaqueta, uno solo o tres?»

Quería ser exactamente igual en todo al objeto de su amor. Hasta entonces yo había conseguido proteger su fragilidad, hacía lo posible por no irritarte, para no provocar tus explosiones de ira. Si sucedía algo, cerraba las puertas, ponía la radio a todo volumen. Tenía la ilusión de que lograra conservar su amor, esperaba que aquella devota dedicación, con el tiempo, te hiciera experimentar hacia él un sentimiento distinto.

Pero tú no reparabas en él, en su tensión. O, si reparabas, era con una sensación de fastidio. Para ti la verdad seguía siendo lo que había dicho el neurólogo. Michele era un retrasado, no estaba capacitado para vivir. Y, ante todo, en tu imaginación enfermiza, era además una criatura en la que no había huella de tu patrimonio genético.

Los pilares de tu mundo educativo eran muy diferentes de los míos, yo en Magisterio había estudiado con el método Montessori, mientras que tus libros de formación eran Hobbes y Darwin.

«La vida es una gran fuerza», repetías a menudo, «y esta fuerza se manifiesta de dos maneras, en el sexo y en la lucha». Sin atropellos, sin la propagación de los patrimonios genéticos, la vida se hubiera extinguido poco después de su aparición. El hecho de que los individuos nacieran con distinta capacidad para imponerse era la confirmación del principio. Había quien venía al mundo para dominar y quien venía para ser dominado. Para comprobarlo, bastaba con observar a los monos: en cada manada había un macho al que todos reconocían como el más fuerte, el jefe de la manada, y poseía a todas las hembras. Los otros machos, para sellar su evidente sumisión, además de no tocar a las hembras, cuando pasaban a su lado le ofrecían el culo.

Y nosotros, repetías a menudo cuando estabas en vena filosófica, ¿en qué nos diferenciamos de ellos? Sabemos hablar, sabemos usar los objetos y las máquinas y todo eso. En lo más hondo, en nuestros deseos, en nuestros sentimientos, somos idénticos a ellos. O jodes o te joden.

¡Qué locura pedir que comprendieras la delicada sensibilidad de Michele! Para ti sólo era un monito incapaz de lanzarse desde las lianas. No habiendo podido tirarlo tú mismo desde lo alto del árbol -en la manada era lo que se hacía con los imperfectos-, esperabas simplemente que, en alguna tentativa de vuelo, le faltara dónde agarrarse. Mientras la madre gritaba desesperada, tú, con los brazos cruzados, lo mirarías caer.

La ceguera que Michele tenía contigo se rompió cuando empezó a ir al colegio. Para el día de San José la maestra invitó a los niños a hacer un dibujo como regalo a papá y les pidió que lo comentaran con una frase bonita. Michele estaba nerviosísimo con la idea de entregártelo. En cuanto te sentaste a la mesa, se te acercó y te lo ofreció con las dos manos, los ojos luminosos de alegría. Sobre el papel había manchas irregulares color pastel que se difuminaban armónicamente una en la otra. Bajo el dibujo, a lápiz y con mayúsculas, había escrito: «VIVA PAPÁ.»

«Ah, gracias», dijiste cogiéndolo. Luego empezaste a darle vueltas para observarlo desde todos los puntos de vista.

«¿Qué es? ¿Una casita, un paisaje? No se sabe qué es. Parece una chapuza, ¿no?»

Lo apoyaste en la mesa y empezaste a comer con el apetito de siempre. Michele se sentó en su sitio, tenía los espaguetis delante y dos pequeñas lágrimas le bajaban por las mejillas. Cuando acabaste tu plato, te diste cuenta de que el suyo estaba lleno.

«¡Come!», le gritaste. «¿Quieres seguir siendo un enano?»

Él, con la mirada baja, movió la cabeza.

Repetiste «come» tres o cuatro veces. A la quinta, te levantaste bruscamente, tu vaso se derramó y el vino tinto cubrió gran parte del dibujo. Con una mano cogiste el tenedor, con la otra le apretaste el cuello. Buscando aire, el niño abrió la boca y tú aprovechaste para meterle los espaguetis en la garganta.

Desde ese día no te esperó más detrás de la puerta. En vez de preguntarme cuándo llegabas, apenas oía tus pasos corría a esconderse. Cuanto más débil lo veías, cuanto más asustado, más crecía en ti el rencor. «Un ectoplasma», gritabas. «Tengo que tener en casa un ectoplasma.» Cuando te lo encontrabas por la casa, le decías: «¿No te da vergüenza? Andas como una hembra.»

Una vez Laura intentó defenderlo: «¿Qué tiene de malo andar como una hembra?»

«No te permito que te metas en esto», le gritaste, pegándole un puñetazo a la puerta.

¡Pobre Laura! No tenía un mundo interior tan grande como el de Michele, pero tenía el mismo tipo de inseguridad. Vacilaba entre una madre incapaz de defenderla y un padre que gritaba casi siempre.

Poco a poco, según crecía, tu actitud se modificaba. Al principio sólo era un estúpido cachorro, luego empezó a transformarse en un objeto de cierto interés. A los once, a los doce años, la elogiabas con frecuencia. No por las notas ni por su carácter, sino por sus piernas o la forma de los glúteos, cada vez más atractiva. Al principio, enrojecía violentamente ante tus observaciones. Se cubría con jerséis inmensos como el superviviente de una catástrofe. Apenas la mirabas con insistencia, se iba de la habitación. Luego, sin embargo, una parte de sí misma probablemente comprendió. Se trataba de vivir con amor -no importa de qué tipo- o sin amor, de estar del lado del más débil o del más fuerte.

Así, a los trece o catorce años, Laura eligió. Eligió ser distinta a mí y a su hermano y complacerte. Eligió maquillarse y ponerse minifaldas, cuando todavía su cara y su cuerpo conservaban vivas las huellas de la infancia. Te hablaba como hablan las mujeres y tú la tratabas como a una mujer. De noche, después de cenar, os sentabais juntos en el salón, tú en el sillón y ella sobre tus rodillas. Hablabais en voz muy baja. De vez en cuando oía vuestras risas. Cuando querías fumar, te encendía un cigarro. Cuando querías beber, te acercaba a los labios el vaso de whisky.

A menudo he visto en la televisión a mujeres que lloran por sus matrimonios infelices y a chicas más jóvenes que comentan con mordacidad su debilidad. «La culpa es suya», decían, «¿por qué no lo deja?». En los momentos de mayor crisis, también yo me decía, ¡basta, me voy, salvo mi vida! Luego, pasada la rabia, pasada la humillación, miraba alrededor y decía, ¿adónde voy? No tenía oficio, ni renta, ni una casa propia a la que mudarme. Mis padres sólo eran pobres campesinos de la montaña y tenía dos hijos que criar. La ley debería haberme protegido, pero yo sabía que la ley, en la mayor parte de los casos, sólo es una apariencia. Habla del más débil y protege al más fuerte, al más astuto, al que tiene dinero para pagar a un abogado mejor.

Para acometer un gesto de esa clase, hubiera hecho falta un coraje superior al mío. Aquellos quince, dieciséis años de matrimonio habían llegado a destrozarme por dentro, a dejarme una fuerza de reacción casi nula. Y además tenía miedo. Sabía que nunca tolerarías la derrota de un abandono, que hubieras sido capaz de cualquier gesto con tal de volver a salir victorioso de nuevo.

Así asistí, casi impotente, a la ruina de mi hija. Sólo una vez le dije: «Laura, me gustaría hablar contigo…» Ella se dio media vuelta inmediatamente. «No tengo nada que decirte», respondió y se alejó de la habitación antes de que yo pudiese añadir otra cosa. Ya había elegido tu mundo y no podía traicionarte. Vivía la fidelidad de la hija predilecta.

También Michele crecía, y crecía cada vez más solitario, más pensativo. Iba bien en el colegio pero no tenía ningún amigo, pasaba las tardes enteras sin salir de la habitación. Le gustaba leer, le gustaba dibujar. Soportaba tus brutalidades como si fueran una cosa natural, sin rebelarse nunca, sin levantar jamás la cabeza.

A las madres les gusta hacerse ilusiones, así que yo alimentaba ciertas formas de esperanza sobre él. Está tan ensimismado en sus pensamientos, me decía, que no se da cuenta de cómo lo trataba su padre. Ni siquiera conmigo se abría mucho, pero era siempre amable y cariñoso. Algunas veces, cuando estábamos solos en casa, me sentaba en su cama y le preguntaba: «¿En qué piensas?»

Invariablemente, me respondía: «En nada especial.»

«¿En nada?»

«En nada. En la vida. En la muerte.»

En sus dibujos, había pasado fases de intensa pasión. En los primeros años le gustaba mucho pintar el cielo o el mar, cogía el pincel y pintaba todo el folio de azul y luego añadía manchas de color. Cada vez que yo intentaba adivinar, él tenía un gesto de impaciencia: «No lo ves, ¡son estrellas!» O: «¡Fíjate bien! Sólo son peces.»

Al período de los elementos, siguió el de los animales. No pintaba gorriones ni ardillas sino sólo animales feroces. Grandes felinos, jaguares, tigres, leopardos. Los sorprendía siempre en el instante que precede al asalto de la presa. Había concentración en aquellos ojos verde-amarillos, en aquellos cuerpos agazapados, una concentración que en un instante estallaría con fuerza inaudita. Parecía imposible que fueran dibujos de un chico de apenas diez años.

Una vez le pregunté si podía enmarcar uno y colgarlo en el salón, pero reaccionó con terror: «¡No! ¡No!», respondió con una insólita determinación, guardando los folios en una carpeta.

Luego, la fase de los felinos fue sustituida por la de las cruces. Las hacía pequeñas y grandes, distribuidas desordenadamente o repetidas geométricamente. Pero todas negras. Pocas veces aparecía algún elemento del paisaje. Un árbol sin hojas, una casa abandonada en medio del campo.

Un día, mientras estaba en el colegio, cogí todos sus dibujos y se los llevé a una psicóloga. Los examinó con detenimiento. Tenía una mano en la barbilla y, de vez en cuando, me hacía alguna pregunta. Me importaban poco los felinos y el mar, pero me preocupaban las cruces. ¿Qué querían decir? ¿Era normal que las dibujara un chico saludable de doce años?

La psicóloga imputó todo al sufrimiento al nacer. Esos instantes transcurridos entre la vida y la muerte debían de haber dejado un signo indeleble en su personalidad. Probablemente el niño no se daba cuenta, repetía acríticamente módulos religiosos aprendidos en la familia. Objeté que ninguno de nosotros era creyente y que, al margen del bautismo, mis hijos no habían tenido ningún tipo de formación religiosa. Pareció dudar. Volvió a observar rápidamente los dibujos y dejó caer: «Quizá sea esto lo que quiere decirle. Que le falta algo…»

Algunos meses más tarde, por primera vez, Michele reaccionó ante una de tus broncas. Lo hizo a su manera, naturalmente. Conocíamos ya toda la escala de tu rabia, preveíamos cada una de sus etapas. Así, un momento antes de la escena final -los platos rotos y las patadas en las piernas-, Michele dobló la servilleta, murmuró: «Perdonad», se levantó y se fue. Te quedaste de piedra por el estupor. Luego me miraste y corriste a buscarlo.

No estaba en su cuarto ni en ninguna otra habitación. Se había ido solo. ¿Dónde podía estar? Para no darte una satisfacción, fingí una tranquilidad que no sentía, pero en cuanto te fuiste a la oficina, me precipité a buscarlo. Di vueltas por el barrio toda la tarde. Cuanto más lo buscaba, me venían a la cabeza ideas más negras. Pensaba en su ingenuidad, en su dolor, en todos los peligros que podía encontrar.

Volví a casa poco antes de la cena. La casa estaba a oscuras. Encendí la luz del pasillo, decidida a llamar a los hospitales, y lo vi allí, acurrucado en un rincón. Era grácil, huesudo, tenía la cabeza entre las manos, sollozando. Me arrodillé a su lado: «¿Qué te ha pasado, Michele?», repetía. «¿Qué te han hecho?»

«Nada», decía, sin descubrirse la cara. «Nada…»

«¿Entonces por qué lloras?»

«Lloro por Jesús», me respondió mirándome por fin a los ojos. «Lloro porque ha muerto por nuestros pecados y nadie lo comprende.»