¿Cuál era tu naturaleza?
Durante años intenté comprenderlo. Pensé al principio en una
especie de trauma, un estado de sufrimiento psíquico latente que te
impulsaba a comportarte de aquel modo. Estaba convencida de que,
con el tiempo y la dedicación, conseguirías superarlo y un día
también nosotros seríamos una familia banalmente normal como las de
la publicidad.
Luego, con los años, las fuerzas empezaron a debilitarse, las
pocas que quedaban las usé para defenderme, ya no intentaba
comprender. Ya sabía que cada frase, cada gesto era un campo
minado. Un adjetivo de más, un adverbio fuera de su sitio y
estallaría la tormenta. Andaba con cuidado, me movía con la
estudiada lentitud de quien sabe que tiene un enfermo grave en casa
y no quiere hacer ruido. También los niños habían empezado a
moverse del mismo modo. Parecían dos lémures que, antes de lanzarse
al vacío, comprueban la solidez de la rama.
Durante semanas, después de tu muerte, tuve la impresión de
no estar sola en casa. Si me sentaba en el diván o atravesaba una
habitación, de repente sentía una corriente gélida que arremetía
contra mí. Aunque fuera pleno verano, tenía que ponerme un jersey
de lana.
Una noche, poco antes de dormirme, tuve la certeza de ver una
sombra que atravesaba el espacio que hay entre el cuarto de baño y
la cama, como durante tantos años hiciste tú. Al día siguiente me
fui a dormir a casa de una amiga.
«No lo quieren ni en el infierno», le dije, con un whisky en
la mano.
Ya no necesitaba defenderme. Tú ya no
estabas.
Lentamente me volvió el deseo de comprender. Ante mis ojos
pasaban cuarenta años de tu vida, cuarenta años de los que yo
conocía, o creía conocer, cada pliegue, cada respiro. En todos esos
años siempre habías conseguido sorprenderme con tu habilidad para
mistificar, tu constante capacidad de ser despiadado, falso, de no
experimentar otro sentimiento que no fuera el placer de humillar,
el gusto de destruir la intimidad más profunda de las personas. Más
que un ser humano, parecías una divinidad destructiva, Shiva o una
medusa de tentáculos irrefrenables. Derramabas veneno alrededor, y
tinta. Veneno, para matar. Tinta, para borrar las huellas. Para
disfrutar en secreto de la desesperación que sembrabas tras de
ti.
Eras un hombre de éxito. Llevabas la empresa heredada de tu
padre como pocos hubieran sabido hacerlo. Tus empleados te
apreciaban, para los colaboradores más próximos eras un mito. A
veces incluso debía defenderme de la envidia de otras mujeres;
hubieran hecho cualquier cosa por tener un marido como tú. Nunca
traicionaste las apariencias. En el almuerzo firmabas un importante
contrato con tus socios americanos; a la hora de la cena, si no
corría a abrirte la puerta, gritabas: «¿Dónde está la zorra del
monte?»
En mi cumpleaños, el último que celebramos juntos, me
regalaste un colgante con una gran perla negra.
«Ya casi somos viejos», dijiste. Y, levantando la copa,
quisiste brindar. «Por tu muerte, que espero más atroz que la
mía.»
Todavía no lo sabía, pero tu aguijón ya había picado,
inoculando en mi cuerpo el veneno del que querías
liberarte.
A los cuatro, cinco años, Michele era un niño como todos. Los
tests de desarrollo no registraban ni un solo día de retraso con
respecto a su edad. Los únicos signos que había dejado el
sufrimiento al nacer eran la gracilidad del físico y una cierta
disposición a la quietud y el silencio. Quizá la drástica respuesta
de los médicos obedecía a una sugerencia tuya.
Cuanto más sutilmente lo detestabas, más, a aquella edad, te
adoraba él. El amor que no se recibe es el que más se desea. De
noche, a la hora a la que solías volver, se ponía a esperarte de
pie, junto a la puerta. Que llegaras diez minutos o una hora
después, no le importaba: no se movía de allí. Las veces que
cenabas fuera, yo debía usar toda mi diplomacia para conseguir que
abandonara su inútil espera.
Un día se empeñó en que le comprara una pequeña corbata. Ya
hacía tiempo que no se llevaban las corbatas para los niños y me
costó encontrarla. Por fin, apareció en el cajón de una vieja
mercería. Era azul, con líneas transversales rojas. Una goma blanca
servía para sujetarla al cuello. Los ojos de Michele brillaban de
felicidad. En casa, vestido como un hombrecito, inmóvil ante el
espejo, se miraba y me preguntaba: «¿Cuántos botones tiene papá en
la chaqueta, uno solo o tres?»
Quería ser exactamente igual en todo al objeto de su amor.
Hasta entonces yo había conseguido proteger su fragilidad, hacía lo
posible por no irritarte, para no provocar tus explosiones de ira.
Si sucedía algo, cerraba las puertas, ponía la radio a todo
volumen. Tenía la ilusión de que lograra conservar su amor,
esperaba que aquella devota dedicación, con el tiempo, te hiciera
experimentar hacia él un sentimiento distinto.
Pero tú no reparabas en él, en su tensión. O, si reparabas,
era con una sensación de fastidio. Para ti la verdad seguía siendo
lo que había dicho el neurólogo. Michele era un retrasado, no
estaba capacitado para vivir. Y, ante todo, en tu imaginación
enfermiza, era además una criatura en la que no había huella de tu
patrimonio genético.
Los pilares de tu mundo educativo eran muy diferentes de los
míos, yo en Magisterio había estudiado con el método Montessori,
mientras que tus libros de formación eran Hobbes y
Darwin.
«La vida es una gran fuerza», repetías a menudo, «y esta
fuerza se manifiesta de dos maneras, en el sexo y en la lucha». Sin
atropellos, sin la propagación de los patrimonios genéticos, la
vida se hubiera extinguido poco después de su aparición. El hecho
de que los individuos nacieran con distinta capacidad para
imponerse era la confirmación del principio. Había quien venía al
mundo para dominar y quien venía para ser dominado. Para
comprobarlo, bastaba con observar a los monos: en cada manada había
un macho al que todos reconocían como el más fuerte, el jefe de la
manada, y poseía a todas las hembras. Los otros machos, para sellar
su evidente sumisión, además de no tocar a las hembras, cuando
pasaban a su lado le ofrecían el culo.
Y nosotros, repetías a menudo cuando estabas en vena
filosófica, ¿en qué nos diferenciamos de ellos? Sabemos hablar,
sabemos usar los objetos y las máquinas y todo eso. En lo más
hondo, en nuestros deseos, en nuestros sentimientos, somos
idénticos a ellos. O jodes o te joden.
¡Qué locura pedir que comprendieras la delicada sensibilidad
de Michele! Para ti sólo era un monito incapaz de lanzarse desde
las lianas. No habiendo podido tirarlo tú mismo desde lo alto del
árbol -en la manada era lo que se hacía con los imperfectos-,
esperabas simplemente que, en alguna tentativa de vuelo, le faltara
dónde agarrarse. Mientras la madre gritaba desesperada, tú, con los
brazos cruzados, lo mirarías caer.
La ceguera que Michele tenía contigo se rompió cuando empezó
a ir al colegio. Para el día de San José la maestra invitó a los
niños a hacer un dibujo como regalo a papá y les pidió que lo
comentaran con una frase bonita. Michele estaba nerviosísimo con la
idea de entregártelo. En cuanto te sentaste a la mesa, se te acercó
y te lo ofreció con las dos manos, los ojos luminosos de alegría.
Sobre el papel había manchas irregulares color pastel que se
difuminaban armónicamente una en la otra. Bajo el dibujo, a lápiz y
con mayúsculas, había escrito: «VIVA PAPÁ.»
«Ah, gracias», dijiste cogiéndolo. Luego empezaste a darle
vueltas para observarlo desde todos los puntos de
vista.
«¿Qué es? ¿Una casita, un paisaje? No se sabe qué es. Parece
una chapuza, ¿no?»
Lo apoyaste en la mesa y empezaste a comer con el apetito de
siempre. Michele se sentó en su sitio, tenía los espaguetis delante
y dos pequeñas lágrimas le bajaban por las mejillas. Cuando
acabaste tu plato, te diste cuenta de que el suyo estaba
lleno.
«¡Come!», le gritaste. «¿Quieres seguir siendo un
enano?»
Él, con la mirada baja, movió la cabeza.
Repetiste «come» tres o cuatro veces. A la quinta, te
levantaste bruscamente, tu vaso se derramó y el vino tinto cubrió
gran parte del dibujo. Con una mano cogiste el tenedor, con la otra
le apretaste el cuello. Buscando aire, el niño abrió la boca y tú
aprovechaste para meterle los espaguetis en la
garganta.
Desde ese día no te esperó más detrás de la puerta. En vez de
preguntarme cuándo llegabas, apenas oía tus pasos corría a
esconderse. Cuanto más débil lo veías, cuanto más asustado, más
crecía en ti el rencor. «Un ectoplasma», gritabas. «Tengo que tener
en casa un ectoplasma.» Cuando te lo encontrabas por la casa, le
decías: «¿No te da vergüenza? Andas como una
hembra.»
Una vez Laura intentó defenderlo: «¿Qué tiene de malo andar
como una hembra?»
«No te permito que te metas en esto», le gritaste, pegándole
un puñetazo a la puerta.
¡Pobre Laura! No tenía un mundo interior tan grande como el
de Michele, pero tenía el mismo tipo de inseguridad. Vacilaba entre
una madre incapaz de defenderla y un padre que gritaba casi
siempre.
Poco a poco, según crecía, tu actitud se modificaba. Al
principio sólo era un estúpido cachorro, luego empezó a
transformarse en un objeto de cierto interés. A los once, a los
doce años, la elogiabas con frecuencia. No por las notas ni por su
carácter, sino por sus piernas o la forma de los glúteos, cada vez
más atractiva. Al principio, enrojecía violentamente ante tus
observaciones. Se cubría con jerséis inmensos como el superviviente
de una catástrofe. Apenas la mirabas con insistencia, se iba de la
habitación. Luego, sin embargo, una parte de sí misma probablemente
comprendió. Se trataba de vivir con amor -no importa de qué tipo- o
sin amor, de estar del lado del más débil o del más
fuerte.
Así, a los trece o catorce años, Laura eligió. Eligió ser
distinta a mí y a su hermano y complacerte. Eligió maquillarse y
ponerse minifaldas, cuando todavía su cara y su cuerpo conservaban
vivas las huellas de la infancia. Te hablaba como hablan las
mujeres y tú la tratabas como a una mujer. De noche, después de
cenar, os sentabais juntos en el salón, tú en el sillón y ella
sobre tus rodillas. Hablabais en voz muy baja. De vez en cuando oía
vuestras risas. Cuando querías fumar, te encendía un cigarro.
Cuando querías beber, te acercaba a los labios el vaso de
whisky.
A menudo he visto en la televisión a mujeres que lloran por
sus matrimonios infelices y a chicas más jóvenes que comentan con
mordacidad su debilidad. «La culpa es suya», decían, «¿por qué no
lo deja?». En los momentos de mayor crisis, también yo me decía,
¡basta, me voy, salvo mi vida! Luego, pasada la rabia, pasada la
humillación, miraba alrededor y decía, ¿adónde voy? No tenía
oficio, ni renta, ni una casa propia a la que mudarme. Mis padres
sólo eran pobres campesinos de la montaña y tenía dos hijos que
criar. La ley debería haberme protegido, pero yo sabía que la ley,
en la mayor parte de los casos, sólo es una apariencia. Habla del
más débil y protege al más fuerte, al más astuto, al que tiene
dinero para pagar a un abogado mejor.
Para acometer un gesto de esa clase, hubiera hecho falta un
coraje superior al mío. Aquellos quince, dieciséis años de
matrimonio habían llegado a destrozarme por dentro, a dejarme una
fuerza de reacción casi nula. Y además tenía miedo. Sabía que nunca
tolerarías la derrota de un abandono, que hubieras sido capaz de
cualquier gesto con tal de volver a salir victorioso de
nuevo.
Así asistí, casi impotente, a la ruina de mi hija. Sólo una
vez le dije: «Laura, me gustaría hablar contigo…» Ella se dio media
vuelta inmediatamente. «No tengo nada que decirte», respondió y se
alejó de la habitación antes de que yo pudiese añadir otra cosa. Ya
había elegido tu mundo y no podía traicionarte. Vivía la fidelidad
de la hija predilecta.
También Michele crecía, y crecía cada vez más solitario, más
pensativo. Iba bien en el colegio pero no tenía ningún amigo,
pasaba las tardes enteras sin salir de la habitación. Le gustaba
leer, le gustaba dibujar. Soportaba tus brutalidades como si fueran
una cosa natural, sin rebelarse nunca, sin levantar jamás la
cabeza.
A las madres les gusta hacerse ilusiones, así que yo
alimentaba ciertas formas de esperanza sobre él. Está tan
ensimismado en sus pensamientos, me decía, que no se da cuenta de
cómo lo trataba su padre. Ni siquiera conmigo se abría mucho, pero
era siempre amable y cariñoso. Algunas veces, cuando estábamos
solos en casa, me sentaba en su cama y le preguntaba: «¿En qué
piensas?»
Invariablemente, me respondía: «En nada
especial.»
«¿En nada?»
«En nada. En la vida. En la muerte.»
En sus dibujos, había pasado fases de intensa pasión. En los
primeros años le gustaba mucho pintar el cielo o el mar, cogía el
pincel y pintaba todo el folio de azul y luego añadía manchas de
color. Cada vez que yo intentaba adivinar, él tenía un gesto de
impaciencia: «No lo ves, ¡son estrellas!» O: «¡Fíjate bien! Sólo
son peces.»
Al período de los elementos, siguió el de los animales. No
pintaba gorriones ni ardillas sino sólo animales feroces. Grandes
felinos, jaguares, tigres, leopardos. Los sorprendía siempre en el
instante que precede al asalto de la presa. Había concentración en
aquellos ojos verde-amarillos, en aquellos cuerpos agazapados, una
concentración que en un instante estallaría con fuerza inaudita.
Parecía imposible que fueran dibujos de un chico de apenas diez
años.
Una vez le pregunté si podía enmarcar uno y colgarlo en el
salón, pero reaccionó con terror: «¡No! ¡No!», respondió con una
insólita determinación, guardando los folios en una
carpeta.
Luego, la fase de los felinos fue sustituida por la de las
cruces. Las hacía pequeñas y grandes, distribuidas desordenadamente
o repetidas geométricamente. Pero todas negras. Pocas veces
aparecía algún elemento del paisaje. Un árbol sin hojas, una casa
abandonada en medio del campo.
Un día, mientras estaba en el colegio, cogí todos sus dibujos
y se los llevé a una psicóloga. Los examinó con detenimiento. Tenía
una mano en la barbilla y, de vez en cuando, me hacía alguna
pregunta. Me importaban poco los felinos y el mar, pero me
preocupaban las cruces. ¿Qué querían decir? ¿Era normal que las
dibujara un chico saludable de doce años?
La psicóloga imputó todo al sufrimiento al nacer. Esos
instantes transcurridos entre la vida y la muerte debían de haber
dejado un signo indeleble en su personalidad. Probablemente el niño
no se daba cuenta, repetía acríticamente módulos religiosos
aprendidos en la familia. Objeté que ninguno de nosotros era
creyente y que, al margen del bautismo, mis hijos no habían tenido
ningún tipo de formación religiosa. Pareció dudar. Volvió a
observar rápidamente los dibujos y dejó caer: «Quizá sea esto lo
que quiere decirle. Que le falta algo…»
Algunos meses más tarde, por primera vez, Michele reaccionó
ante una de tus broncas. Lo hizo a su manera, naturalmente.
Conocíamos ya toda la escala de tu rabia, preveíamos cada una de
sus etapas. Así, un momento antes de la escena final -los platos
rotos y las patadas en las piernas-, Michele dobló la servilleta,
murmuró: «Perdonad», se levantó y se fue. Te quedaste de piedra por
el estupor. Luego me miraste y corriste a
buscarlo.
No estaba en su cuarto ni en ninguna otra habitación. Se
había ido solo. ¿Dónde podía estar? Para no darte una satisfacción,
fingí una tranquilidad que no sentía, pero en cuanto te fuiste a la
oficina, me precipité a buscarlo. Di vueltas por el barrio toda la
tarde. Cuanto más lo buscaba, me venían a la cabeza ideas más
negras. Pensaba en su ingenuidad, en su dolor, en todos los
peligros que podía encontrar.
Volví a casa poco antes de la cena. La casa estaba a oscuras.
Encendí la luz del pasillo, decidida a llamar a los hospitales, y
lo vi allí, acurrucado en un rincón. Era grácil, huesudo, tenía la
cabeza entre las manos, sollozando. Me arrodillé a su lado: «¿Qué
te ha pasado, Michele?», repetía. «¿Qué te han
hecho?»
«Nada», decía, sin descubrirse la cara.
«Nada…»
«¿Entonces por qué lloras?»
«Lloro por Jesús», me respondió mirándome por fin a los ojos.
«Lloro porque ha muerto por nuestros pecados y nadie lo
comprende.»