IV


¿Cuántos estratos de piel existen en nuestro cuerpo? Hay quemaduras de primer, segundo y tercer grado. Existe la abrasión leve, cuando se roza algo, y aquella en la que la piel resulta literalmente desollada. Entre una y otra existe la misma diferencia que entre un ligero malestar y la supervivencia. La piel nos sirve para respirar, para proteger los estratos de tejido más frágiles.


¿Cuántos estratos me quedaban a mí?

Bebía Alkermes sentada sobre el caballete para cortar la leña y me miraba el brazo. En un punto había piel, en otro no. El dolor tendría que haber sido limitado, pero, con sus tentáculos, se extendía por todas partes. Quizá incluso la cara estaba desnuda. Ya no era rosa, sino rojo escarlata. Debía de parecer la de un mono de Borneo. O la del demonio.

¿El infierno existía o no? Si la nada estaba sobre nuestras cabezas, ¿también estaba bajo nuestros pies? ¿O existía un gran equilibrio entre los dos polos? ¿Arriba, un cielo crepitante y ligero como un velo de tul y, abajo, todos los desechos, todas las limaduras de hierro del mundo? Quizá por eso la tierra tenía consistencia, porque el centro era de una pesadez extraordinaria.

Allí, abajo, había fuego y plomo y estaño y carbón. Y también las almas más sucias. Se revolcaban entre las llamas como los cerdos se revuelcan en el fango. Sin el centro pesado, nuestro planeta sería como un merengue. Voluminoso pero ligerísimo. No podría mantener su rumbo ni una fracción de segundo. Saliéndose de su camino, estallaría como una bola de nieve contra el cristal de un coche. Así que si seguíamos aquí, el centro debía ser forzosamente pesado. Pesado y habitado, como la manzana está habitada por el gusano.

Cada casa tiene su propietario. ¿Qué rostro tenía el dueño del infierno? ¿Era el mismo que dominaba nuestros días?

Cuando arranqué el cartel donde habían escrito: «El amor es…» y lo acerqué a las llamas, se encendió inmediatamente. Podría, por lo menos, haber opuesto algo de resistencia, antes de dejarse consumir, podría haber luchado unos minutos. Así la gente podría haber dicho: «¿Ves? El amor resiste al fuego. O al menos lo intenta…»

El amor vence todo, había oído repetir muchas veces. El amor es más fuerte que la muerte. Pero no era verdad, porque el amor, incluso si existe, es frágil. Es tan frágil que es casi invisible. Y ser invisible y no existir es casi lo mismo. El humo de un incendio se puede ver a kilómetros de distancia, y durante años perdura en el entorno el signo de las llamas. El amor no llega a verse ni siquiera cuando se mete en él la nariz.

También yo ardía. Me ardía el cuerpo y ardía por dentro. Por eso bebía, para sentir algo de alivio. Pero era un alivio que duraba poco. Tendría que haberme revolcado en la nieve helada o tendría que haber gritado con una voz tremenda todo lo que me salía del corazón.

«Odio» era mi palabra preferida. Me puse a repetirla despacio, a flor de labios. Te odio. Os odio. Me odio. Te odio. Os odio. Me odio. Luego eliminé el pronombre y sólo dejé «odio». Lo dije al revés y se convirtió en «oido».

Separando las letras, lo transformé en «Oh dios»…[1]


¿Por qué todos tenían miedo de terminar en el infierno? Me daría mucho más miedo terminar en el paraíso. Podría sostener la mirada de Satanás, ¡pero la de Dios! Absolutamente imposible. Dios vería mi pequeñez. Me despreciaría, como me despreciaban el párroco y mi tía. Y, además, yo había roto la estatua de Jesús. La había roto en la noche más sagrada, en la de su nacimiento. ¿Adónde podía ir, aunque existiera otro mundo?

De noche, en la cama, pensé: igual que existen oraciones al ángel, deben existir también dedicadas al diablo. Quise repetir el Ángel de la Guarda, sustituyendo la invocación. Pero luego no podía dormirme. Tenía la sensación de que la mancha del techo tenía mil ojos. Ojos fluorescentes y lenguas que brillaban asaetando la oscuridad del cuarto. Me desperté en el corazón de la noche al sonido de mi voz. Gritaba. Durante un momento me pareció que la mancha del techo era un mono enorme con la boca sucia de sangre y ascuas en los ojos que se avalanzaba sobre mí.

Lo que me quedaba de vacaciones lo pasé como un polizón en un barco. Siempre encerrada en mi dormitorio. En cuanto salían, bajaba a la cocina.

El cuatro de enero decidí volver al colegio. Se lo dije a mi tía en el gallinero. No dijo ni sí ni no ni «buen viaje». Ni siquiera levantó la vista del cubo de alpiste.

Metí mis cosas en la bolsa. El autobús salía a mediodía. Mi tío estaba cazando. Cuando mi tía se fue al mercado, mezclé la comida de los conejos y las gallinas con veneno para los ratones.

«¿Ya estás aquí?», observó la superiora al verme llegar.

Entramos en su despacho. En un rincón humeaba un hervidor eléctrico. La monja lo apagó, echó el agua en la tetera y se sentó frente a mí.

«¿Ha pasado algo?», me preguntó.

Me encogí de hombros. «Absolutamente nada. Me aburría.»

Empecé a sentirme incómoda por la insistencia de su mirada.

«¿Qué te has hecho en la cabeza?»

«Me he caído de la bicicleta.»

El reloj, detrás del escritorio, dio las cuatro y media. Fuera casi estaba oscuro. La mano de la superiora acarició la mía. Su voz era baja, tranquila.

«Rosa, ¿por qué no dices la verdad? De mí no tienes nada que temer.»

«No existe la verdad.»

«¿Estás segura?»

Respondí lo primero que me vino a la cabeza.

«A mí nadie me quiere. Da lo mismo que viva o que me muera.»

«Te equivocas. Yo te quiero.»

«Usted sólo quiere cobrar la mensualidad.»

«¿Qué puedo hacer para que cambies de idea?»

«Nada.»

«¿Quieres que llame al psicólogo?»

«Detesto a los psicólogos.»

«¿Entonces?»

«Está bien así.»

«No lo creo.»

«Yo estoy bien así y con eso basta.»

Entonces sentí sus manos sobre las mías, eran pequeñas y más bien frías.

«¿Por qué no me miras a los ojos?»

«No es obligatorio, ¿no?»

«No es obligatorio, pero sería amable.»

«La amabilidad no me importa.»

En aquel instante sonó la campana del rosario.

La madre superiora se levantó.

«Tengo que irme, pero antes de que salgas quiero decirte dos cosas. La primera es ésta: la puerta de mi despacho y de mi habitación están siempre abiertas, de día y de noche, si tienes ganas de hablar sólo tienes que empujar y entrar.»

«¿Y la segunda?»

«Recuerda que no tienes ninguna responsabilidad de tu pasado, pero que tienes mucha respecto al futuro. El futuro está en tus manos y a ti te toca construirlo. Por eso te invito a reflexionar y a abrirte a los demás antes de hacer alguna tontería.»

Los meses que siguieron fueron meses de oscuridad, rasgados por resplandores inesperados y violentísimos. Todo me parecía inútil, no soportaba la compañía de nadie. Iba a clase y no oía ni una de las palabras de los profesores. Pasaba horas inclinada sobre los libros pero ante mí sólo pasaban páginas y páginas opacas. Sólo me faltaba un año para el título, pero ni siquiera eso me alegraba.

Mi futuro era como las páginas, opaco.

Seguramente volvería a la granja y pasaría el resto de mi vida limpiando la mierda de los conejos y las gallinas. Un día, mis tíos morirían y yo me convertiría en la dueña de todo, pero sería demasiado tarde. Vieja y fea, no encontraría a nadie con quien vivir. O, a lo mejor, un día lo abandonaría todo y me iría a vivir en la calle, con los perros. Ellos, al menos, me querrían. O ninguna de estas cosas. Me quedaría simplemente en la granja y, año tras año, la niebla se me metería dentro y devoraría mis huesos. Para devorar el cerebro se había inventado el alcohol. Entre los agujeros de la nariz y los de los oídos reinaría la oscuridad profunda de una bodega. Y dentro daría vueltas una única idea, vieja como el mundo: la mejor manera de terminar. Así un día, arrastrando los pies, entraría en la leñera y me colgaría de la viga más alta. En los periódicos, me dedicarían apenas un suelto: Desequilibrada encontrada muerta en su casa.

Y, mientras, a mi alrededor, mis compañeras sólo hablaban de su futuro. Había quien pensaba casarse y quien soñaba con ir a la universidad. Una quería estudiar enfermería y otra ser guarda forestal. De la más tímida y silenciosa se decía que quería hacer los votos y pasarse el resto de su vida encerrada allí. Yo nunca le decía a nadie lo que pensaba. Si alguna me preguntaba, le respondía del modo más banal. Estudiaré informática, ayudaré a mis tíos en el campo.

A veces sucede que, de repente, surge en el mar una isla que antes no existía, o la lava de un volcán crea o aniquila una región entera. A mí me estaba pasando algo parecido: no era una isla lo que nacía dentro de mí sino una ciénaga. Era una ciénaga sin albas ni crepúsculos, el viento no soplaba entre sus cañaverales ni entre las hojas de los sauces. El aire era oscuro, detenido. En el aire oscuro y detenido, el fango fermentaba emanando miasmas. De noche lo sentía salir lentamente de los orificios de mi cuerpo. Era olor a metano, olor a azufre, olor a algo que se pudría en lo más hondo.

El invierno pasó y los días empezaron a alargarse. Los gorriones y los mirlos corrían afanosos de un lado a otro del jardín, mientras en las ramas se hinchaban los brotes. Entre la hierba de las zanjas y las pendientes aparecían las primeras flores, el lila de las violetas, el amarillo claro de las prímulas. Todo, acariciado por el sol, volvía a la vida. Con el cambio de estación, también la fermentación de la ciénaga había producido alguna forma de energía. ¿Acaso no ocurrió lo mismo en los orígenes del mundo? En las pozas sin oxígeno los aminoácidos, en cierto momento, enloquecieron y dieron lugar a la vida. No enloquecieron solos sino con la ayuda de un rayo. Un rayo caído en el agua que produjo el cortocircuito. También dentro de mí empezaban a caer rayos, silbaban y estallaban como los cohetes de fin de año. Por un instante su luz blanca rasgaba el velo de la oscuridad. Andaba por los largos corredores y me preguntaba cuánto tiempo podría mantener oculta aquella tremenda energía.

El cortocircuito se produjo en Semana Santa, durante la misa. De repente, durante el ofertorio, los rayos abandonaron su trayectoria usual y en vez de extinguirse en la ciénaga se dirigieron a la cabeza. En una fracción de segundo lo vi todo y me quedé ciega, lo oí todo y me quedé sorda. Había dentro de mí potencia, energía, devastación. Corrí hacia la pared y me golpeé contra ella. Entre la frente y el muro, ¿quién ganaría? Buscaba un interruptor, un pulsador, algo que cortase la corriente. Lo buscaba y no lo buscaba.

Cuando una mano intentó detenerme, lo primero que hice fue morderle. La ceremonia se interrumpió. Alguien gritó: «¡Rápido, un médico!» Oía los gritos de alguien que corría hacia la salida. Luego algo entró en mi cuerpo, una aguja probablemente. Lo que era fuego, inmediatamente se transformó en niebla. Soy odio, furor, pensé, antes de ser tragada. Soy yo y no soy yo. Puro deseo de destruir.