¿Cuántos estratos me quedaban a mí?
Bebía Alkermes sentada sobre el caballete para cortar la leña
y me miraba el brazo. En un punto había piel, en otro no. El dolor
tendría que haber sido limitado, pero, con sus tentáculos, se
extendía por todas partes. Quizá incluso la cara estaba desnuda. Ya
no era rosa, sino rojo escarlata. Debía de parecer la de un mono de
Borneo. O la del demonio.
¿El infierno existía o no? Si la nada estaba sobre nuestras
cabezas, ¿también estaba bajo nuestros pies? ¿O existía un gran
equilibrio entre los dos polos? ¿Arriba, un cielo crepitante y
ligero como un velo de tul y, abajo, todos los desechos, todas las
limaduras de hierro del mundo? Quizá por eso la tierra tenía
consistencia, porque el centro era de una pesadez
extraordinaria.
Allí, abajo, había fuego y plomo y estaño y carbón. Y también
las almas más sucias. Se revolcaban entre las llamas como los
cerdos se revuelcan en el fango. Sin el centro pesado, nuestro
planeta sería como un merengue. Voluminoso pero ligerísimo. No
podría mantener su rumbo ni una fracción de segundo. Saliéndose de
su camino, estallaría como una bola de nieve contra el cristal de
un coche. Así que si seguíamos aquí, el centro debía ser
forzosamente pesado. Pesado y habitado, como la manzana está
habitada por el gusano.
Cada casa tiene su propietario. ¿Qué rostro tenía el dueño
del infierno? ¿Era el mismo que dominaba nuestros
días?
Cuando arranqué el cartel donde habían escrito: «El amor es…»
y lo acerqué a las llamas, se encendió inmediatamente. Podría, por
lo menos, haber opuesto algo de resistencia, antes de dejarse
consumir, podría haber luchado unos minutos. Así la gente podría
haber dicho: «¿Ves? El amor resiste al fuego. O al menos lo
intenta…»
El amor vence todo, había oído repetir muchas veces. El amor
es más fuerte que la muerte. Pero no era verdad, porque el amor,
incluso si existe, es frágil. Es tan frágil que es casi invisible.
Y ser invisible y no existir es casi lo mismo. El humo de un
incendio se puede ver a kilómetros de distancia, y durante años
perdura en el entorno el signo de las llamas. El amor no llega a
verse ni siquiera cuando se mete en él la nariz.
También yo ardía. Me ardía el cuerpo y ardía por dentro. Por
eso bebía, para sentir algo de alivio. Pero era un alivio que
duraba poco. Tendría que haberme revolcado en la nieve helada o
tendría que haber gritado con una voz tremenda todo lo que me salía
del corazón.
«Odio» era mi palabra preferida. Me puse a repetirla
despacio, a flor de labios. Te odio. Os odio. Me odio. Te odio. Os
odio. Me odio. Luego eliminé el pronombre y sólo dejé «odio». Lo
dije al revés y se convirtió en «oido».
¿Por qué todos tenían miedo de terminar en el infierno? Me
daría mucho más miedo terminar en el paraíso. Podría sostener la
mirada de Satanás, ¡pero la de Dios! Absolutamente imposible. Dios
vería mi pequeñez. Me despreciaría, como me despreciaban el párroco
y mi tía. Y, además, yo había roto la estatua de Jesús. La había
roto en la noche más sagrada, en la de su nacimiento. ¿Adónde podía
ir, aunque existiera otro mundo?
De noche, en la cama, pensé: igual que existen oraciones al
ángel, deben existir también dedicadas al diablo. Quise repetir el
Ángel de la Guarda, sustituyendo la
invocación. Pero luego no podía dormirme. Tenía la sensación de que
la mancha del techo tenía mil ojos. Ojos fluorescentes y lenguas
que brillaban asaetando la oscuridad del cuarto. Me desperté en el
corazón de la noche al sonido de mi voz. Gritaba. Durante un
momento me pareció que la mancha del techo era un mono enorme con
la boca sucia de sangre y ascuas en los ojos que se avalanzaba
sobre mí.
Lo que me quedaba de vacaciones lo pasé como un polizón en un
barco. Siempre encerrada en mi dormitorio. En cuanto salían, bajaba
a la cocina.
El cuatro de enero decidí volver al colegio. Se lo dije a mi
tía en el gallinero. No dijo ni sí ni no ni «buen viaje». Ni
siquiera levantó la vista del cubo de alpiste.
Metí mis cosas en la bolsa. El autobús salía a mediodía. Mi
tío estaba cazando. Cuando mi tía se fue al mercado, mezclé la
comida de los conejos y las gallinas con veneno para los
ratones.
«¿Ya estás aquí?», observó la superiora al verme
llegar.
Entramos en su despacho. En un rincón humeaba un hervidor
eléctrico. La monja lo apagó, echó el agua en la tetera y se sentó
frente a mí.
«¿Ha pasado algo?», me preguntó.
Me encogí de hombros. «Absolutamente nada. Me
aburría.»
Empecé a sentirme incómoda por la insistencia de su
mirada.
«¿Qué te has hecho en la cabeza?»
«Me he caído de la bicicleta.»
El reloj, detrás del escritorio, dio las cuatro y media.
Fuera casi estaba oscuro. La mano de la superiora acarició la mía.
Su voz era baja, tranquila.
«Rosa, ¿por qué no dices la verdad? De mí no tienes nada que
temer.»
«No existe la verdad.»
«¿Estás segura?»
Respondí lo primero que me vino a la cabeza.
«A mí nadie me quiere. Da lo mismo que viva o que me
muera.»
«Te equivocas. Yo te quiero.»
«Usted sólo quiere cobrar la mensualidad.»
«¿Qué puedo hacer para que cambies de idea?»
«Nada.»
«¿Quieres que llame al psicólogo?»
«Detesto a los psicólogos.»
«¿Entonces?»
«Está bien así.»
«No lo creo.»
«Yo estoy bien así y con eso basta.»
Entonces sentí sus manos sobre las mías, eran pequeñas y más
bien frías.
«¿Por qué no me miras a los ojos?»
«No es obligatorio, ¿no?»
«No es obligatorio, pero sería amable.»
«La amabilidad no me importa.»
En aquel instante sonó la campana del
rosario.
La madre superiora se levantó.
«Tengo que irme, pero antes de que salgas quiero decirte dos
cosas. La primera es ésta: la puerta de mi despacho y de mi
habitación están siempre abiertas, de día y de noche, si tienes
ganas de hablar sólo tienes que empujar y entrar.»
«¿Y la segunda?»
«Recuerda que no tienes ninguna responsabilidad de tu pasado,
pero que tienes mucha respecto al futuro. El futuro está en tus
manos y a ti te toca construirlo. Por eso te invito a reflexionar y
a abrirte a los demás antes de hacer alguna
tontería.»
Los meses que siguieron fueron meses de oscuridad, rasgados
por resplandores inesperados y violentísimos. Todo me parecía
inútil, no soportaba la compañía de nadie. Iba a clase y no oía ni
una de las palabras de los profesores. Pasaba horas inclinada sobre
los libros pero ante mí sólo pasaban páginas y páginas opacas. Sólo
me faltaba un año para el título, pero ni siquiera eso me
alegraba.
Mi futuro era como las páginas, opaco.
Seguramente volvería a la granja y pasaría el resto de mi
vida limpiando la mierda de los conejos y las gallinas. Un día, mis
tíos morirían y yo me convertiría en la dueña de todo, pero sería
demasiado tarde. Vieja y fea, no encontraría a nadie con quien
vivir. O, a lo mejor, un día lo abandonaría todo y me iría a vivir
en la calle, con los perros. Ellos, al menos, me querrían. O
ninguna de estas cosas. Me quedaría simplemente en la granja y, año
tras año, la niebla se me metería dentro y devoraría mis huesos.
Para devorar el cerebro se había inventado el alcohol. Entre los
agujeros de la nariz y los de los oídos reinaría la oscuridad
profunda de una bodega. Y dentro daría vueltas una única idea,
vieja como el mundo: la mejor manera de terminar. Así un día,
arrastrando los pies, entraría en la leñera y me colgaría de la
viga más alta. En los periódicos, me dedicarían apenas un suelto:
Desequilibrada encontrada muerta en su
casa.
Y, mientras, a mi alrededor, mis compañeras sólo hablaban de
su futuro. Había quien pensaba casarse y quien soñaba con ir a la
universidad. Una quería estudiar enfermería y otra ser guarda
forestal. De la más tímida y silenciosa se decía que quería hacer
los votos y pasarse el resto de su vida encerrada allí. Yo nunca le
decía a nadie lo que pensaba. Si alguna me preguntaba, le respondía
del modo más banal. Estudiaré informática, ayudaré a mis tíos en el
campo.
A veces sucede que, de repente, surge en el mar una isla que
antes no existía, o la lava de un volcán crea o aniquila una región
entera. A mí me estaba pasando algo parecido: no era una isla lo
que nacía dentro de mí sino una ciénaga. Era una ciénaga sin albas
ni crepúsculos, el viento no soplaba entre sus cañaverales ni entre
las hojas de los sauces. El aire era oscuro, detenido. En el aire
oscuro y detenido, el fango fermentaba emanando miasmas. De noche
lo sentía salir lentamente de los orificios de mi cuerpo. Era olor
a metano, olor a azufre, olor a algo que se pudría en lo más
hondo.
El invierno pasó y los días empezaron a alargarse. Los
gorriones y los mirlos corrían afanosos de un lado a otro del
jardín, mientras en las ramas se hinchaban los brotes. Entre la
hierba de las zanjas y las pendientes aparecían las primeras
flores, el lila de las violetas, el amarillo claro de las prímulas.
Todo, acariciado por el sol, volvía a la vida. Con el cambio de
estación, también la fermentación de la ciénaga había producido
alguna forma de energía. ¿Acaso no ocurrió lo mismo en los orígenes
del mundo? En las pozas sin oxígeno los aminoácidos, en cierto
momento, enloquecieron y dieron lugar a la vida. No enloquecieron
solos sino con la ayuda de un rayo. Un rayo caído en el agua que
produjo el cortocircuito. También dentro de mí empezaban a caer
rayos, silbaban y estallaban como los cohetes de fin de año. Por un
instante su luz blanca rasgaba el velo de la oscuridad. Andaba por
los largos corredores y me preguntaba cuánto tiempo podría mantener
oculta aquella tremenda energía.
El cortocircuito se produjo en Semana Santa, durante la misa.
De repente, durante el ofertorio, los rayos abandonaron su
trayectoria usual y en vez de extinguirse en la ciénaga se
dirigieron a la cabeza. En una fracción de segundo lo vi todo y me
quedé ciega, lo oí todo y me quedé sorda. Había dentro de mí
potencia, energía, devastación. Corrí hacia la pared y me golpeé
contra ella. Entre la frente y el muro, ¿quién ganaría? Buscaba un
interruptor, un pulsador, algo que cortase la corriente. Lo buscaba
y no lo buscaba.
Cuando una mano intentó detenerme, lo primero que hice fue
morderle. La ceremonia se interrumpió. Alguien gritó: «¡Rápido, un
médico!» Oía los gritos de alguien que corría hacia la salida.
Luego algo entró en mi cuerpo, una aguja probablemente. Lo que era
fuego, inmediatamente se transformó en niebla. Soy odio, furor,
pensé, antes de ser tragada. Soy yo y no soy yo. Puro deseo de
destruir.