II


Las gaviotas respetan horarios regulares. Al alba, en pequeños grupos, sobrevuelan el mar en dirección a tierra. Poco antes del crepúsculo, hacen el recorrido inverso. Pasan las horas de luz en algún vertedero, alimentándose de las cosas más inmundas.


Cuando vivíamos en la ciudad, las veía muchas veces pelearse por un bocado de basura. Más que gaviotas, parecían gallinas en un gallinero. ¿Dónde habían ido a parar aquellas nobles criaturas que siempre habían inspirado a los poetas? Eran estúpidas, ávidas, sin gracia. Imposible imaginar que fueran los mismos animales majestuosos y solemnes que hacia la tarde sobrevolaban la tierra para alcanzar el mar abierto.

¿Cuál era la verdadera gaviota? ¿La criatura cándida y solitaria o el ave prepotente que se revuelca en la inmundicia?

Y si es así con las gaviotas, que no tienen conciencia, ¿cómo será con nosotros?

¿Cómo puede ser que tengamos la arrogancia de decir: sí, éste soy yo? ¿Quién soy? No lo sé, como máximo puedo saber cómo me muestro. Cómo me muestro ante mí mismo, cómo me muestro ante los demás.

A muchos les basta con eso. Somos figurantes, hay que conformarse.

Pero, en cierto momento, hasta una comparsa puede rebelarse. Se puede cansar de repetir todas las tardes el mismo papel, la misma reverencia, la misma ocurrencia. Así, de improviso, alguien o algo nos sugiere desnudarnos, revolcarnos en los excrementos, decir inconvenientes.

¿Quién ha hablado? ¿He recibido órdenes de alguien, o me ha movido mi voluntad?

Nunca he creído en el alma, pero sí en el DNA. Es invisible a nuestros ojos pero mide decenas de kilómetros y dura siglos, incluso milenios, millones de años. Bastaría esto para volver ridícula cualquier afirmación de conocimiento.

Sin saberlo, se puede tener un tatarabuelo cortador de gargantas. Uno que no lo hacía por oficio sino por placer: en cuanto alguien no le caía bien, se le echaba encima y le abría una gran sonrisa bajo el mentón. Así el nieto lejano se afeita todos los días y cuando ve a un peatón en un paso de cebra, frena, se detiene y lo deja pasar con un gesto de cortesía. Y cuando en la escuela hay una reunión de padres, modera las opiniones más mordaces, con su sensatez ayuda a todos a elegir la solución mejor.

Pero, luego, de repente, aquel gen que llevaba dormido siglos se despierta y, en vez de calmar una disputa, el nieto corta la garganta a los contendientes. Y entonces chilla de maravilla, de horror. ¿Cómo ha sido posible? ¡Quién lo hubiera dicho! Una persona tan correcta, tan amable.

La noche pasa y es larguísima. Una noche interminable como la de los enfermos. Uno llama al alba, la espera, y el alba no llega. Y entonces se pregunta, ¿de dónde viene ese gen? ¿Era necesario para la evolución? El homicidio dentro de la misma especie en el mundo animal es rarísimo, entre los hombres es casi la norma. Comemos, bebemos, nos reproducimos y matamos al prójimo. Ésta es la partitura de cualquier vida. Y entonces, pregunto, ¿de dónde viene? Abel era bueno y Caín no. Pero, al principio, incluso Caín parecía bueno. Araba la tierra y alimentaba a los animales, exactamente como su hermano. Y, de pronto, sucedió algo y ya no era igual. ¿Por qué?

Si no se puede definir el odio, ¿cómo se puede definir el amor? Cualquier palabra se arriesga a ser patética. Es lo único que puedo decir. No ha habido día, hora, minuto en que mi pensamiento no haya estado concentrado en Anna. Me despertaba y pensaba en ella. Iba en el coche y pensaba en ella. Trabajaba y pensaba en ella. Pensaba y me preguntaba: ¿cómo puedo ayudarla, de qué manera puedo hacerle la vida menos agobiante? Yo sabía que sin mí no podía arreglárselas. Su vida iluminaba la mía, dándole un sentido.

Cuando Giulia cumplió un año, la situación empezó a mejorar. Giulia era precoz, tenía un carácter alegre y eso, de algún modo, había tranquilizado a su madre. Iban por la calle, con el cochecito, y todos la paraban, le decían: ¡qué simpática es, qué linda! Anna se sentía orgullosa de haberla traído al mundo. La angustia la devoraba todavía, pero conseguía mantenerla bajo control con las medicinas.

Y además yo, con los años, había aprendido a conocerla como un perro de carreras conoce la pista de obstáculos. Allí hay tres vallas, a la derecha una rampa, más allá, un túnel de aire y luego la lona sobre la que saltar. Cinco minutos de retraso en volver a casa quería decir encontrarla llorando en el sofá, convencida de que en aquel momento yo estaba caído en el asfalto. Olvidar un encargo significaba para ella el oscuro silencio del abandono.

Cuando pasaba el día fuera por el trabajo, llamaba desde cualquier bar, desde cualquier teléfono, desde cualquier cabina abandonada en un cruce. Cuando tenía que acompañarme un ayudante, inventaba excusas para llamar continuamente por teléfono. Mi madre está mal, decía, o cualquier otra cosa por el estilo.

Yo era reservado en lo que tocaba a nuestra dependencia recíproca. Sabía que, vista desde fuera, hubiera podido provocar comentarios no precisamente benévolos. Pocas personas, me decía, tienen la fortuna de vivir un amor tan intenso. Por eso era mejor mantenerlo oculto. Oía las historias de mis colegas, peleas continuas, reivindicaciones, mujeres nerviosas que sólo esperaban que la puerta se cerrase detrás del marido para huir de casa.

Una vez, incluso casi llegué a discutir con uno de ellos. «Pero ¿no te aburres con tu mujer?», me había preguntado burlón.

«Hablas así porque no sabes lo que es el amor», le respondí, molesto.

Sabía que los conocidos nos llamaban «los papagayos inseparables», pero no me importaba en absoluto. Hablan con resentimiento, me decía, porque les gustaría estar en nuestro lugar.

En aquel tiempo, trabajaba en una sociedad para la protección ambiental, me ocupaba de las enfermedades de los árboles, podía aplicar mis conocimientos y estaba contento.

A veces, de noche, cierro los ojos y no duermo. Veo el fuego. Es el fuego pero no es el fuego. Es un bosque de alerces. Parece otoño pero la hierba de los pastizales está alta, así que no es otoño. Una vez más, lo que parece no es lo que es en realidad. Alguien camina por allí y ese alguien soy yo. El bosque es el bosque que me ha sido confiado. Cuando todo empieza, todavía está verde. Sólo existe la sospecha de que ha sido atacado por lepidópteros devastadores. Recojo algunas hojas, un poco de corteza, esparzo aquí y allí trampas de feromonas, para ver si el insecto ha llegado ya.

Mientras, en casa, Giulia se ha caído de la trona y se ha hecho un buen chichón. No hay teléfonos en el bosque, no puedo saberlo. Sólo me entero en el camino de vuelta. Cuando entro en casa, Giulia está en el diván y Anna la aprieta contra sí. Llora.

«Es culpa mía. No ve con un ojo.»

Vallas, túnel. Inútil tranquilizarla, decirle que todos, antes o después, nos hemos caído de la trona.

Al día siguiente, temprano, la llevo al hospital. Desde allí, llamo por teléfono a los compañeros de trabajo y digo: Llegaré un poco más tarde. Pero sale el médico de Urgencias. Junto a él, Anna parece un espectro. Lo oigo decir: «Es mejor hospitalizarla inmediatamente.»

El mismo día, los lepidópteros llegan al bosque.

Normalmente un bosque muere más despacio que un hombre. Tarda meses en irse, incluso años. Pero cuando se va, se va para siempre. Y con él se van también todas las otras formas de vida. Los líquenes y los musgos, los coleópteros y las hormigas rojas, los curculiónidos y los piquituertos, los luganos y los mitos. El que puede, escapa. El que no lo consigue, se extingue con él.

Mi muerte y la del bosque empezaron con curiosa sincronía.

Giulia tenía algo en la cabeza pero aún no se sabía bien lo que era. Había que abrir para saberlo. Yo andaba sobre las primeras agujas caídas y no me preocupaba por Giulia sino por Anna. Si Giulia muere, me decía, quiere decir que era su destino, pero ¿cómo conseguirá Anna sobrevivirle? Andaba y de repente sentía los hombros frágiles. ¿Cuánto peso se estaba acumulando sobre ellos?

Anna pasaba los días en el hospital y cada día se hacía más transparente, la voz se había reducido a un hilo. Cada vez que podía, la apretaba entre mis brazos, fuerte, le hablaba bajo al oído.

A Giulia le habían cortado el pelo. Así sus ojos eran enormes y ya sin alegría.

La operación fue bien, y la convalecencia. En aquellos días debería haberme sentido abatido, desesperado, pero me sentía como un león. Había en mi interior una energía extraordinaria. Yo era la base, no podía ceder.

Debíamos esperar la biopsia.

Pocos días antes de los resultados, Anna y Giulia volvieron a casa.

En el bosque, los primeros dos árboles se pusieron amarillos. Bastaba mover una rama para que las agujas cayeran como lluvia. Las agujas que caen fuera de estación impresionan más que las hojas. Caen y parecen dientes, la hoja planea, la aguja se precipita. La rama negra es como una encía desnuda. Alrededor todo es vida y en el bosque es muerte. O preludio de la muerte.

En el hospital, Anna había hecho amistad con una enfermera. Las había visto varías veces hablando sin parar entre ellas.

Una tarde, al volver del bosque, encontré la casa vacía. Faltaba un día para los resultados, por eso me preocupé.

Estuve toda la noche conduciendo, dando vueltas. Pasé y volví a pasar junto al río, por los puentes. Anna podría haber cometido una locura. Lo que para nosotros es una locura, a ella le hubiera parecido una cosa natural.

Con las primeras luces del alba fui a la policía a denunciar la desaparición.

Poco antes del mediodía, oí su llave en la cerradura. Tenía a Giulia en brazos y sonreía. Me besó como si volviera de un paseo y luego se dirigió al teléfono.

«¿Qué haces?», le pregunté.

Y ella: «Estoy llamando al médico.»

«¡Lo llamo yo!»

Vi cómo sus hombros se agitaban. «No importa.»

Un minuto después, llegaba el resultado. Anna cayó directamente de rodillas, con el auricular todavía en la mano.

«Papá, ¡quiero agua!», gritaba Giulia.

«Dime, qué», grité yo. La niña se asustó y se echó a llorar.

«¡Dime!»

Anna temblaba, se cubría el rostro con las manos y repetía: «¡Gracias, Dios mío! Gracias, Señor…»

La cogí por los hombros.

«Hablas con Dios», le grité a la cara, «¿o te dignas a hablar con tu marido?»