Cuando vivíamos en la ciudad, las veía muchas veces pelearse
por un bocado de basura. Más que gaviotas, parecían gallinas en un
gallinero. ¿Dónde habían ido a parar aquellas nobles criaturas que
siempre habían inspirado a los poetas? Eran estúpidas, ávidas, sin
gracia. Imposible imaginar que fueran los mismos animales
majestuosos y solemnes que hacia la tarde sobrevolaban la tierra
para alcanzar el mar abierto.
¿Cuál era la verdadera gaviota? ¿La criatura cándida y
solitaria o el ave prepotente que se revuelca en la
inmundicia?
Y si es así con las gaviotas, que no tienen conciencia, ¿cómo
será con nosotros?
¿Cómo puede ser que tengamos la arrogancia de decir: sí, éste
soy yo? ¿Quién soy? No lo sé, como máximo puedo saber cómo me
muestro. Cómo me muestro ante mí mismo, cómo me muestro ante los
demás.
A muchos les basta con eso. Somos figurantes, hay que
conformarse.
Pero, en cierto momento, hasta una comparsa puede rebelarse.
Se puede cansar de repetir todas las tardes el mismo papel, la
misma reverencia, la misma ocurrencia. Así, de improviso, alguien o
algo nos sugiere desnudarnos, revolcarnos en los excrementos, decir
inconvenientes.
¿Quién ha hablado? ¿He recibido órdenes de alguien, o me ha
movido mi voluntad?
Nunca he creído en el alma, pero sí en el DNA. Es invisible a
nuestros ojos pero mide decenas de kilómetros y dura siglos,
incluso milenios, millones de años. Bastaría esto para volver
ridícula cualquier afirmación de conocimiento.
Sin saberlo, se puede tener un tatarabuelo cortador de
gargantas. Uno que no lo hacía por oficio sino por placer: en
cuanto alguien no le caía bien, se le echaba encima y le abría una
gran sonrisa bajo el mentón. Así el nieto lejano se afeita todos
los días y cuando ve a un peatón en un paso de cebra, frena, se
detiene y lo deja pasar con un gesto de cortesía. Y cuando en la
escuela hay una reunión de padres, modera las opiniones más
mordaces, con su sensatez ayuda a todos a elegir la solución
mejor.
Pero, luego, de repente, aquel gen que llevaba dormido siglos
se despierta y, en vez de calmar una disputa, el nieto corta la
garganta a los contendientes. Y entonces chilla de maravilla, de
horror. ¿Cómo ha sido posible? ¡Quién lo hubiera dicho! Una persona
tan correcta, tan amable.
La noche pasa y es larguísima. Una noche interminable como la
de los enfermos. Uno llama al alba, la espera, y el alba no llega.
Y entonces se pregunta, ¿de dónde viene ese gen? ¿Era necesario
para la evolución? El homicidio dentro de la misma especie en el
mundo animal es rarísimo, entre los hombres es casi la norma.
Comemos, bebemos, nos reproducimos y matamos al prójimo. Ésta es la
partitura de cualquier vida. Y entonces, pregunto, ¿de dónde viene?
Abel era bueno y Caín no. Pero, al principio, incluso Caín parecía
bueno. Araba la tierra y alimentaba a los animales, exactamente
como su hermano. Y, de pronto, sucedió algo y ya no era igual. ¿Por
qué?
Si no se puede definir el odio, ¿cómo se puede definir el
amor? Cualquier palabra se arriesga a ser patética. Es lo único que
puedo decir. No ha habido día, hora, minuto en que mi pensamiento
no haya estado concentrado en Anna. Me despertaba y pensaba en
ella. Iba en el coche y pensaba en ella. Trabajaba y pensaba en
ella. Pensaba y me preguntaba: ¿cómo puedo ayudarla, de qué manera
puedo hacerle la vida menos agobiante? Yo sabía que sin mí no podía
arreglárselas. Su vida iluminaba la mía, dándole un
sentido.
Cuando Giulia cumplió un año, la situación empezó a mejorar.
Giulia era precoz, tenía un carácter alegre y eso, de algún modo,
había tranquilizado a su madre. Iban por la calle, con el
cochecito, y todos la paraban, le decían: ¡qué simpática es, qué
linda! Anna se sentía orgullosa de haberla traído al mundo. La
angustia la devoraba todavía, pero conseguía mantenerla bajo
control con las medicinas.
Y además yo, con los años, había aprendido a conocerla como
un perro de carreras conoce la pista de obstáculos. Allí hay tres
vallas, a la derecha una rampa, más allá, un túnel de aire y luego
la lona sobre la que saltar. Cinco minutos de retraso en volver a
casa quería decir encontrarla llorando en el sofá, convencida de
que en aquel momento yo estaba caído en el asfalto. Olvidar un
encargo significaba para ella el oscuro silencio del
abandono.
Cuando pasaba el día fuera por el trabajo, llamaba desde
cualquier bar, desde cualquier teléfono, desde cualquier cabina
abandonada en un cruce. Cuando tenía que acompañarme un ayudante,
inventaba excusas para llamar continuamente por teléfono. Mi madre
está mal, decía, o cualquier otra cosa por el
estilo.
Yo era reservado en lo que tocaba a nuestra dependencia
recíproca. Sabía que, vista desde fuera, hubiera podido provocar
comentarios no precisamente benévolos. Pocas personas, me decía,
tienen la fortuna de vivir un amor tan intenso. Por eso era mejor
mantenerlo oculto. Oía las historias de mis colegas, peleas
continuas, reivindicaciones, mujeres nerviosas que sólo esperaban
que la puerta se cerrase detrás del marido para huir de
casa.
Una vez, incluso casi llegué a discutir con uno de ellos.
«Pero ¿no te aburres con tu mujer?», me había preguntado
burlón.
«Hablas así porque no sabes lo que es el amor», le respondí,
molesto.
Sabía que los conocidos nos llamaban «los papagayos
inseparables», pero no me importaba en absoluto. Hablan con
resentimiento, me decía, porque les gustaría estar en nuestro
lugar.
En aquel tiempo, trabajaba en una sociedad para la protección
ambiental, me ocupaba de las enfermedades de los árboles, podía
aplicar mis conocimientos y estaba contento.
A veces, de noche, cierro los ojos y no duermo. Veo el fuego.
Es el fuego pero no es el fuego. Es un bosque de alerces. Parece
otoño pero la hierba de los pastizales está alta, así que no es
otoño. Una vez más, lo que parece no es lo que es en realidad.
Alguien camina por allí y ese alguien soy yo. El bosque es el
bosque que me ha sido confiado. Cuando todo empieza, todavía está
verde. Sólo existe la sospecha de que ha sido atacado por
lepidópteros devastadores. Recojo algunas hojas, un poco de
corteza, esparzo aquí y allí trampas de feromonas, para ver si el
insecto ha llegado ya.
Mientras, en casa, Giulia se ha caído de la trona y se ha
hecho un buen chichón. No hay teléfonos en el bosque, no puedo
saberlo. Sólo me entero en el camino de vuelta. Cuando entro en
casa, Giulia está en el diván y Anna la aprieta contra sí.
Llora.
«Es culpa mía. No ve con un ojo.»
Vallas, túnel. Inútil tranquilizarla, decirle que todos,
antes o después, nos hemos caído de la trona.
Al día siguiente, temprano, la llevo al hospital. Desde allí,
llamo por teléfono a los compañeros de trabajo y digo: Llegaré un
poco más tarde. Pero sale el médico de Urgencias. Junto a él, Anna
parece un espectro. Lo oigo decir: «Es mejor hospitalizarla
inmediatamente.»
El mismo día, los lepidópteros llegan al
bosque.
Normalmente un bosque muere más despacio que un hombre. Tarda
meses en irse, incluso años. Pero cuando se va, se va para siempre.
Y con él se van también todas las otras formas de vida. Los
líquenes y los musgos, los coleópteros y las hormigas rojas, los
curculiónidos y los piquituertos, los luganos y los mitos. El que
puede, escapa. El que no lo consigue, se extingue con
él.
Mi muerte y la del bosque empezaron con curiosa
sincronía.
Giulia tenía algo en la cabeza pero aún no se sabía bien lo
que era. Había que abrir para saberlo. Yo andaba sobre las primeras
agujas caídas y no me preocupaba por Giulia sino por Anna. Si
Giulia muere, me decía, quiere decir que era su destino, pero ¿cómo
conseguirá Anna sobrevivirle? Andaba y de repente sentía los
hombros frágiles. ¿Cuánto peso se estaba acumulando sobre
ellos?
Anna pasaba los días en el hospital y cada día se hacía más
transparente, la voz se había reducido a un hilo. Cada vez que
podía, la apretaba entre mis brazos, fuerte, le hablaba bajo al
oído.
A Giulia le habían cortado el pelo. Así sus ojos eran enormes
y ya sin alegría.
La operación fue bien, y la convalecencia. En aquellos días
debería haberme sentido abatido, desesperado, pero me sentía como
un león. Había en mi interior una energía extraordinaria. Yo era la
base, no podía ceder.
Debíamos esperar la biopsia.
Pocos días antes de los resultados, Anna y Giulia volvieron a
casa.
En el bosque, los primeros dos árboles se pusieron amarillos.
Bastaba mover una rama para que las agujas cayeran como lluvia. Las
agujas que caen fuera de estación impresionan más que las hojas.
Caen y parecen dientes, la hoja planea, la aguja se precipita. La
rama negra es como una encía desnuda. Alrededor todo es vida y en
el bosque es muerte. O preludio de la muerte.
En el hospital, Anna había hecho amistad con una enfermera.
Las había visto varías veces hablando sin parar entre
ellas.
Una tarde, al volver del bosque, encontré la casa vacía.
Faltaba un día para los resultados, por eso me
preocupé.
Estuve toda la noche conduciendo, dando vueltas. Pasé y volví
a pasar junto al río, por los puentes. Anna podría haber cometido
una locura. Lo que para nosotros es una locura, a ella le hubiera
parecido una cosa natural.
Con las primeras luces del alba fui a la policía a denunciar
la desaparición.
Poco antes del mediodía, oí su llave en la cerradura. Tenía a
Giulia en brazos y sonreía. Me besó como si volviera de un paseo y
luego se dirigió al teléfono.
«¿Qué haces?», le pregunté.
Y ella: «Estoy llamando al médico.»
«¡Lo llamo yo!»
Vi cómo sus hombros se agitaban. «No
importa.»
Un minuto después, llegaba el resultado. Anna cayó
directamente de rodillas, con el auricular todavía en la
mano.
«Papá, ¡quiero agua!», gritaba Giulia.
«Dime, qué», grité yo. La niña se asustó y se echó a
llorar.
«¡Dime!»
Anna temblaba, se cubría el rostro con las manos y repetía:
«¡Gracias, Dios mío! Gracias, Señor…»
La cogí por los hombros.
«Hablas con Dios», le grité a la cara, «¿o te dignas a hablar
con tu marido?»