Muchas veces en las novelas o en las crónicas se oye hablar
del presentimiento. De repente, una persona intuye que está a punto
de suceder algo grave y entonces ocurre de verdad. Aquella mañana
no me di cuenta de nada. Incluso, al despertarme, estaba de buen
humor. Al día siguiente saldríamos para el acostumbrado viaje en
barco con los amigos, a Cerdeña. Tenía que hacer las maletas,
ocuparme de los últimos detalles. Michele se quedaría en casa,
castigado, y regaría las plantas. Ésta era la decisión de su padre.
Me había parecido muy contento. Para él, ir al mar había sido
siempre una tortura. Salí antes de que hiciera mucho calor, poco
después que tú. Laura se quedó en casa. Dormía.
No vi a Michele aquella mañana, pero no me preocupé. Había
tenido siempre sus movimientos secretos. En el almuerzo comimos
juntos las sobras de la noche anterior. Por la tarde tú fuiste a la
empresa a resolver algunas cosas y yo salí a unos
mandados.
No nos volvimos a encontrar hasta la hora de la
cena.
Hacía mucho calor. Para que circulara el aire abrí todas las
ventanas. Moscas y mosquitos daban vueltas en gran número alrededor
de la lámpara halógena. De vez en cuando invadía la habitación el
olor acre de insecto que se asaba, humeando, en la
lámpara.
Para sentarnos, como siempre, te habíamos esperado. Hacerlo
antes que tú hubiera sido una falta de respeto que no habrías
tolerado. En vez de a las ocho, como siempre, llegaste a las ocho y
diez. Tenías una expresión muy tensa.
Te dejaste caer en la silla y dijiste: «Alguien me ha robado
el dinero.»
«¿Qué dices?»
«Estaba en el cajón y ya no está.»
Yo estaba a punto de decir: «Habrá entrado algún gitanillo»,
cuando Michele dijo: «He sido yo. Pero no he robado el dinero, sólo
lo he cogido prestado. No estabas en casa y no he podido
avisarte.»
Permaneciste perfectamente inmóvil. Sólo veía las venas de tu
cuello palpitar con insólita velocidad.
Rompí el silencio, diciendo: «Michele, ¿cómo se te ha
ocurrido?»
«Me encontré con una persona que lo
necesitaba.»
Cuando hablaste, tu voz surgía de lo hondo, parecía casi un
estertor. «¿Quién eres ahora, eh? ¿Quién eres? ¿Eres Robin Hood?
¿Robas a los ricos para dárselo a los pobres?»
«Te he dicho que te lo devolveré.»
«Ah, ¿sí? ¿Y cómo vas a ganarlo?»
«Trabajaré.»
«Trabajarás… ¿Y cómo crees que había ganado yo el
dinero?»
«Con el sudor de tu frente, no, desde
luego.»
Tus brazos empezaban a temblar de manera
visible.
«¿Con el sudor de quién entonces?»
Michele se quedó un momento como distraído. Me pregunté si
tenía miedo. Yo tenía miedo por él. Suspiró profundamente antes de
decir: «Con el sudor de los niños que explotas en
Oriente.»
En ese instante estalló el fin del mundo.
Laura huyó de la habitación, yo intenté separaros torpemente.
«¡Parásito!», gritaste, golpeándolo, «tú también comes gracias a
ellos y te compras tu ropa de maricón y vas al colegio. ¿Qué te
crees que eres, muy distinto a mí? ¿Crees que eres mejor?
¡Responde!».
«Distinto, sí. Yo creo en algo.»
Me oía decir con voz débil: «Basta, ¡lo vas a matar!» Con un
empujón, me hiciste retroceder.
«Ah, sí, ¿y en qué crees? ¿En el robo?»
Ya Michele había caído en un rincón.
«Creo en el amor.»
«Ahora vas a pelear.»
«En el amor del Espíritu.»
Lo levantaste del suelo, cogiéndolo de la camiseta. Ante su
cuerpo delicado parecías un verdadero ogro.
«Entonces», le mascullaste en la cara, «¡pon la otra
mejilla!».
Con una sonrisa de niño, te respondió: «¡Aquí la
tienes!»
En enfocar una escena, las máquinas de proyección antiguas
tardaban un buen rato. Al principio, todo era confuso, no había
rostros ni paisajes sino sólo manchas de luz y de color en continuo
movimiento. Así recuerdo las primeras horas del fogonazo de
magnesio. Recuerdo a Michele, echado del cuarto a golpes. Recuerdo
que me lancé contra ti. «Vas a matar a nuestro hijo», grité,
mientras me cogías por la muñeca. Dentro de mí había un tigre,
alguien le había prendido fuego a la cola y había
enloquecido.
«¡Michele tiene un alma grande!»
«¡Su alma no me importa lo más mínimo!»
No sé cuánto tiempo continuamos así, gritándonos de todo. Me
sentía como si hubiera salido fuera del cuerpo. Podían ser minutos
o quizá horas. En cierto momento, me lanzaste contra el aparador de
la entrada y saliste dando un portazo.
Te oí arrancar el coche en el garaje y atravesar el paseo de
grava. Apretabas el acelerador como los adolescentes borrachos. Te
detuviste un momento frente a la cancela automática. Cuando se
abrió, saliste, derrapando, a toda velocidad.
Hubo un imprevisto frenazo. Y luego se oyó un
golpe.
Temí que hubieras atropellado un perro, por eso me asomé.
Michele parecía dormir, tendido en el asfalto. Tenía un brazo
abandonado a lo largo del costado y el otro sobre la cabeza, como
hacía cuando sentía demasiado calor en su cama de niño.