VII


Ahora sé que aquel día fue para mí como el fogonazo de un fotógrafo. No estaba todavía posando y aquel fogonazo me cegó. Mi existencia se detuvo en aquel preciso instante. Los años que he vivido después han quedado comprimidos en una fracción de segundo.


Muchas veces en las novelas o en las crónicas se oye hablar del presentimiento. De repente, una persona intuye que está a punto de suceder algo grave y entonces ocurre de verdad. Aquella mañana no me di cuenta de nada. Incluso, al despertarme, estaba de buen humor. Al día siguiente saldríamos para el acostumbrado viaje en barco con los amigos, a Cerdeña. Tenía que hacer las maletas, ocuparme de los últimos detalles. Michele se quedaría en casa, castigado, y regaría las plantas. Ésta era la decisión de su padre. Me había parecido muy contento. Para él, ir al mar había sido siempre una tortura. Salí antes de que hiciera mucho calor, poco después que tú. Laura se quedó en casa. Dormía.

No vi a Michele aquella mañana, pero no me preocupé. Había tenido siempre sus movimientos secretos. En el almuerzo comimos juntos las sobras de la noche anterior. Por la tarde tú fuiste a la empresa a resolver algunas cosas y yo salí a unos mandados.

No nos volvimos a encontrar hasta la hora de la cena.

Hacía mucho calor. Para que circulara el aire abrí todas las ventanas. Moscas y mosquitos daban vueltas en gran número alrededor de la lámpara halógena. De vez en cuando invadía la habitación el olor acre de insecto que se asaba, humeando, en la lámpara.

Para sentarnos, como siempre, te habíamos esperado. Hacerlo antes que tú hubiera sido una falta de respeto que no habrías tolerado. En vez de a las ocho, como siempre, llegaste a las ocho y diez. Tenías una expresión muy tensa.

Te dejaste caer en la silla y dijiste: «Alguien me ha robado el dinero.»

«¿Qué dices?»

«Estaba en el cajón y ya no está.»

Yo estaba a punto de decir: «Habrá entrado algún gitanillo», cuando Michele dijo: «He sido yo. Pero no he robado el dinero, sólo lo he cogido prestado. No estabas en casa y no he podido avisarte.»

Permaneciste perfectamente inmóvil. Sólo veía las venas de tu cuello palpitar con insólita velocidad.

Rompí el silencio, diciendo: «Michele, ¿cómo se te ha ocurrido?»

«Me encontré con una persona que lo necesitaba.»

Cuando hablaste, tu voz surgía de lo hondo, parecía casi un estertor. «¿Quién eres ahora, eh? ¿Quién eres? ¿Eres Robin Hood? ¿Robas a los ricos para dárselo a los pobres?»

«Te he dicho que te lo devolveré.»

«Ah, ¿sí? ¿Y cómo vas a ganarlo?»

«Trabajaré.»

«Trabajarás… ¿Y cómo crees que había ganado yo el dinero?»

«Con el sudor de tu frente, no, desde luego.»

Tus brazos empezaban a temblar de manera visible.

«¿Con el sudor de quién entonces?»

Michele se quedó un momento como distraído. Me pregunté si tenía miedo. Yo tenía miedo por él. Suspiró profundamente antes de decir: «Con el sudor de los niños que explotas en Oriente.»

En ese instante estalló el fin del mundo.

Laura huyó de la habitación, yo intenté separaros torpemente. «¡Parásito!», gritaste, golpeándolo, «tú también comes gracias a ellos y te compras tu ropa de maricón y vas al colegio. ¿Qué te crees que eres, muy distinto a mí? ¿Crees que eres mejor? ¡Responde!».

«Distinto, sí. Yo creo en algo.»

Me oía decir con voz débil: «Basta, ¡lo vas a matar!» Con un empujón, me hiciste retroceder.

«Ah, sí, ¿y en qué crees? ¿En el robo?»

Ya Michele había caído en un rincón.

«Creo en el amor.»

«Ahora vas a pelear.»

«En el amor del Espíritu.»

Lo levantaste del suelo, cogiéndolo de la camiseta. Ante su cuerpo delicado parecías un verdadero ogro.

«Entonces», le mascullaste en la cara, «¡pon la otra mejilla!».

Con una sonrisa de niño, te respondió: «¡Aquí la tienes!»

En enfocar una escena, las máquinas de proyección antiguas tardaban un buen rato. Al principio, todo era confuso, no había rostros ni paisajes sino sólo manchas de luz y de color en continuo movimiento. Así recuerdo las primeras horas del fogonazo de magnesio. Recuerdo a Michele, echado del cuarto a golpes. Recuerdo que me lancé contra ti. «Vas a matar a nuestro hijo», grité, mientras me cogías por la muñeca. Dentro de mí había un tigre, alguien le había prendido fuego a la cola y había enloquecido.

«¡Michele tiene un alma grande!»

«¡Su alma no me importa lo más mínimo!»

No sé cuánto tiempo continuamos así, gritándonos de todo. Me sentía como si hubiera salido fuera del cuerpo. Podían ser minutos o quizá horas. En cierto momento, me lanzaste contra el aparador de la entrada y saliste dando un portazo.

Te oí arrancar el coche en el garaje y atravesar el paseo de grava. Apretabas el acelerador como los adolescentes borrachos. Te detuviste un momento frente a la cancela automática. Cuando se abrió, saliste, derrapando, a toda velocidad.

Hubo un imprevisto frenazo. Y luego se oyó un golpe.

Temí que hubieras atropellado un perro, por eso me asomé. Michele parecía dormir, tendido en el asfalto. Tenía un brazo abandonado a lo largo del costado y el otro sobre la cabeza, como hacía cuando sentía demasiado calor en su cama de niño.