V


En el aparador, aquí, en la cocina, hay todavía una foto de Michele. Debió de ser hecha en la edad del gran cambio. Está en un prado, junto al abuelo y, con una hoz más grande que él en la mano, le está ayudando a recoger el heno.


En aquel período, esta casa se convirtió en su puerto seguro, su tabla de salvación. Sabía que con los abuelos podía ser como era, no encontraba juicio ni desprecio, sólo el cariño de personas tranquilas. Tú nunca te habías preocupado de aquellas vacaciones con mis padres. Sólo era, en el fondo, una manera como cualquier otra de quitártelo de encima. Pero, cuando te diste cuenta de que para él aquellos días eran días felices, empezaste a hostigarlo. Cada vez que programaba ir a verlos, inventabas algo o lo castigabas. La felicidad para ti era como un veneno, no soportabas verla brillar en los ojos de los demás.

A escondidas de ti y de mí, Michele había empezado a frecuentar la parroquia. Había un cura joven con el que se llevaba bien. Cuando cumplió catorce años, sin decir nada en casa, hizo la primera comunión. Fui la primera en descubrirlo y procuré mantenértelo en secreto cuanto pude. Un día, sin embargo, al volver del trabajo, lo viste entrar en la iglesia.

«¿Desde cuándo frecuentas esos sitios?», le dijiste, en la cena. «¿Es que te he dado yo permiso?»

Entonces él, con el súbito descaro de la adolescencia, te miró directamente a los ojos. «He hecho la primera comunión. Y pronto haré la confirmación.»

Por un momento temí lo peor. Pero permaneciste inmóvil, perfectamente dueño de tus palabras y tus gestos.

«Ah, ¿sí? No me sorprendes. ¿Qué otra cosa podía esperar de un descerebrado como tú? Anda, ve a despellejarte en los bancos hasta consumirte las rodillas. No serías capaz de otra cosa.»

No sé si por la edad o por las nuevas compañías, Michele se estaba haciendo más fuerte. Por primera vez desde su nacimiento, tenía amigos. Iba de excursión a la montaña o pasaba las tardes recogiendo cartones y papel usado. En vez de dibujar, ahora cantaba. Ya tenía las llaves de casa y oía su voz antes de que abriera la puerta. El timbre estaba cambiando. Era de barítono en un momento y, un momento después, parecía que dos trozos de cristal rechinaran a la vez. A mí no me molestaba, pero temía que te molestara a ti. Te hubieran irritado los gallos, las palabras, te hubiera irritado la luz pura que irradiaba de su mirada. Así que, con mucho cuidado, fingiendo bromear, le dije: «¡Quizá sea mejor que, hasta que no mejores el tono, no te oiga tu padre!»

Michele ya era casi tan alto como yo. Estaba delante del frigorífico abierto. Se encogió de hombros: «Paciencia», me respondió, «nadie se ha muerto nunca por un gallo de más».

Ante su cambio, me daba cuenta de que incluso yo reaccionaba de un modo ambivalente. Por una parte, me hacía feliz verlo abrirse y, por otra, tenía miedo de que alguien pudiera aprovecharse de su fragilidad, de que alguien pudiera dominarlo: «¿Con quién sales? ¿Qué hacéis juntos?» Siempre me respondía con sequedad. Si yo insistía, decía: «Sígueme, si te interesa tanto.»

Una vez, mientras tú estabas de viaje en el extranjero, por darle gusto, lo acompañé a misa. Estaba empeñado en que yo oyera una homilía de su amigo. Por la calle sólo me repetía: «No se puede escucharlo y permanecer indiferente. Ya verás, es como estar ante un muro. Si quieres seguir moviéndote, tienes a la fuerza que cambiar de dirección.»

Nos pusimos en los primeros bancos. Hacía tantos años que no entraba en una iglesia, que no recordaba ni una palabra. Para no desilusionar a Michele movía los labios, fingiendo rezar. El fragmento del Evangelio era la historia de un tesoro escondido en un campo. Michele estaba totalmente absorto, pero a mí me bullían las ideas en la cabeza. No podía hallar una razón clara para su cambio. La psicóloga me había puesto en guardia. Buscará compensar de alguna manera su fragilidad. Yo había vivido durante meses con el fantasma de las drogas, el alcohol, la depresión y, en lugar de eso, se había convertido en un muchacho devoto. Cada uno, me decía, encuentra como puede su forma de felicidad, hay quien se convierte en hincha de un equipo y quien va a la iglesia todos los días. No conseguía liberarme de una sutil inquietud. ¿Qué era? ¿Miedo a perderlo? ¿Miedo a que tomase un camino que yo era incapaz de entender? ¿O quizá una inconsciente forma de envidia, envidia de su credulidad, de que en su universo cada cosa hubiera encontrado su justo lugar?

También yo, en los años de mayor dificultad, había intentado aferrarme a los altares. Al pasar ante una iglesia, a menudo entraba y me ponía de rodillas a los pies de una estatua. Pero aquella estatua siempre seguía siendo una estatua. Le preguntaba: «¿Quién eres? Háblame. Ayúdame», y no obtenía ninguna respuesta. Si me hubiera arrodillado ante un montón de botes de tomate en el supermercado, hubiera sido exactamente lo mismo. Siempre me había dicho que la religión no es muy distinta de un cochecito de niños. En él se sienta quien no puede andar por su propio pie. Con un carrito los movimientos son limitados, puedes andar adelante y atrás, a derecha y a izquierda, pero no puedes subir escaleras o echar a correr por un prado.

Naturalmente, a Michele le ocultaba estos pensamientos.

Cuando salimos de la iglesia, me preguntó: «¿Qué te ha parecido?» Yo respondí del modo más banal: «Muy interesante.»

De vez en cuando me hacía partícipe de sus reflexiones. Yo no debía ser muy hábil en fingir porque, una vez, me dijo: «No pareces muy entusiasmada.»

«Te escucho con gusto», respondí, «pero, como sabes, tengo mis ideas y es difícil cambiarlas».

Se levantó como disparado por un resorte gritando con rabia: «¿Por qué estás tan ciega? Jesús no es una idea, es el Salvador. Jesús es el principio y fin de todas las cosas. Y la vida es la clave para comprenderlo.»

Antes de que yo pudiese responder, salió de la habitación.

Era la primera vez que se comportaba conmigo de esa manera. El capullo de cariño en el que habíamos convivido quince años se había roto.

En el mismo período me llamaron del colegio. Querían saber por qué iba tan poco. Me cayó el cielo encima. Lo veía salir todas las mañanas con la mochila a la espalda. Nunca había imaginado que pudiera ir a otro sitio.

Volví a la psicóloga. Una exaltación mística, me dijo, a esa edad es casi normal, las hormonas se ponen en movimiento y la libido toma el mando. En quien se reprime, puede tomar una dirección distinta de la habitual. Y, además, quizá la asistencia a la iglesia le permite vivir una forma latente de homosexualidad sin dejarla estallar jamás, añadió. Me aconsejó no darle mucha importancia al asunto. Si no se convertía en motivo de oposición, en poco tiempo, tal como se había inflado, bajaría.

Seguí sus consejos. Para no empeorar las cosas, te tuve a oscuras, pero hablé claro con Michele.

«¿Por qué no vas al colegio?»

«Porque me aburro.»

A finales de junio todo salió a la luz. Lo suspendieron.

«Ya te había dicho que era un cretino», comentaste, hojeando las notas. Aunque hubiese tenido valor para ello, esa vez no hubiera sabido qué responderte. Luego te dirigiste a él. «¿Hasta cuándo crees que voy a mantenerte sin hacer nada?»

Michele te sostuvo la mirada. «Si quieres puedes dejar de hacerlo ahora mismo.»

«Ah, ¿sí? ¿Y cómo piensas vivir? ¿De la prostitución?»

«Vivo como los lirios del campo.»

«No digas idioteces.»

«No son idioteces, es mi fe.»

«¿Tu qué?»

«Creo en Jesús.»

Te echaste a reír ruidosamente y luego paraste de golpe. Con la voz en falsete canturreaste: «¡Creo en Jesús! ¡Creo en Jesús! Sólo un medio marica como tú puede caer en esa trampa.»

«No soy homosexual.»

«Si follaras como todo el mundo, no tendrías esas ideas fijas. Quien tiene cojones no cree en alguien tan desgraciado que se dejó matar.»

«¡No blasfemes!»

«No blasfemo, tesoro, digo la verdad. Jesús era un mitómano y además andaba más bien escaso de diplomacia política. Por eso lo mataron. Se sobrevaloró y calculó mal.»

«Jesús es el hijo de Dios.»

«Si hubiera sido el hijo de Dios, hubiera bajado de la cruz y hubiera incinerado a todos los presentes, lo dice hasta la Biblia. No bajó porque era incapaz de bajar.»

«No bajó porque no quiso bajar.»

«No bajó porque sólo era un pobre hombre que se había contado una bella historia. La historia acabó mal y él se quedó clavado allí arriba.»

Michele se levantó, parecía incluso más alto de lo que era.

«¡El pobre hombre eres tú!», te gritó a la cara.

«Michele, ¡basta!», dije, levantando la voz.

Pero era demasiado tarde. De una bofetada le volaste las gafas, con otra le devolviste la cabeza a la posición correcta.

«¿Qué has dicho?», repetías, zarandeándolo como a una rama. «¿Qué has dicho?»

Callaba, pero seguía mirándote fijamente a los ojos.

«Aquí mando yo, baja la mirada», empezaste a gritar. Mientras más lo zarandeabas, más te sostenía la mirada. Así lo arrastraste hasta su cuarto. No sé lo que pasó allí dentro. Te oía gritar cada vez más fuerte. Michele callaba.

Después de un tiempo que me pareció interminable, saliste, dejándolo encerrado.

«Está castigado», me dijiste guardándote la llave en el bolsillo, «y ahí se queda hasta que yo mande».