En aquel período, esta casa se convirtió en su puerto seguro,
su tabla de salvación. Sabía que con los abuelos podía ser como
era, no encontraba juicio ni desprecio, sólo el cariño de personas
tranquilas. Tú nunca te habías preocupado de aquellas vacaciones
con mis padres. Sólo era, en el fondo, una manera como cualquier
otra de quitártelo de encima. Pero, cuando te diste cuenta de que
para él aquellos días eran días felices, empezaste a hostigarlo.
Cada vez que programaba ir a verlos, inventabas algo o lo
castigabas. La felicidad para ti era como un veneno, no soportabas
verla brillar en los ojos de los demás.
A escondidas de ti y de mí, Michele había empezado a
frecuentar la parroquia. Había un cura joven con el que se llevaba
bien. Cuando cumplió catorce años, sin decir nada en casa, hizo la
primera comunión. Fui la primera en descubrirlo y procuré
mantenértelo en secreto cuanto pude. Un día, sin embargo, al volver
del trabajo, lo viste entrar en la iglesia.
«¿Desde cuándo frecuentas esos sitios?», le dijiste, en la
cena. «¿Es que te he dado yo permiso?»
Entonces él, con el súbito descaro de la adolescencia, te
miró directamente a los ojos. «He hecho la primera comunión. Y
pronto haré la confirmación.»
Por un momento temí lo peor. Pero permaneciste inmóvil,
perfectamente dueño de tus palabras y tus gestos.
«Ah, ¿sí? No me sorprendes. ¿Qué otra cosa podía esperar de
un descerebrado como tú? Anda, ve a despellejarte en los bancos
hasta consumirte las rodillas. No serías capaz de otra
cosa.»
No sé si por la edad o por las nuevas compañías, Michele se
estaba haciendo más fuerte. Por primera vez desde su nacimiento,
tenía amigos. Iba de excursión a la montaña o pasaba las tardes
recogiendo cartones y papel usado. En vez de dibujar, ahora
cantaba. Ya tenía las llaves de casa y oía su voz antes de que
abriera la puerta. El timbre estaba cambiando. Era de barítono en
un momento y, un momento después, parecía que dos trozos de cristal
rechinaran a la vez. A mí no me molestaba, pero temía que te
molestara a ti. Te hubieran irritado los gallos, las palabras, te
hubiera irritado la luz pura que irradiaba de su mirada. Así que,
con mucho cuidado, fingiendo bromear, le dije: «¡Quizá sea mejor
que, hasta que no mejores el tono, no te oiga tu
padre!»
Michele ya era casi tan alto como yo. Estaba delante del
frigorífico abierto. Se encogió de hombros: «Paciencia», me
respondió, «nadie se ha muerto nunca por un gallo de
más».
Ante su cambio, me daba cuenta de que incluso yo reaccionaba
de un modo ambivalente. Por una parte, me hacía feliz verlo abrirse
y, por otra, tenía miedo de que alguien pudiera aprovecharse de su
fragilidad, de que alguien pudiera dominarlo: «¿Con quién sales?
¿Qué hacéis juntos?» Siempre me respondía con sequedad. Si yo
insistía, decía: «Sígueme, si te interesa tanto.»
Una vez, mientras tú estabas de viaje en el extranjero, por
darle gusto, lo acompañé a misa. Estaba empeñado en que yo oyera
una homilía de su amigo. Por la calle sólo me repetía: «No se puede
escucharlo y permanecer indiferente. Ya verás, es como estar ante
un muro. Si quieres seguir moviéndote, tienes a la fuerza que
cambiar de dirección.»
Nos pusimos en los primeros bancos. Hacía tantos años que no
entraba en una iglesia, que no recordaba ni una palabra. Para no
desilusionar a Michele movía los labios, fingiendo rezar. El
fragmento del Evangelio era la historia de un tesoro escondido en
un campo. Michele estaba totalmente absorto, pero a mí me bullían
las ideas en la cabeza. No podía hallar una razón clara para su
cambio. La psicóloga me había puesto en guardia. Buscará compensar
de alguna manera su fragilidad. Yo había vivido durante meses con
el fantasma de las drogas, el alcohol, la depresión y, en lugar de
eso, se había convertido en un muchacho devoto. Cada uno, me decía,
encuentra como puede su forma de felicidad, hay quien se convierte
en hincha de un equipo y quien va a la iglesia todos los días. No
conseguía liberarme de una sutil inquietud. ¿Qué era? ¿Miedo a
perderlo? ¿Miedo a que tomase un camino que yo era incapaz de
entender? ¿O quizá una inconsciente forma de envidia, envidia de su
credulidad, de que en su universo cada cosa hubiera encontrado su
justo lugar?
También yo, en los años de mayor dificultad, había intentado
aferrarme a los altares. Al pasar ante una iglesia, a menudo
entraba y me ponía de rodillas a los pies de una estatua. Pero
aquella estatua siempre seguía siendo una estatua. Le preguntaba:
«¿Quién eres? Háblame. Ayúdame», y no obtenía ninguna respuesta. Si
me hubiera arrodillado ante un montón de botes de tomate en el
supermercado, hubiera sido exactamente lo mismo. Siempre me había
dicho que la religión no es muy distinta de un cochecito de niños.
En él se sienta quien no puede andar por su propio pie. Con un
carrito los movimientos son limitados, puedes andar adelante y
atrás, a derecha y a izquierda, pero no puedes subir escaleras o
echar a correr por un prado.
Naturalmente, a Michele le ocultaba estos
pensamientos.
Cuando salimos de la iglesia, me preguntó: «¿Qué te ha
parecido?» Yo respondí del modo más banal: «Muy
interesante.»
De vez en cuando me hacía partícipe de sus reflexiones. Yo no
debía ser muy hábil en fingir porque, una vez, me dijo: «No pareces
muy entusiasmada.»
«Te escucho con gusto», respondí, «pero, como sabes, tengo
mis ideas y es difícil cambiarlas».
Se levantó como disparado por un resorte gritando con rabia:
«¿Por qué estás tan ciega? Jesús no es una idea, es el Salvador.
Jesús es el principio y fin de todas las cosas. Y la vida es la
clave para comprenderlo.»
Antes de que yo pudiese responder, salió de la
habitación.
Era la primera vez que se comportaba conmigo de esa manera.
El capullo de cariño en el que habíamos convivido quince años se
había roto.
En el mismo período me llamaron del colegio. Querían saber
por qué iba tan poco. Me cayó el cielo encima. Lo veía salir todas
las mañanas con la mochila a la espalda. Nunca había imaginado que
pudiera ir a otro sitio.
Volví a la psicóloga. Una exaltación mística, me dijo, a esa
edad es casi normal, las hormonas se ponen en movimiento y la
libido toma el mando. En quien se reprime, puede tomar una
dirección distinta de la habitual. Y, además, quizá la asistencia a
la iglesia le permite vivir una forma latente de homosexualidad sin
dejarla estallar jamás, añadió. Me aconsejó no darle mucha
importancia al asunto. Si no se convertía en motivo de oposición,
en poco tiempo, tal como se había inflado,
bajaría.
Seguí sus consejos. Para no empeorar las cosas, te tuve a
oscuras, pero hablé claro con Michele.
«¿Por qué no vas al colegio?»
«Porque me aburro.»
A finales de junio todo salió a la luz. Lo
suspendieron.
«Ya te había dicho que era un cretino», comentaste, hojeando
las notas. Aunque hubiese tenido valor para ello, esa vez no
hubiera sabido qué responderte. Luego te dirigiste a él. «¿Hasta
cuándo crees que voy a mantenerte sin hacer nada?»
Michele te sostuvo la mirada. «Si quieres puedes dejar de
hacerlo ahora mismo.»
«Ah, ¿sí? ¿Y cómo piensas vivir? ¿De la
prostitución?»
«Vivo como los lirios del campo.»
«No digas idioteces.»
«No son idioteces, es mi fe.»
«¿Tu qué?»
«Creo en Jesús.»
Te echaste a reír ruidosamente y luego paraste de golpe. Con
la voz en falsete canturreaste: «¡Creo en Jesús! ¡Creo en Jesús!
Sólo un medio marica como tú puede caer en esa
trampa.»
«No soy homosexual.»
«Si follaras como todo el mundo, no tendrías esas ideas
fijas. Quien tiene cojones no cree en alguien tan desgraciado que
se dejó matar.»
«¡No blasfemes!»
«No blasfemo, tesoro, digo la verdad. Jesús era un mitómano y
además andaba más bien escaso de diplomacia política. Por eso lo
mataron. Se sobrevaloró y calculó mal.»
«Jesús es el hijo de Dios.»
«Si hubiera sido el hijo de Dios, hubiera bajado de la cruz y
hubiera incinerado a todos los presentes, lo dice hasta la Biblia.
No bajó porque era incapaz de bajar.»
«No bajó porque no quiso bajar.»
«No bajó porque sólo era un pobre hombre que se había contado
una bella historia. La historia acabó mal y él se quedó clavado
allí arriba.»
Michele se levantó, parecía incluso más alto de lo que
era.
«¡El pobre hombre eres tú!», te gritó a la
cara.
«Michele, ¡basta!», dije, levantando la voz.
Pero era demasiado tarde. De una bofetada le volaste las
gafas, con otra le devolviste la cabeza a la posición
correcta.
«¿Qué has dicho?», repetías, zarandeándolo como a una rama.
«¿Qué has dicho?»
Callaba, pero seguía mirándote fijamente a los
ojos.
«Aquí mando yo, baja la mirada», empezaste a gritar. Mientras
más lo zarandeabas, más te sostenía la mirada. Así lo arrastraste
hasta su cuarto. No sé lo que pasó allí dentro. Te oía gritar cada
vez más fuerte. Michele callaba.
Después de un tiempo que me pareció interminable, saliste,
dejándolo encerrado.
«Está castigado», me dijiste guardándote la llave en el
bolsillo, «y ahí se queda hasta que yo mande».